VOLÚMEN 1

 

I. M. I.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

 

Por pura obediencia comienzo a escribir.

 

Tú sabes, oh Señor, el sacrificio que me cuesta hacerlo, y que me

sometería a mil muertes antes que escribir una sola línea de las cosas que

han pasado entre Tú y yo. ¡Oh mi Dios! Mi naturaleza se estremece, se

siente aplastada y casi deshecha al sólo pensarlo. ¡Ah, dame la fuerza, oh

Vida de mi vida, a fin de que pueda cumplir la santa obediencia! Tú, que

diste la inspiración al confesor, dame la gracia de poder cumplir lo que me

es mandado.

 

¡Oh Jesús, oh Esposo, oh fortaleza mía! A Ti me dirijo, a Ti vengo, en

tus brazos me introduzco, me abandono, me reposo. ¡Ah, consuélame en mi

aflicción y no me dejes sola y abandonada! Sin tu ayuda estoy cierta que no

tendré fuerza de cumplir esta obediencia que tanto me cuesta, me vencerá el

enemigo y temo ser repudiada justamente por Ti por mi desobediencia. ¡Ah!

Mírame y vuelve a mirarme, oh Esposo santo en estos tus brazos, mira de

cuántas tinieblas estoy circundada, son tan densas que no dejan entrar ni

siquiera un átomo de luz en mi alma. ¡Oh! mi místico Sol Jesús,

resplandezca esta luz en mi mente a fin de que haga huir las tinieblas y

pueda libremente recordar las gracias que has hecho a mi alma. ¡Oh! Sol

eterno, manda otro rayo de luz a lo íntimo de mi corazón y lo purifique del

fango en el cual yace, lo incendie, lo consuma en tu Amor, a fin de que él,

que más que todo ha probado las dulzuras de tu Amor, pueda claramente

manifestarlas a quien está obligado. ¡Oh! mi Sol Jesús, manda otro rayo de

luz aun sobre mis labios para que pueda decir la pura verdad, con la única

finalidad de conocer si eres verdaderamente Tú, o bien ilusión del enemigo,

pero, ¡oh! Jesús, cuán escasa de luz me veo aun en estos brazos tuyos. ¡Ah!

conténtame, Tú que tanto me amas continúa mandándome luz. ¡Oh! mi Sol,

mi bello, propiamente quiero entrar en el centro a fin de quedar toda

 

1 Todos los libros presentados en la obra “Libro de Cielo” han sido traducidos directamente del original manuscrito de Luisa

Piccarreta. En este primer volumen presentamos los primeros cuatro libros escritos por Luisa. El día 28 de Febrero de 1899, ella

recibe la orden de su confesor, Don Gennaro Di Gennaro de comenzar a escribir conforme Jesús le habla, y además, escribir todo lo

que había pasado entre ellos hasta ese momento, así que el libro N° 1 es el único que no fue escrito conforme Nuestro Señor le

hablaba. Aunque es en forma continua, se distinguen varios temas muy bien definidos, pero no queremos marcarlos para no alterar la

forma como lo escribió. Al inicio de este volumen se encuentran las dos primeras meditaciones de la novena de navidad, las siete

restantes se encuentran al final; por lo dicho anteriormente queremos dejar el orden que ella usó al escribir dicho volumen, por lo que

aparentemente queda inconclusa, pero al final se encuentran las meditaciones que faltan. Además, esta novena se pone completa al

final del volumen.                                                                                                                                                                                                                                         

 

Abismada en esta luz purísima. Haz, oh Sol divino, que esta luz me preceda

delante, me siga junto, me circunde por doquier, se introduzca en los más

íntimos escondites de mi interior, a fin de que consumiendo mi ser terreno,

lo transformes todo en tu Ser Divino.

 

Virgen Santísima, Madre amable, ven en mi auxilio, obtenme de tu, y

mi dulce Jesús, gracia y fuerza para cumplir esta obediencia.

 

San José, amado protector mío, asísteme en esta circunstancia.

Arcángel San Miguel, defiéndeme del enemigo infernal que tantos

obstáculos me pone en la mente para hacerme faltar a esta obediencia.

Arcángel San Rafael y tú, mi ángel custodio, vengan a asistirme y a

acompañarme, a dirigir mi mano a fin de que pueda escribir sólo la verdad.

 

Sea todo para honor y gloria de Dios, y a mí toda la confusión. ¡Oh,

Esposo santo, ven en mi ayuda! Al considerar las tantas gracias que has

hecho a mi alma me siento toda espantada, toda llena de confusión y

vergüenza al verme aún tan mala e incorrespondente a tus gracias. Pero mi

amable y dulce Jesús, perdóname, no te retires de mí, continúa derramando

en mí tu Gracia, a fin de que puedas hacer de mí un triunfo de tu

Misericordia.

 

Y ahora comienzo _ Novena de la Santa Navidad. A la edad de

diecisiete años me preparé a la fiesta de la Santa Navidad practicando

diferentes actos de virtud y mortificación, honrando especialmente los nueve

meses que Jesús estuvo en el seno materno con nueve horas de meditación al

día, referentes siempre al misterio de la Encarnación.

 

1º.-Como por ejemplo, en una hora me ponía con el pensamiento en

el paraíso y me imaginaba a la Santísima Trinidad: Al Padre que mandaba

al Hijo a la tierra, al Hijo que prontamente obedecía al Querer del Padre, y al

Espíritu Santo que consentía en ello. Mi mente se confundía tanto al

contemplar un misterio tan grande, un amor tan recíproco, tan igual, tan

fuerte entre Ellos y hacia los hombres, y en la ingratitud de estos,

especialmente la mía, que en esto me habría quedado no una hora sino todo

el día, pero una voz interna me decía:

 

“Basta, ven y mira otros excesos más grandes de mi Amor.”

 

2º.-Entonces mi mente se ponía en el seno materno y quedaba

estupefacta al considerar a aquel Dios tan grande en el Cielo y ahora tan

humillado, empequeñecido, restringido, que casi no podía moverse, ni

siquiera respirar. La voz interior me decía:

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

“¿Ves cuánto te he amado? ¡Ah! dame un lugar en tu corazón, quita

todo lo que no es mío, porque así me darás más facilidad para poderme

mover y respirar.”

 

Mi corazón se deshacía, le pedía perdón, prometía ser toda suya, me

desahogaba en llanto, sin embargo, lo digo para mi confusión, volvía a mis

habituales defectos. ¡Oh! Jesús, cuán bueno has sido con esta miserable

criatura.

 

Y así pasaba la segunda hora del día, y después, poco a poco el resto,

que decirlo todo sería aburrir. Y esto lo hacía a veces de rodillas y cuando

era impedida a hacerlo por la familia, lo hacía aun trabajando, porque la voz

interna no me daba ni tregua ni paz si no hacía lo que quería, así que el

trabajo no me era impedimento para hacer lo que debía hacer. Así pasé los

días de la novena; cuando llegó la víspera me sentía más que nunca

encendida por un insólito fervor, estaba sola en la recámara cuando se me

presenta delante el niño Jesús, todo bello, sí, pero titiritando, en actitud de

quererme abrazar, yo me levanté y corrí para abrazarlo, pero en el momento

en que iba a estrecharlo desapareció, esto se repitió tres veces. Quedé tan

conmovida y encendida de amor, que no sé explicarlo; pero después de

algún tiempo no lo tomé más en cuenta y no se lo dije a nadie; de vez en

cuando caía en las acostumbradas faltas. La voz interna no me dejó nunca

más, en cada cosa me reprendía, me corregía, me animaba, en una palabra, el

Señor hizo conmigo como un buen padre con un hijo que tiende a desviarse,

y él usa todas las diligencias, los cuidados para mantenerlo en el recto

camino, de modo de formar de él su honor, su gloria, su corona. Pero, ¡oh!

Señor, demasiado ingrata te he sido.

 

Después el divino Maestro da principio, pone su mano para desapegar

mi corazón de todas las criaturas, y con voz interior me decía:

 

“Yo soy el único que merece ser amado; mira, si tú no quitas este

pequeño mundo que te rodea, esto es, pensamientos de criaturas,

imaginaciones, Yo no puedo entrar libremente en tu corazón, este murmullo

en tu mente sirve de impedimento para dejarte oír más clara mi voz, para

derramar mis gracias y para hacerte enamorar verdaderamente de Mí.

Prométeme ser toda mía y Yo mismo pondré manos a la obra; tú tienes razón

en que no puedes nada, no temas, Yo haré todo, dame tu voluntad y eso me

basta.”

 

Y esto sucedía más frecuentemente en la comunión, entonces le

prometía ser toda suya y le pedía perdón por que hasta aquel momento no lo

había sido, le decía que verdaderamente lo quería amar y le rogaba que no

me dejase nunca más sola sin Él. Y la voz continuaba:

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

“No, no, vendré junto contigo a observar todas tus acciones,

movimientos y deseos.”

 

Todo el día lo sentía sobre de mí, me reprendía de todo, como por

ejemplo si me entretenía demasiado platicando con la familia de cosas

indiferentes, no necesarias, la voz interna me decía:

 

“Estas pláticas te llenan la mente de cosas que no me pertenecen a Mí,

te circundan el corazón de polvo, de modo que te hace sentir débil mi

Gracia, no más viva. ¡Ah! imítame a Mí; cuando estaba en la casa de

Nazaret mi mente no se ocupaba de otra cosa que de la gloria del Padre y de

la salvación de las almas; mi boca no decía otra cosa que discursos santos,

con mis palabras buscaba reparar las ofensas al Padre, trataba de asaetear los

corazones y atraerlos a mi amor, y primariamente a mi Madre y a San José,

en una palabra, todo nombraba a Dios, todo se obraba por Dios y todo a Él

se refería. ¿Por qué no podrías hacer tú otro tanto?”

 

Yo quedaba muda, toda confundida, trataba por cuanto más podía de

estarme sola, le confesaba mi debilidad, le pedía ayuda y gracia para poder

hacer lo que Él quería, porque por mí sola no sabía hacer otra cosa que mal.

Si durante el día mi mente se ocupaba en pensar en personas a las cuales yo

quería, enseguida me reprendía diciéndome:

 

“¿Esto es lo bien que me quieres? ¿Quién te ha amado como Yo?

Mira, si tú no terminas con esto Yo te dejo.”

 

A veces me sentía dar tales y tantos reproches amargos, que no hacía

otra cosa que llorar. Especialmente una mañana, después de la comunión

me dio una luz tan clara sobre el gran amor que Él me daba y sobre la

volubilidad e inconstancia de las criaturas, que mi corazón quedó tan

convencido, que de ahí en adelante ya no ha sido capaz de amar a ninguna

persona. Me enseñó el modo de como amar a las personas sin separarme de

Él, esto es, con mirar a las criaturas como imagen de Dios, de modo que si

recibía el bien de las criaturas, debía pensar que sólo Dios era el primer autor

de aquél bien y que se había servido de la criatura para dármelo, entonces mi

corazón se unía más a Dios; si recibía mortificaciones debía mirarlas

también como instrumentos en las manos de Dios para mi santificación, por

esto mi corazón no quedaba resentido con mi prójimo. Entonces, por este

modo sucedía que yo miraba a las criaturas todas en Dios, por cualquier falta

que viera en ellas jamás les perdía la estima, si se burlaban de mí me sentía

obligada con ellas pensando que me hacían hacer nuevas adquisiciones para

mi alma; si me alababan, recibía con desprecio estas alabanzas diciendo:

“Hoy esto, mañana pueden odiarme, pensando en su inconstancia.” En

suma, mi corazón adquirió una libertad que yo misma no sé explicar.

                                                                                                                                                                                                                                                                

Cuando el divino Maestro me liberó del mundo externo, entonces puso

mano a purificar el interior, y con voz interna me decía:

 

“Ahora hemos quedado solos, no hay ya quien nos disturbe, ¿no estás

ahora más contenta que antes que debías contentar a tantos y tantos? Mira,

es más fácil contentar a uno solo, debes hacer de cuenta que Yo y tú estamos

solos en el mundo, prométeme ser fiel y Yo verteré en ti tales y tantas

gracias, que tú misma quedarás maravillada.”

 

Luego continuó diciéndome: “Sobre ti he hecho grandes designios,

siempre y cuando tú me correspondas, quiero hacer de ti una perfecta

imagen mía, comenzando desde que nací hasta que morí; Yo mismo te

enseñaré un poco cada vez el modo como lo harás.”

 

Y sucedía así: Cada mañana, después de la comunión me decía lo que

debía hacer en el día. Lo diré todo brevemente, porque después de tanto

tiempo es imposible poder decirlo todo. No recuerdo bien, pero me parece

que la primera cosa que me decía que era necesaria para purificar el interior

de mi corazón, era el aniquilamiento de mí misma, esto es, la humildad. Y

continuaba diciéndome:

 

“Mira, para hacer que Yo derrame mis gracias en tu corazón, quiero

hacerte comprender que por ti nada puedes, Yo me cuido muy bien de

aquellas almas que se atribuyen a ellas mismas lo que hacen, queriéndome

hacer tantos hurtos de mis gracias; en cambio con aquellas que se conocen a

sí mismas Yo soy generoso en verter a torrentes mis gracias, sabiendo muy

bien que nada refieren a ellas mismas, me agradecen y tienen la estima que

conviene, viven con continuo temor de que si no me corresponden puedo

quitarles lo que les he dado, sabiendo que no es cosa de ellas; todo lo

contrario en los corazones que apestan de soberbia, ni siquiera puedo entrar

en su corazón, porque inflado de ellos mismos no hay lugar donde poderme

poner, las miserables no toman en cuenta mis gracias y van de caída en caída

hasta la ruina. Por eso quiero que en este día hagas continuos actos de

humildad, quiero que tú estés como un niño envuelto en pañales, que no

puede mover ni un pie para dar un paso, ni una mano para obrar, sino que

todo lo espera de la madre, así tú te estarás junto a Mí como un niño,

rogándome siempre que te asista, que te ayude, confesándome siempre tu

nada, en suma, esperando todo de Mí.”

 

Entonces buscaba hacer cuanto más podía para contentarlo, me

empequeñecía, me aniquilaba y a veces llegaba a tanto, de sentir casi

deshecho mi ser, de modo que no podía obrar, ni dar un paso, ni siquiera un

respiro si Él no me sostenía. Además me veía tan mala que tenía vergüenza

de dejarme ver por las personas, sabiendo que soy la más fea, como en

realidad lo soy aún, así que por cuanto más podía las rehuía y decía entre mí:

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

“¡Oh, si supieran cómo soy mala, y si pudieran ver las gracias que el Señor

me está haciendo, (porque yo no decía nada a nadie) y que yo soy siempre la

misma, oh, cómo me tendrían horror!”

 

Después, en la mañana cuando iba de nuevo a comulgar, me parecía

que al venir Jesús a mí hacía fiesta por el contento que sentía al verme tan

aniquilada; me decía otras cosas sobre el aniquilamiento de mí misma, pero

siempre de manera diferente a la anterior. Yo creo que no una, sino cientos

de veces me ha hablado, y si me hubiera hablado miles de veces tendría

siempre nuevos modos para hablar sobre la misma virtud. ¡Oh! mi divino

maestro, cuán sabio eres, si al menos te hubiera correspondido.

 

Recuerdo que una mañana mientras me hablaba sobre la misma virtud,

me dijo que por falta de humildad había cometido muchos pecados, y que si

yo hubiera sido humilde me habría tenido más cerca a Él y no habría hecho

tanto mal. Me hizo entender como era feo el pecado, la afrenta que este

miserable gusano había hecho a Jesucristo, la ingratitud horrenda, la

impiedad enorme, el daño que le había venido a mi alma. Quedé tan

espantada que no sabía qué hacer para reparar, hacía algunas

mortificaciones, pedía otras al confesor, pero pocas me eran concedidas, así

que todas me parecían sombras y no hacía otra cosa que pensar en mis

pecados, pero siempre más estrechada a Él. Tenía tal temor de alejarme deÉl y de actuar peor que antes, que yo misma no sé explicarlo. No hacía otra

cosa cuando me encontraba con Él que decirle la pena que sentía por haberlo

ofendido, le pedía siempre perdón, le agradecía porque había sido tan bueno

conmigo y le decía de corazón: “Mira, ¡oh! Señor el tiempo que he perdido,

mientras que habría podido amarte.” Entonces no sabía decir otra cosa que

el grave mal que había hecho; finalmente, un día reprendiéndome me dijo:

 

“No quiero que pienses más en esto, porque cuando un alma se ha

humillado, convencida de haber hecho mal y ha lavado su alma en el

sacramento de la confesión y está dispuesta a morir antes que ofenderme, el

pensar en ello es una afrenta a mi Misericordia, es un impedimento para

estrecharla a mi Amor, porque siempre busca con su mente envolverse en el

fango pasado y me impide hacerle tomar el vuelo hacia el Cielo, porque

siempre con aquellas ideas se encierra en sí misma, si es que busca pensar en

ellas; y además, mira, Yo no recuerdo ya nada, lo he olvidado

perfectamente, ¿ves tú alguna sombra de rencor de parte mía?”

 

Y yo le decía: “No, Señor, eres tan bueno.” Pero sentía rompérseme

el corazón de ternura.

 

Y Él: “Y bien, ¿querrás mantener delante estas cosas?”

 

Y yo: “No, no, no quiero.”

 

Y Él: “Pensemos en amarnos y en contentarnos mutuamente.”

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

De ahí en adelante no pensé más en eso, hacía cuanto más podía por

contentarlo y le pedía que Él mismo me enseñase el modo como debía hacer

para reparar el tiempo pasado. Y Él me decía:

 

“Estoy pronto a hacer lo que tú quieres. Mira, la primera cosa que te

dije que quería de ti era la imitación de mi Vida, así que veamos qué cosa te

falta.”

 

“Señor”, le decía, “me falta todo, no tengo nada.”

 

“Y bien”, me decía, “no temas, poco a poco haremos todo. Yo mismo

conozco cuán débil eres, pero es de Mí que debes tomar fuerza.”

 

(No lo recuerdo en orden, pero como pueda lo diré) Y agregaba:

“Quiero que seas siempre recta en tu obrar, con un ojo me debes mirar a Mí

y con el otro debes mirar lo que estás haciendo; quiero que las criaturas te

desaparezcan del todo. Si te vienen dadas ordenes, no mires a las personas,

no, sino debes pensar que Yo mismo quiero que tú hagas lo que te es

ordenado, entonces con el ojo fijo en Mí no juzgarás a ninguno, no mirarás

si la cosa te es penosa o te gusta, si puedes o no puedes hacerla; cerrando los

ojos a todo esto los abrirás para mirarme sólo a Mí, me llevarás junto a ti

pensando que te estoy mirando fijamente y me dirás: “Señor, sólo por Ti lo

hago, sólo por Ti quiero obrar, no más esclava de las criaturas.” Así que si

caminas, si obras, si hablas, en cualquier cosa que hagas, tu único fin debe

ser de agradarme sólo a Mí. ¡Oh! cuántos defectos evitarás si haces así.”

 

Otras veces me decía: “También quiero que si las personas te

mortifican, te injurian, te contradicen, la mirada también fija en Mí,

pensando que con mi misma boca te digo: “Hija, soy propiamente Yo que

quiero que sufras esto, no las criaturas, aleja la mirada de ellas, sino sólo Yo

y tú siempre, todas las demás destrúyelas. Mira, quiero hacerte bella por

medio de estos sufrimientos, te quiero enriquecer con méritos, quiero

trabajar tu alma, volverte similar a Mí. Tú me harás un regalo, me

agradecerás afectuosamente, serás agradecida con aquellas personas que te

dan ocasión de sufrir, recompensándolas con algún beneficio. Haciendo así

caminarás recta ante Mí, ninguna cosa te dará más inquietud y gozarás

siempre paz.”

 

Después de algún tiempo en que traté de ejercitarme en estas cosas, a

veces haciendo y a veces cayendo (si bien veo claro que aun me falta este

espíritu de rectitud y siempre quedo más confundida pensando en tanta

ingratitud mía), Jesús me habló y me hizo entender la necesidad del espíritu

de mortificación, (si bien me recuerdo que en todas estas cosas que me

decía, me agregaba siempre que todo debía ser hecho por amor suyo, y que

las virtudes más bellas, los sacrificios más grandes, se volvían insípidos si

no tenían principio en el amor. La Caridad, me decía, es una virtud que da

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

vida y esplendor a todas las demás, de modo que sin ella todas están muertas

y mis ojos no sienten ningún atractivo y no tienen ninguna fuerza sobre mi

corazón; estate pues atenta y haz que tus obras, aun las mínimas estén

investidas por la Caridad, esto es, en Mí, conmigo y por Mí). Ahora

vayamos directamente a la mortificación.

 

“Quiero”, me decía, “que en todas tus cosas, hasta las necesarias sean

hechas con espíritu de sacrificio. Mira, tus obras no pueden ser reconocidas

por Mí como mías si no tienen la marca de la mortificación, así como la

moneda no es reconocida por los pueblos si no contiene en sí misma la

imagen de su rey, es más, es despreciada y no tomada en cuenta, así es de tus

obras, si no tienen el injerto con mi cruz no pueden tener ningún valor.

Mira, ahora no se trata de destruir a las criaturas, sino a ti misma, de hacerte

morir para vivir solamente en Mí y de mi misma Vida. Es verdad que te

costará más que lo que has hecho, pero ten valor, no temas, no lo harás tú

sino Yo que obraré en ti.”

 

Entonces recibía otras luces sobre la aniquilación de mí misma y me

decía:

 

“Tú no eres otra cosa que una sombra, que mientras quieres tomarla te

huye, tú eres nada.”

 

Yo me sentía tan aniquilada que habría querido esconderme en los más

profundos abismos, pero me veía imposibilitada para hacerlo, sentía tal

vergüenza que quedaba muda. Mientras estaba en este reconocimiento de

mi nada, Él me decía:

 

“Ponte junto a Mí, apóyate en mi brazo, Yo te sostendré con mis

manos y tú recibirás fuerza. Tú estás ciega, pero mi luz te servirá de guía.

Mira, me pondré delante y tú no harás otra cosa que mirarme para

imitarme.”

 

Después me decía: “La primera cosa que quiero que mortifiques es tu

voluntad, aquel “yo” se debe destruir en ti, quiero que la tengas sacrificada

como víctima ante Mí para hacer que de tu voluntad y de la mía se forme

una sola. ¿No estás contenta?”

 

Sí Señor, pero dame la Gracia, porque veo que por mí nada puedo. Y

Él continuaba diciéndome:

 

“Sí, Yo mismo te contradiré en todo, y a veces por medio de las

criaturas.”

 

Y sucedía así, por ejemplo: Si en la mañana me despertaba y no me

levantaba en seguida, la voz interna me decía: “Tú descansas, y Yo no tuve

otro lecho que la cruz, pronto, pronto, no tanta satisfacción.”

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Si caminaba y mi vista se iba un poco lejos, pronto me reprendía: “No

quiero, tu vista no la alejes de ti más allá que la distancia de un paso a otro,

para hacer que no tropieces.”

 

Si me encontraba en el campo y veía flores, árboles, me decía: “Yo

todo lo he creado por amor tuyo, tú priva a tu vista de este contento por amor

mío.”

 

Aun en las cosas más inocentes y santas, como por ejemplo los

ornamentos de los altares, las procesiones, me decía: “No debes tomar otro

placer que en Mí solo.”

 

Si mientras trabajaba estaba sentada, me decía: “Estás demasiado

cómoda, ¿no te acuerdas que mi Vida fue un continuo penar? ¿Y tú? ¿Y

tú?”

 

Enseguida, para contentarlo me sentaba en la mitad de la silla y la otra

mitad la dejaba vacía, y algunas veces en broma le decía: “Mira, oh Señor,

la mitad de la silla está vacía, ven a sentarte junto a mí.” Alguna vez me

parecía que me contentaba, y sentía tanto gusto que yo misma no sé decirlo.

Algunas veces que estaba trabajando con lentitud y desganada me decía:

“Pronto, apúrate, que el tiempo que ganarás apurándote vendrás a pasarlo

junto conmigo en la oración.”

 

A veces Él mismo me indicaba cuánto trabajo debía hacer, y yo le

pedía que viniera a ayudarme. “Sí, sí,” me respondía, “lo haremos juntos a

fin de que después que hayas terminado quedemos más libres.” Y sucedía

que en una hora o dos hacía lo que debía hacer en todo el día, después me

iba a hacer oración y me daba tantas luces y me decía tantas cosas, que el

querer decirlas sería demasiado largo. Recuerdo que mientras estaba sola

trabajando, veía que no alcanzaba el hilo para completar aquel trabajo y que

tendría necesidad de ir con la familia para buscarlo, entonces me dirigía a Él

y le decía: “En qué aprovecha amado mío el haberme ayudado, pues ahora

veo que tengo necesidad de ir a la familia, y puedo encontrar personas y me

impedirán venir de nuevo, y entonces nuestra conversación terminará.”

“Qué, qué,” me decía, “¿y tú tienes Fe?” “Sí.” “Pues no temas, te haré

terminar todo.” Y así sucedía, y luego me ponía a rezar.

 

Si llegaba la hora de la comida y comía alguna cosa agradable, súbito

me reprendía internamente diciendo: “¿Tal vez te has olvidado que Yo no

tuve otro gusto que sufrir por amor tuyo, y que tú no debes tener otro gusto

que el mortificarte por amor mío? Déjalo y come lo que no te agrada.” Y

yo en seguida lo tomaba y lo llevaba a la persona que ayudaba en el servicio,

 

o bien decía que ya no quería, y muchas veces me la pasaba casi en ayunas,

pero cuando iba a la oración recibía tanta fuerza y sentía tal saciedad, que

sentía náusea de todo lo demás.


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Otras veces para contradecirme, si no tenía ganas de comer me decía:

“Quiero que comas por amor mío, y mientras el alimento se une al cuerpo,

pídeme que mi Amor se una con tu alma y quedarán santificadas todas las

cosas.”

 

En una palabra, sin ir más lejos, aun en las cosas más mínimas trataba

de hacer morir mi voluntad para hacer que viviera sólo para Él. Permitía que

hasta el confesor me contradijera, como por ejemplo: Sentía un gran deseo

de recibir la comunión, todo el día y la noche no hacía otra cosa que

prepararme, mis ojos no se podían cerrar al sueño por los continuos latidos

del corazón y le decía: “Señor, apresúrate porque no puedo estar sin Ti,

acelera las horas, haz que surja pronto el sol porque yo no puedo más, mi

corazón desfallece.” Él mismo me hacía ciertas invitaciones amorosas con

las que me sentía despedazar el corazón; me decía: “Mira, Yo estoy solo, no

sientas pena de que no puedes dormir, se trata de hacer compañía a tu Dios,

a tu Esposo, a tu Todo que es continuamente ofendido, ¡ah! no me niegues

este consuelo, que después en tus aflicciones Yo no te dejaré.” Mientras

estaba con estas disposiciones, por la mañana iba con el confesor y sin saber

por qué, la primera cosa que me decía era: “No quiero que recibas la

comunión.” Digo la verdad, me resultaba tan amargo que a veces no hacía

otra cosa que llorar; al confesor no me atrevía a decirle nada, porque así

quería Jesús que hiciera, de otra manera me reprendía, pero yo iba con Él y

le decía mi pena: “Ah Bien mío, ¿para esto la vigilia que hemos hecho esta

noche, que después de tanto esperar y desear debía quedar privada de Ti? Sé

bien que debo obedecer, pero dime, ¿puedo estar sin Ti? ¿Quién me dará la

fuerza? Y además, ¿cómo tendré el valor de irme de esta iglesia sin llevarte

conmigo? Yo no sé qué hacer, pero Tú puedes remediar a todo.” Mientras

así me desahogaba sentía venir un fuego junto a mí, entrar una llama en el

corazón, y lo sentía dentro de mí, y en seguida me decía: “Cálmate, cálmate,

heme aquí, estoy ya en tu corazón, ¿de qué temes ahora? No te aflijas más,

Yo mismo te quiero enjugar las lágrimas, tienes razón, tú no podías estar sin

Mí, ¿no es verdad?” Yo entonces quedaba tan aniquilada en mí misma por

esto, y le decía que si yo fuera buena Él no lo habría dispuesto así, y le pedía

que no me dejara más, que sin Él no quería estar.

 

Después de estas cosas, un día, después de la comunión lo sentía en mí

todo amor, y que me amaba tanto, que yo misma quedaba maravillada,

porque me veía tan mala e incorrespondiente, y decía dentro de mí: “Al

menos fuera buena y le correspondiera, tengo temor de que me deje (este

temor de que me deje lo he tenido siempre y aún lo tengo, y a veces es tanta

la pena que siento, que creo que la pena de la muerte sería menor, y si Él

mismo no viene a calmarme no sé darme paz) y en cambio quiere

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

estrecharse más íntimamente a mí.” Y mientras así me lo sentía dentro de

mí, con voz interna me dijo:

 

“Amada mía, las cosas pasadas no han sido más que un preparativo,

ahora quiero venir a los hechos, y para disponer tu corazón para hacer lo que

quiero de ti, esto es, la imitación de mi Vida, quiero que te internes en el mar

inmenso de mi Pasión, y cuando tú hayas comprendido bien la acerbidad de

mis penas, el amor con el que las sufrí, quién soy Yo que tanto sufrí, y quién

eres tú, vilísima criatura, ah, tu corazón no osará oponerse a los golpes, a la

cruz que Yo, sólo por tu bien le tengo preparada, más bien al sólo pensar que

Yo, tu maestro, he sufrido tanto, tus penas te parecerán sombras comparadas

con las mías, el sufrir te será dulce y llegarás a no poder estar sin

sufrimientos.”

 

Mi naturaleza temblaba al solo pensar en los sufrimientos, le pedía que

Él mismo me diera la fuerza, porque sin Él, me habría servido de sus

mismos dones para ofender al donador. Entonces me puse toda a meditar la

Pasión, y esto hizo tanto bien a mi alma, que creo que todo el bien me ha

venido de esta fuente. Veía la Pasión de Jesucristo como un mar inmenso de

luz, que con sus innumerables rayos me herían toda, esto es, rayos de

paciencia, de humildad, de obediencia y de tantas otras virtudes; me veía

toda rodeada por esta luz y quedaba aniquilada al verme tan desemejante de

Él. Aquellos rayos que me inundaban eran para mí otros tantos reproches

que me decían:

 

“Un Dios paciente, ¿y tú? Un Dios humilde y sometido aun a sus

mismos enemigos, ¿y tú? Un Dios que sufre tanto por amor tuyo, y tus

sufrimientos por amor suyo, ¿dónde están?”

 

A veces Él mismo me narraba las penas sufridas por Él, y quedaba tan

conmovida que lloraba amargamente. Un día, mientras trabajaba, estaba

considerando las penas acerbísimas que sufrió mi buen Jesús, mi corazón me

lo sentía tan oprimido por la pena, que me faltaba la respiración; temiendo

que me sucediera algo quise distraerme asomándome al balcón, vi hacia la

calle, pero, ¿qué veo? Veo la calle llena de gente y en medio a mi amante

Jesús con la cruz sobre la espalda – quien lo empujaba por un lado y quien

por el otro, todo agitado, con el rostro chorreando sangre – que levantaba los

ojos hacia mí en actitud de pedirme ayuda. ¿Quién podrá decir el dolor que

sentí, la impresión que hizo sobre mi alma una escena tan lastimera?

Rápidamente entré en mi habitación, yo misma no sabía donde me

encontraba, el corazón me lo sentía despedazar por el dolor, gritaba y

llorando le decía: “¡Jesús mío, si al menos te pudiera ayudar, te pudiese

liberar de esos lobos tan enfurecidos! ¡Ay! al menos quisiera sufrir esas

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

penas en lugar tuyo para dar alivio a mi dolor. Ah, mi Bien, dame el sufrir,

porque no es justo que Tú sufras tanto y yo, pecadora, esté sin sufrir.”

 

Desde entonces, recuerdo que se encendió en mí tanto deseo de sufrir

que no se ha apagado hasta ahora. Recuerdo también que después de la

comunión le pedía ardientemente que me concediera el sufrir, y Él a veces,

para contentarme, me parecía que tomaba las espinas de su corona y las

clavaba en mi corazón; otras veces sentía que tomaba mi corazón entre sus

manos y lo estrechaba tan fuerte, que por el dolor sentía que perdía los

sentidos. Cuando advertía que las personas se podrían dar cuenta de algo y a

Él dispuesto a darme estas penas, pronto le decía: “Señor, ¿qué haces? Te

pido que me des el sufrir pero que nadie se dé cuenta.” Durante algún

tiempo me contentó, pero mis pecados me hicieron indigna de sufrir

ocultamente, sin que nadie se diera cuenta.

 

Recuerdo que muchas veces después de la comunión me decía: “No

podrás verdaderamente asemejarte a Mí sino por medio de los sufrimientos.

Hasta ahora he estado junto a ti, ahora quiero dejarte sola un poco, sin

hacerme sentir. Mira, hasta ahora te he llevado de la mano, enseñándote y

corrigiéndote en todo, y tú no has hecho otra cosa que seguirme. Ahora

quiero que hagas por ti misma, pero más atenta que antes, pensando que te

estoy mirando fijamente, pero sin hacerme sentir, y que cuando vuelva a

hacerme sentir vendré, o para premiarte si me has sido fiel, o para castigarte

si has sido ingrata.”

 

Quedaba tan espantada y abatida por esta noticia, que le decía:

“Señor, mi todo y mi Vida, ¿cómo podré subsistir sin Ti, quién me dará la

fuerza? Cómo, después que me has hecho dejar todo, de modo que siento

como si nadie existiera para mí, ¿me quieres dejar sola y abandonada?

¿Qué, te has tal vez olvidado de cuán mala soy, y que sin Ti nada puedo?”

Y por esta recriminación, tomando un aspecto más serio, agregaba:

 

“Es que te quiero hacer comprender bien quién eres tú. Mira, lo hago

por tu bien, no te entristezcas, quiero preparar tu corazón a recibir las gracias

que he diseñado sobre ti. Hasta ahora te he asistido sensiblemente, ahora

será menos sensible, te haré tocar con la mano tu nada, te cimentaré bien en

la profunda humildad para poder edificar sobre ti muros altísimos, así que en

vez de afligirte deberías alegrarte y agradecerme, pues cuanto más pronto te

haga pasar el mar tempestuoso, tanto más pronto llegarás a puerto seguro; a

cuantas más duras pruebas te sujetaré, tantas gracias más grandes te daré.

Así que, ánimo, ánimo, y después pronto vendré.”

 

Y al decirme esto me parecía que me bendecía y se fue. ¿Quién podrá

decir la pena que sentía, el vacío que dejaba en mi interior, las amargas

lágrimas que derramé? Sin embargo me resigné a su Santa Voluntad,

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

parecía que de lejos le besaba la mano que me había bendecido diciéndole:

“Adiós, oh Esposo santo, adiós.”

 

Veía que todo para mí había terminado, ya que sólo lo tenía a Él, y

faltándome Él no me quedaba ningún otro consuelo, sino que todo se

convertía en amarguísimas penas; es más, las mismas criaturas me

recrudecían la pena, de modo que todas las cosas que veía, parecía que me

decían: “Mira, somos obras de tu amado, y Él, ¿dónde está?” Si miraba

agua, fuego, flores, hasta las mismas piedras, en seguida el pensamiento me

decía: “Ah, estas son obras de tu Esposo, ellas tienen el bien de verlo y tú

no lo ves.” ¡Ah! obras de mi Señor, denme noticias, díganme, ¿dónde se

encuentra? Me dijo que pronto volvería, pero quién sabe cuando.”

 

A veces llegaba a tan amarga desolación que me sentía faltar la

respiración, me sentía helar toda y sentía un escalofrío por toda mi persona,

a veces se daba cuenta la familia y lo atribuían a algún mal físico y querían

ponerme en tratamiento, llamar a médicos; a veces insistían tanto que lo

lograban, pero yo, sin embargo, hacía cuanto más podía para quedarme sola,

así que pocas veces lo advertían. Recordaba también todas las gracias, las

palabras, las correcciones, las reprensiones, veía claramente que todo lo

obrado hasta ahí, todo, todo había sido obra de su Gracia y que de mí no

quedaba más que la pura nada y la inclinación al mal; tocaba con la manoque sin Él no sentía más el amor tan sensible, aquellas luces tan claras en la

meditación, de modo que permanecía hasta dos o tres horas, hacía cuanto

más podía por hacer lo que hacía cuando lo sentía, porque oía repetir

aquellas palabras: “Si mi eres fiel vendré para premiarte, si ingrata para

castigarte.”

 

Así pasaba a veces dos días, a veces cuatro, más o menos como a Él le

agradaba, mi único consuelo era recibirlo en el sacramento. Ah, sí,

ciertamente ahí lo encontraba, no podía dudar, y recuerdo que pocas veces

no se hacía oír, porque tanto le pedía y volvía a pedir y lo importunaba, que

me contentaba, pero no amoroso y amable, sino severo.

 

Después que pasaban aquellos días en aquel estado descrito arriba,

especialmente si le había sido fiel, me lo sentía regresar dentro de mí, me

hablaba más claramente, y como en los días pasados no había podido

concebir dentro de mí ni una palabra, ni oír nada, entonces entendí que no

era mi fantasía, como muchas veces lo pensaba antes, tanto que de lo dicho

hasta aquí no decía nada ni al confesor ni a ninguna otra alma viviente. Sin

embargo hacía cuanto más podía para corresponderle, porque de otra manera

me hacía tanta guerra que no tenía paz. ¡Ah Señor, has sido tan bueno

conmigo, y yo tan mala aún!

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Siguiendo con lo que había comenzado, me lo sentía dentro de mí, lo

abrazaba, me lo estrechaba, le decía: “Amado Bien, mira cuán amarga me

ha resultado nuestra separación.” Y Él me decía: “Es nada lo que has

pasado, prepárate a pruebas más duras; por esto he venido, para disponer tu

corazón y fortificarlo. Ahora me dirás todo lo que has pasado, tus dudas y

temores, todas tus dificultades, para poderte enseñar el modo de como

comportarte en mi ausencia.”

 

Entonces le hacía la narración de mis penas diciéndole: “Señor, mira,

sin Ti no he podido hacer nada bien, la meditación la he hecho toda

distraída, fea, tanto que no tenía ánimo de ofrecértela. En la comunión no he

podido estar las horas enteras como cuando te sentía, me veía sola, no tenía

con quien entenderme, me sentía toda vacía, la pena de tu ausencia me hacía

probar agonías mortales, mi naturaleza quería despacharse pronto para huir

de esa pena, mucho más que me parecía que no hacía otra cosa que perder el

tiempo, y el temor de que al regresar Tú me castigaras por no haber sido fiel,

entonces no sabía qué hacer. Además, la pena de que Tú eres continuamente

ofendido, y que yo no sabiendo cuando, como antes me enseñabas, hacer

esos actos de reparación, esas visitas al santísimo sacramento por las ofensas

que Tú recibes. Entonces dime, ¿cómo debo hacer?” Y Él, instruyéndome

benignamente me decía:

 

1º.- “Has hecho mal al estarte tan turbada, ¿no sabes tú que Yo soy

espíritu de paz? Y la primera cosa que te recomiendo es no disturbar la paz

del corazón; cuando en la oración no puedes recogerte, no quiero que

pienses en esto o aquello, como es o como no es, haciendo así tú misma

llamas a la distracción. Más bien, cuando te encuentres en ese estado, la

primera cosa es que te humilles, confesándote merecedora de esas penas,

poniéndote como un humilde corderillo en manos del verdugo, que mientras

lo mata le lame las manos; así tú, mientras te ves golpeada, abatida, sola, te

resignarás a mis santas disposiciones, me agradecerás de todo corazón,

besarás la mano que te golpea, reconociéndote indigna de esas penas,

después me ofrecerás aquellas amarguras, angustias y tedios, pidiéndome

que los acepte como un sacrificio de alabanza, de satisfacción por tus culpas,

de reparación por las ofensas que me hacen. Haciendo así tu oración subirá

ante mi trono como incienso olorosísimo, herirá mi corazón y atraerá sobre ti

nuevas gracias y nuevos carismas. El demonio viéndote humilde y

resignada, toda abismada en tu nada, no tendrá fuerza de acercarse. He aquí

que donde tú creías perder, harás grandes adquisiciones.

 

2º.- Respecto a la comunión no quiero que te aflijas de que no sabes

estar, debes saber que es una sombra de las penas que sufrí en el Getsemaní,

¿qué será cuando te haga partícipe de los flagelos, de las espinas y de los

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

clavos? El pensamiento de las penas mayores te hará sufrir con más ánimo

las penas menores; entonces, cuando en la comunión te encuentres sola,

agonizante, piensa que te quiero un poco en mi compañía en la agonía del

huerto. Por tanto ponte junto a Mí y haz una comparación entre tus penas y

las mías, mira, tú sola y privada de Mí, y Yo también solo, abandonado por

mis más fieles amigos que están adormilados, dejado solo hasta por mi

Divino Padre, y además en medio de penas acerbísimas, rodeado de

serpientes, de víboras y de perros enfurecidos, los cuales eran los pecados de

los hombres, y donde estaban también los tuyos, que hacían su parte, que me

parecía que me querían devorar vivo, mi corazón sintió tanta opresión que

me lo sentí como si estuviera bajo una prensa, tanto que sudé viva sangre.

Dime, tú ¿cuándo has llegado a sufrir tanto? Entonces, cuando te encuentres

privada de Mí, afligida, vacía de todo consuelo, llena de tristezas, de afanes,

de penas, ven junto a Mí, límpiame esa sangre, ofréceme esas penas como

alivio de mi amarguísima agonía. Haciendo así encontrarás el modo de

entretenerte conmigo después de la comunión; no que no sufras, porque la

pena más amarga que puedo dar a mis almas queridas es el privarlas de Mí,

pero tú, pensando que con tu sufrir me das consuelo, estarás contenta.

 

3º.- En cuanto a las visitas y actos de reparación, tú debes saber que

todo lo que hice en el curso de los treinta y tres años, desde que nací hasta

que morí, lo continúo en el sacramento del altar, por eso quiero que me

visites treinta y tres veces al día, honrando todos mis años y uniéndote

conmigo en el sacramento, con mis mismas intenciones, esto es, de

reparación, de adoración. Esto lo harás en todos los momentos del día, el

primer pensamiento de la mañana de inmediato vuele ante el sagrario, donde

estoy por amor tuyo, y me visites, el último pensamiento de la tarde,

mientras duermes por la noche, antes y después de comer, al principio de

cada acción tuya, caminando, trabajando.”

 

Mientras así me decía, me sentía toda confundida, y no sabiendo si

podría lograr hacerlo le dije: “Señor, te pido que estés junto a mí hasta que

tenga la costumbre de hacerlo, porque conozco que contigo todo puedo, pero

sin Ti, ¿qué puedo hacer yo, miserable?” Y Él benignamente agregaba:

 

“Sí, sí, te contentaré, ¿cuándo te he faltado? Quiero tu buena

voluntad, y cualquier ayuda que quieras te la daré.”

 

Y así lo hacía. Después de que hubo pasado algún tiempo, a veces con

Él, a veces privada de Él, un día, después de la comunión me sentí más

íntimamente unida a Él, me hacía varias preguntas, como por ejemplo, si lo

quería, si estaba dispuesta a hacer lo que Él quería, aun el sacrificio de la

vida por amor suyo, y me decía:

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

“Y tú dime qué quieres, si tú estás pronta a hacer lo que quiero,

también Yo haré lo que quieras tú.”

 

Yo me sentía toda confundida, no comprendía su modo de obrar, pero

con el tiempo he entendido que ese modo de obrar lo usa cuando quiere

disponer al alma a nuevas y más pesadas cruces, y la sabe atraer tanto a Élcon esas estratagemas, que el alma no se atreve a oponerse a lo que Él

quiere. Entonces le decía: “Sí, te amo, pero dime Tú mismo, ¿puedo

encontrar objeto más bello, más santo, más amable que Tú? Además, ¿por

qué me preguntas si estoy dispuesta a hacer lo que quieres, si desde hace

tanto tiempo te entregué mi voluntad y te pedí que no evitaras ni aun el

hacerme pedazos con tal que te pudiera dar gusto? Yo me abandono en Ti.

Oh Esposo santo, obra libremente, haz de mí lo que quieras, dame tu Gracia,

pues por mí nada soy y nada puedo.” Y Él me decía:

 

“¿Verdaderamente estás dispuesta a todo lo que quiero?”

 

Yo entonces me sentía más confundida y anonadada, y decía: “Sí,

estoy dispuesta.” Pero casi temblando, y Él compadeciéndome, seguía

diciendo: “No temas, seré tu fuerza, no sufrirás tú, sino seré Yo quien

sufrirá y combatirá en ti. Mira, quiero purificar tu alma de todo mínimo

defecto que pudiera impedir mi Amor en ti, quiero probar tu fidelidad, ¿pero

cómo puedo ver si esto es verdad si no es poniéndote en medio de la batalla?

Debes saber que quiero ponerte en medio de los demonios, les daré libertad

de atormentarte y de tentarte a fin de que cuando hayas combatido los vicios

con las virtudes opuestas, te encontrarás ya en posesión de esas mismas

virtudes que creías perder, y después tu alma purificada, embellecida,

enriquecida, será como un rey que regresa vencedor de una ferocísima

guerra, que mientras creía perder lo que tenía, vuelve en cambio más

glorioso y lleno de inmensas riquezas. Y entonces vendré Yo, formaré en ti

mi morada y estaremos siempre juntos. Es verdad que será doloroso tu

estado, los demonios no te darán paz, ni de día ni de noche, estarán siempre

en acto de hacerte ferocísima guerra, pero tú ten siempre en la mira lo que

quiero hacer de ti, esto es, hacerte semejante a Mí, y que no podrás llegar a

esto sino por medio de muchas y grandes tribulaciones, y así tendrás más

ánimo para soportar las penas.”

 

¿Quién puede decir cómo quedé asustada ante tal anuncio? Me sentí

helar la sangre, erizar los cabellos y mi imaginación quedó llena de negros

espectros que parecía que me querían devorar viva. Me parecía que el

Señor, antes de ponerme en este estado doloroso, daba libertad a todo lo que

debía sufrir, y me veía rodeada por todo eso, entonces me dirigí a Él y le

dije: “Señor, ¡ten piedad de mí! Ah, no me dejes sola y abandonada, veo

que es tanta la rabia de los demonios que no dejarán de mí ni siquiera el

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

polvo, ¿cómo podré resistirles? Para Ti es bien conocida mi miseria y cuán

mala soy, por eso dame nueva gracia para no ofenderte. Señor mío, la pena

que más desgarra mi alma es ver que también Tú debes dejarme. Ah, ¿a

quién podré decir alguna palabra, quién me debe enseñar? Pero sea hecha

siempre tu Voluntad, bendigo tu santo Querer.” Y Él benignamente

continuó diciéndome:

 

“No te aflijas tanto, debes saber que jamás permitiré que te tienten más

allá de tus fuerzas; si esto lo permito es para tu bien, jamás pongo a las

almas en la batalla para hacer que perezcan, primero mido sus fuerzas, les

doy mi Gracia y después las introduzco, y si alguna alma se precipita es

porque no se mantiene unida a Mí con la oración, y no sintiendo más la

sensibilidad de mi Amor, van mendigando amor de las criaturas, mientras

que sólo Yo puedo saciar el corazón humano; no se dejan guiar por el

camino seguro de la obediencia, creyendo más en el juicio propio que en

quien las guía en mi lugar, entonces, ¿qué maravilla si se precipitan? Por

eso lo que te recomiendo es la oración, aunque debieras sufrir penas de

muerte jamás debes descuidar lo que acostumbras hacer, es más, cuanto más

te veas en el precipicio, tanto más invocarás la ayuda de quien puede

liberarte. Además quiero que te pongas ciegamente en las manos del

confesor, sin examinar lo que te viene dicho, tú estarás circundada de

tinieblas y serás como uno que no tiene ojos y que necesita de una mano que

lo guíe, el ojo para ti será la voz del confesor que como luz te iluminará las

tinieblas, la mano será la obediencia que te será guía y sostén para hacerte

llegar a puerto seguro. La última cosa que te recomiendo es el valor, quiero

que con intrepidez entres en la batalla, la cosa que más hace temer a un

ejército enemigo es ver el coraje, la fortaleza, el modo con el cual desafían

los más peligrosos combates sin temer nada. Así son los demonios, nada

temen más que a un alma valerosa, toda apoyada en Mí, que con ánimo

fuerte va en medio a ellos no para ser herida, sino con la resolución de

herirlos y exterminarlos, los demonios quedan espantados, aterrados y

quisieran huir, pero no pueden, porque atados por mi Voluntad están

obligados a estarse para su mayor tormento. Así que no temas de ellos, que

nada pueden hacerte sin mi Querer. Y además, cuando te vea que no puedes

resistir más y estés a punto de desfallecer, si me eres fiel inmediatamente

vendré y pondré a todos en fuga y te daré Gracia y fortaleza. ¡Ánimo,

ánimo!”

 

Ahora, ¿quién puede decir el cambio que sucedió en mi interior?

Todo era horror para mí, aquel amor que antes sentía en mí, ahora lo veía

convertido en odio atroz, qué pena el no poderlo amar más. Me desgarraba

el alma el pensar en aquel Señor que había sido tan bueno conmigo, y ahora

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

verme obligada a aborrecerlo, a blasfemarlo como si fuese el más cruel

enemigo, el no poderlo mirar ni siquiera en sus imágenes, porque al mirarlas,

al tener rosarios entre las manos, al besarlos, me venían tales ímpetus de

odio y tanta fuerza en contra, que hacerlo y reducirlos a pedazos era lo

mismo, y a veces hacía tanta resistencia, que mi naturaleza temblaba de pies

a cabeza. ¡Oh Dios, qué pena amarguísima!” Yo creo que si en el infierno

no hubiera otras penas, la sola pena de no poder amar a Dios formaría el

infierno más horrible. Muchas veces el demonio me ponía delante las

gracias que el Señor me había hecho, ahora como un trabajo de mi fantasía y

por eso poder llevar una vida más libre, más cómoda; y ahora como

verdaderas, y me decían: “¿Esto es lo bien que te quería? Esta es la

recompensa, que te ha dejado en nuestras manos; eres nuestra, eres nuestra,

para ti todo ha terminado, no hay más que esperar.” Y en mi interior me

sentía poner tales ímpetus de aversión contra el Señor y de desesperación,

que algunas veces teniendo alguna imagen entre las manos, era tanta la

fuerza del desprecio que las rompía, pero mientras esto hacía lloraba y las

besaba, pero no sé decir como era obligada a hacerlo. ¿Quién puede decir el

desgarro de mi alma? Los demonios hacían fiesta y reían, unos hacían ruido

desde un lugar, otros lo hacían desde otro, unos hacían estrépitos, otros me

ensordecían con gritos diciendo: “Mira como eres nuestra, no nos queda

otra cosa más que llevarte al infierno, alma y cuerpo, verás que lo haremos.”

A veces me sentía jalar, ahora los vestidos, ahora la silla donde estaba

arrodillada y tanto la movían y hacían ruido que no podía rezar; a veces era

tanto el temor, que creyendo librarme me iba a acostar en la cama, (porque

estos escándalos sucedían la mayor parte en la noche) pero también ahí

seguían jalándome la almohada, las cobijas. ¿Pero quién puede decir el

espanto, el temor que sentía? Yo misma no sabía donde me encontraba, si

en la tierra o en el infierno; era tanto el temor de que en verdad me llevaran,

que mis ojos no podían cerrarse al sueño, estaba como uno que tiene un cruel

enemigo que ha jurado que a cualquier costo le debe quitar la vida, y creía

que esto me sucedería en cuanto cerrara los ojos, así que sentía como si

alguien me pusiera algo dentro de los ojos, de modo que estaba obligada a

tenerlos abiertos para ver cuando me debían llevar, tal vez podría oponerme

a lo que querrían hacer, entonces me sentía erizar los cabellos sobre mi

cabeza, uno por uno, un sudor frío en todo mi cuerpo que me penetraba hasta

los huesos y me sentía desunir los nervios y los huesos, y se agitaban juntos

por el miedo. Otras veces me sentía incitar a tales tentaciones de

desesperación y de suicidio, que alguna vez habiéndome encontrado cerca de

un pozo, o bien de un cuchillo, me sentía jalar para conducirme dentro o

bien tomar el cuchillo y matarme, y era tanta la fuerza que debía hacer para

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

huir, que sentía penas de muerte, y mientras huía sentía que iban junto

conmigo y oía sugerirme que para mí era inútil el vivir después de haber

cometido tantos pecados, que Dios me había abandonado porque no había

sido fiel; es más, veía que había hecho tantas infamias, que jamás alma

alguna en el mundo había cometido, que para mí no había más misericordia

que esperar. En el fondo de mi alma oía repetir: “¿Cómo puedes vivir

siendo enemiga de Dios? ¿Sabes tú quién es ese Dios a quien tanto has

ultrajado, blasfemado, odiado? Ah, es ese Dios inmenso que por todas

partes te circundaba, y tú ante sus ojos te has atrevido a ofenderlo. Ah,

perdido el Dios de tu alma, ¿quién te dará paz? ¿Quién te librará de tantos

enemigos?” Era tanta la pena que no hacía otra cosa que llorar; a veces me

ponía a rezar, y los demonios para acrecentar mi tormento, los sentía venir

encima de mí, y quien me golpeaba, quien me pinchaba, y quien me apretaba

la garganta. Recuerdo que una vez mientras rezaba, me sentí jalar los pies

desde abajo, abrirse la tierra y salir las llamas, y que yo caía dentro; fue tal el

espanto y el dolor que quedé medio muerta, tanto que para recuperarme de

aquel estado tuvo que venir Jesús y me reanimó, me hizo entender que no

era verdad que había puesto la voluntad en ofenderlo, y que yo misma lo

podía saber por la pena amarguísima que sentía, que el demonio era un

mentiroso y que no debía hacerle caso, que por ahora debía tener paciencia

en sufrir esas molestias, y que después debía venir la paz. Esto sucedía de

vez en cuando, cuando llegaba a los extremos, y a veces para ponerme en

más duros tormentos. En el momento de ese consuelo el alma se convencía,

porque ante esa luz es imposible que el alma no aprenda la verdad, pero

después cuando me encontraba en la lucha me encontraba en el mismo

estado de antes.

 

Me tentaba también a no recibir la comunión, persuadiéndome de que

después de que había cometido tantos pecados, era un atrevimiento

acercarme, y que si me atrevía, no Jesucristo habría venido sino el demonio,

y que tantos tormentos me habría de dar que me daría la muerte, pero la

obediencia la vencía, es verdad que a veces sufría penas mortales, así que

trabajosamente podía recuperarme después de la comunión, pero como el

confesor quería absolutamente que la recibiera, no podía hacer de otro modo.

Recuerdo que varias veces no la recibí.

 

También recuerdo que a veces mientras rezaba en la noche, me

apagaban la lámpara; a veces hacían tales rugidos de dar miedo; otras veces

voces débiles, como si fueran moribundos, ¿pero quién puede decir todo lo

que hacían?

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Ahora, esta dura batalla, aunque no recuerdo muy bien, duró tres años,

aunque había días o semanas de intervalo, no que cesaran del todo, sino que

empezaron a disminuir.

 

Recuerdo que después de una comunión, el Señor me enseñó el modo

como debía hacer para ponerlos en fuga, y era el despreciarlos y no

prestarles ninguna atención, y que debía hacer de cuenta como si fueran

tantas hormigas. Me sentí infundir tanta fuerza que no sentía más aquel

temor de antes, y hacía así: Cuando hacían estrépito, rumores, les decía:

“Se ve que no tenéis nada qué hacer, y que para pasar el tiempo estáis

haciendo tantas tonteras; hagan, hagan, que después cuando os canséis, lo

terminaréis.” A veces cesaban, otras veces se enojaban tanto que hacían

ruidos más fuertes. Me los sentía junto a mí haciéndose más fuertes y hacían

violencia para llevarme, olía la horrible peste, sentía el calor del fuego. Es

verdad que en mi interior sentía un estremecimiento, pero me forzaba y les

decía: “Mentirosos que sois, si esto fuera cierto desde el primer día lo

habríais hecho, pero como es falso es que no tenéis ningún poder sobre mí,

sino sólo aquél que os viene dado de lo alto, por eso digan, digan, y después

cuando os canséis, reventareis.” Si emitían lamentos y gritos les decía:

“Qué, ¿no os han salido las cuentas hoy?” Es decir, “¿os lamentáis porque

os ha sido quitada alguna alma?” Pobrecitos, no se sienten bien, sin

embargo quiero también yo haceros lamentar otro poco.” Y me ponía a

rezar por los pecadores, o bien a hacer actos de reparación. A veces me reía

cuando empezaban a hacer las acostumbradas cosas y les decía: “¿Cómo

puedo temeros, raza vil? Si fuerais seres serios no habríais hecho tantas

tonterías. Ustedes mismos, ¿no os avergonzáis? No hagáis que os tome a

burla.” Después, si me ponían tentaciones de blasfemar o de odio contra

Dios, ofrecía aquella pena amarguísima, aquella violencia que me hacía –

porque mientras veía que el Señor merecía todo el amor, todas las alabanzas,

yo era forzada a hacer lo contrario – en reparación de tantos que libremente

lo blasfeman y que ni siquiera se recuerdan que existe un Dios, que están

obligados a amarlo. Si me incitaban a desesperación, en mi interior decía:

“No pongo atención ni del paraíso ni del infierno, lo único que me apura es

amar a mi Dios, este no es tiempo de pensar en otra cosa, sino que es tiempo

de amar cuanto más pueda a mi buen Dios, el paraíso y el infierno los dejo

en sus manos, Él, que es tan bueno me dará lo que más me conviene y me

dará un lugar donde pueda glorificarlo más.”

 

Jesucristo me enseñó que el medio más eficaz para hacer que el alma

quede libre de toda vana aprehensión, de toda duda, de todo temor, era el

declarar delante al Cielo, a la tierra y ante los mismos demonios, no querer

ofender a Dios, aun a costa de la propia vida, no querer consentir a cualquier

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

tentación del demonio, y esto en cuanto el alma advierte que viene la

tentación, si puede en el momento de la batalla, y apenas se empieza a sentir

libre, y también durante el curso del día. Haciendo así, el alma no perderá

tiempo en pensar si consintió o no, porque el sólo recordar la promesa le

restituirá la calma, y si el demonio busca inquietarla, podrá responderle que

si hubiera tenido intención de ofender a Dios, no habría declarado lo

contrario, y así quedará libre de todo temor.

 

Ahora, ¿quién puede decir la rabia del demonio, pues actuando de este

modo todas sus astucias resultaban para su confusión y donde creía ganar

perdía, ya que de sus mismas tentaciones y artificios el alma se servía para

poder hacer actos de reparación y amor a su Dios?

 

El otro modo que me enseñó para alejar las tentaciones fue el

siguiente: Si me tentaban a suicidio yo debía responder: “No tenéis ningún

permiso de Dios, es más, para vuestro despecho quiero vivir para poder amar

más a mi Dios.” Si me golpeaban, yo me debía humillar, arrodillarme y

agradecer a mi Dios porque esto sucedía como penitencia de mis pecados, y

no sólo eso, sino ofrecer todo como actos de reparación por todas las ofensas

hechas a Dios en el mundo.

 

Finalmente, una fea tentación que me duró poco, fue que debido al

contacto continuo por cerca de año y medio con los tan feos demonios, yo

debía quedar encinta y parir luego un pequeño demonio con cuernos. Mi

fantasía crecía tanto, que yo me veía delante una confusión horrible, por lo

que se habría dicho de mí por tan espantoso suceso.

 

Después de cerca de año y medio de esta lucha, finalmente terminaron

las crueldades de los demonios y comenzó una vida toda nueva, pero los

demonios no dejaron de molestarme de vez en cuando, pero no eran tan

frecuentes, no tan feroz la batalla, y yo me acostumbré a despreciarlos.

 

La vida nueva que comenzó fue en la casa de campo llamada “Torre

Disperata.” Un día, en que más que nunca había sido atormentada por el

demonio, tanto que sentí perder las fuerzas y desmayar, por la tarde,

mientras así estaba sentí venirme una cosa mortal y perdí los sentidos, en

este estado vi a Jesucristo rodeado de muchos enemigos, quien lo golpeaba,

quien lo abofeteaba, quien le clavaba las espinas en la cabeza, quien le

rompía las piernas, quien los brazos. Después que lo redujeron casi en

pedazos lo pusieron en los brazos de la Virgen, y esto sucedía un poco lejos

de mí. Después que la Virgen Santísima lo tomó entre sus brazos, se acercó

a mí y llorando me dijo:

 

“Hija, mira como es tratado mi Hijo por los hombres, las horribles

ofensas que cometen jamás le dan tregua, míralo como sufre.”

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Yo trataba de verlo y lo veía todo sangre, todo llagas, y casi

despedazado, reducido a un estado mortal, sentía tales penas que hubiera

querido morir mil veces antes que ver sufrir tanto a mi Señor, me

avergonzaba de mis pequeños sufrimientos. La Santísima Virgen agregó,

pero siempre llorando:

 

“Acércate a besar las llagas de mi Hijo, Él te escoge como víctima, ysi tantos lo ofenden, tú ofreciéndote a sufrir lo que Él sufre le darás un alivio

en tanto sufrir, ¿no lo aceptas?”

 

Yo me sentía tan aniquilada, me veía tan mala (como lo soy todavía) e

indigna, que no osaba decir “sí”, mi naturaleza temblaba, me sentía tan débil

por las penas pasadas que apenas me quedaba un hilo de vida. Además, no

sé como, de lejos veía a los demonios que alborotaban tanto, hacían mucho

ruido y veía que todo lo que había visto que le habían hecho al Señor debían

hacérmelo a mí si aceptaba. En mí misma sentía tales penas, dolores,

estiramientos de nervios, que creí que dejaría la vida. Finalmente me

acerqué y le besé las llagas; parecía que al hacerlo aquellos miembros tan

lacerados se curaban, y el Señor que antes parecía casi muerto empezaba a

reanimarse a nueva vida. Internamente recibía tales luces sobre las ofensas

que se cometen, atracciones para aceptar ser víctima aunque debiese sufrir

mil muertes, porque el Señor todo merecía y que yo no podría oponerme a lo

que Él quería. Esto sucedía mientras estábamos en silencio, pero aquellas

miradas que mutuamente nos dábamos eran tantas invitaciones, tantas saetas

ardientes que me traspasaban el corazón. Especialmente la Santísima Virgen

me incitaba a aceptar, ¿pero quién puede decir todo lo que pasé? Finalmente

el Señor mirándome benignamente me dijo:

 

“Tú has visto cuánto me ofenden y cuántos caminan por los caminos

de la iniquidad, y sin advertirlo se precipitan en el abismo; ven a ofrecerte

ante la divina Justicia como víctima de reparación por las ofensas que se

hacen y por la conversión de los pecadores, que a ojos cerrados beben en la

fuente envenenada del pecado. Un inmenso campo se abre ante ti, de

sufrimientos, sí, pero también de gracias; Yo no te dejaré más, vendré en ti a

sufrir todo lo que me hacen los hombres, haciéndote participar de mis penas.

Como ayuda y consuelo te doy a mi Madre.”

 

Y parecía que me entregaba a Ella, y Ella me aceptaba. Yo también

me ofrecí toda a Él y a la Virgen, dispuesta a hacer lo que Él quería, y así

terminó la primera vez. Después de que me recobré de aquél estado, sentía

tales penas, tal aniquilamiento de mí misma, que me veía como un miserable

gusano que no sabía hacer más que arrastrarse por tierra, y decía al Señor:

“Ayuda, tu omnipotencia me aterra, veo que si Tú no me levantas, mi nada

se deshace y va a dispersarse. Dame el sufrir, pero te ruego me des la

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

fuerza, porque me siento morir.” Y así empezó un alternarse de visitas de

Nuestro Señor y de tormentos por parte de los demonios; por cuanto más me

resignaba, tanto más aumentaba su rabia.

 

Pocos días después de lo dicho anteriormente sentí de nuevo perder los

sentidos, (recuerdo que al principio, cada vez que me sucedía esto creía que

debía dejar la vida). Mientras perdí los sentidos se hizo ver otra vez Nuestro

Señor con la corona de espinas en la cabeza, todo chorreando sangre, y

dirigiéndose a mí dijo:

 

“Hija, mira lo que me hacen los hombres; en estos tristes tiempos es

tanta su soberbia que han infestado todo el aire, y es tanta la peste que por

todas partes se esparce, tanto, que ha llegado hasta mi trono en el empíreo.

Hacen de tal modo que ellos mismos se cierran el Cielo; miserables, no

tienen ojos para ver la verdad porque están ofuscados por el pecado de la

soberbia, con el cortejo de los demás vicios que llevan consigo. Ah, dame

un alivio a tan acerbos dolores y una reparación a tantas ofensas que me

hacen.”

 

Diciendo esto se quitó la corona, que no parecía corona sino toda una

madeja, de modo que ni siquiera una mínima parte de la cabeza quedaba

libre, sino que toda era traspasada por aquellas espinas. Mientras se quitó la

corona se acercó a mí y me preguntó si la aceptaba. Yo me sentía tan

aniquilada, sentía tales penas por las ofensas que se le hacen, que me sentía

destrozar el corazón y le dije: “Señor, haz de mí lo que quieras.” Y así lo

hizo y me la hundió sobre mi cabeza y desapreció.

 

¿Quién puede decir el dolor que sentí al volver en mí misma? A cada

movimiento de la cabeza creía expirar, tantos eran los dolores, las

pinchaduras que sentía en la cabeza, en los ojos, en las orejas, detrás en la

nuca; aquellas espinas me las sentía penetrar hasta en la boca, y ésta se me

apretaba de tal modo que no podía abrirla para tomar el alimento, y estaba a

veces dos y a veces tres días sin poder tomar nada. Cuando de algún modo

se mitigaban, sentía sensiblemente una mano que me oprimía la cabeza y me

renovaba las penas, y a veces eran tantos los dolores que perdía los sentidos.

Al principio esto sucedía algunos días sí y otros no, de vez en cuando se

repetía tres o cuatro veces al día, a veces duraba un cuarto de hora, otras

veces media hora y otras una hora, y después quedaba libre, sólo que me

sentía muy débil y sufriente, en la medida en que en aquel estado de

adormecimiento me habían sido comunicadas las penas, así quedaba más o

menos sufriente.

 

Recuerdo también como algunas veces por los sufrimientos de la

cabeza, como dije arriba, no podía abrir la boca para tomar el alimento, y

como la familia sabía que no tenía ganas de estar en el campo, cuando veían

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

que no comía lo atribuían a un capricho mío, y naturalmente se enojaban, se

inquietaban y me reprendían. Mi naturaleza quería resentirse por esto,

porque veía que no era verdad lo que ellos decían, pero el Señor no quería

este resentimiento, y he aquí como sucedió:

 

Una noche, mientras estábamos a la mesa y yo en este estado de no

poder abrir la boca, la familia empezó a inquietarse, yo lo sentía tanto que

comencé a llorar y para no ser vista me levanté y me fui a otra habitación

para seguir llorando y le pedía a Jesucristo y a la Virgen Santísima que me

dieran ayuda y fuerza para soportar esa prueba, pero mientras esto hacía

sentí que empezaba a perder los sentidos. ¡Oh Dios, qué pena el solo pensar

que la familia me vería, siendo que hasta entonces no lo había advertido!

Mientras estaba en esto le decía: “Señor, no permitas que me vean.” Y yo

tenía tal vergüenza de que me vieran, aunque no sé decir por qué, y trataba

por cuanto más podía de esconderme en lugares donde no podía ser vista.

Cuando era sorprendida imprevistamente por ese estado, de modo que no

tenía tiempo de esconderme o al menos de arrodillarme, porque en la

posición en que me encontraba así quedaba, y podrían decir que estaba

rezando, entonces me descubrían. Mientras perdí los sentidos se hizo ver

Nuestro Señor en medio de muchos enemigos que le lanzaban toda clase de

insultos, especialmente lo agarraban y lo pisoteaban bajo los pies, lo

blasfemaban, le jalaban los cabellos; me parecía que mi buen Jesús quería

huir de debajo de aquellos fétidos pies e iba buscando una mano amiga que

lo liberara, pero no encontraba a nadie. Mientras esto veía, yo no hacía otra

cosa que llorar sobre las penas de mi Señor, hubiera querido ir en medio de

esos enemigos, tal vez podría liberarlo, pero no me atrevía y le decía:

“Señor, hazme participar en tus penas. ¡Ah, si pudiera aliviarte y liberarte!”

Mientras esto decía, aquellos enemigos, como si hubieran entendido, se

venían contra mí, pero tan enfurecidos que empezaron a golpearme, a

jalarme los cabellos, a pisotearme; yo tenía gran temor, sufría, sí, pero

dentro de mí estaba contenta porque veía que daba al Señor un poco de

tregua. Después aquellos enemigos desaparecían y yo quedé sola con mi

Jesús. Traté de compadecerlo pero no me atrevía a decirle nada, y Él

rompiendo el silencio me dijo:

 

“Todo lo que tú has visto es nada en comparación de las ofensas que

continuamente me hacen, es tanta su ceguera, el entregarse a las cosas

terrenas, que llegan a volverse no sólo crueles enemigos míos, sino también

de ellos mismos, y como sus ojos están fijos en el fango, por eso llegan a

despreciar lo eterno. ¿Quién me reparará por tanta ingratitud? ¿Quién

tendrá compasión de tanta gente que me cuesta sangre y que vive casi

sepultada en la mugre de las cosas terrenas? Ah, ven y reza, llora junto

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

conmigo por tantos ciegos que son todo ojos para todo lo que sabe a tierra, y

desprecian y pisotean mis gracias bajo sus inmundos pies, como si éstas

fueran fango. Ah, elévate sobre todo lo que es tierra, aborrece y desprecia

todo lo que a Mí no pertenece, no te importen las burlas que recibas de la

familia después de que me has visto sufrir tanto, sólo te importe mi honor,

las ofensas que continuamente me hacen y la pérdida de tantas almas. Ah,

no me dejes solo en medio de tantas penas que me destrozan el corazón, todo

lo que tú sufres ahora es poco en comparación con las penas que sufrirás,

¿no te he dicho siempre que lo que quiero de ti es la imitación de mi Vida?

Mira cuán desemejante eres de Mí, por eso ánimo y no temas.”

 

Después de esto volví en mí misma y me di cuenta que estaba rodeada

por la familia, todos lloraban y estaban alarmados y tenían tal temor de que

se repitiera ese estado, pensando que moriría, que decidieron volver a Corato

lo más pronto posible para hacerme observar por los médicos. No sé decir

por qué sentía tanta pena al pensar que debía ser examinada por los médicos,

muchas veces lloraba y me lamentaba con el Señor diciéndole: “Cuántas

veces, oh Señor, te he rogado que me hagas sufrir ocultamente, esto era mi

único contento, y ahora también de esto estoy privada. ¡Ah! dime, ¿cómo

haré? Sólo Tú puedes ayudarme y consolarme en mi aflicción, ¿no ves

tantas cosas que dicen? Unos piensan de un modo y otros de otro; quien

quiere aplicarme un remedio y quien otro, son todo ojos sobre mí, de modo

que no tengo más paz. Ah, socórreme en tantas penas, porque me siento

faltar la vida.” Y el Señor benignamente agregó:

 

“No quieras afligirte por esto; lo que quiero de ti es que te abandones

como muerta entre mis brazos. Hasta en tanto tú tengas los ojos abiertos

para ver lo que Yo hago y lo que hacen y dicen las criaturas, Yo no puedo

libremente obrar sobre ti. ¿No quieres fiarte de Mí? ¿No sabes cuánto te

amo y que todo lo que permito, o por medio de las criaturas o por medio de

los demonios, o por medio mío directamente, es para tu verdadero bien y no

sirve para otra cosa que para conducir a tu alma al estado al que la he

elegido? Por eso quiero que a ojos cerrados te estés entre mis brazos, sin

mirar ni investigar esto o aquello, fiándote enteramente de Mí y dejándome

obrar libremente; si en cambio quieres hacer lo contrario, perderás tiempo y

llegarás a lo opuesto de lo que quiero hacer de ti. Respecto a las criaturas

usa un profundo silencio, sé benigna y dócil con todos; haz que tu vida, tu

respiro, tus pensamientos y afectos sean continuos actos de reparación que

aplaquen mi Justicia, ofreciéndome también las molestias que te dan las

criaturas, que no serán pocas.”

 

Después de esto hice cuanto más pude para resignarme a la Voluntad

de Dios, si bien muchas veces era puesta en tales aprietos por parte de las

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

criaturas, que a veces no hacía otra cosa que llorar. Llegó el momento de

recibir la visita del médico y juzgó que mi estado no era otra cosa que un

problema nervioso, por lo que recetó medicinas, distracciones, paseos, baños

fríos; recomendó a la familia que me cuidaran bien cuando era sorprendida

por aquel estado, porque, les decía, si la mueven, la pueden lastimar en vez

de ayudarla, porque yo cuando era sorprendida por ese estado quedaba

petrificada.

 

Entonces empezó una guerra por parte de la familia: Me impedían ir a

la iglesia, no me daban ya la libertad de quedarme sola, era observada

continuamente, por lo que frecuentemente advertían que caía en ese estado.

Muchas veces me lamentaba con el Señor diciéndole: “Mi buen Jesús,

cuánto han aumentado mis penas, hasta de las cosas más amadas estoy

privada, como son los sacramentos. Jamás pensé que debía llegar a esto,

quién sabe donde iré a terminar. ¡Ah! dame ayuda y fuerza, porque mi

naturaleza desfallece.” Muchas veces se dignaba bondadosamente decirme

algunas palabras, por ejemplo:

 

“Yo soy tu ayuda, ¿de qué temes? ¿No recuerdas que también Yo

sufrí de parte de toda clase de gente? Unos pensaban de Mí de un modo, y

otros de otro; las cosas más santas que Yo hacía eran juzgadas por ellos

como defectuosas, malas, hasta me dijeron que era un endemoniado, tanto

que me veían con ojos siniestros, me tenían entre ellos pero de mala gana y

maquinaban entre ellos quitarme la vida lo más pronto posible, porque mi

presencia se había vuelto intolerable para ellos. Entonces, ¿no quieres que te

haga semejante a Mí haciéndote sufrir por parte de las criaturas?”

 

Y así pasé algunos años sufriendo por parte de las criaturas, de los

demonios y directamente de Dios; a veces llegaba a tanta amargura por parte

de las criaturas y por el modo como pensaban, que tenía vergüenza de que

me viera cualquier persona, tanto, que mi más grande sacrificio era aparecer

en medio a las personas; tanta era la vergüenza y la confusión que me sentía

atontada. Hubo otras visitas de otros médicos, pero no sirvieron para nada; a

veces derramando amargas lágrimas le decía con todo el corazón: “Señor,

como se han vuelto públicos mis sufrimientos, ahora no sólo la familia lo

sabe sino también los extraños, me veo toda cubierta de confusión, me

parece que todos me señalan con el dedo, como si estos sufrimientos fueran

las más malas acciones; yo misma no sé decir qué cosa me sucede. ¡Ah!

sólo Tú puedes liberarme de tal publicidad y hacerme sufrir ocultamente. Te

lo pido, te lo suplico, escúchame favorablemente.”

 

A veces también el Señor mostraba no escucharme y aumentaban mis

penas, otras veces me compadecía diciéndome:

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

“Pobre hija, ven a Mí que te quiero consolar, tú tienes razón en que

sufres, pero es que no recuerdas que también Yo, oh, cuánto más sufrí; hasta

cierto momento mis penas fueron ocultas, pero cuando llegó la Voluntad del

Padre de sufrir en público, rápidamente salí a encontrar confusiones,

oprobios, desprecios, hasta ser despojado de mis vestidos y estar desnudo en

medio a un pueblo numerosísimo, ¿podrías tú imaginar confusión más

grande que ésta? Mi naturaleza sentía mucho esta clase de sufrimientos,

pero tenía los ojos fijos a la Voluntad del Padre y ofrecía esas penas en

reparación de tantos que cometen las más nefandas acciones públicamente,

ante los ojos de muchos y vanagloriándose sin la más mínima vergüenza, y

le decía: “Padre, acepta mis confusiones y mis oprobios en reparación de

tantos que tienen la desfachatez de ofenderte tan libremente sin el mínimo

disgusto; perdónalos, dales luz a fin de que vean la fealdad del pecado y se

conviertan.” También a ti te quiero hacer partícipe de esta clase de

sufrimientos; ¿no sabes tú que los más bellos regalos que puedo dar a las

almas que amo son las cruces y las penas? Tú eres niña aún en el camino de

la cruz, por eso te sientes demasiado débil, cuando hayas crecido y hayas

conocido cuán precioso es el sufrir, entonces te sentirás más fuerte. Por eso

apóyate en Mí, repósate, porque así adquirirás fuerza.”

 

Después de que pasé algún tiempo en este estado descrito arriba, cerca

de seis o siete meses, los sufrimientos se acrecentaron más, tanto que me vi

obligada a estarme en la cama; frecuentemente se multiplicaba aquel estado

de perder los sentidos, y casi no tenía ni siquiera una hora libre, me reduje a

un estado de extrema debilidad, la boca se apretaba de tal modo que no la

podía abrir y en algún momento libre que tenía, apenas algunas gotas de

algún líquido podía tomar, si es que lo conseguía, y después era obligada a

devolverlo por los continuos vómitos que he tenido siempre. Después de

que estuve como dieciocho días en este estado continuo se mandó llamar al

confesor para confesarme. Cuando vino el confesor me encontró en ese

estado de letargo. Cuando me recuperé me preguntó qué cosa tenía,

solamente le dije, callando todo el resto, y como continuaban las molestias

de los demonios y las visitas de Nuestro Señor, entonces le dije: “Padre, es

el demonio.” Él me dijo que no tuviera miedo porque no es el demonio, y si

es él, el sacerdote te libera. Así, dándome la obediencia y persignándome

con la cruz y ayudándome a mover los brazos, porque sentía todo el cuerpo

petrificado como si se hubiera convertido todo en una sola pieza, logró que

los brazos recobraran el movimiento, logró hacer que la boca se abriera,

luego de que estaba inmóvil para todo. Esto lo atribuí a la santidad de mi

confesor, que en verdad era un santo sacerdote, lo consideré casi un milagro,

tanto que decía entre mí misma: “Mira, estabas a punto de morir.” Porque

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

en realidad me sentía mal, y si hubiese durado aquel estado yo creo que

habría dejado la vida. Si bien recuerdo que estaba resignada y cuando me vi

liberada sentí un cierto pesar porque no había muerto. Después de que el

confesor se fue y yo quedé libre, volví al mismo estado de antes. Así

sucedía que pasaba, a veces semanas, a veces quince días y hasta meses en

que era sorprendida de vez en cuando por aquel estado durante el día, pero

por mí misma lograba liberarme; después, cuando era sorprendida con más

frecuencia, como dije más arriba, entonces los familiares mandaban llamar

al confesor, pues habían visto que la primera vez había quedado liberada por

él, cuando todos creían que no me habría de recuperar más de aquel estado y

en cambio hasta pude ir a la iglesia. Debido a esto llamaban al confesor y

entonces quedaba libre. Nunca me pasó por la mente que para tal estado se

necesitara el sacerdote para liberarme, ni que mi mal fuera una cosa

extraordinaria; es cierto que cuando perdía los sentidos veía a Jesucristo,

pero esto lo atribuía a la bondad de Nuestro Señor, y decía para mí misma:

“Mira cuán bueno es el Señor hacia mí, que en este estado de sufrimientos

viene a darme la fuerza, ¿de otra manera cómo podría sostenerme, quién me

daría la fuerza?” También es cierto que cuando debía caer en ese estado, en

la mañana, en la comunión Jesús me lo decía, y cayendo en ese estado, de Él

mismo me venían los sufrimientos, pero no le daba importancia a nada. Con

sólo pensar alguna vez en decirlo al confesor, yo creía ser el alma más

soberbia que existiera en el mundo si me atrevía a hablar de estas cosas de

ver a Jesucristo; y sentía tal vergüenza que fue imposible decir algo a ese

confesor a pesar de lo bueno y santo que era. Tan es verdad que no creía

que se necesitara al sacerdote para liberarme y que esto sucedía por la

santidad del confesor, que cuando llegó el tiempo, él se fue al campo,

entonces una mañana, después de la comunión el Señor me hizo entender

que debía ser sorprendida por ese estado, me invitó a hacerle compañía con

participar en sus penas, pero yo súbito le dije: “Señor, ¿cómo haré? El

confesor no está, ¿quién me debe liberar? ¿Quieres acaso hacerme morir?”

Y el Señor me dijo solamente:

 

“Tu confianza debe estar sólo en Mí, estate resignada, pues la

resignación hace al alma luminosa, hace estar en su lugar a las pasiones, de

modo que Yo, atraído por esos rayos de luz voy al alma y la uniformo toda

en Mí y la hago vivir de mi misma Vida.”

 

Yo me resigné a su Santa Voluntad, ofrecí aquella comunión como la

última de mi vida y le di el último adiós a Jesús en el sacramento; y si bien

estaba resignada, pero mi naturaleza lo sentía tanto, que todo aquel día no

hice otra cosa que llorar y pedir al Señor que me diese la fuerza. En verdad

me resultó demasiado amargo todo ese hecho, y sin pensarlo ni saberlo me

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

encontré con una nueva y pesada cruz, que creo que haya sido la más pesada

que he tenido en mi vida. Mientras estaba en aquel estado de sufrimientos,

yo no pensaba en otra cosa más que en morir y en hacer la Voluntad de Dios.

Los familiares, que también sufrían al verme en aquel estado, trataron de

llamar algún sacerdote, pero ninguno quiso venir, uno por una cosa, y otro

por otra; después de diez días vino el sacerdote que me confesaba cuando era

pequeña, y sucedió que también él me hizo salir de ese estado, y entonces

me di cuenta de la red en la que el Señor me había envuelto.

 

De aquí me vino una guerra por parte de los sacerdotes: quien decía

que era fingimiento, quien que se necesitaban los palos, otros que quería

pasar por santa, quien agregaba que estaba endemoniada y muchas otras

cosas, que decirlas todas sería hacer demasiado larga la historia. Con estas

ideas en sus mentes, cuando sucedían los sufrimientos y la familia mandaba

llamar a alguno, no querían venir, diciendo todas aquellas cosas, y la pobre

familia ha sufrido mucho, especialmente mi pobre mamá, cuántas lágrimas

ha derramado por mí, ¡ah! Señor, recompénsala Tú. ¡Oh mi buen Señor,

cuánto he sufrido desde entonces, sólo Tú sabes todo!

 

¿Quién puede decir cuán amargo me resultó este hecho, que para

liberarme de ese estado de sufrimientos se necesitaba al sacerdote? ¡Cuántas

veces he pedido, derramando lágrimas amarguísimas, que me libere de esto!

Muchas veces hice positivas resistencias al Señor cuando Él quería que me

ofreciera como víctima y aceptara las penas, y le decía: “Señor, prométeme

que Tú mismo me liberarás, y entonces acepto todo, de otra manera no, no

quiero aceptar.” Y resistía el primer día, el segundo, el tercero, ¿pero quién

puede resistir a Dios? Me insistía tanto que al fin me veía obligada a

someterme a la cruz. Otras veces le decía de corazón y con confianza:

“Señor, ¿cómo es que haces esto? ¿Cómo es que entre Tú y yo has querido

poner a un tercero? Y este tercero no quiere prestarse. Mira, podríamos

estar muy contentos Tú y yo solos; cuando me querías para sufrir, yo

inmediatamente aceptaba, porque sabía que Tú mismo me debías liberar,

pero ahora no, se necesita otra mano, te ruego, libérame, pues así estaremos

ambos más contentos.”

 

A veces fingía no escucharme y no me decía nada, otras veces me

decía:

 

“No temas, Yo soy quien da las tinieblas y la luz, vendrá el tiempo de

la luz. Es mi costumbre que mis obras las manifiesto por medio de los

sacerdotes.”

 

Así pasé tres o cuatro años de estas contradicciones por parte de los

sacerdotes, muchas veces me sujetaban a pruebas durísimas, llegaban a

dejarme en ese estado de sufrimientos, esto es, petrificada, incapaz de

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

cualquier mínimo movimiento, ni siquiera de poder tomar una gota de agua,

hasta dieciocho días cuando así lo querían. Sólo el Señor sabe lo que yo

pasaba en ese estado, y luego cuando venían no tenía ni siquiera el bien de

oír un “ten paciencia, haz la Voluntad de Dios”, sino que era reprendida

como una caprichosa y desobediente. ¡Oh Dios, qué pena! Cuántas

lágrimas he derramado, cuántas veces pensaba que era desobediente y decía

entre mí: “Cómo esa virtud de la obediencia que para el Señor es la más

agradable está tan lejana de mí, ¿qué cosa puede hacer y esperar de bien un

alma desobediente?” Muchas veces me lamentaba con Nuestro Señor y a

veces llegaba hasta resentirme, y cuando Él quería que aceptara los

sufrimientos yo resistía cuanto más podía. Pero el Señor cuando veía que

empezaba a resistir hacía ver que no me ponía atención y no me decía nada

más, pero luego de improviso venía a sorprenderme. Lo que después decía

el confesor es porque no quería que cayera en aquel estado, pero esto no

estaba en mi poder. Es verdad que he sido desobediente y que jamás he sido

buena para nada, pero recuerdo también que la pena más dolorosa para mí

era el no poder obedecer.

 

En este periodo de tiempo recuerdo que hubo una epidemia de cólera,

y que un día que pedía a mi buen Jesús que hiciera cesar ese flagelo, Él me

dijo:

 

“Te contentaré con tal que aceptes ofrecerte a sufrir lo que Yo quiera.”

 

Yo le dije: “Señor, no, no puedo, Tú sabes como la piensan; a menos

que todo pase sólo entre Tú y yo, sólo así estaría dispuesta a aceptar todo.”

 

Y Él me dijo: “Hija mía, si Yo hubiera pensado en lo que los hombres

pensaban y en lo que querían hacer de Mí, no habría hecho la Redención del

género humano, pero yo tenía mi mirada fija en su salvación, y el amor

grande que me devoraba me hacía hacer que cuando veía personas que

pensaban mal de Mí y que daban ocasión de hacerme sufrir más, Yo ofrecía

esas mismas penas que ellos me daban por su misma salvación. ¿Te has

olvidado que lo que quiero de ti es la imitación de mi Vida, y que quiero que

participes en todo lo que sufrí? ¿No sabes tú que el acto más bello, más

heroico y más agradable a Mí y que debes ofrecerme, es el de ofrecerte por

aquellos mismos que te son contrarios?”

 

Yo quedé muda, no supe qué responderle, acepté todo lo que el Señor

quería, y así hasta la tarde fui sorprendida por ese estado de sufrimientos en

el que estuve tres días continuos, y después que volví en mí no oí más que

hubiera cólera.

 

Después de esto me vino otra mortificación y fue la de tener que

cambiar confesor, porque siendo él religioso, fue llamado al convento. Yo

estaba contenta con él, y la mayor parte de las contradicciones dichas arriba

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

sucedían cuando él estaba en el campo, especialmente el último año que fue

mi confesor, pues por el cólera que había en la ciudad permaneció seis

meses en el campo, por eso no participó tanto en esas contradicciones, él me

hacía estar un día en ese estado de sufrimientos y venía.

 

Después de volver del campo no pasó ni un mes cuando supo que

debía irse. Esto fue doloroso para mí, no porque estuviera apegada a él, sino

por la necesidad que tenía. Entonces dije al Señor mi pena y Él me dijo:

 

“No te aflijas por esto, Yo soy el dueño de los corazones y puedo

moverlos como a Mí me parece y me place. Si él te ha hecho el bien, no ha

sido más que un instrumento que recibía de Mí y te lo daba a ti, así haré con

los demás, ¿de qué temes entonces? Amada mía, mientras tú tengas tu

mirada puesta, ahora a la derecha, ahora a la izquierda, y la dejes que se pose

ahora en una cosa, ahora en otra, y no la mantengas fija en Mí, no podrás

caminar libremente el camino del Cielo, sino que irás siempre tropezando y

no podrás seguir el influjo de la Gracia. Por eso quiero que con santa

indiferencia mires todas las cosas que suceden en torno a ti, estando toda

atenta solamente a Mí.”

 

Después de estas palabras mi corazón adquirió tanta fuerza, que poco

 

o nada sufrí por la pérdida de ese confesor que tanto bien había hecho a mi

alma. Así fue como cambié confesor y volví al que me confesaba cuando

era pequeña. Sea siempre bendito el Señor que se sirve de esos mismos

caminos, que a nosotros nos parecen contrarios y que casi como que

deberían llevar un daño a nuestra alma, para nuestro mayor bien y para su

gloria. Así sucedió que comencé a abrirle a él mi alma, porque hasta ese

momento no había dicho nada a ninguno, por cuanto me dijeran no lo

lograba, más bien más impotente me veía para decir las cosas de mi interior,

era tanta la vergüenza que sentía al solo pensar en decir estas cosas, que me

era más fácil decir los más feos pecados. ¿De dónde procedía esto? No sé

decirlo; por parte del confesor creo que no, porque él era muy bueno, me

inspiraba confianza, era dulce y paciente para escuchar, tomaba cuidado

detallado de mi alma, tenía la mirada en todo para que se pudiera caminar

derecho. Por parte mía tampoco, porque sentía un obstáculo en mi alma y

tenía toda la voluntad de vencerlo y de saber al menos como pensaba el

confesor, pero me sentía imposibilitada para hacerlo. Yo tengo para mí que

fue una permisión del Señor.

Entonces, encontrándome con el nuevo confesor empecé poco a poco

a abrir mi interior, el Señor muchas veces me ordenaba que manifestara al

confesor lo que Él me decía, y cuando yo no lo hacía, el Señor me reprendía

severamente y a veces llegaba a decirme que si no lo hacía Él no vendría

más; esto es para mí la pena más amarga, ante la cual todas las demás penas

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

no me parecen más que hilos de paja; por eso, tanto era el temor de que no

volviera más, que hacía cuanto más podía para manifestar mi interior. Es

verdad que a veces me costaba mucho, pero el temor de perder a mi amado

Jesús me hacía superar todo. Por parte del confesor también me veía

empujada a decirle de donde procedía tal estado mío, qué cosa me sucedía

cuando estaba en aquel adormecimiento y cuál era la causa; ahora me

ordenaba manifestarlo, ahora me obligaba con precepto de obediencia y

luego me ponía delante el temor de que pudiese vivir en la ilusión y en el

engaño, viviendo para mí misma, mientras que si lo manifestaba al sacerdote

podría estar más segura y tranquila, y que el Señor no permite jamás que el

sacerdote se engañe cuando el alma es obediente. Así, Jesucristo me

empujaba por una parte y el confesor por la otra; a veces me parecía que se

ponían de acuerdo entre ellos. Así pude llegar a manifestar mi interior. Esto

no lo hacía el confesor anterior, no me hacía ninguna pregunta, no trataba de

saber qué cosas me sucedían en aquel estado de adormecimiento, por lo que

yo misma no sabía como empezar a hablar de estas cosas. El único cuidado

que tomaba era que estuviese resignada, uniformada al Querer de Dios, que

soportara la cruz que el Señor me había dado, tanto que si a veces me veía

un poco fastidiada, experimentaba gran disgusto.

 

Después sucedió que pasé cerca de otro año con este confesor, en el

mismo estado dicho arriba, pero como sabía de donde provenía ese estado de

sufrimiento, me decía que cuando Jesucristo quisiera que me vinieran los

sufrimientos, fuera a pedirle a él la obediencia para sufrir. Recuerdo que una

mañana después de la comunión, el Señor me dijo:

 

“Hija, son tantas las iniquidades que se cometen, que la balanza de mi

Justicia está por desbordarse. Has de saber que pesados flagelos haré caer

sobre los hombres, especialmente una feroz guerra en la cual haré masacre

de la carne humana.” “Ah sí”, prosiguió casi llorando, “Yo he dado los

cuerpos a los hombres a fin de que fueran tantos santuarios donde debía ir a

deleitarme, pero los han cambiado en cloacas de inmundicias, y es tanta la

peste que me obligan a estar lejos de ellos. Ve la recompensa que recibo

ante tanto amor y tantas penas que he sufrido por ellos. ¿Quién ha sido

tratado como Yo? Ah, ninguno, ¿pero quién es la causa? Es el tanto amor

que les tengo. Por eso probaré con los castigos.”

 

Yo me sentía romper el corazón por el dolor, me parecía que eran

tantas las ofensas que le hacían, que para huir quería esconderse en mí como

para encontrar refugio. Sentía también tal pena porque los hombres debían

ser castigados, que me parecía que no ellos, sino yo misma debía sufrir, es

más, me parecía que si yo hubiese podido, me habría sido más soportable

sufrir yo todos aquellos castigos antes que ver sufrir a los demás. Traté de

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

compadecerlo cuanto más pude y con todo el corazón le dije: “Oh Esposo

santo, evita los flagelos que tu Justicia tiene preparados; si la multiplicidad

de las iniquidades de los hombres es grande, está el mar inmenso de tu

sangre donde puedes sepultarlas, y así tu Justicia quedará satisfecha; si no

tienes donde ir para deleitarte ven en mí, te doy todo mi corazón para que

reposes y te deleites con él, es verdad que también yo soy una sentina de

vicios, pero Tú me puedes purificar y hacerme como Tú me quieres; pero

aplácate, si es necesario el sacrificio de mi vida, ah, de buena gana lo haré

con tal de ver a tus mismas imágenes libradas.” Y el Señor interrumpiendo

mi hablar continuó diciéndome:

 

“Precisamente esto es lo que quiero, si tú te ofreces a sufrir, no ya

como hasta ahora, de vez en cuando, sino continuamente cada día y por un

corto tiempo, Yo libraré a los hombres; mira como lo haré: Te pondré entre

mi Justicia y las iniquidades de las criaturas, y cuando mi Justicia se vea

llena de las iniquidades, de modo que no pueda contenerlas y se vea

obligada a mandar los flagelos para castigar a las criaturas, encontrándote tú

en medio, en vez de golpearlos a ellos quedarás golpeada tú. Sólo de este

modo podré contentarte en librar a los hombres, de otro modo, no.”

 

Yo quedé toda confundida y no sabía qué decirle, mi naturaleza hacía

su parte, se espantaba y temblaba, pero veía a mi buen Jesús que esperaba

una respuesta, si aceptaba o no; entonces, viéndome casi obligada a hablar le

dije: “Oh Divinísimo Esposo mío, por parte mía estaría pronta a aceptar,

¿pero cómo se arreglará por parte del confesor? Si no quiere venir de vez en

cuando, ¿cómo será posible que quiera venir todos los días? Libérame de

esta cruz de necesitar al confesor para liberarme, y entonces todo quedará

arreglado entre Tú y yo.” Entonces el Señor me dijo:

 

“Ve con el confesor y pídele la obediencia, si quiere le dirás todo lo

que te he dicho y harás lo que él diga. Mira, no será solamente para bien de

las criaturas por lo que quiero estos sufrimientos continuos, sino también

para tu bien, en este estado de sufrimientos purificaré muy bien tu alma, de

modo de disponerte a formar conmigo un místico desposorio, y después de

esto haré la última transformación, de modo que los dos seremos como dos

velas que puestas en el fuego, una se transforma en la otra y se forma una

sola, así transformaré a Mí en ti, y tú quedarás crucificada conmigo. Ah,

¿no estarías contenta si pudieras decir: “El Esposo crucificado, pero

también la esposa está crucificada? Ah sí, no hay ninguna cosa que me haga

desemejante de Él.”

 

Entonces cuando pude hablar con el confesor le dije todo lo que el

Señor me había dicho, y como aquella palabra que el Señor me dijo: “Por

un cierto tiempo”, sin decirme el tiempo preciso que debía estar

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

continuamente sufriendo, yo la tomé como por cuarenta días, más o menos,

pero ya han pasado cerca de doce años que continúo así, pero siempre sea

bendito Dios y sean adorados siempre sus inescrutables juicios; yo creo que

si el Señor bendito me hubiera hecho entender con claridad el tiempo que

debía estar en cama, mi naturaleza se habría espantado mucho y difícilmente

hubiera aceptado, si bien recuerdo que he estado siempre resignada, pero

entonces no conocía la preciosidad de la cruz como el Señor me la ha hecho

conocer en el transcurso de estos doce años, ni el confesor hubiera accedido

a darme la obediencia. Entonces así le dije al confesor, que por cuarenta

días el Señor quería que me diera la obediencia de estar continuamente

sufriendo y también le dije lo demás. Con gran sorpresa mía, porque yo lo

creía imposible, el confesor me dijo que si era verdaderamente Voluntad de

Dios, él me daba la obediencia, que en realidad no era que él no pudiera

venir sino más bien un poco de respeto humano. Mi alma se alegró mucho

porque podía contentar al Señor y también librar a las criaturas, pero mi

naturaleza se afligió mucho al recibir esta obediencia, tanto que por algunos

días estuve muy afligida; también el alma la sentía pensativa porque debía

estar tanto tiempo sin poder recibir a Jesús en el sacramento, mi único

consuelo. A veces sentía una guerra tan feroz en mí, que yo misma no sabía

qué cosa me había sucedido, muchas cosas las agregaba el demonio, pero mi

buen Jesús puso remedio a todo, y he aquí como sucedió.

 

Pero antes de continuar, por orden del confesor actual debo manifestar

los varios modos con los cuales el Señor me ha hablado: A mí me parece

que los modos con los que Dios me habla sean cuatro, pero estos cuatro

modos de hablar de Jesús son muy diferentes de las inspiraciones.

 

1.- El primer modo es cuando el alma sale fuera de sí. Pero antes

quiero explicar lo mejor que pueda este salir fuera de mí misma. Esto

sucede de dos modos: El primero es instantáneo, casi como relámpago y es

tan repentino que me parece que el cuerpo se eleva un poco de la cama para

seguir al alma, pero después queda en la cama y a mí me parece que el

cuerpo queda muerto, y el alma en cambio sigue a Jesús girando por todo el

universo, la tierra, el aire, los mares, los montes, el purgatorio y el Cielo,

donde muchas veces me ha hecho ver el lugar donde yo estaré después de

muerta.

 

El otro modo de salir el alma es más tranquilo, parece que el cuerpo se

adormece insensiblemente y queda como petrificado ante la presencia de

Jesucristo, pero el alma permanece con el cuerpo y éste no siente nada de las

cosas externas, aunque se trastornara todo el universo, aunque me quemaran

 

o me redujeran en pedazos.


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Estos dos modos tan diferentes de salir fuera de mí misma yo los he

notado sensiblemente, porque en el primer modo, debiendo yo obedecer al

confesor que venía a despertarme, lo he visto desde el lugar a donde me

conducía Jesús, es decir, desde los confines de la tierra, o del aire, o de los

montes, o del mar, o del purgatorio, o aun desde el mismo paraíso, es más,

me parecía que no tenía tiempo de poder volver para que el confesor

encontrara mi alma en el cuerpo y poder obedecer, y como me encontraba

con el alma tan lejos, me ajetreaba toda, me angustiaba y me afligía

pensando que no tendría tiempo de volver al cuerpo para que el confesor me

encontrara y por tanto no tener tiempo de obedecer. Sin embargo debo

confesar que siempre me he encontrado a tiempo, y me parecía que el alma

entrase al cuerpo antes de que el confesor comenzase a darme la obediencia

de despertar. Es más, digo la verdad, muchas veces yo veía de lejos al

confesor que venía, pero para no dejar a Jesús, parecía que no pensara en él

y entonces Jesús mismo me apresura a volver con el alma al cuerpo para

poder obedecer al confesor, y entonces yo sentía una gran repugnancia por

tener que dejar a Jesús, pero la obediencia vencía, y dejando a Jesús, Él

mismo, o me besaba o me abrazaba o hacía otra cosa para despedirse de mí,

y yo dejando a mi amado Jesús le decía: “Voy con el confesor, pero Tú mi

buen Jesús, vuelve pronto, en cuanto el confesor se vaya.”

 

Estos son los dos modos con los cuales el alma parecía que saliese del

cuerpo, y en estos dos modos de salir el alma, Dios me habla. Este modo de

hablar, Él mismo lo llama hablar intelectual, y trataré de explicarlo: El alma

salida del cuerpo y encontrándose delante a Jesús, no tiene necesidad de

palabras para entender lo que el Señor le quiere decir, ni el alma tiene

necesidad de hablar para hacerse entender, sino que todo es por medio del

intelecto, ¡oh, qué bien nos entendemos cuando nos encontramos juntos! De

una luz que de Jesús me viene a la inteligencia siento imprimir en mí todo lo

que mi Jesús quiere hacerme entender. Este modo es muy alto y sublime,

tanto que la naturaleza difícilmente sabe explicarlo con palabras, apenas

puede decir alguna idea; este modo en que Jesús se hace entender es

rapidísimo, en un simple instante se aprenden muchas más cosas sublimes

que leyendo libros enteros. ¡Oh, qué maestro ingeniosísimo es Jesús, que en

un simple instante enseña muchas cosas, mientras que cualquier otro

necesitaría años enteros, si es que lo logra, porque el maestro terreno no

tiene potencia para poder atraer la voluntad del discípulo, ni de poderle

infundir en la mente, sin esfuerzos ni fatigas lo que le quiere enseñar, pero

con Jesús no es así, tanta es su dulzura, la amabilidad de su trato, la suavidad

de su hablar, y además es tan bello que el alma apenas lo ve se siente tan

atraída, que a veces es tanta la velocidad con la que corre al lado de Jesús,

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

que casi sin advertirlo se encuentra transformada en el objeto amado, de

modo que el alma no sabe discernir más su ser terreno, tanto queda

identificada con el Ser Divino. ¿Quién puede decir lo que el alma

experimenta en este estado? Se necesitaría a Jesús mismo, o bien a un alma

separada perfectamente del cuerpo, porque el alma encontrándose otra vez

circundada por los muros de este cuerpo y perdiendo esa luz que antes la

tenía abismada, mucho pierde y queda oscurecida, de tal modo que si

quisiera decir algo lo diría burdamente. Para dar una idea digo que me

imagino a un ciego de nacimiento que nunca ha tenido el bien de ver lo que

hay en el universo entero, y que por pocos minutos tuviese el bien de abrir

los ojos a la luz y pudiese ver todo lo que contiene el mundo: el sol, el cielo,

el mar, las tantas ciudades, las tantas máquinas, las variedades de las flores y

las tantas otras cosas que hay en el mundo, y después de aquellos pocos

minutos de luz volviera a la ceguera de antes. ¿Podría él decir claramente

todo lo que ha visto? Solamente podría hacer un esbozo, decir alguna cosa

confusamente. Esto es una semejanza de lo que sucede cuando el alma se

encuentra separada y después en el cuerpo; no sé si digo desatinos; así como

a aquel pobre ciego le quedaría la pena de la pérdida de la vista, así el alma,

vive gimiendo y casi en un estado violento, porque el alma se siente

violentada siempre hacia el sumo Bien, es tanta la atracción que Jesús deja

en el alma de Sí, que el alma quisiera estar siempre abstraída en su Dios,

pero esto no puede ser, y por eso se vive como si se viviese en el purgatorio.

Agrego que el alma no tiene nada de lo suyo en este estado, todo es

operación que hace el Señor.

 

Ahora trataré de explicar el segundo modo que tiene Jesús para hablar,

y es que el alma encontrándose fuera de sí misma ve la persona de

Jesucristo, como por ejemplo de niño, o crucificado, o en cualquier otro

aspecto, y el alma ve que el Señor con su boca pronuncia las palabras y el

alma con su boca responde, a veces sucede que el alma se pone a conversar

con Jesús como harían dos íntimos esposos. Si bien el hablar de Jesús es

poquísimo, apenas cuatro o cinco palabras y a veces aun una sola, rarísimas

veces se extiende más, pero en ese poquísimo hablar, ¡ah, cuánta luz pone en

el alma! Me parece ver a primera vista un pequeño arroyo, pero viendo

bien, en vez de un arroyo se ve un vastísimo mar; así es una sola palabra

dicha por Jesús, es tanta la inmensidad de la luz que queda en el alma, que

rumiándola muy bien descubre tantas cosas sublimes y provechosas que

queda asombrada.

 

Yo creo que si se juntaran todos los sabios, quedarían todos

confundidos y mudos ante una sola palabra de Jesús. Ahora, este modo es

más accesible a la naturaleza humana y fácilmente se sabe manifestar,

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

porque el alma entrando en sí misma se lleva consigo lo que ha oído decir de

la boca de Nuestro Señor y lo comunica al cuerpo; no resulta tan fácil

cuando es por medio del intelecto. Yo considero que Jesús tiene este modo

de hablar para adaptarse a la naturaleza humana, no que tenga necesidad de

la palabra para hacerse entender, sino porque de este modo el alma más

fácilmente comprende y puede manifestarlo al confesor. En suma, Jesús

hace como un maestro doctísimo, sabio, inteligente, que posee en grado

eminentísimo todas las ciencias y que nadie puede igualarlo, pero como se

encuentra entre discípulos que no han aprendido aún las primeras letras del

alfabeto, reteniendo todos los otros conocimientos en sí, enseña a los

discípulos sólo el a, b, c, etc. ¡Oh, cómo es bueno Jesús! Se adapta a los

doctos y les habla de modo altísimo, de modo que para entenderlo deben

estudiar muy bien lo que les dice; se adapta a los ignorantes y se fingetambién Él ignorante, y habla en modo bajo, de manera que nadie puede

quedar en ayunas de las lecciones de este divino Maestro.

 

El tercer modo con el que Jesús me habla es cuando hablando

participa al alma su misma sustancia. A mí me parece como cuando el

Señor creó el mundo, con una sola palabra fueron creadas las cosas, así,

siendo su palabra creadora, en el acto mismo en que dice la palabra crea en

el alma aquella misma cosa que dice, como por ejemplo, Jesús dice al alma:

“Mira como son bellas las cosas, por cuanto tus ojos puedan recorrer la tierra

 

o el cielo, jamás encontrarán belleza similar a Mí.” En este hablar de Jesús

el alma siente entrar en ella un algo divino y queda muy atraída hacia esta

belleza, y al mismo tiempo pierde el atractivo de todas las otras cosas, por

cuán bellas y preciosas fueran no le causan ninguna impresión, lo que le

queda fijo y casi transmutado en sí es la belleza de Jesús, en eso piensa, de

esa belleza se siente investida y queda tan enamorada, que si el Señor no

obrara otro milagro se le rompería el corazón, y de puro amor por esta

belleza de Jesús expiraría el alma para volar al Cielo a gozar de esta belleza

de Jesús. Yo misma no sé si digo desatinos.

Para explicar mejor este hablar sustancial de Jesús digo otra cosa,

Jesús dice: “Mira cuán puro soy, también en ti quiero pureza en todo.” En

estas palabras el alma siente entrar en sí una pureza divina, esta pureza se

trasmuta en ella misma y llega a vivir como si no tuviera más cuerpo, y así

de las otras virtudes. ¡Oh, cómo es deseable este hablar de Jesús! Yo daría

todo lo que está sobre la tierra, si fuera la dueña de todo, con tal de tener una

sola de estas palabras de Jesús.

 

El cuarto modo en que Jesús me habla es cuando me encuentro en mí

misma, esto es en el estado natural, y este hablar es también de dos modos:

El primero es cuando encontrándome en mí misma, recogida, en el interior

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

del corazón, sin articulación de voz o sonidos al oído del cuerpo, Jesús

internamente habla. El segundo es como hacemos nosotros y esto sucede a

veces estando aun distraída o bien hablando con otras personas. Pero una

sola de estas palabras basta para recogerme si estoy distraída, o para darme

la paz si estoy turbada, para consolarme si estoy afligida.

 

Ahora continúo narrando desde donde me quedé, y he aquí como puso

remedio: En la mañana fui a comulgar y en cuanto recibí a Jesús, súbito le

dije: “Señor mío, mira en qué tempestad me encuentro, debería agradecerte

porque le has dado luz al confesor para darme la obediencia de sufrir, en

cambio mi naturaleza lo siente tanto, que yo misma quedo confundida al

verme tan mala. Pero todo esto es nada, porque Tú que quieres el sacrificio

me darás también la fuerza. Pero la razón de más peso en mí es tener que

estar tanto tiempo sin poderte recibir en el sacramento, ¿quién podrá resistir

sin Ti? ¿Quién me dará la fuerza? ¿Dónde podré encontrar un consuelo en

mis aflicciones?” Y mientras esto decía sentía tales penas en el corazón por

esta separación de Jesús Sacramentado, que lloraba copiosamente. Entonces

el Señor compadeciendo mi debilidad me dijo:

 

“No temas, Yo mismo sostendré tu debilidad, tú no sabes qué gracias

te he preparado, por eso temes tanto. ¿No soy Yo omnipotente? ¿No podré

Yo suplir a la privación de que me recibas en el sacramento? Por eso

resígnate, ponte como muerta en mis brazos, ofrécete víctima voluntaria para

repararme las ofensas, por los pecadores y para evitarles a los hombres los

merecidos flagelos, y Yo te doy en prenda mi palabra de no dejar ni siquiera

un solo día sin venirte a visitar. Hasta ahora tú has venido a Mí, de ahora en

adelante vendré Yo a ti. ¿No estás contenta?”

 

Así me resigné a la santa Voluntad de Dios y fui sorprendida por este

estado de sufrimientos. ¿Quién puede decir las gracias que el Señor empezó

a darme? Es imposible poder decirlo todo detalladamente, podré decir

alguna cosa confusamente, pero por cuanto pueda y para cumplir la santa

obediencia que así lo quiere, me esforzaré en decir por cuanto me sea

posible.

 

Recuerdo que desde el principio de este estar continuamente en la

cama, mi amante Jesús muy frecuentemente se hacía ver, lo que no había

hecho en el pasado. Desde el principio me dijo que quería que llevara un

nuevo sistema de vida para disponerme a aquel místico desposorio que me

había prometido, me decía:

 

“Amada de mi corazón, te he puesto en este estado a fin de poder venir

más libremente y conversar contigo. Mira, te he liberado de todas las

ocupaciones externas a fin de que no sólo el alma, sino también el cuerpo

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

esté a mi disposición, y así tú puedas estar en continuo holocausto ante Mí.

Si no te hubiese puesto en esta cama, debiendo tú desempeñar los deberes de

familia y sujetarte a otros sacrificios, no podría Yo venir tan frecuentemente

y hacerte partícipe de las ofensas conforme las recibo, a lo más debería

esperar a que cumplieras tus deberes, pero ahora no, ahora hemos quedado

libres, no hay ya nadie que nos moleste y que interrumpa nuestra

conversación. De ahora en adelante mis aflicciones serán tuyas, y las tuyas,

mías; mis sufrimientos tuyos, y los tuyos míos; mis consolaciones tuyas, y

las tuyas mías; uniremos todas las cosas juntas y tú tomarás interés de mis

cosas como si fuesen tuyas, y así haré Yo de las tuyas. No habrá más entre

nosotros dos, esto es mío y esto es tuyo, sino que todo será común por

ambas partes.

 

¿Sabes cómo he hecho contigo? Como un rey cuando quiere hablar

con su esposa reina y esta se encuentra con sus damas en otras ocupaciones.

El rey, ¿qué hace? La toma y la lleva dentro de su habitación, cierra las

puertas para que ninguno pueda entrar a interrumpir su conversación y oír

sus secretos, y así estando solos se comunican recíprocamente sus

aflicciones y sus consuelos. Ahora, si algún imprudente fuera a tocar la

puerta, a gritar tras ella y no los dejara gozar en paz su conversación, ¿el rey

no lo tomaría a mal? Así he hecho Yo contigo, y si alguien te quisiera

distraer de este estado, también me disgustaría.”

 

Y continuó diciéndome: “Quiero de ti perfecta conformidad a mi

Voluntad, de tal modo de deshacer tu voluntad en la mía; desapego absoluto

de toda cosa, tanto que todo lo que es tierra quiero que sea tenido por ti

como estiércol y podredumbre que da horror al sólo mirarlo, y esto porque

las cosas terrenas, aunque no se tuviera apego a ellas, sólo con tenerlas en

torno y mirarlas ensombrecen las cosas celestiales e impiden realizar ese

místico desposorio que te he prometido. Además quiero que así como Yo

fui pobre, también me imites en la pobreza, debes considerarte en esta cama

como una pobrecita, los pobres se contentan con lo que tienen y me

agradecen primero a Mí y luego a sus benefactores, así tú conténtate con lo

que te es dado, sin pedir ni esto ni aquello, porque podría ser un estorbo en

tu mente y con santa indiferencia, sin pensar si eso te haría bien o mal,

sométete a la voluntad de los demás.”

 

Esto me costó mucho al principio, especialmente por las obediencias

que me daba el confesor, no sé por qué, pero quería que tomara quinina y

tenía impuesta la obediencia de que cada vez que volviera el estómago, otras

tantas debía volver a tomar alimento. Ahora, la quinina me estimulaba el

apetito y a veces sentía mucha hambre, tomaba el alimento y en cuanto lo

tomaba, y a veces en el momento mismo de tomarlo, por los continuos

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

conatos de vómito estaba obligada a devolverlo y permanecía con la misma

hambre de antes. La palabra “pobre” que Jesús me había dicho no me

dejaba atreverme a pedir nada, y yo misma tenía vergüenza de pedir,

pensaba entre mí: “¿Qué dirá la familia, ha vuelto el estómago y quiere

comer? Si me dan alguna cosa la tomo, si no, el Señor se ocupará.” Así me

la pasaba contenta de poder ofrecer alguna cosa a mi amado Jesús. Esto no

duró mucho tiempo, sino aproximadamente cuatro meses. Un día el Señor

me dijo:

 

“Pide al confesor que te dé la obediencia de no tomar quinina y de no

hacerte tomar el alimento tantas veces, Yo le daré luz.”

 

Después vino el confesor y se lo dije, y él me dijo: “Para no mostrar

singularidades, de ahora en adelante quiero que tomes el alimento una sola

vez al día y suspendió también la quinina.” Así quedé más tranquila y se me

pasó el hambre, pero el vómito no cesó, esa única vez que tomaba el

alimento era obligada a devolverlo; el Señor a veces me decía que pidiera la

obediencia de no comer, pero el confesor no me ha dado jamás esta

obediencia, me decía: “No importa que vomites, es otra mortificación.” Yo

entonces se lo decía al Señor y Él me decía:

 

“Quiero que hagas la petición, pero con santa indiferencia, quiero que

estés a lo que te dice la obediencia.”

 

Y así continué haciéndolo. Cuando hubieron pasado cerca de cuarenta

días, que yo consideraba por las palabras que me había dicho el Señor (por

un cierto tiempo) y que yo así había dicho al confesor, los sufrimientos

continuaban sorprendiéndome diariamente y él se veía obligado a venir

todos los días; entonces el confesor empezó a darme la obediencia de no

deber estar más en aquel estado, y agregaba que si caía en los sufrimientos él

no vendría. Por mi parte me sentía dispuesta a obedecer, especialmente mi

naturaleza quería liberarse de aquel estar continuamente en la cama, que por

cuán bello fuera, era siempre cama; aquél tener que sujetarse a todos, aun en

las cosas más repugnantes y necesarias a la naturaleza, y estar obligada a

decirlas a los demás es un verdadero sacrificio. Por eso la naturaleza hizo su

oficio, toda se consoló al sentirse dar esta obediencia, mi alma estaba

dispuesta a obedecer o a permanecer en cama si el Señor así lo quería,

porque había empezado a experimentar cuán bueno había sido el Señor

conmigo y que la verdadera resignación sabe cambiar la naturaleza a las

cosas, y lo amargo lo convierte en dulce.

 

Cuando me dio la obediencia de no tener que estar más en la cama, yo

comencé a resistir y decía al Señor: “¿Qué quieres de mí? No puedo más,

porque la obediencia no quiere, pero si Tú quieres dale luz al confesor,

entonces yo estoy dispuesta a hacer lo que quieres.” Y pasé toda una noche

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

discutiendo con el Señor; cuando venía le decía: “Mi amado Jesús, ten

paciencia, no vengas, porque la obediencia no permite que me hagas

participar en tus sufrimientos.” Hasta en la mañana yo vencí, me sentía en

mí misma y libre de sufrimientos, cuando en un instante vino el Señor y me

atrajo de tal manera a Él que no pude resistirle, perdí los sentidos y me

encontré junto con Él, pero tan estrechamente que por cuanta oposición

hacía no pude separarme de Jesús. Estando con Jesús yo me sentía toda

aniquilada y tenía una cierta vergüenza por las tantas oposiciones que le

había hecho durante la noche y le dije: “Esposo santo, perdóname, es el

confesor que así lo quiere.” Y Él me dijo:

 

“No temas, cuando es la obediencia Yo no me ofendo.” Y continuó:

“Ven, ven a Mí, hoy es año nuevo, quiero darte tu regalo.”

 

(Justo aquella mañana era el primer día del año). Entonces acercó sus

purísimos labios a los míos y vertió una leche dulcísima, me besó y tomó un

anillo de dentro de su costado y me dijo:

 

“Hoy quiero hacerte ver el anillo que te he preparado para cuando te

despose.” Después me dijo: “Dile al confesor que es Voluntad mía que

continúes estando en la cama, y como señal de que soy Yo dile que hay

guerra entre Italia y África, y que si él te da la obediencia de hacerte

continuar sufriendo, no dejaré hacer nada a ambas partes, se pondrán en

paz.”

 

En el mismo instante de decir estas palabras me sentí circundada por

sufrimientos como por un vestido, y por mí misma no pude liberarme.

Pensaba entre mí: “¿Qué dirá el confesor?” Pero no estaba más en mi

poder. Aquella leche que Jesús vertió en mí me producía tal amor hacia Él

que me sentía languidecer, y sentía tanta saciedad y dulzura, que después de

que vino el confesor y me hizo volver de aquel estado, y la familia me llevó

alimento, me sentía tan satisfecha que el alimento no bajaba, pero para

cumplir la obediencia que así quería tomé un poco, pero pronto fui obligada

a devolverlo, mezclado con aquella leche dulce que me había dado Jesús. yÉl como bromeando me dijo:

 

“¿No te bastó lo que te he dado? ¿No estás contenta aún?” Yo me

ruborice toda, pero súbito le dije: “¿Qué quieres de mí? Es la obediencia.”

Cuando vino el confesor se empezó a intranquilizar y a decirme que era

desobediente, o bien me decía: “Es una enfermedad. Si fuera cosa de Dios

te habría hecho obedecer, por eso en vez de llamar al confesor debes llamar

a los médicos.” Cuando él terminó de hablar yo le dije todo lo que me había

dicho el Señor, como he dicho arriba, y él me dijo que era verdad que había

guerra entre África e Italia, y dijo: Veremos si no pasa nada.” Y así quedó

persuadido de hacerme continuar sufriendo.

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Después de cerca de cuatro meses, un día vino el confesor y me dijo

que habían llegado noticias de que la guerra que había entre África e Italia,

sin hacerse ningún daño entre ellas, había terminado, firmando la paz.

 

Entonces mi dulce Jesús no hacía otra cosa que disponerme a aquel

místico desposorio que me había prometido, se hacía ver estando yo en ese

estado, a veces tres o cuatro veces al día, según le placía; y a veces era un

continuo ir y venir, me parecía un enamorado que no sabe estar sin su

esposa, así hacía Jesús conmigo, y a veces llegaba a decírmelo:

 

“Mira, te amo tanto que no sé estar si no vengo, me siento casi

inquieto pensando que tú estás sufriendo por Mí y que estás sola, por eso he

venido para ver si tienes necesidad de alguna cosa.”

 

Y mientras así decía, Él mismo me levantaba la cabeza, ponía su brazo

detrás de mi cuello y me abrazaba, y mientras así me tenía me besaba, y si

era tiempo de verano y hacía calor, de su boca mandaba un aliento

refrescante, o bien tomaba alguna cosa en su mano y me abanicaba y

después me preguntaba:

 

“¿Cómo te sientes? ¿No te sientes mejor?”

 

Yo le decía: “En cualquier modo que se está contigo se está siempre

bien.” Otras veces venía y si me veía muy débil por el continuo estar en

aquellos sufrimientos, especialmente si el confesor venía en la noche, mi

amante Jesús venía, y viéndome en aquel estado de extrema debilidad, tanto

que a veces me sentía morir, se acercaba a mí y de su boca vertía en la mía

aquella leche, o bien me hacía ponerme a su costado y yo chupaba torrentes

de dulzuras, de delicias y de fortaleza, y Él me decía:

 

“Quiero ser propiamente Yo tu todo, y también tu alimento del alma y

del cuerpo.”

 

¿Quién puede decir lo que yo experimentaba, tanto en el alma como en

el cuerpo por estas gracias que Jesús me hacía? Si yo lo quisiera decir me

extendería demasiado. Recuerdo que a veces cuando no venía pronto, melamentaba con Él diciéndole: “Ah, Esposo santo, como me has hecho

esperar, tanto que no podía resistir más, me sentía morir sin Ti.” Y mientras

así decía era tanta la pena que sentía, que lloraba y Él toda me compadecía,

me enjugaba las lágrimas, me besaba, me abrazaba y decía:

 

“No quiero que llores. Mira, ahora estoy contigo, dime qué quieres.”

 

Yo le decía: “No quiero otra cosa que a Ti, y sólo dejaré de llorar

cuando me prometas que no me harás esperar tanto.”

 

Y Él me decía: “Sí, sí, te contentaré.”

 

Un día, mientras estábamos en esto y era tanta la pena que yo sentía

que no podía dejar de llorar, mi buen Jesús me dijo:

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

“Quiero contentarte en todo. Me siento tan atraído hacia ti que no

puedo hacer menos que hacer lo que tú quieres. Si hasta ahora te he quitado

la vida exterior y me he manifestado a ti, ahora quiero atraer tu alma hacia

Mí a fin de que dondequiera que Yo vaya puedas venir junto conmigo, así

podrás gozarme más y estrecharte más íntimamente a Mí, lo que no has

hecho en el pasado.”

 

Una mañana, no recuerdo muy bien, creo que habían pasado cerca de

tres meses desde que empecé a estar continuamente en la cama, mientras

estaba en mi acostumbrado estado vino mi dulce Jesús con un aspecto todo

amable, como un joven como de dieciocho años, ¡oh cómo era bello! Con

su cabellera dorada y toda rizada, parecía que encadenaba los pensamientos,

los afectos, el corazón. Su frente serena y amplia, donde se miraba como

dentro de un cristal el interior de su mente y se descubría su infinita

sabiduría, su paz imperturbable. ¡Oh cómo me sentía tranquilizar mi mente,

mi corazón, es más, mis mismas pasiones ante Jesús caían por tierra y no se

atrevían a darme la mínima molestia. Yo creo, no sé si me equivoco, que no

se puede ver a este Jesús tan bello si no se está en la calma más profunda,

tanto que el mínimo asomo de intranquilidad impide tener una vista tan

bella. ¡Ah sí! al solo ver la serenidad de su frente adorable, es tanta la

infusión de paz que se recibe en el interior, que creo que no hay desastre,

guerra más feroz que ante Jesús no se calme. Oh mi todo y bello Jesús, si

por pocos momentos que te manifiestas en esta vida comunicas tanta paz, de

modo que se pueden sufrir los más dolorosos martirios, las penas más

humillantes con la más perfecta tranquilidad, me parece una mezcla de paz y

de dolor, ¿qué será en el Paraíso? Oh, cómo son bellos sus ojos purísimos,

centellantes de luz; no es como la luz del sol que queriendo mirarla daña

nuestra vista, no, en Jesús mientras es luz, se puede muy bien fijar la mirada,

y con sólo mirar el interior de su pupila, de un color celeste oscuro, oh,

cuántas cosas me decía. Es tanta la belleza de sus ojos que una sola mirada

suya basta para hacerme salir fuera de mí misma y hacerme correr tras Él

por caminos y por montes, por la tierra y por el cielo, basta una sola mirada

para transformarme en Él y sentir descender en mí algo de divino. ¿Quién

puede decir además la belleza de su rostro adorable? Su piel blanca,

parecida a la nieve teñida de un color de rosas de las más bellas; en sus

mejillas sonrosadas se descubre la grandeza de su persona, con un aspecto

majestuosísimo y todo divino, que infunde temor y reverencia y al mismo

tiempo da tanta confianza, que en cuanto a mí, jamás he encontrado persona

alguna que me dé al menos una sombra de la confianza que da mi amado

Jesús, ni en mis papás, ni en los confesores, ni en mis hermanas. Ah sí, ese

rostro santo, mientras es tan majestuoso, al mismo tiempo es tan amable, y

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

esa amabilidad atrae tanto que el alma no tiene la mínima duda de ser

acogida por Jesús, por cuán fea y pecadora se vea. Bella es también su nariz

afilada, proporcionada a su sacratísimo rostro. Graciosa es su boca,

pequeña, pero extremadamente bella, sus labios finísimos de un color

escarlata, mientras habla contiene tanta gracia que es imposible poderlo

describir. Es dulce la voz de mi Jesús, es suave, es armoniosa, mientras

habla sale de su boca un perfume tal que parece que no se encuentra sobre la

tierra, es penetrante, en modo que penetra todo, se siente descender por el

oído al corazón, y oh, cuántos afectos produce, ¿pero quién puede decirlo

todo? Además es tan agradable que creo que no se pueden encontrar otros

placeres como los que se pueden encontrar en una sola palabra de Jesús. La

voz de mi Jesús es potentísima, es obrante, y en el mismo acto que habla

obra lo que dice. Ah sí, es bella su boca, pero muestra más su hermosa

gracia en el acto de hablar, entonces se ven sus dientes tan nítidos y bien

alineados, y exhala su aliento de amor que incendia, saetea, consuma el

corazón. Bellas son sus manos, suaves, blancas, delicadísimas, con sus

dedos proporcionados y que mueve con una maestría tal, que es un encanto.

¡Oh, cómo eres bello, todo bello, oh mi dulce Jesús! Lo que he dicho de tu

belleza es nada, es más, me parece que he dicho muchos desatinos, ¿pero

qué quieres de mí? Perdóname, es la obediencia que así lo quiere, por mí no

me hubiera atrevido a decir ni una palabra, conociendo mi incapacidad.

 

Ahora, mientras veía a Jesús con el aspecto ya descrito, de su boca me

envió un aliento que me investía toda el alma, y me parecía que me atraía

con ese aliento tras Él y comencé a sentir que el alma salía del cuerpo, me la

sentía realmente salir de todas partes, de la cabeza, de las manos y hasta de

los pies. Siendo ésta la primera vez que me sucedía, dentro de mí comencé a

decir: “Ahora muero, el Señor ha venido a llevarme.” Cuando me vi fuera

del cuerpo, el alma tenía la misma sensación del cuerpo, con esta diferencia,

que el cuerpo contiene carne, nervios y huesos, el alma no, es un cuerpo de

luz; entonces sentí un temor, pero Jesús continuaba enviándome ese aliento

y me dijo:

 

“Si tanto te da pena el estar privada de Mí, ahora ven junto conmigo

porque quiero consolarte.”

 

Y Jesús tomó su vuelo y yo tomé el mío junto a Él, giramos por toda la

bóveda del cielo, ¡oh! Cómo era bello pasear junto con Jesús, ahora apoyaba

la cabeza sobre su hombro y con un brazo detrás de su espalda y con la otra

mano en su mano, ahora se apoyaba Jesús en mí. Cuando llegábamos a

ciertos lugares donde la iniquidad más abundaba, ¡oh, cuánto sufría mi buen

Jesús! Yo veía con más claridad los sufrimientos de su corazón adorable, lo

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

veía casi desfallecer y le decía: “Apóyate en mí y hazme partícipe de tus

 

penas, pues no resiste mi alma el verte sufrir solo.” Y Jesús me decía:

 

“Amada mía, ayúdame que no puedo más.”

 

Y mientras así decía acercaba sus labios a los míos y vertía una

amargura tal, que sentía penas mortales cuando entraba en mí ese licor tan

amarguísimo; sentía entrar como tantos cuchillos, puntas, saetas que me

traspasaban de lado a lado, en suma, en todos mis miembros se formaba un

dolor atroz y volviendo el alma al cuerpo le participaba estos sufrimientos al

cuerpo; ¿quién puede decir las penas? Sólo Jesús mismo que era testigo,

porque los demás no podían mitigar mis penas estando en aquel estado de

pérdida de los sentidos, y se esperaba cuando estaba presente el confesor,

porque también con la obediencia se mitigaban. Sólo Jesús me podía ayudar

cuando veía que mi naturaleza no podía más y que llegaba propiamente a los

extremos y no me quedaba más que dar el último respiro. ¡Oh, cuántas

veces la muerte se ha burlado de mí, pero vendrá un día en que yo me

burlaré de ella! Entonces venía Jesús, me tomaba entre sus brazos, me

acercaba a su corazón y oh, como me sentía regresar la vida; después, de sus

labios vertía un licor dulcísimo y así se mitigaban las penas. Otras veces

mientras me llevaba junto con Él girando, si eran pecados de blasfemias,

contra la caridad y otros, vertía ese amargo venenoso; si eran pecados de

deshonestidad, vertía una cosa de podredumbre apestosa, y cuando volvía en

mí misma sentía tan bien aquella peste, y era tanto el hedor que me revolvía

el estómago y me sentía desfallecer, y a veces tomando el alimento, cuando

lo devolvía, sentía que salía de mi boca aquella podredumbre mezclada con

el alimento. Alguna vez me llevaba a las iglesias y también ahí mi buen

Jesús era ofendido, oh, como llegaban mal a su corazón aquellas obras,

santas, sí, pero descuidadamente hechas, aquellas oraciones vacías de

espíritu interior, aquella piedad fingida, aparente, parecía que más bien

insultaban a Jesús en vez de darle honor. ¡Ah! sí, aquel corazón santo, puro,

recto, no podía recibir esas obras tan mal hechas. ¡Oh! cuántas veces se

lamentaba diciendo:

 

“Hija, también la gente que se dice devota, mira cuántas ofensas me

hacen, aun en los lugares más santos, al recibir los mismos sacramentos, en

vez de salir purificados salen más enfangados.”

 

¡Ah! sí, cuánta pena daba a Jesús ver gente que comulgaba

sacrílegamente, sacerdotes que celebraban el santo sacrificio de la misa en

pecado mortal, por costumbre, y algunos, da horror decirlo, por fines de

interés. ¡Oh! cuántas veces mi Jesús me ha hecho ver estas escenas tan

dolorosas, cuántas veces mientras el sacerdote celebraba el sacrosanto

misterio, Jesús es obligado a bajar, porque era llamado por la potestad

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

sacerdotal, a las manos del sacerdote, se veían aquellas manos que goteaban

podredumbre, sangre, o bien estaban sucias de fango. ¡Oh! como daba

compasión el estado de Jesús, tan santo, tan puro, en aquellas manos que

daban horror el sólo mirarlas; parecía que Jesús quería huir de aquellas

manos, pero era obligado a permanecer hasta que se consumían las especies

del pan y del vino. A veces, mientras permanecía ahí con el sacerdote, al

mismo tiempo se venía apresuradamente a mí y se lamentaba, y antes de que

yo se lo dijera Él mismo me decía:

 

“Hija, déjame derramar en ti, porque no puedo más; ten compasión de

mi estado que es demasiado doloroso, ten paciencia, suframos juntos.”

 

Y mientras esto decía derramaba de su boca en la mía, ¿pero quién

puede decir lo que derramaba? Parecía un veneno amargo, una

podredumbre hedionda mezclada con un alimento tan duro, repugnante y

nauseante, que a veces no podía yo tragar, ¿quién puede decir los

sufrimientos que me producía este derramar de Jesús? Si Él mismo no me

hubiese sostenido, ciertamente habría muerto víctima de ello, sin embargo

sólo derramaba en mí la mínima parte, ¿qué será de Jesús que contiene tanto

y tanto? ¡Oh, como es feo el pecado! ¡Ah! Señor, hazlo conocer a todos, a

fin de que todos huyan de este monstruo tan horrible. Pero mientras veía

estas escenas tan dolorosas, otras veces me hacía ver también escenas tan

consoladoras y bellas que raptaban, y éstas eran ver a buenos y santos

sacerdotes que celebraban los sacrosantos misterios. ¡Oh Dios, como es

alto, grande, sublime su ministerio! Como era bello ver al sacerdote que

celebraba la misa y a Jesús transformado en él, parecía que no el sacerdote,

sino que Jesús mismo celebraba el divino sacrificio, y a veces hacía

desaparecer del todo al sacerdote y Jesús solo celebraba la misa y yo la

escuchaba. ¡Oh, como era conmovedor ver a Jesús recitar aquellas

oraciones, hacer todas aquellas ceremonias y movimientos que hace el

sacerdote! ¿Quién puede decir cuán consolador me resultaba ver estas misas

junto con Jesús? ¡Cuántas gracias recibía, cuántas luces, cuántas cosas

comprendía! Pero como son cosas pasadas y no las recuerdo claramente, por

eso las paso en silencio.

 

Pero mientras esto decía, Jesús se ha movido en mi interior, me ha

llamado y no quiere que deje esto en silencio. ¡Ah, Señor, cuánta paciencia

se necesita contigo! Pues bien, te contentaré. ¡Oh! dulce amor, diré alguna

pequeña cosa, pero dame tu Gracia para poder manifestarlo, porque por mí

no me atrevería a poner ni una palabra sobre misterios tan profundos y

sublimes.

 

Ahora, mientras veía a Jesús o al sacerdote que celebraba el divino

sacrificio, Jesús me hacía entender que en la misa está todo el fundamento

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

de nuestra sacrosanta religión. ¡Ah! sí, la misa nos dice todo y nos habla de

todo. La misa nos recuerda nuestra Redención, nos habla detalladamente de

las penas que Jesús sufrió por nosotros, nos manifiesta también su Amor

inmenso que no estuvo contento con morir sobre la cruz, sino que quiso

continuar el estado de víctima en la santísima Eucaristía. La misa nos dice

también que nuestros cuerpos deshechos, reducidos a cenizas por la muerte

resurgirán en el día del juicio junto con Cristo a vida inmortal y gloriosa.

Jesús me hacía comprender que la cosa más consoladora para un cristiano y

los misterios más altos y sublimes de nuestra santa religión son: Jesús en el

sacramento y la resurrección de nuestros cuerpos a la gloria. Son misterios

profundos que los comprenderemos sólo más allá de las estrellas. Pero Jesús

en el sacramento nos lo hace casi tocar con la mano en varios modos: En

primer lugar su Resurrección, en segundo su estado de aniquilamiento bajo

de aquellas especies, pero también es cierto que está en ellas vivo y

verdadero, pero consumidas esas especies su real presencia no existe más;

después, consagradas las especies de nuevo, Jesús adquiere nuevamente su

estado Sacramental. Así, Jesús en el sacramento nos recuerda la

resurrección de nuestros cuerpos a la gloria, y así como Jesús, cesando su

estado Sacramentado reside en el seno de Dios, su Padre, así nosotros,

cesando nuestra vida, nuestras almas van a hacer su morada en el Cielo, en

el seno de Dios, y nuestros cuerpos quedan consumidos, así que se puede

decir que no existen más, pero después con un prodigio de la omnipotencia

de Dios, nuestros cuerpos adquirirán nueva vida y uniéndose con el alma

irán juntos a gozar la bienaventuranza eterna. ¿Se puede dar cosa más

consoladora para el corazón humano, que no sólo el alma sino también el

cuerpo debe complacerse en los eternos contentos? A mí me parece que en

aquel gran día sucederá como cuando el cielo está estrellado y sale el sol,

¿qué sucede? El sol con su inmensa luz absorbe las estrellas y las hace

desaparecer, pero las estrellas existen. El sol es Dios y todas las almas

bienaventuradas son estrellas, Dios con su inmensa luz nos absorberá a todos

en Sí, de modo que existiremos en Dios y nadaremos en el mar inmenso de

Dios. ¡Oh, cuántas cosas nos dice Jesús en el sacramento! ¿Pero quién

puede decirlas todas? Ciertamente me extendería demasiado; si el Señor lo

permite reservaré para otra ocasión decir alguna otra cosa.

 

Ahora, en estas salidas del cuerpo que el Señor me hacía hacer, a

veces me renovaba la promesa del desposorio ya dicho. ¿Quién puede decir

los encendidos deseos que el Señor infundía en mí de que se efectuara este

místico desposorio? Muchas veces le rogaba diciéndole: “Esposo

dulcísimo, hazlo pronto, no retrases más mi íntima unión contigo, ah,

estrechémonos con vínculos más fuertes de amor, de modo que nadie nos

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

pueda separar ni por pocos instantes.” Y Jesús ahora me corregía de una

cosa, ahora de otra. Recuerdo que un día me dijo:

 

“Todo lo que es terreno, todo, todo debes quitar, no sólo de tu corazón

sino también de tu cuerpo; tú no puedes entender cuan dañino es y qué

impedimentos son a mi Amor aun las mínimas sombras terrenas.”

 

Yo en seguida le dije: “Si tengo alguna otra cosa que quitar, dímelo,

porque estoy dispuesta a hacerlo.” Pero mientras esto decía, yo misma

advertí que tenía un anillo de oro en el dedo que representaba la imagen del

crucificado, e inmediatamente le dije: “Esposo santo, ¿quieres que me lo

quite?” Y Él me dijo:

 

“Debiéndote dar Yo un anillo más precioso, más bello, y en el que a lo

vivo estará impresa mi imagen, tanto que cada vez que lo veas nuevas

flechas de amor recibirá tu corazón, por eso este anillo no es necesario.”

 

Y yo prontamente me lo quité. Finalmente llegó el suspirado día,

después de no poco sufrir. Recuerdo que faltaba poco para cumplir el año de

estar continuamente en la cama, era día de la Pureza de María Santísima. La

noche precedente de ese día mi amante Jesús se hizo ver en actitud festiva,

se acercó a mí y tomó mi corazón entre sus manos, lo miró y miró, lo

desempolvó y después me lo restituyó de nuevo. Después tomó una

vestidura de inmensa belleza, me parecía que el fondo era como de oro

veteado de varios colores y me vistió con ella, después tomó dos gemas

como si fueran aretes y los puso en mis orejas, luego me adornó el cuello y

los brazos y me ciñó la frente con una corona de inmenso valor, adornada de

piedras y gemas preciosas, toda resplandeciente de luz, y me parecía que

esas luces eran tantas voces que resonaban entre ellas y a claras notas

hablaban de la belleza, potencia, fuerza y de todas las otras virtudes de mi

esposo Jesús. ¿Quién puede decir lo que comprendí y en qué mar de

consuelo nadaba mi alma? Es imposible poderlo decir. Ahora, mientras

Jesús me ciñó la frente me dijo:

 

“Esposa dulcísima, esta corona te la pongo a fin de que nada falte para

hacerte digna de ser mi esposa, pero después de que se realice nuestro

desposorio me la llevaré al Cielo para reservártela para el momento de la

muerte.”

 

Finalmente tomó un velo y con él me cubrió toda, desde la cabeza

hasta los pies y así me dejó. ¡Ah! me parecía que en ese velo hubiera un

gran significado, porque los demonios al verme cubierta con él quedaban tan

espantados y sentían tal miedo de mí, que huían aterrados. Los mismos

ángeles estaban a mi alrededor con tal veneración que yo misma quedaba

confundida y toda llena de vergüenza. La mañana de ese día, Jesús se hizo

ver de nuevo todo afable, dulce y majestuoso, junto con su Madre Santísima

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

y santa Catalina. Primero los ángeles cantaron un himno, santa Catalina me

asistía, la Mamá me tomó la mano y Jesús puso en mi dedo el anillo, después

nos abrazamos y me besó, y así hizo también la Mamá. Después tuvimos un

coloquio todo de amor, Jesús me hablaba del gran amor que me tenía, y yo le

decía a Él también del amor con el que lo quería. La Santísima Virgen me

hizo comprender la gran gracia que había recibido y la correspondencia que

debía dar al Amor de Jesús.

 

Mi esposo Jesús me dio nuevas reglas para vivir más perfectamente,

pero como ha pasado mucho tiempo no las recuerdo muy bien, por eso no las

digo, y así terminó aquel día.

 

¿Quién puede decir las finezas de amor que Jesús hacía a mi alma?

Eran tales y tantas que es imposible describirlas, pero lo poco que recuerdo

trataré de decirlo. A veces transportándome con Él me llevaba al paraíso, y

ahí escuchaba los cánticos de los bienaventurados, veía a la Divinidad, a los

diversos coros de los ángeles, las órdenes de los santos, todos inmersos,

absorbidos e identificados en la Divinidad de Dios. Me parecía que en torno

al trono había muchas luces, como si fueran más que soles resplandecientes

y a claras notas estas luces denotaban todas las virtudes y los atributos de

Dios. Los bienaventurados reflejándose en una de estas luces quedaban

raptados, pero no llegaban a penetrar toda la inmensidad de aquella luz, de

modo que pasaban a una segunda luz sin comprender a fondo la primera.

Así que los bienaventurados en el Cielo no pueden comprender

perfectamente a Dios, porque es tanta la inmensidad, la grandeza, la

Santidad de Dios, que mente creada no puede comprender a un Ser increado.

Ahora, los bienaventurados reflejándose en estas luces, me parecía que

venían a participar en las virtudes de estas luces, así que el alma en el Cielo

se asemeja a Dios, con esta diferencia: Que Dios es aquel Sol grandísimo, y

el alma es un pequeño sol. ¿Pero quién puede decir todo lo que en esa beata

morada se comprende? Mientras el alma se encuentra en esta cárcel del

cuerpo es imposible, mientras en la mente se escucha algo, los labios no

encuentran palabras para poderse explicar; me parece como un niño que

empieza a balbucear, que quisiera decir tantas y tantas cosas, pero al fin

resulta que no sabe decir ni una palabra clara, por eso pongo punto sin ir más

allá. Sólo diré que a veces mientras me encontraba en aquella

bienaventurada patria, paseaba junto con Jesús en medio de los coros de los

ángeles y de los santos, y como yo era nueva esposa todos los

bienaventurados se unían con nosotros para participar en las alegrías de

nuestro desposorio, me parecía que olvidaban sus contentos para ocuparse de

los nuestros, y Jesús me mostraba a los santos diciéndoles:

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

“Vean, esta alma es un triunfo de mi Amor, mi Amor todo ha superado

en ella.”

 

Otras veces me hacía ponerme en el lugar que me tocaba y me decía:

“Este es tu lugar, nadie te lo puede quitar.” Y a veces yo llegaba a creer que

no debía volver más a la tierra, pero en un simple instante me encontraba

encerrada en el muro de este cuerpo. ¿Quién puede decir cuán amargo me

resultaba este regresar? A mí me parecía, por las cosas del Cielo, que las de

esta tierra todo era podredumbre, insípido, fastidioso; las cosas que tanto

deleitan a los demás, para mí resultaban amargas, las personas más amadas,

más respetables, que los demás quién sabe qué hubieran hecho para

entretenerse con ellas, a mí me resultaban indiferentes y hasta fastidiosas,

sólo viéndolas como imágenes de Dios me parecía que podía soportarlas,

pero mi alma había perdido toda satisfacción, ninguna cosa le daba la menor

sombra de contento, y era tanta la pena que sentía que no hacía más que

llorar y lamentarme con mi amado Jesús. ¡Ah! mi corazón vivía inquieto,

entre continuas ansias y deseos, me lo sentía más en el Cielo que en la tierra;

sentía en mi interior una cosa que me roía continuamente, tanto, que me

resultaba amargo y doloroso tener que continuar viviendo. Pero la

obediencia puso un freno a estas penas mías, mandándome absolutamente

que no deseara morir y que sólo debía morir cuando el confesor me diera la

obediencia. Entonces para cumplir esta santa obediencia hacía cuanto más

podía para no pensar en eso, porque mi interior era una continua jaculatoria

de deseos de quererme ir. Así, en gran parte mi corazón se tranquilizó, pero

no del todo. Confieso la verdad, mucho falté en esto, ¿pero qué podía hacer?

No sabía frenarme, para mí era un verdadero martirio. Mi benigno Jesús me

decía:

 

“Cálmate, ¿cuál es la cosa que tanto te hace desear el Cielo?”

 

Y yo le decía: “Porque quiero estar siempre unida contigo, mi alma

no resiste más estar separada de Ti, no sólo por un día, ni siquiera por un

momento, por eso a cualquier costo quiero irme.”

 

“Pues bien.” Me decía. “Si es por Mí te quiero contentar, vendré a

estarme contigo.”

 

Yo le decía: “Pero luego me dejas y yo te pierdo de vista, en cambio

en el Cielo no es así, allá jamás te perderé de vista.”

 

A veces también Jesús quería bromear, y he aquí como: Mientras

estaba con estas ansias, venía todo de prisa y me decía: “¿Quieres venir?”

Y yo le decía: “¿A dónde?” Y Él: “Al Cielo.” Y yo: “¿Me lo dices de

verdad?” Y Él: “Apresúrate, ven, no tardes.” Y yo: “Está bien, vayamos,

pero temo que quieres bromear conmigo.” Y Jesús: “No, no, de verdad

quiero llevarte conmigo.” Y mientras así decía sentía salir mi alma del

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

cuerpo y junto con Jesús tomaba el vuelo al Cielo. ¡Oh, cómo me sentía

contenta entonces, creyendo que debía dejar la tierra; la vida me parecía un

sueño, el sufrir poquísimo! Mientras llegábamos a un punto alto del Cielo

oía el canto de los bienaventurados, yo apresuraba a Jesús a que me

introdujera en esa bienaventurada morada, pero Jesús lo tomaba con calma.

En mi interior comenzaba a sospechar que no era cierto y decía: “¿Quién

sabe si no es una broma que me ha hecho?” De vez en cuando le decía:

“Jesús mío, amado, hazlo pronto.” Y Él me decía: “Espera otro poco,

descendamos otra vez a la tierra, mira, ahí está por perderse un pecador,

vayamos, tal vez se convierta. Pidamos juntos al Eterno Padre que tenga

misericordia de él. ¿No quieres tú que se salve? ¿No estás dispuesta a sufrir

cualquier pena por la salvación de una sola alma?” Y yo: “Sí, cualquier

cosa que Tú quieras que sufra, estoy dispuesta con tal de que la salves.” Así

íbamos a ese pecador, tratábamos de convencerlo, poníamos ante su mente

las más poderosas razones para rendirlo, pero en vano. Entonces Jesús todo

afligido me decía: “Esposa mía, vuelve otra vez a tu cuerpo, toma sobre ti

las penas que le son merecidas, así la divina Justicia, aplacada, podrá usar

con él misericordia. Tú has visto, las palabras no lo han sacudido, ni

siquiera las razones, no queda otra cosa que las penas, que son los medios

más poderosos para satisfacer a la Justicia y para rendir al pecador.” Así me

llevaba de nuevo al cuerpo. ¿Quién puede decir los sufrimientos que me

venían? Lo sabe sólo el Señor que de ellos era testigo. Después de algunos

días me hacía ver aquella alma convertida y salvada, oh, como estaba

contento Jesús y yo también.

 

¿Quién puede decir cuántas veces Jesús ha hecho estos juegos?

Cuando se llegaba al punto de entrar al Cielo, y a veces aun después de

haber entrado, ahora decía que no tenía la obediencia del confesor y por eso

era conveniente volver a la tierra, y yo le decía: “Mientras he estado con el

confesor estaba obligada a obedecerlo, pero ahora que estoy contigo debo

obedecerte a Ti, porque Tú eres el primero de todos. Y Jesús me decía:

“No, no, quiero que obedezcas al confesor.” Entonces, para no alargarme

demasiado, ahora por un pretexto, ahora por otro, me hacía regresar a la

tierra.

 

Muy dolorosos me resultaban estos juegos, basta decir que me hice tan

impertinente, que el Señor para castigar mis impertinencias no permitía tan

frecuentemente estas bromas.

 

En este estado que he mencionado pasé cerca de tres años, y

continuaba estando en la cama. Cuando una mañana Jesús me hizo entender

que quería renovar el desposorio, pero no ya en la tierra como la primera vez

sino en el Cielo, ante la presencia de toda la corte celestial, así que estuviese

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

preparada para una gracia tan grande. Yo hice cuanto más pude para

disponerme, pero qué, siendo yo tan miserable e insuficiente para hacer

ninguna sombra de bien, se necesitaba la mano del Artífice divino para

disponerme, porque por mí jamás habría logrado purificar mi alma.

 

Una mañana, era la víspera de la natividad de María Santísima, misiempre benigno Jesús vino Él mismo a disponerme. No hacía más que ir y

venir continuamente, ahora me hablaba de la Fe y me dejaba, yo me sentía

infundir en el alma una vida de Fe; mi alma, tosca como la sentía antes,

ahora, después del hablar de Jesús me la sentía ligerísima, en modo de

penetrar en Dios, y ahora miraba la Potencia, ahora la Santidad, ahora la

Bondad y demás, y mi alma quedaba estupefacta, en un mar de asombro y

decía: “Potente Dios, ¿qué potencia ante Ti no queda deshecha? Santidad

inmensa de Dios, ¿qué otra santidad, por cuán sublime sea, osará

comparecer ante tu presencia?” Después me sentía descender en mí misma

y veía mi nada, la nulidad de las cosas terrenas, como todo es nada delante

de Dios. Yo me veía como un pequeño gusano todo lleno de polvo que me

arrastraba para dar algún paso, y que para destruirme no se necesitaba sino

que alguien me pusiera el pie encima y con eso quedaba deshecha.

Entonces, viéndome tan fea casi no me atrevía a ir ante Dios, pero ante mi

mente se presentaba su bondad y me sentía atraída como por un imán para ir

hacia Él y decía entre mí: “Si es santo, también es misericordioso; si es

potente, contiene también en Sí plena y suma bondad.” Me parecía que la

bondad lo circundaba por fuera y lo inundaba por dentro. Cuando miraba la

bondad de Dios me parecía que sobrepasaba a todos los demás atributos,

pero después mirando los demás, los veía todos iguales en sí mismos,

inmensos, inconmensurables e incomprensibles a la naturaleza humana.

Mientras mi alma estaba en este estado, Jesús regresaba y hablaba de la

Esperanza.

 

Recuerdo algo confusamente, porque después de tanto tiempo es

imposible recordar claramente, pero para cumplir la obediencia que así

quiere, diré por cuanto pueda.

 

Entonces decía Jesús, regresando a la Fe: “Para obtenerla se necesita

creer. Así como a la cabeza sin la vista de los ojos todo es tinieblas, todo es

confusión, tanto que si quisiera caminar, ahora caería en un punto, ahora en

otro y terminaría con precipitarse del todo, así el alma sin Fe no hace otra

cosa que ir de precipicio en precipicio, porque la Fe sirve de vista al alma y

como luz que la guía a la vida eterna. Ahora, ¿de qué es alimentada esta luz

de la Fe? Por la Esperanza. ¿Y de que sustancia es esta luz de la Fe y este

alimento de la Esperanza? La Caridad. Estas tres virtudes están injertadas

entre ellas, de modo que una no puede estar sin la otra.”

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

En efecto, ¿de qué le sirve al hombre creer en las inmensas riquezas de

la Fe si no las espera para él? Las verá, sí, pero con mirada indiferente

porque sabe que no son suyas, pero la Esperanza suministra las alas a la luz

de la Fe, y esperando en los méritos de Jesucristo las mira como suyas y

viene a amarlas.

 

“La Esperanza,” decía Jesús, “suministra al alma una vestidura de

fuerza, casi de hierro, de modo que todos los enemigos con sus flechas no

pueden herirla, y no sólo herirla, sino que ni siquiera causarle la mínima

molestia. Todo es tranquilidad en ella, todo es paz. ¡Oh! es bello ver a esta

alma investida por la Esperanza, toda apoyada en su amado, toda

desconfiada de sí y toda confiada en Dios desafía a los enemigos más fieros,

es reina de sus pasiones, regula todo su interior, sus inclinaciones, los

deseos, los latidos, los pensamientos, con una maestría tal, que Jesús mismo

queda enamorado porque ve que esta alma obra con tal coraje y fortaleza,

pero ella los toma y lo espera todo de Él, tanto que Jesús viendo esta firme

Esperanza, nada sabe negar a esta alma.”

 

Ahora, mientras Jesús hablaba de la Esperanza se retiraba un poco,

dejándome una luz en la inteligencia. ¿Quién puede decir lo que comprendía

sobre la Esperanza? Si las otras virtudes, todas sirven para embellecer al

alma, pero nos pueden hacer vacilar y volvernos inconstantes, en cambio la

Esperanza vuelve al alma firme y estable, como aquellos montes altos que

no se pueden mover ni un poco. A mí me parece que al alma investida por

la Esperanza le sucede como a ciertos montes altísimos, que todas las

inclemencias del aire no les pueden hacer ningún daño, sobre de estos

montes no penetra ni nieve, ni vientos, ni calor, cualquier cosa se podría

poner sobre ellos, y se puede estar seguro que aunque pasaran cientos de

años, que ahí donde se puso ahí se encuentra. Así es el alma vestida por la

Esperanza, ninguna cosa la puede dañar, ni la tribulación, ni la pobreza, ni

todos los accidentes de la vida, a lo más la desaniman un instante, pero dice

entre sí: “Yo todo puedo obrar, todo puedo soportar, todo sufrir esperando

en Jesús, que es el objeto de todas mis esperanzas.” La Esperanza vuelve al

alma casi omnipotente, invencible y le suministra la perseverancia final,

tanto que sólo cesa de esperar y perseverar cuando ha tomado posesión del

reino del Cielo, entonces deja la Esperanza y toda se arroja en el océano

inmenso del Amor divino. Mientras mi alma se perdía en el mar inmenso de

la Esperanza, mi amado Jesús regresaba y hablaba de la Caridad

diciéndome:

 

“A la Fe y a la Esperanza se une la Caridad, y ésta une todo lo de las

otras dos, de modo de formar una sola mientras que son tres. He aquí, oh

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

esposa mía, simbolizada en las tres virtudes teologales a la Trinidad de las

Divinas Personas.”

 

Luego prosiguió: “Si la Fe hace creer, la Esperanza hace esperar, la

Caridad hace amar. Si la Fe es luz y sirve de vista al alma, la Esperanza que

es el alimento de la Fe suministra al alma el valor, la paz, la perseverancia y

todo lo demás, la Caridad que es la sustancia de esta luz y de este alimento

es como aquel ungüento dulcísimo y olorosísimo que penetrando por todas

partes aplaca, endulza las penas de la vida. La Caridad vuelve dulce el sufrir

y hace llegar al alma aun a desear este sufrimiento. El alma que posee la

Caridad expande olor por todas partes, sus obras hechas todas por amor

despiden olor gratísimo, ¿y cuál es este olor? Es el olor de Dios mismo. Las

otras virtudes vuelven al alma solitaria y casi rustica con las criaturas; la

Caridad en cambio, siendo sustancia que une, une los corazones, ¿pero en

dónde? En Dios. La Caridad siendo ungüento olorosísimo se expande por

todas partes y por todos. La Caridad hace sufrir con alegría los más

despiadados tormentos, y llega a no saber estar sin el sufrir, y cuando se ve

privada de él dice a su esposo Jesús: “Sostenme con los frutos, como es el

sufrir, porque languidezco de amor, ¿y en qué otra manera puedo mostrarte

mi amor sino en el sufrir por Ti? La Caridad quema, consume todas las

otras cosas y aun las mismas virtudes y convierte todo en ella. En suma, es

como reina que quiere reinar en todas partes y que no quiere ceder este

reinar a ninguno.”

 

¿Quién puede decir lo que me quedó después de este hablar de Jesús?

Digo sólo que se encendió en mí tal deseo de sufrir, y no sólo deseo, sino

que siento en mí como una infusión, como una cosa natural, tanto, que tengo

para mí como la más grande desgracia el no sufrir. Después de esto, aquella

mañana, Jesús para disponer mayormente mi corazón habló sobre el

aniquilamiento de mí misma, también me habló sobre el deseo grandísimo

que debía cultivar para disponerme a recibir la gracia. Me decía que el

deseo suple a las faltas e imperfecciones que puedan existir en el alma, que

es como un manto que cubre todo. Pero esto no era un hablar simplemente,

era un infundir en mí lo que decía.

 

Mientras mi alma estaba excitándose en encendidos deseos de recibir

la gracia que Jesús mismo me quería hacer, Él regresó y me transportó fuera

de mí misma, hasta el paraíso, y ahí, ante la presencia de la Santísima

Trinidad y de toda la corte celestial renovó los desposorios. Jesús sacó el

anillo adornado con tres piedras preciosas, blanca, roja y verde y lo entregó

al Padre quien lo bendijo y lo devolvió al Hijo, el Espíritu Santo me tomó la

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

mano derecha y Jesús me puso el anillo en el dedo anular. Después fui

admitida al beso de la Tres Divinas Personas y me bendijeron.

 

¿Quién puede decir mi confusión cuando me encontré delante de la

Santísima Trinidad? Sólo digo que en cuanto me encontré ante su presencia

caí rostro en tierra y ahí habría permanecido si no hubiera sido por Jesús que

me animó para ir a su presencia, tanta era la luz, la Santidad de Dios. Sólo

digo esto, las otras cosas las dejo porque las recuerdo confusamente.

 

Después de esto recuerdo que pasaron pocos días, y al recibir la

comunión perdí los sentidos y vi a la Santísima Trinidad que había visto en

el Cielo presente ante mí, en seguida me postré ante su presencia, la adoré,

confesé mi nada. Recuerdo que me sentía tan abismada en mí misma que no

me atrevía a decir una sola palabra, cuando una voz salió de en medio de

Ellos y dijo:

 

“No temas, date ánimo, hemos venido para confirmarte como nuestra

y tomar posesión de tu corazón.”

 

Mientras esta voz así decía, vi que la Santísima Trinidad descendió en

mi corazón y se posesionaron de él y ahí formaron su sede. ¿Quién puede

decir el cambio que sucedió en mí? Me sentía divinizada, no más vivía yo

sino Ellos vivían en mí. A mí me parecía que mi cuerpo fuera como una

habitación, y que dentro habitase el Dios viviente, porque yo sentía la

presencia real sensiblemente en mi interior, oía su voz clara que salía de

dentro de mi interior y resonaba en los oídos del cuerpo. Sucedía

precisamente como cuando hay gente dentro de una habitación, que hablan y

sus voces se oyen claras y distintas aun desde fuera.

 

Desde entonces no tuve más la necesidad de ir en su busca a otros

lugares para encontrarlo, sino que lo encontraba dentro de mi corazón. Y

cuando algunas veces se ocultaba y yo he ido en busca de Jesús girando por

el cielo y por la tierra, buscando a mi sumo y único Bien, mientras me

encontraba en la hoguera de las lágrimas, en la intensidad de los deseos, en

las penas inenarrables por haberlo perdido, Jesús salía de dentro de mi

interior y me decía:

 

“Estoy aquí contigo, no me busques en otra parte.”

 

Yo, entre el asombro y el contento de haberlo encontrado le decía:

“Mi Jesús, ¿cómo toda esta mañana me has hecho tanto girar y girar para

encontrarte y estabas aquí? Me lo podrías haber dicho, así no me hubiera

afanado tanto. Dulce Bien mío, amada Vida mía, mira como estoy cansada,

no tengo más fuerzas, me siento desfallecer, ah, sostenme entre tus brazos

porque me siento morir. Y Jesús me tomaba entre sus brazos y me hacía

reposar, y mientras reposaba me sentía restituir las fuerzas perdidas.

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Otras veces, en este ocultamiento que Jesús hacía y yo que iba enbusca de Él, cuando se hacía oír dentro de mí y que después salía de dentro

de mí no sólo Jesús, sino las Tres Divinas Personas, las encontraba ahora en

forma de tres niños graciosos y sumamente bellos, ahora un solo cuerpo y

tres cabezas distintas, pero de una misma semejanza, las tres igual de

atractivas. ¿Quién puede decir mi contento? Especialmente cuando veía a

los tres niños y que yo los contenía a los tres entre mis brazos, ahora besaba

a uno, ahora al otro, y Ellos me besaban a mí, ahora uno se apoyaba en un

hombro mío y otro en el otro y uno me quedaba de frente, y mientras me

gozaba en ellos, con gran asombro hacía por mirar, y de tres encontraba a

uno sólo.

 

Otra cosa que me maravillaba cuando me encontraba a estos tres niños

era que lo mismo pesaba uno que los tres juntos. Tanto amor sentía yo por

uno de estos niños como por los tres, y los tres me atraían del mismo modo.

 

Para terminar de hablar de estos desposorios tuve que pasar por alto

algunas cosas para seguir el hilo, pero ahora me dispongo a decirlas.

 

Regresando al principio, cuando Jesús se dignaba venir,

frecuentemente me hablaba de su Pasión y ponía atención a disponer mi

alma a la imitación de su Vida y de sus penas, diciéndome que además del

desposorio ya descrito quedaba otro por hacer, y este era el desposorio de la

cruz. Recuerdo que me decía:

 

“Esposa mía, las virtudes se vuelven débiles si no son corroboradas,

fortificadas por el injerto de la cruz. Antes de mi venida a la tierra, las

penas, las confusiones, los oprobios, las calumnias, los dolores, la pobreza,

las enfermedades, especialmente la cruz, eran consideradas como oprobios,

pero desde que fueron llevados por Mí, todos quedaron santificados y

divinizados por mi contacto, así que todos han cambiado aspecto y se han

vuelto dulces, gratos, y el alma que tiene el bien de tener alguno de ellos

queda honrada, y esto porque ha recibido la divisa de Mí, Hijo de Dios. Y

sólo experimenta lo contrario quien sólo ve y se detiene en la corteza de la

cruz, y encontrando lo amargo se disgusta, se lamenta y parece que le haya

llegado una desgracia, pero quien penetra dentro, encontrando lo sabroso,

ahí forma su felicidad. Hija mía amada, no deseo otra cosa que el

crucificarte en el alma y en el cuerpo.”

 

Y mientras esto decía me sentía infundir tales deseos de ser

crucificada con Jesucristo, que frecuentemente iba repitiendo: “Jesús mío,

Amor mío, hazlo pronto, crucifícame contigo.” Y cuando regresaba Jesús,

las primeras peticiones que le hacía y que me parecían más importantes eran

estas: El dolor de mis pecados y la gracia de que me crucificara con Él; me

parecía que si obtenía esto habría obtenido todo.

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Entonces, una mañana, mi amantísimo Jesús se presentó ante mícrucificado y me dijo que quería crucificarme con Él, y mientras esto decía

vi que de sus santísimas llagas salieron rayos de luz, y dentro de estos rayos

los clavos que venían hacia mí. Mientras estaba en esto, no sé por qué,

mientras deseaba tanto que me crucificara, tanto que me sentía consumir, fui

sorprendida por un gran temor que me hacía temblar de la cabeza a los pies;

sentía tal aniquilamiento de mí misma, me veía tan indigna de recibir esta

gracia que no me atrevía a decir: “Señor, crucifícame contigo.” Parecía que

Jesús estaba en suspenso esperando mi querer. ¿Quién puede decir cómo en

lo íntimo de mi alma lo deseaba ardientemente pero a la vez me veía

indigna? Mi naturaleza se espantaba y temblaba. Mientras me encontraba

en esto, mi amado Jesús intelectualmente me pedía que aceptara, entonces

con todo el corazón le dije: “Esposo santo, crucificado por mí, te pido que

me concedas la gracia de crucificarme, y al mismo tiempo te pido que no

hagas aparecer ninguna señal externa. Sí, dame el dolor, dame las llagas,

pero haz que todo quede oculto entre Tú y yo.”

 

Y así, aquellos rayos de luz junto con los clavos me traspasaron las

manos y los pies, y el corazón fue traspasado con un rayo de luz junto con

una lanza. ¿Quién puede decir el dolor y el contento? Por cuanto antes fui

sorprendida por el temor, otro tanto después mi alma nadaba en el mar de la

paz, del contento y del dolor. Era tanto el dolor que sentía en las manos, en

los pies y en el corazón, que me sentía morir; los huesos de las manos y de

los pies sentía que me los hacían pequeñísimos pedazos, sentía como si

estuviera un clavo dentro, pero al mismo tiempo me causaba tal contento que

no sé explicar, y me suministraba tal fuerza, que mientras me sentía morir

por el dolor, esos mismos dolores me sostenían para hacer que no muriera.

Pero en la parte externa del cuerpo nada aparecía, pero sentía los dolores

corporalmente, tan es verdad, que cuando venía el confesor para llamarme a

la obediencia y me soltaba los brazos y las manos contraídos, cada vez que

me tocaba en ese punto de las manos donde había traspasado el rayo de luz

junto con el clavo, sentía penas mortales. Sin embargo cuando el confesor

ordenaba por obediencia que cesaran esos dolores, muchos se mitigaban,

porque esos dolores eran tan fuertes que me hacían perder los sentidos, y si

no se hubieran mitigado ante la obediencia, difícilmente me hubiera prestado

a obedecer. ¡Oh prodigio de la santa obediencia, tú has sido todo para mí!

Cuántas veces me he encontrado en contraste con la muerte, tanta era la

fuerza de los dolores, y la obediencia me ha casi restituido la vida. Sea

siempre bendito el Señor, sea todo para gloria suya.

 

Ahora, mientras me sentía en mí misma, nada veía, pero cuando perdía

los sentidos veía las partes marcadas por las llagas de Jesús, me parecía que

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

las llagas de Jesús mismo se habían trasladado a mis manos. Esta fue la

primera vez que Jesús me crucificó, porque de estas crucifixiones ha habido

tantas, que es imposible numerarlas todas, diré solamente las cosas

principales relacionadas con esto.

 

Ahora, regresando Jesús le decía: “Amado, mi Jesús, dame el dolor de

mis pecados, así, mis pecados consumidos por el dolor, por el

arrepentimiento de haberte ofendido, pueden ser borrados de mi alma y

también de tu memoria. Sí, dame tanto dolor por cuanto he osado ofenderte.

Es más, haz que el dolor supere esto, así podré estrecharme más íntimamente

contigo.”

 

Recuerdo que una vez mientras estaba diciendo esto, mi siempre

benigno Jesús me dijo:

 

“Ya que tanto te disgusta haberme ofendido, quiero Yo mismo

disponerte a hacerte sentir el dolor de tus pecados, y así veas cuán feo es el

pecado y qué acerbo dolor sufrió mi corazón. Por eso di junto conmigo: “Si

paso el mar, en el mar Tú estás aunque no te veo; piso la tierra y estás bajo

mis pies, pequé.”

 

Luego Jesús, en voz baja agregó casi llorando: “Sin embargo te amé y

al mismo tiempo te conservé.”

 

Mientras Jesús decía esto y yo lo repetía junto con Él, fui sorprendida

por tal dolor por las ofensas hechas que caí rostro a tierra y Jesús

desapareció.

 

Pocas fueron las palabras, pero yo entendí tantas cosas que es

imposible decir todo lo que comprendí. En las primeras palabras comprendí

la inmensidad, la grandeza, la presencia de Dios en cada cosa presente, sin

que pueda escapar de Él ni siquiera la sombra de nuestro pensamiento;

comprendí también mi nada en comparación de una Majestad tan grande y

santa. En la palabra “pequé”, comprendía la fealdad del pecado, la malicia,

la osadía que yo había tenido al ofenderlo. Ahora, mientras mi alma estaba

considerando esto, al oír decir a Jesucristo: “Y sin embargo te amé y al

mismo tiempo te conservé”, mi corazón fue tomado por tal dolor que me

sentía morir, porque comprendía el amor inmenso que el Señor me tenía en

el acto mismo en que yo buscaba ofenderlo, y aun matarlo. ¡Ah Señor,

cómo has sido bueno conmigo, y yo siempre ingrata y tan mala aún!

 

Recuerdo que cada vez que venía era un alternarse, ahora le pedía el

dolor de mis pecados y ahora la crucifixión, y también otras cosas, como una

mañana mientras me encontraba en mis acostumbrados sufrimientos, mi

amado Jesús me transportó fuera de mí misma y me hizo ver a un hombre

que era asesinado a balazos, y que en cuanto expiraba iba al infierno. ¡Oh,

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

cuánta pena daba a Jesús la pérdida de aquella alma! Si todo el mundo

supiera cuánto sufre Jesús por la pérdida de las almas, no digo por ellas, sino

al menos para ahorrar esa pena a nuestro Señor, usarían todos los medios

posibles para no perderse eternamente. Ahora, mientras junto con Jesús me

encontraba en medio de las balas, Jesús acercó sus labios a mi oído y me

dijo:

 

“Hija mía, ¿quieres tú ofrecerte víctima por la salvación de esta alma y

tomar sobre ti las penas que merece por sus grandísimos pecados?”

 

Yo respondí: “Señor, estoy dispuesta, pero con el pacto de que lo

salves y le restituyas la vida.” ¿Quién puede decir los sufrimientos que me

llegaron? Fueron tales y tantos que yo misma no sé como quedé con vida.

Ahora, mientras me encontraba en este estado de sufrimientos desde hacía

más de una hora, vino mi confesor para llamarme a la obediencia, y

encontrándome muy sufriente, con dificultad pude obedecer, por eso me

preguntó la razón de tal estado, yo le dije el hecho así como lo describí

arriba, diciéndole el punto de la ciudad donde me parecía que había

sucedido. El confesor me dijo que era cierto el hecho y que lo daban por

muerto, pero después se supo que estaba gravísimo y que poco a poco se

restableció y vive todavía. Sea siempre bendito el Señor.

 

Recuerdo que siguiendo con mi petición de la crucifixión y

transportándome Jesús fuera de mí misma, me llevó a los lugares santos de

Jerusalén, donde Nuestro Señor padeció su dolorosa Pasión, y ahí

encontramos muchas cruces y mi amado Jesús me dijo:

 

“Si tú supieras que bien contiene en sí la cruz, como vuelve preciosa al

alma, que gema de inestimable valor adquiere quien tiene el bien de poseer

los sufrimientos, basta decirte solamente que viniendo a la tierra no escogí

las riquezas, los placeres, sino que tuve como amadas e íntimas hermanas a

la cruz, a la pobreza, a los sufrimientos e ignominias.”

 

Mientras así decía mostraba un gusto tal, una alegría por el

sufrimiento, que esas palabras me traspasaban el corazón como tantos dardos

ardientes, tanto que me sentía faltar la vida si el Señor no me concedía el

sufrir, y con toda la fuerza y la voz que tenía no hacía otra cosa que decirle:

“Esposo santo, dame el sufrir, dame las cruces. Sólo con esto conoceré que

me amas, si me contentas con las cruces y con los sufrimientos.” Y entonces

tomaba una de aquellas cruces más grandes que veía, me ponía sobre ella y

rogaba a Jesús que viniera a crucificarme, y Él se complacía en tomar mi

mano y comenzaba a traspasarla con el clavo, de vez en cuando el bendito

Jesús me preguntaba:

 

“Qué, ¿te duele mucho? ¿Quieres que no continúe?”

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Y yo: “No, no, amado mío, continúa, me duele, sí, pero estoy

contenta.” Y tenía tal temor que no terminara de crucificarme, que no hacía

otra cosa que decirle: “Hazlo pronto, oh Jesús, hazlo pronto, no tardes

tanto.” Pero qué, cuando tenía que clavar la otra mano, los brazos de la cruz

se encontraban cortos, mientras que antes me habían parecido suficientes

para poder crucificarme. ¿Quién puede decir cómo quedaba mortificada?

Esto se repetía en muchas ocasiones, y a veces si los brazos de la cruz eran

adecuados, la largura del asta no alcanzaba para poder distender los pies, en

una palabra, faltaba siempre alguna cosa para no poderse cumplir del todo la

crucifixión. ¿Quién puede decir la amargura de mi alma y los lamentos que

hacía con Nuestro Señor porque no me concedía el verdadero sufrir? Le

decía: “Amado mío, todo termina en burla, me decías que querías llevarme

al Cielo y luego de nuevo me hacías volver a la tierra; me dices que quieres

crucificarme y jamás llegamos a la completa crucifixión.” Y Jesús de nuevo

me prometía que me iba a crucificar.

 

Septiembre 14, 1899

 

Una mañana, era el día de la exaltación de la cruz, mi dulce Jesús me

transportó a los lugares santos, pero antes me dijo tantas cosas de la virtud

de la cruz, no lo recuerdo todo, apenas alguna cosa:

 

“Amada mía, ¿quieres ser bella? La cruz te dará los rasgos más bellos

que se puedan encontrar tanto en el Cielo como en la tierra, tanto, de

enamorar a Dios que contiene en Sí todas las bellezas.”

 

Y continuaba Jesús: “¿Quieres tú estar llena de inmensas riquezas, no

por breve tiempo sino por toda la eternidad? Pues bien, la cruz te

suministrará todas las especies de riquezas, desde los más pequeños

centavos, como son las pequeñas cruces, hasta las sumas más grandes, que

son las cruces más pesadas; sin embargo los hombres que son tan ávidos por

ganar dinero temporal que pronto deberán dejar, no se preocupan por

adquirir un centavo eterno, y cuando Yo, teniendo compasión de ellos,

viendo su despreocupación por todo lo que se refiere a lo eterno,

benignamente les llevo la ocasión, en vez de tomarlo a bien se indignan y me

ofenden, ¡qué locura humana, parece que la entienden al revés! Amada mía,

en la cruz están todos los triunfos, todas las victorias y las más grandes

adquisiciones. Para ti no debe haber otra mira más que la cruz, y esta te

bastará por todo. Hoy quiero contentarte, aquella cruz que hasta ahora no

bastaba para poderte extender y crucificarte completamente, es la cruz que tú

has llevado hasta ahora, entonces, debiéndote crucificar completamente,

tienes necesidad de que haga descender nuevas cruces sobre ti, entonces

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

aquella cruz que hasta ahora has llevado me la llevaré al Cielo para

mostrarla a toda la corte celestial como prenda de tu amor, y otra más grande

haré descender del Cielo para poder satisfacer mis ardientes anhelos que

tengo sobre ti.”

 

Mientras Jesús decía esto, se presentó ante mí aquella cruz que había

visto las otras veces, yo la tomé y me extendí sobre ella, mientras estaba así

se abrió el Cielo y de él descendió el evangelista san Juan, y traía la cruz que

Jesús me había indicado; la Reina Madre y muchos ángeles, cuando llegaron

junto a mí me quitaron de sobre aquella cruz y me pusieron sobre la que me

habían traído, mucho más grande, un ángel tomó aquella cruz de antes y se

la llevó al Cielo. Después de esto, Jesús con sus propias manos comenzó a

clavarme sobre aquella cruz, la Mamá Reina me asistía, los ángeles y san

Juan proporcionaban los clavos. Mi dulce Jesús mostraba tal contento y

alegría al crucificarme, que sólo por darle ese contento a Jesús, no sólo

habría sufrido la cruz, sino otras penas aun. ¡Ah, me parecía que el Cielo

hacía nueva fiesta por mí al ver el contento de Jesús! Muchas almas del

purgatorio fueron liberadas emprendiendo el vuelo hacia el Cielo, y algunos

pecadores fueron convertidos, porque mi divino Esposo a todos hizo

partícipes del bien de mis sufrimientos. ¿Quién puede decir además los

dolores intensos que sufrí al estar bien extendida sobre la cruz y ser

traspasadas las manos y los pies con los clavos? Pero especialmente en los

pies era tanta la atrocidad de las penas, que no pueden describirse. Cuando

terminaron de crucificarme y yo me sentía nadar en el mar de las penas y de

los dolores, la Mamá Reina dijo a Jesús: “Hijo mío, hoy es día de gracia,

quiero que le participes todas tus penas, no queda más que le traspases el

corazón con la lanza y le renueves la corona de espinas.” Entonces Jesús

tomó la lanza y me traspasó el corazón de lado a lado, los ángeles tomaron

una corona de espinas muy tupida, se la dieron en la mano a la Santísima

Virgen, y Ella misma me la clavó en la cabeza.

 

¡Qué memorable día fue para mí! De dolores, sí, pero también de

contentos, de penas indecibles, pero también de alegrías. Basta decir que era

tanta la fuerza de los dolores, que Jesús todo ese día no se movió de mi lado

para sostener mi naturaleza que desfallecía por la intensidad de las penas.

Aquellas almas del purgatorio que habían volado al Cielo, descendían junto

con los ángeles y rodeaban mi cama recreándome con sus cánticos y

agradeciendo afectuosamente que por mis sufrimientos las había liberado de

aquellas penas.

 

Luego sucedió que habiendo pasado cinco o seis días de aquellas

penas tan intensas, con gran aflicción mía comenzaron a disminuir y

entonces solicitaba a mi amado Jesús que de nuevo me renovara la

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

crucifixión, y Él, a veces pronto y a veces no, se complacía en transportarme

a los lugares santos y me participaba las penas de su dolorosa Pasión. Ahora

la corona de espinas, ahora la flagelación, ahora llevaba la cruz al calvario y

ahora la crucifixión. A veces un misterio al día y a veces todo en un día,

según a Él le placía, y esto era a mi alma de sumo dolor y contento. Pero me

resultaba amarguísimo cuando se cambiaba la escena, y en vez de sufrir yo

era espectadora de ver sufrir a mi amadísimo Jesús las penas de la dolorosa

Pasión. ¡Ah, cuántas veces me encontraba en medio de los judíos junto con

la Mamá Reina para ver sufrir a mi amado Jesús! ¡Ah, sí, cómo es verdad

que resulta más fácil sufrir uno mismo que ver sufrir a la persona amada!

Otras veces, renovando mi dulce Jesús estas crucifixiones, recuerdo que me

dijo:

 

“Amada mía, la cruz hace distinguir a los réprobos de los

predestinados. Así como en el día del juicio los buenos se alegrarán al ver la

cruz, así desde ahora se puede ver si alguno se salvará o se perderá, si al

presentarse la cruz el alma la abraza, la lleva con resignación, con paciencia

y besa y agradece a la mano que la envía, es señal de que es salvo; si al

contrario, al presentarse la cruz se irritan, la desprecian y llegan hasta

ofenderme, puedes decir que es una señal de que esa alma se encamina por

la vía del infierno; así harán los réprobos en el día del juicio, que al ver la

cruz se afligirán y blasfemarán. La cruz dice todo, la cruz es un libro que sin

engaño y a claras notas te dice y te hace distinguir al santo del pecador, al

perfecto del imperfecto, al fervoroso del tibio. La cruz comunica tal luz al

alma, que desde ahora no sólo hace distinguir al bueno del reo, sino hace

conocer quién debe ser más o menos glorioso en el Cielo, quién debe ocupar

un puesto superior o un puesto menor. Todas las otras virtudes están

humildes y reverentes ante la virtud de la cruz, e injertándose con ella

reciben mayor lustre y esplendor.”

 

¿Quién puede decir qué llamas de deseos ardientes ponía en mi

corazón este hablar de Jesús? Me sentía devorar por el hambre de sufrir, y

Él para satisfacer mis ansias, o bien, para decirlo mejor, lo que Él mismo me

infundía, me renovaba la crucifixión.

 

Recuerdo que a veces, después de renovadas estas crucifixiones me

decía:

 

“Amada de mi corazón, deseo ardientemente no sólo crucificarte el

alma y comunicarte los dolores de la cruz al cuerpo, sino deseo sellarte

también el cuerpo con el sello de mis llagas, y quiero enseñarte la oración

para obtener esta gracia, la oración es esta: “Yo me presento ante el trono

supremo de Dios, bañada en la sangre de Jesucristo, pidiéndole que por el

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

mérito de sus preclarísimas virtudes y de su Divinidad, me conceda la gracia

de crucificarme.”

 

Y yo, a pesar de que siempre he tenido aversión a todo lo que puede

aparecer exteriormente, como aún la tengo, en el acto en que Jesús decía esto

me sentía infundir tal anhelo de satisfacer el deseo que Él mismo decía, que

también yo me atrevía a decir a Jesús que me crucificara en el alma y en el

cuerpo, y algunas veces le decía: “Esposo santo, cosas exteriores no

quisiera, y si alguna vez me atrevo a decirlo es porque Tú mismo me lo

dices, y también para dar una señal al confesor de que eres Tú quien obra en

mí. Por lo demás no quisiera otra cosa, sino que aquellos dolores que me

haces sufrir cuando me renuevas la crucifixión fuesen permanentes, no

quisiera esa disminución después de algún tiempo, y sólo eso me basta, y

que de la apariencia externa, por cuanto más lo puedas mantener oculto,

tanto más me contentarás.”

 

Recuerdo confusamente que como le pedía frecuentemente, cuando

me encontraba junto con Nuestro Señor, el dolor de mis pecados y la gracia

de que me perdonara todo lo que de mal había hecho, y a veces llegaba a

decirle que estaría contenta cuando de su propia boca me dijera: “Te remito

todos tus pecados.” Y Jesús bendito, que nada sabe negar cuando es para

nuestro bien, una mañana se hizo ver y me dijo:

 

“Esta vez quiero hacer Yo mismo el oficio de confesor, y tú me

confesarás a Mí todas tus culpas, y en el momento en que hagas esto te haré

comprender uno por uno los dolores que has dado a mi corazón al

ofenderme, a fin de que comprendiendo tú, por cuanto puede una criatura,

qué cosa es el pecado, tomes la resolución de preferir morir que ofenderme.

Mientras tanto tú entra en tu nada y recita el yo pecador.”

 

Yo, entrando en mí misma, advertía toda mi miseria y mis maldades y

ante su presencia temblaba toda y me faltaba la fuerza de pronunciar las

palabras del yo pecador, y si el Señor no hubiese infundido en mí nueva

fuerza diciéndome: “No temas, si bien soy juez soy también tu padre,

ánimo, sigamos adelante.” Ahí habría permanecido sin decir ni siquiera una

palabra. Entonces dije el yo pecador toda llena de confusión y de

humillación; y como me veía toda cubierta por mis culpas, dando una mirada

descubrí que la culpa que más había ofendido a Nuestro Señor era la

soberbia y por eso dije: “Señor, me acuso ante tu presencia de que he

pecado de soberbia.” Y Él:

 

“Acércate a mi corazón, pon tu oído y oirás el desgarro cruel que has

hecho a mi corazón con este pecado.”

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Toda temblando puse mi oído sobre su corazón adorable, ¿pero quién

puede decir lo que oí y comprendí en aquel instante? Pero después de tanto

tiempo diré sólo alguna cosa confusamente. Recuerdo que su corazón latía

tan fuerte que parecía que quería romperle el pecho, luego me parecía que se

despedazaba y por el dolor quedaba casi destruido. ¡Ah, si hubiera podido

habría llegado a destruir al Ser Divino con la soberbia! Pongo una

semejanza para hacerme entender, de otra manera no tengo palabras para

expresarme. Imaginad un rey y a sus pies un gusano que elevándose e

inflándose se comienza a creer alguna cosa y que llega a tal atrevimiento que

elevándose poco a poco, llega a la cabeza del rey y le quiere quitar la corona

para ponérsela sobre su cabeza, luego lo despoja de sus vestiduras reales, lo

arroja del trono y finalmente trata de matarlo. Pero lo peor de este gusano es

que él mismo no conoce su propio ser, se engaña a sí mismo, pues para

deshacerse de él sólo se necesita que el rey lo ponga bajo los pies y lo

aplaste, y así terminarían sus días. Esto causa enojo y compasión, y al

mismo tiempo ridiculiza el orgullo de este gusano, si esto se pudiera dar.

Así me veía yo ante Dios, cosa que me llenó de tal confusión y dolor que me

sentí renovar en mi corazón el desgarro que sufría el bendito Jesús.

 

Después de esto me dejó, y yo sentía tal pena y comprendía que tan

feo es este pecado de soberbia, que es imposible describirlo. Cuando hube

meditado bien bien todo esto en mí misma, mi buen Jesús regresó y me dijo

que continuara la confesión de mis culpas, y yo temblando toda seguí

acusándome de los pensamientos, palabras, obras, causas y omisiones, y

cuando veía que yo no podía seguir haciendo la confesión por la pena que

sentía de haberlo ofendido tanto, porque tenía una claridad tan viva delante a

aquel Sol divino, especialmente porque en Él descubría la pequeñez, la

nulidad de mi ser y quedaba asombrada de como había tenido yo tanta

osadía, de donde había tomado yo ese valor de ofender a un Dios tan bueno

que en el acto mismo en que lo ofendía, Él me asistía, me conservaba, me

alimentaba, y si tenía algún rencor conmigo era hacia el pecado que yo hacía

y que odiaba sumamente, en cambio a mí me amaba inmensamente, me

excusaba ante la divina Justicia y se ocupaba todo para quitar aquel muro de

división que había producido el pecado entre el alma y Dios. ¡Oh, si todos

pudiesen ver quién es Dios y quién es el alma en el momento en que se peca,

todos morirían de dolor y creo que el pecado sería exiliado de la tierra!

 

Entonces, cuando Jesús bendito veía que por la pena no podía más, se

retiraba y me dejaba para que comprendiera muy bien el mal que había

hecho, y después regresaba de nuevo y yo continuaba acusando mis culpas.

 

¿Pero quién puede decir todo lo que comprendí, y explicar una por una

las diversas afrentas y los dolores especiales que con mis culpas había

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

ocasionado a Nuestro Señor? Me siento casi imposibilitada para explicarme

y también porque no lo recuerdo muy bien. Cuando terminé mi acusación,

que duró cerca de siete horas, el amable Jesús tomó el aspecto de padre

amorosísimo, y como yo me encontraba agotada de fuerzas por el dolor, y

mucho más porque veía que no era un dolor suficiente para dolerme comoconvenía a mis culpas, Él para animarme me dijo:

 

“Quiero suplir Yo por ti, y aplico a tu alma el mérito del dolor que

tuve en el huerto del Getsemaní. Sólo esto puede satisfacer a la divina

Justicia.”

 

Después de que aplicó a mi alma su dolor, entonces me pareció estar

dispuesta para recibir la absolución. Toda humillada y confundida como

estaba y postrada a los pies del buen padre Jesús, con los rayos que enviaba

a mi mente trataba de excitarme mayormente al dolor diciendo, si bien no

recuerdo todo:

 

“Grande, sumo ha sido el mal que he hecho hacia Ti. Estas potencias

mías y estos sentidos del cuerpo debían haber sido tantas lenguas para

alabarte, ah, en cambio han sido como tantas víboras venenosas que te

mordían y buscaban aun el matarte. Pero, Padre Santo, perdóname, no

quieras arrojarme de Ti por el gran mal que te he hecho pecando.”

 

Y Jesús: “Y tú, ¿prometes no pecar más y alejar de tu corazón

cualquier sombra de mal que pudiera ofender a tu Creador?”

 

Y yo: “Ah sí, con todo el corazón te lo prometo. Más bien quiero mil

veces morir que volver a pecar, nunca más, nunca más.”

 

Y Jesús: “Y Yo te perdono y aplico a tu alma los méritos de mi

Pasión y quiero lavarla en mi sangre.”

 

Y mientras esto decía, levantó su bendita mano derecha y pronunció

las palabras de la absolución, exactas a las palabras que dice el sacerdote

cuando da la absolución, y en el acto en que esto hacía, de su mano corría un

río de sangre y mi alma quedaba toda inundada por ella. Después de esto me

dijo:

 

“Ven, oh hija, ven a hacer penitencia por tus pecados besándome mis

llagas.”

 

Toda temblando me levanté y le besé sus sacratísimas llagas y después

me dijo:

 

“Hija mía, sé más atenta y vigilante, porque hoy te doy la gracia de no

caer más en el pecado venial voluntario.”

 

Después me hizo otras exhortaciones que no recuerdo bien y

desapareció. ¿Quién puede decir los efectos de esta confesión hecha a

Nuestro Señor? Me sentía toda empapada en la gracia, y me quedó tan

grabada que no puedo olvidarla, y cada vez que me acuerdo, siento correr un

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

escalofrío en los huesos y a la vez siento horror al pensar cuál es mi

correspondencia a tantas gracias que el Señor me ha hecho.

 

Otras veces el Señor se ha dignado darme Él mismo la absolución, a

veces tomando el aspecto de sacerdote, y yo me confesaba como si fuese

sacerdote, si bien sentía diversos efectos, y después de terminada se hacía

conocer que era Jesús; y a veces abiertamente venía haciéndose conocer que

era Jesús; también algunas veces tomaba el aspecto del confesor, tanto que

yo creía que hablaba con el confesor y le decía todos mis temores, mis

dudas, pero por el modo de responderme, por la suavidad de la voz,

entrelazada ahora como la voz del confesor y ahora como la de Jesús, por su

trato amable y por los efectos internos, descubría yo quién era. ¡Ah, si yo

quisiera decir todo acerca de estas cosas me extendería demasiado! Por eso

termino y pongo punto.

 

Recuerdo que hubo una segunda guerra entre África e Italia, y el

bendito Jesús, un día, cerca de nueve meses antes, me transportó fuera de mí

misma y me hizo ver un camino larguísimo, lleno de cadáveres inmersos en

la sangre que a ríos inundaba ese camino. Daba horror ver esos cadáveres

expuestos al aire libre, sin tener ni siquiera quien los sepultara. Yo, toda

asustada le dije a Nuestro Señor: “¿Qué cosa es esto?”

 

Y Él: “El año que viene habrá guerra. Se sirven de la carne para

ofenderme, y Yo sobre la carne quiero hacer mi justa venganza.”

 

Dijo otras cosas, pero ha pasado tanto tiempo que no las recuerdo.

 

Ahora, sucedió que pasado aquel periodo de tiempo se empezó a oír

que entre Italia y África había guerra. Yo le rogaba al buen Jesús que librara

a muchas víctimas y que tuviera piedad de tantas almas que iban al infierno.

Una mañana, según lo acostumbrado me transportó fuera de mí misma y

veía que casi todas las gentes estaban convencidas de que debía vencer

Italia, me pareció encontrarme en Roma y veía a los diputados que tenían

consejo ente ellos acerca del modo como debían conducir la guerra para

estar seguros de hacer vencer a Italia. Estaban tan inflados de ellos mismos

que daban piedad, pero lo que más me impresionó fue el ver que estos tales,

casi todos eran sectarios, almas vendidas al demonio. ¡Qué tristes tiempos!

Parecía que propiamente reinaba el reino satánico, y su confianza en vez de

ponerla en Dios la ponían en el demonio. Ahora, mientras estaban

deliberando, mi bendito Jesús me dijo:

 

“Vayamos a oír que se dicen.”

 

Entonces me pareció entrar en su círculo junto con Jesús. Jesús se

paseaba en medio de ellos y derramaba lágrimas sobre su miserable estado.

Cuando terminaron de deliberar sobre el modo de como debían hacer,

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

vanagloriándose de estar seguros de la victoria, Jesús se dirigió a ellos y les

dijo amenazándolos:

 

“Confiáis en vosotros mismos y por eso os humillaré, esta vez perderá

Italia.”

 

                                

 

Ahora, para obedecer regreso a decir lo que dejé en la página 6 de este

primer volumen, esto es, la novena de Navidad, en que de la segunda

meditación pasaba a la tercera y una voz interior me decía:

 

3º.-“Hija mía, apoya tu cabeza sobre el seno de mi Mamá, mira

dentro de él a mi pequeña Humanidad. Mi Amor me devoraba, los

incendios, los océanos, los mares inmensos del Amor de mi Divinidad me

inundaban, me incineraban, levantaban tan alto sus llamas que se elevaban y

se extendían por doquier, a todas las generaciones, desde el primero hasta el

último hombre, y mi pequeña Humanidad era devorada en medio de tantas

llamas, ¿pero sabes tú qué cosa me quería hacer devorar mi eterno Amor?

¡Ah, a las almas! Y sólo estuve contento cuando las devoré todas, quedando

todas concebidas conmigo; era Dios, debía obrar como Dios, debía tomarlas

a todas; mi Amor no me habría dado paz si hubiera excluido a alguna. Ah

hija mía, mira bien en el seno de mi Mamá, fija bien los ojos en mi

Humanidad recién concebida y en Ella encontrarás a tu alma concebida

conmigo y también las llamas de mi Amor que te devoraron. ¡Oh, cuánto te

he amado y te amo!”

 

Yo me perdía en medio a tanto amor, no sabía salir de ahí, pero una

voz me llamaba fuerte diciéndome:

 

“Hija mía, esto es nada aún, estréchate más a Mí, dale tus manos a mi

amada Mamá a fin de que te tenga estrechada sobre su seno materno, y tú da

otra mirada a mi pequeña Humanidad concebida y mira el cuarto exceso de

mi Amor.”

 

4º.-“Hija mía, del amor devorante pasa a mirar mi amor obrante.

Cada alma concebida me llevó el fardo de sus pecados, de sus debilidades y

pasiones, y mi Amor me ordenó tomar el fardo de cada uno, y no sólo

concebí a las almas sino las penas de cada una, las satisfacciones que cada

una de ellas debía dar a mi Celestial Padre. Así que mi Pasión fue concebida

junto conmigo. Mírame bien en el seno de mi Celestial Mamá, oh como mi

pequeña Humanidad era desgarrada, mira bien como mi pequeña cabecita

está circundada por una corona de espinas, que ciñéndome fuerte las sienes

me hace derramar ríos de lágrimas de los ojos, y no puedo moverme para

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

secarlas. Ah, muévete a compasión de Mí, sécame los ojos de tanto llanto,

tú que tienes los brazos libres para podérmelo hacer. Estas espinas son la

corona de los tantos pensamientos malos que se agolpan en las mentes

humanas, oh, como me pinchan más estos pensamientos que las espinas que

produce la tierra, pero mira qué larga crucifixión de nueve meses, no podía

mover ni un dedo, ni una mano, ni un pie, estaba aquí siempre inmóvil, no

había lugar para poderme mover un poquito, qué larga y dura crucifixión,

con el agregado de que todas las obras malas, tomando forma de clavos, me

traspasaban manos y pies repetidamente.” Y así continuaba narrándome

pena por pena todos los martirios de su pequeña Humanidad, y que quererlas

decir todas sería demasiado extenso. Entonces yo me abandonaba al llanto,

y oía decir en mi interior:

 

“Hija mía, quisiera abrazarte pero no lo puedo hacer, no hay espacio,

estoy inmóvil, no lo puedo hacer; quisiera ir a ti pero no puedo caminar. Por

ahora abrázame y ven tú a Mí, y después cuando salga del seno materno iré

Yo a ti.”

 

Pero mientras con mi fantasía me lo abrazaba, me lo estrechaba

fuertemente a mi corazón, una voz interior me decía:

 

“Basta por ahora hija mía, y pasa a considerar el quinto exceso de mi

Amor.”

 

5º.-Entonces la voz interior seguía: “Hija mía, no te alejes de Mí, no

me dejes solo, mi Amor quiere compañía, este es otro exceso de mi Amor, el

no querer estar solo. ¿Pero sabes tú de quién quiere esta compañía? De la

criatura. Mira, en el seno de mi Mamá, conmigo están todas las criaturas

concebidas junto conmigo. Yo estoy con ellas todo amor, quiero decirles

cuánto las amo, quiero hablar con ellas para decirles mis alegrías y mis

dolores, para decirles que he venido en medio de ellas para hacerlas felices,

para consolarlas, y que estaré en medio de ellas como un hermanito dando a

cada una todos mis bienes, mi reino, a costa de mi muerte; quiero darles mis

besos, mis caricias; quiero entretenerme con ellas, pero, ay, cuántos dolores

me dan, quien me huye, quien se hace la sorda y me reduce al silencio, quien

desprecia mis bienes y no se preocupan de mi reino y corresponden mis

besos y caricias con el descuido y el olvido de Mí, y mi entretenimiento lo

convierten en amargo llanto. ¡Oh, cómo estoy solo a pesar de estar en medio

de tantos! ¡Oh, cómo me pesa mi soledad! No tengo a quién decir una

palabra, con quién hacer un desahogo de amor; estoy siempre triste y

taciturno porque si hablo no soy escuchado. ¡Ah, hija mía, te pido, te

suplico que no me dejes solo en tanta soledad! Dame el bien de hacerme

hablar con escucharme, presta oídos a mis enseñanzas, Yo soy el maestro de

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

los maestros. Cuántas cosas quiero enseñarte, si me escuchas me harás dejar

de llorar y me entretendré contigo. ¿No quieres tú entretenerte conmigo?”

 

Y mientras me abandonaba en Él, compadeciéndolo en su soledad, la

voz interior continuaba: “Basta, basta, pasa a considerar el 6º exceso de mi

Amor.”

 

6º.-“Hija mía, ven, ruega a mi amada Mamá que te haga un lugarcito

en su seno materno, a fin de que tú misma veas el estado doloroso en el cual

me encuentro.”

 

Entonces me parecía con el pensamiento, que nuestra Reina Mamá,

para contentar a Jesús me hacía un pequeño lugar y me ponía dentro. Pero

era tal y tanta la oscuridad que no lo veía, sólo oía su respiro y Él en mi

interior seguía diciéndome:

 

“Hija mía, mira otro exceso de mi Amor. Yo soy la luz eterna, el sol

es una sombra de mi luz, pero ve adonde me ha conducido mi Amor, en qué

oscura prisión estoy, no hay ni un rayo de luz, siempre es noche para Mí,

pero noche sin estrellas, sin reposo, siempre despierto, ¡qué pena!, la

estrechez de la prisión, sin poderme mínimamente mover, las tinieblas

tupidas; hasta el respiro, respiro por medio del respiro de mi Mamá, ¡oh,

cómo es cansado! Y además agrega las tinieblas de las culpas de las

criaturas, cada culpa era una noche para Mí, las que uniéndose juntas

formaban un abismo de oscuridad sin confines. ¡Qué pena! ¡Oh exceso de

mi Amor, hacerme pasar de una inmensidad de luz, de amplitud, a una

profundidad de densas tinieblas y de tales estrechuras, hasta faltarme la

libertad del respiro, y esto, todo por amor de las criaturas!”

 

Y mientras esto decía gemía con gemidos sofocados por falta de

espacio, y lloraba. Yo me deshacía en llanto, le agradecía, lo compadecía,

quería hacerle un poco de luz con mi amor como Él me decía, ¿pero quién

puede decirlo todo? La misma voz interna agregaba:

 

“Basta por ahora. Pasa al séptimo exceso de mi Amor.”

 

7º.-La voz interior continuaba: “Hija mía, no me dejes solo en tanta

soledad y en tanta oscuridad, no salgas del seno de mi Mamá para que veas

el séptimo exceso de mi Amor. Escúchame, en el seno de mi Padre Celestial

Yo era plenamente feliz, no había bien que no poseyera, alegría, felicidad,

todo estaba a mi disposición; los ángeles reverentes me adoraban y estaban a

mis órdenes. Ah, el exceso de mi Amor, podría decir que me hizo cambiar

fortuna, me restringió en esta tétrica prisión, me despojó de todas mis

alegrías, felicidad y bienes para vestirme con todas las infelicidades de las

criaturas, y todo esto para hacer el cambio, para dar a ellas mi fortuna, mis

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

alegrías y mi felicidad eterna. Pero esto habría sido nada si no hubiera

encontrado en ellas suma ingratitud y obstinada perfidia. Oh, cómo mi

Amor eterno quedó sorprendido ante tanta ingratitud y lloró la obstinación y

perfidia del hombre. La ingratitud fue la espina más punzante que me

traspasó el corazón desde mi concepción hasta el último instante de mi vida,

hasta mi muerte. Mira mi corazoncito, está herido y gotea sangre. ¡Qué

pena! ¡Qué dolor siento! Hija mía, no seas ingrata; la ingratitud es la pena

más dura para tu Jesús, es cerrarme en la cara las puertas para dejarme

afuera, aterido de frío. Pero ante tanta ingratitud mi Amor no se detuvo y se

puso en actitud de amor suplicante, orante, gimiente y mendigante, y este es

el octavo exceso de mi Amor.”

 

8º.-“Hija mía, no me dejes solo, apoya tu cabeza sobre el seno de mi

amada Mamá, porque también desde afuera oirás mis gemidos, mis súplicas,

y viendo que ni mis gemidos ni mis súplicas mueven a compasión de mi

Amor a la criatura, me pongo en actitud del más pobre de los mendigos y

extendiendo mi pequeña manita, pido por piedad, al menos a título de

limosna sus almas, sus afectos y sus corazones. Mi Amor quería vencer a

cualquier costo el corazón del hombre, y viendo que después de siete

excesos de mi Amor permanecía reacio, se hacía el sordo, no se ocupaba de

Mí ni se quería dar a Mí, mi Amor quiso ir más allá, debería haberse

detenido, pero no, quiso salir más allá de sus límites y desde el seno de mi

Mamá Yo hacía llegar mi voz a cada corazón con los modos más

insinuantes, con los ruegos más fervientes, con las palabras más penetrantes.

¿Pero sabes qué les decía? “Hijo mío, dame tu corazón, todo lo que tú

quieras Yo te daré con tal de que me des a cambio tu corazón, he descendido

del Cielo para tomarlo, ¡ah, no me lo niegues! ¡No defraudes mis

esperanzas!” Y viéndolo reacio y que muchos me volteaban la espalda,

pasaba a los gemidos, juntaba mis pequeñas manitas y llorando, con voz

sofocada por los sollozos le añadía: “¡Ay, ay! soy el pequeño mendigo, ¿ni

siquiera de limosna quieres darme tu corazón?” ¿No es esto un exceso más

grande de mi Amor, que el Creador para acercarse a la criatura tome la

forma de un pequeño niño para no infundirle temor, y pida al menos como

limosna el corazón de la criatura, y viendo que ella no se lo quiere dar ruega,

gime y llora?”

 

Después me decía: “¿Y tú no quieres darme tu corazón? ¿Tal vez

también tú quieres que gima, que ruegue y llore para que me des tu corazón?

¿Quieres negarme la limosna que te pido?”

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Y mientras esto decía oía como si sollozara, y yo le dije: “Mi Jesús,

no llores, te dono mi corazón y toda yo misma.” Entonces la voz interna

continuaba: “Sigue más adelante, y pasa al noveno exceso de mi Amor.”

 

9º.-“Hija mía, mi estado es siempre más doloroso; si me amas, tu

mirada tenla fija en Mí para que veas si puedes dar a tu pequeño Jesús algún

consuelo, una palabrita de amor, una caricia, un beso, que dé tregua a mi

llanto y a mis aflicciones. Escucha hija mía, después de haber dado ocho

excesos de mi Amor, y que el hombre tan malamente me correspondió, mi

Amor no se dio por vencido, y al octavo exceso quiso agregar el noveno, y

este fueron las ansias, los suspiros de fuego, las llamas de los deseos de que

quería salir del seno materno para abrazar al hombre, y esto reducía a mi

pequeña Humanidad aun no nacida a una agonía tal, que estaba a punto de

dar mi último respiro. Y mientras estaba por darlo, mi Divinidad que era

inseparable de Mí me daba sorbos de vida, y así retomaba de nuevo la vida

para continuar mi agonía y volver a morir nuevamente. Este fue el noveno

exceso de mi Amor, agonizar y morir continuamente de amor por la criatura.

¡Oh, qué larga agonía de nueve meses! ¡Oh, cómo el amor me sofocaba y

me hacía morir! Y si no hubiera tenido la Divinidad conmigo, que me daba

continuamente la vida cada vez que estaba por morir, el amor me habría

consumado antes de salir a la luz del día.” Después agregaba:

 

“Mírame, escúchame como agonizo, como mi pequeño corazón late,

se afana, arde; mírame, ahora muero.”

 

Y hacía un profundo silencio. Yo me sentía morir, se me helaba la

sangre en las venas y temblando le decía: “Amor mío, Vida mía, no mueras,

no me dejes sola. Tú quieres amor y yo te amaré, no te dejaré más, dame tus

llamas para poderte amar más y consumarme toda por Ti.”

 

Novena completa de la Santa Navidad

 

Novena de la Santa Navidad. A la edad de diecisiete años me preparé

a la fiesta de la Santa Navidad practicando diferentes actos de virtud y

mortificación, honrando especialmente los nueve meses que Jesús estuvo en

el seno materno con nueve horas de meditación al día, referentes siempre al

misterio de la Encarnación.

 

1º.-Como por ejemplo, en una hora me ponía con el pensamiento en

el paraíso y me imaginaba a la Santísima Trinidad: Al Padre que mandaba

al Hijo a la tierra, al Hijo que prontamente obedecía al Querer del Padre, y al

Espíritu Santo que consentía en ello. Mi mente se confundía tanto al

contemplar un misterio tan grande, un amor tan recíproco, tan igual, tan

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

fuerte entre Ellos y hacia los hombres, y en la ingratitud de estos,

especialmente la mía, que en esto me habría quedado no una hora sino todo

el día, pero una voz interna me decía:

 

“Basta, ven y mira otros excesos más grandes de mi Amor.”

 

2º.-Entonces mi mente se ponía en el seno materno y quedaba

estupefacta al considerar a aquel Dios tan grande en el Cielo y ahora tan

humillado, empequeñecido, restringido, que casi no podía moverse, ni

siquiera respirar. La voz interior me decía:

 

“¿Ves cuánto te he amado? ¡Ah! dame un lugar en tu corazón, quita

todo lo que no es mío, porque así me darás más facilidad para poderme

mover y respirar.”

 

Mi corazón se deshacía, le pedía perdón, prometía ser toda suya, me

desahogaba en llanto, sin embargo, lo digo para mi confusión, volvía a mis

habituales defectos. ¡Oh! Jesús, cuán bueno has sido con esta miserable

criatura.

 

3º.-“Hija mía, apoya tu cabeza sobre el seno de mi Mamá, mira

dentro de él a mi pequeña Humanidad. Mi Amor me devoraba, los

incendios, los océanos, los mares inmensos del Amor de mi Divinidad me

inundaban, me incineraban, levantaban tan alto sus llamas que se elevaban y

se extendían por doquier, a todas las generaciones, desde el primero hasta el

último hombre, y mi pequeña Humanidad era devorada en medio de tantas

llamas, ¿pero sabes tú qué cosa me quería hacer devorar mi eterno Amor?

¡Ah, a las almas! Y sólo estuve contento cuando las devoré todas, quedando

todas concebidas conmigo; era Dios, debía obrar como Dios, debía tomarlas

a todas; mi Amor no me habría dado paz si hubiera excluido a alguna. Ah

hija mía, mira bien en el seno de mi Mamá, fija bien los ojos en mi

Humanidad recién concebida y en Ella encontrarás a tu alma concebida

conmigo y también las llamas de mi Amor que te devoraron. ¡Oh, cuánto te

he amado y te amo!”

 

Yo me perdía en medio a tanto amor, no sabía salir de ahí, pero una

voz me llamaba fuerte diciéndome:

 

“Hija mía, esto es nada aún, estréchate más a Mí, dale tus manos a mi

amada Mamá a fin de que te tenga estrechada sobre su seno materno, y tú da

otra mirada a mi pequeña Humanidad concebida y mira el cuarto exceso de

mi Amor.”

 

4º.-“Hija mía, del amor devorante pasa a mirar mi amor obrante.

Cada alma concebida me llevó el fardo de sus pecados, de sus debilidades y

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

pasiones, y mi Amor me ordenó tomar el fardo de cada uno, y no sólo

concebí a las almas sino las penas de cada una, las satisfacciones que cada

una de ellas debía dar a mi Celestial Padre. Así que mi Pasión fue concebida

junto conmigo. Mírame bien en el seno de mi Celestial Mamá, oh cómo mi

pequeña Humanidad era desgarrada, mira bien como mi pequeña cabecita

está circundada por una corona de espinas, que ciñéndome fuerte las sienes

me hace derramar ríos de lágrimas de los ojos, y no puedo moverme para

secarlas. Ah, muévete a compasión de Mí, sécame los ojos de tanto llanto,

tú que tienes los brazos libres para podérmelo hacer. Estas espinas son la

corona de los tantos pensamientos malos que se agolpan en las mentes

humanas, oh, como me pinchan más estos pensamientos que las espinas que

produce la tierra, pero mira qué larga crucifixión de nueve meses, no podía

mover ni un dedo, ni una mano, ni un pie, estaba aquí siempre inmóvil, no

había lugar para poderme mover un poquito, qué larga y dura crucifixión,

con el agregado de que todas las obras malas, tomando forma de clavos, me

traspasaban manos y pies repetidamente.” Y así continuaba narrándome

pena por pena todos los martirios de su pequeña Humanidad, y que quererlas

decir todas sería demasiado extenso. Entonces yo me abandonaba al llanto,

y oía decir en mi interior:

 

“Hija mía, quisiera abrazarte pero no lo puedo hacer, no hay espacio,

estoy inmóvil, no lo puedo hacer; quisiera ir a ti pero no puedo caminar. Por

ahora abrázame y ven tú a Mí, y después cuando salga del seno materno iré

Yo a ti.”

 

Pero mientras con mi fantasía me lo abrazaba, me lo estrechaba

fuertemente a mi corazón, una voz interior me decía:

 

“Basta por ahora hija mía, y pasa a considerar el quinto exceso de mi

Amor.”

 

5º.-Entonces la voz interior seguía: “Hija mía, no te alejes de Mí, no

me dejes solo, mi Amor quiere compañía, este es otro exceso de mi Amor, el

no querer estar solo. ¿Pero sabes tú de quién quiere esta compañía? De la

criatura. Mira, en el seno de mi Mamá, conmigo están todas las criaturas

concebidas junto conmigo. Yo estoy con ellas todo amor, quiero decirles

cuánto las amo, quiero hablar con ellas para decirles mis alegrías y mis

dolores, para decirles que he venido en medio de ellas para hacerlas felices,

para consolarlas, y que estaré en medio de ellas como un hermanito dando a

cada una todos mis bienes, mi reino, a costa de mi muerte; quiero darles mis

besos, mis caricias; quiero entretenerme con ellas, pero, ay, cuántos dolores

me dan, quién me huye, quién se hace la sorda y me reduce al silencio, quién

desprecia mis bienes y no se preocupan de mi reino y corresponden mis

besos y caricias con el descuido y el olvido de Mí, y mi entretenimiento lo

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

convierten en amargo llanto. ¡Oh, cómo estoy solo a pesar de estar en medio

de tantos! ¡Oh, cómo me pesa mi soledad! No tengo a quien decir una

palabra, con quien hacer un desahogo de amor; estoy siempre triste y

taciturno porque si hablo no soy escuchado. ¡Ah, hija mía, te pido, te

suplico que no me dejes solo en tanta soledad! Dame el bien de hacerme

hablar con escucharme, presta oídos a mis enseñanzas, Yo soy el maestro de

los maestros. Cuántas cosas quiero enseñarte, si me escuchas me harás dejar

de llorar y me entretendré contigo. ¿No quieres tú entretenerte conmigo?”

 

Y mientras me abandonaba en Él, compadeciéndolo en su soledad, la

voz interior continuaba: “Basta, basta, pasa a considerar el 6º exceso de mi

Amor.”

 

6º.-“Hija mía, ven, ruega a mi amada Mamá que te haga un lugarcito

en su seno materno, a fin de que tú misma veas el estado doloroso en el cual

me encuentro.”

 

Entonces me parecía con el pensamiento, que nuestra Reina Mamá,

para contentar a Jesús me hacía un pequeño lugar y me ponía dentro. Pero

era tal y tanta la oscuridad que no lo veía, sólo oía su respiro y Él en mi

interior seguía diciéndome:

 

“Hija mía, mira otro exceso de mi Amor. Yo soy la luz eterna, el sol

es una sombra de mi luz, pero ve adonde me ha conducido mi Amor, en qué

oscura prisión estoy, no hay ni un rayo de luz, siempre es noche para Mí,

pero noche sin estrellas, sin reposo, siempre despierto, ¡qué pena!, la

estrechez de la prisión, sin poderme mínimamente mover, las tinieblas

tupidas; hasta el respiro, respiro por medio del respiro de mi Mamá, ¡oh,

cómo es cansado! Y además agrega las tinieblas de las culpas de las

criaturas, cada culpa era una noche para Mí, las que uniéndose juntas

formaban un abismo de oscuridad sin confines. ¡Qué pena! ¡Oh exceso de

mi Amor, hacerme pasar de una inmensidad de luz, de amplitud, a una

profundidad de densas tinieblas y de tales estrechuras, hasta faltarme la

libertad del respiro, y esto, todo por amor de las criaturas!”

 

Y mientras esto decía gemía con gemidos sofocados por falta de

espacio, y lloraba. Yo me deshacía en llanto, le agradecía, lo compadecía,

quería hacerle un poco de luz con mi amor como Él me decía, ¿pero quién

puede decirlo todo? La misma voz interna agregaba:

 

“Basta por ahora. Pasa al séptimo exceso de mi Amor.”

 

7º.-La voz interior continuaba: “Hija mía, no me dejes solo en tanta

soledad y en tanta oscuridad, no salgas del seno de mi Mamá para que veas

el séptimo exceso de mi Amor. Escúchame, en el seno de mi Padre Celestial

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Yo era plenamente feliz, no había bien que no poseyera, alegría, felicidad,

todo estaba a mi disposición; los ángeles reverentes me adoraban y estaban a

mis órdenes. Ah, el exceso de mi Amor, podría decir que me hizo cambiar

fortuna, me restringió en esta tétrica prisión, me despojó de todas mis

alegrías, felicidad y bienes para vestirme con todas las infelicidades de las

criaturas, y todo esto para hacer el cambio, para dar a ellas mi fortuna, mis

alegrías y mi felicidad eterna. Pero esto habría sido nada si no hubiera

encontrado en ellas suma ingratitud y obstinada perfidia. Oh, como mi

Amor eterno quedó sorprendido ante tanta ingratitud y lloró la obstinación y

perfidia del hombre. La ingratitud fue la espina más punzante que me

traspasó el corazón desde mi concepción hasta el último instante de mi Vida,

hasta mi muerte. Mira mi corazoncito, está herido y gotea sangre. ¡Qué

pena! ¡Qué dolor siento! Hija mía, no seas ingrata; la ingratitud es la pena

más dura para tu Jesús, es cerrarme en la cara las puertas para dejarme

afuera, aterido de frío. Pero ante tanta ingratitud mi Amor no se detuvo y se

puso en actitud de amor suplicante, orante, gimiente y mendigante, y este es

el octavo exceso de mi Amor.”

 

8º.-“Hija mía, no me dejes solo, apoya tu cabeza sobre el seno de mi

amada Mamá, porque también desde afuera oirás mis gemidos, mis súplicas,

y viendo que ni mis gemidos ni mis súplicas mueven a compasión de mi

Amor a la criatura, me pongo en actitud del más pobre de los mendigos y

extendiendo mi pequeña manita, pido por piedad, al menos a título de

limosna sus almas, sus afectos y sus corazones. Mi Amor quería vencer a

cualquier costo el corazón del hombre, y viendo que después de siete

excesos de mi Amor permanecía reacio, se hacía el sordo, no se ocupaba de

Mí ni se quería dar a Mí, mi Amor quiso ir más allá, debería haberse

detenido, pero no, quiso salir más allá de sus límites y desde el seno de mi

Mamá Yo hacía llegar mi voz a cada corazón con los modos más

insinuantes, con los ruegos más fervientes, con las palabras más penetrantes.

¿Pero sabes qué les decía? “Hijo mío, dame tu corazón, todo lo que tú

quieras Yo te daré con tal de que me des a cambio tu corazón, he descendido

del Cielo para tomarlo, ¡ah, no me lo niegues! ¡No defraudes mis

esperanzas!” Y viéndolo reacio y que muchos me volteaban la espalda,

pasaba a los gemidos, juntaba mis pequeñas manitas y llorando, con voz

sofocada por los sollozos le añadía: “¡Ay, ay! soy el pequeño mendigo, ¿ni

siquiera de limosna quieres darme tu corazón?” ¿No es esto un exceso más

grande de mi Amor, que el Creador para acercarse a la criatura tome la

forma de un pequeño niño para no infundirle temor, y pida al menos como

 


 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

limosna el corazón de la criatura, y viendo que ella no se lo quiere dar ruega,

gime y llora?”

 

Después me decía: “¿Y tú no quieres darme tu corazón? ¿Tal vez

también tú quieres que gima, que ruegue y llore para que me des tu corazón?

¿Quieres negarme la limosna que te pido?”

 

Y mientras esto decía oía como si sollozara, y yo le dije: “Mi Jesús,

no llores, te dono mi corazón y toda yo misma.” Entonces la voz interna

continuaba: “Sigue más adelante, y pasa al noveno exceso de mi Amor.”

 

9º.-“Hija mía, mi estado es siempre más doloroso; si me amas, tu

mirada tenla fija en Mí para que veas si puedes dar a tu pequeño Jesús algún

consuelo, una palabrita de amor, una caricia, un beso, que dé tregua a mi

llanto y a mis aflicciones. Escucha hija mía, después de haber dado ocho

excesos de mi Amor, y que el hombre tan malamente me correspondió, mi

Amor no se dio por vencido, y al octavo exceso quiso agregar el noveno, y

este fueron las ansias, los suspiros de fuego, las llamas de los deseos de que

quería salir del seno materno para abrazar al hombre, y esto reducía a mi

pequeña Humanidad aun no nacida a una agonía tal, que estaba a punto de

dar mi último respiro. Y mientras estaba por darlo, mi Divinidad que era

inseparable de Mí me daba sorbos de vida, y así retomaba de nuevo la vida

para continuar mi agonía y volver a morir nuevamente. Este fue el noveno

exceso de mi Amor, agonizar y morir continuamente de amor por la criatura.

¡Oh, qué larga agonía de nueve meses! ¡Oh, cómo el amor me sofocaba y

me hacía morir! Y si no hubiera tenido la Divinidad conmigo, que me daba

continuamente la vida cada vez que estaba por morir, el amor me habría

consumado antes de salir a la luz del día.” Después agregaba:

 

“Mírame, escúchame como agonizo, como mi pequeño corazón late,

se afana, arde; mírame, ahora muero.”

 

Y hacía un profundo silencio. Yo me sentía morir, se me helaba la

sangre en las venas y temblando le decía: “Amor mío, Vida mía, no mueras,

no me dejes sola. Tú quieres amor y yo te amaré, no te dejaré más, dame tus

llamas para poderte amar más y consumarme toda por Ti.”

 

VOLUMEN 2

Luisa Piccarreta Volumen 02

 

I. M. I.

Febrero 28, 1899

 

Por orden del confesor empiezo a escribir lo que pasa entre Nuestro

Señor y yo día por día. Año 1899, mes de Febrero, día 28.

 

Confieso la verdad, siento una gran repugnancia, es tanto el esfuerzo

que debo hacer para vencerme, que sólo el Señor puede saber el desgarro de

mi alma. Pero, ¡oh santa obediencia, qué atadura tan potente eres! Sólo tú

podías vencerme y superar todas mis repugnancias, que son como montes

insuperables y me atas a la Voluntad de Dios y del confesor. Pero, ¡oh!

Esposo santo, por cuan grande es el sacrificio, otro tanto tengo necesidad de

ayuda, no quiero otra cosa sino que me introduzcas en tus brazos y me

sostengas. Así, asistida por Ti podré decir sólo la verdad, sólo por tu gloria

y para confusión mía.

 

Esta mañana, habiendo celebrado la misa el confesor, he recibido

también la comunión. Mi mente se encontraba en un mar de confusión por

causa de esta obediencia que me viene dada por el confesor de escribir todo

lo que pasa en mi interior. Apenas he recibido a Jesús he comenzado a

decirle mis penas, especialmente mi insuficiencia y tantas otras cosas, pero

parecía que Jesús no daba importancia a lo mío y no respondía a nada. Me

ha venido una luz a mi mente y he dicho: “Tal vez soy yo misma la causa de

que Jesús no se muestre según su costumbre.” Entonces con todo el corazón

le he dicho: “¡Ah! mi Bien y mi todo, no te muestres conmigo tan

indiferente, me despedazas el corazón por el dolor; si es por lo escrito,

venga, que venga, aunque me cueste el sacrificio de la vida te prometo

hacerlo.” Entonces Jesús ha cambiado aspecto y todo benigno me ha dicho:

 

“¿De qué temes? ¿No te he asistido las otras veces? Mi luz te

circundará por todas partes y así tú podrás manifestarlo.”

 

Mientras así decía, no sé como he visto al confesor junto a Jesús, y el

Señor le ha dicho: “Mira, todo lo que haces pasa al Cielo, por eso ve la

pureza con la cual debes obrar, pensando que todos tus pasos, palabras y

obras vienen a mi presencia, y si son puros, esto es, hechos por Mí, Yo

siento por ello un gozo grandísimo y los siento en derredor mío como tantos

mensajeros que me recuerdan continuamente de ti; pero si son hechos por

fines bajos y terrenos, siento fastidio.” Y mientras así decía, parecía que le

 

2 Este libro ha sido traducido directamente del original manuscrito de Luisa Piccarreta

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

tomaba las manos y levantándolas hacia el Cielo le decía: “Los ojos siempre

en alto; eres del Cielo, obra para el Cielo.”

 

Mientras veía al confesor y a Jesús que así le decía, en mi mente me

parecía que si se obrara así, sucedería como cuando una persona debe

desalojar una casa para mudarse a otra, ¿qué hace? Primero manda todas las

cosas y todo lo que ella tiene, y después se va ella. Así nosotros, primero

mandamos nuestras obras a tomar el lugar para nosotros en el Cielo, y

después, cuando llegue nuestro tiempo iremos nosotros. ¡Oh, qué hermoso

cortejo nos harán!

 

Ahora, mientras veía al confesor, me acordé que me había dicho que

debía escribir sobre la Fe, el modo como Jesús me había hablado sobre esta

virtud. Mientras en esto pensaba, en un instante el Señor me ha atraído de

tal forma a Sí, que me he sentido fuera de mí misma, en el Cielo, junto con

Jesús, y me ha dicho estas precisas palabras:

 

“La Fe es Dios.”

 

Pero estas dos palabras contenían una luz inmensa, que es imposible

explicarlas, pero como pueda lo diré: En la palabra ‘Fe’ comprendía que la

Fe es Dios mismo. Así como el alimento material da vida al cuerpo para que

no muera, así la Fe da la vida al alma, sin la Fe el alma está muerta. La Fe

vivifica, la Fe santifica, la Fe espiritualiza al hombre y lo hace tener fijos los

ojos en un Ser Supremo, de modo que nada aprende de las cosas de acá

abajo, y si las aprende, las aprende en Dios. ¡Oh! la felicidad de un alma

que vive de Fe, su vuelo es siempre hacia el Cielo, en todo lo que le sucede

se mira siempre en Dios, y he aquí como en la tribulación la Fe la eleva en

Dios y no se aflige, ni siquiera un lamento, sabiendo que no debe formar

aquí su contento, sino en el Cielo. Así si la alegría, la riqueza, los placeres,

la circundan, la Fe la eleva en Dios y dice entre sí: ‘¡Oh, cuánto más

contenta y más rica seré en el Cielo!’ Así que de estos bienes terrenos toma

fastidio, los desprecia y se los pone bajo los pies. A mí me parece que a un

alma que vive de Fe le sucede como a una persona que posee millones y

millones de monedas y hasta reinos enteros, y otra persona le quiere ofrecer

un centavo. Ahora, ¿qué diría aquella? ¿No se indignaría, no se lo arrojaría

a la cara? Y agrego: ¿Y si ese centavo estuviera todo enlodado, como son

las cosas terrenas, y además le fuera dado sólo en préstamo? Entonces ella

diría: ‘Inmensas riquezas gozo y poseo, ¿y tú osas ofrecerme este vil

centavo tan enlodado y por poco tiempo?’ Yo creo que voltearía en seguida

la mirada y no aceptaría el don. Así hace el alma que vive de Fe respecto a

las cosas terrenas.

 

Ahora vayamos otra vez a la idea del alimento: El cuerpo tomando el

alimento no sólo se sostiene, sino que participa de la sustancia del alimento,

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

la que se transforma en el mismo cuerpo. Ahora, así el alma que vive de Fe,

como la Fe es Dios mismo, el alma viene a vivir del mismo Dios, y

alimentándose del mismo Dios viene a participar de la sustancia de Dios, y

participando viene a semejarse a Él y a transformarse con el mismo Dios;

por lo tanto, al alma que vive de Fe le sucede que: santo es Dios, santa es el

alma; potente Dios, potente el alma; sabio, fuerte, justo Dios, sabia, fuerte,

justa el alma, y así de todos los demás atributos de Dios; en suma, el alma

llega a ser un pequeño dios. ¡Oh, la bienaventuranza de esta alma en la

tierra, para ser luego más bienaventurada en el Cielo!

 

Comprendí también que lo que significan esas palabras que el Señor

dice a sus almas predilectas: ‘Te desposaré en la Fe’, es que el Señor en este

místico desposorio viene a dotar a las almas de sus mismas virtudes. Me

parece como dos esposos que uniendo sus propiedades, no se disciernen más

las cosas del uno y las del otro, y ambos se hacen dueños de todo; pero en

nuestro caso, el alma es pobre, todo el bien es por parte del Señor que la

vuelve partícipe de sus sustancias.

 

Vida del alma es Dios, la Fe es Dios, y el alma poseyendo la Fe viene

a injertar en sí todas las demás virtudes, de manera que la Fe está como rey

en el corazón y las demás virtudes están a su alrededor como súbditas

sirviendo a la Fe; así que las mismas virtudes, sin la Fe, son virtudes que no

tienen vida.

 

Me parece a mí que Dios en dos modos comunica la Fe al hombre: La

primera es en el santo bautismo; la segunda es cuando Dios bendito,

depositando una partecita de su sustancia en el alma, le comunica la virtud

de hacer milagros, como la de poder resucitar a los muertos, sanar a los

enfermos, detener el sol y demás. ¡Oh, si el mundo tuviera Fe, se cambiaría

en un paraíso terrestre!

 

¡Oh! cuán alto y sublime es el vuelo del alma que se ejercita en la Fe.

A mí me parece que el alma, ejercitándose en la Fe, hace como aquellos

tímidos pajaritos, que temiendo ser tomados presos por los cazadores o bien

por cualquier otra insidia, hacen su morada en la cima de los árboles, o bien

en las alturas; cuando después son obligados a tomar el alimento,

descienden, toman el alimento y rápidamente vuelan a su morada, y alguno,

más prudente, toma el alimento y ni siquiera se lo come en la tierra, para

estar más seguro se lo lleva a la cima de los árboles y allá se lo come. Así el

alma que vive de Fe, es tan tímida de las cosas terrenas que por temor de ser

asechada, ni siquiera les dirige una mirada, su morada está en lo alto,

encima de todas las cosas de la tierra, y especialmente en las llagas de

Jesucristo, y desde dentro de aquellas beatas moradas gime, llora, reza y

sufre junto con su esposo Jesús sobre la condición y miseria en que yace el

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

género humano. Mientras ella vive en esas moradas de las llagas de Jesús, el

Señor le da una partecita de sus virtudes y el alma siente en sí aquellas

virtudes como si fueran suyas, pero sin embargo advierte que si bien las ve

suyas, el poseerlas le es dado, que han sido comunicadas por el Señor.

Sucede como a una persona que ha recibido un don que ella no poseía,

ahora, ¿qué hace? Lo toma y se hace dueña de él, pero cada vez que lo mira

dice entre sí: ‘Esto es mío, pero me fue dado por esa persona.’ Así hace el

alma a la cual el Señor, desprendiendo de Sí una partecita de su Ser divino,

la transmuta en Sí mismo.

 

Ahora, esta alma, cómo aborrece el pecado, pero al mismo tiempo

compadece a los demás, ruega por aquél que ve que camina en el camino del

precipicio; se une junto con Jesucristo y se ofrece víctima para sufrir y así

aplacar la divina Justicia y para librar a las criaturas de los merecidos

castigos, y si fuese necesario el sacrificio de su vida ¡oh! de buena gana lo

haría para la salvación de una sola alma.

 

Habiéndome dicho el confesor que le explicara como veo la Divinidad

de Nuestro Señor, le he respondido que era imposible saberle decir algo,

pero en la noche se me apareció el bendito Jesús y casi me reprendió por esta

negación mía y entonces me hizo relampaguear como dos rayos

luminosísimos. Con el primero comprendí en mi inteligencia que la Fe es

Dios y Dios es la Fe, ya intenté decir alguna cosa sobre la Fe, ahora trataré

de decir como veo a Dios, y éste fue el segundo rayo.

 

Ahora, mientras me encuentro fuera de mí misma y encontrándome en

lo alto de los cielos, me ha parecido ver a Dios dentro de una luz, y Él

mismo parecía también luz, y en esta luz se encontraba belleza, fuerza,

sabiduría, inmensidad, altura, profundidad sin límites ni confines; así que

también en el aire que respiramos es Dios mismo que se respira, así que cada

uno lo puede hacer como vida propia, como de hecho lo es; así que ninguna

cosa le escapa y ninguna le puede escapar. Esta luz parece que sea toda voz

sin que hable; toda obrante mientras siempre reposa; se encuentra por todas

partes sin estorbar en nada, y mientras se encuentra en todas partes tiene

también su centro. ¡Oh Dios, cómo eres incomprensible! Te veo, te siento,

eres mi Vida, te restringes en mí mientras quedas siempre inmenso y nada

pierdes de Ti; sin embargo me siento balbuceante y me parece no saber ni

decir nada.

 

Para poderme explicar mejor según nuestro lenguaje humano, diré que

veo una sombra de Dios en todo lo creado, porque en todo lo creado, donde

ha arrojado la sombra de su belleza; donde sus perfumes; donde su luz,

como en el sol, donde yo veo una sombra especial de Dios, lo veo como

delineado en este astro, que es como rey de los planetas. ¿Qué cosa es el

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

sol? No es otra cosa que un globo de fuego; uno es el globo, pero muchos

 

son los rayos, de modo que entonces podemos comprender fácilmente:

 

1° El globo es Dios; los rayos, los inmensos atributos de Dios.

 

2°. El sol es fuego, pero al mismo tiempo es luz y es calor, así que la

Santísima Trinidad está representada en el sol: El fuego es el Padre, la luz

es el Hijo, el calor es el Espíritu Santo, pero uno es el sol; y así como no se

puede dividir el fuego de la luz y del calor, así una es la Potencia del Padre,

del Hijo y del Espíritu Santo, que entre Ellos no se pueden realmente

separar. Y así como el fuego en el mismo instante produce la luz y el calor,

así que no se puede concebir el fuego sin concebirse también la luz y el

calor, así no se puede concebir al Padre antes del Hijo y del Espíritu Santo y

así recíprocamente, tienen los Tres el mismo principio eterno.

 

Agrego que la luz del sol se expande por todas partes; así Dios, con su

inmensidad dondequiera penetra, sin embargo recordemos que no es más

que una sombra, porque el sol no llegaría a donde no puede penetrar con su

luz, pero Dios penetra dondequiera. Dios es Espíritu purísimo y nosotros lo

podemos simbolizar en el sol que hace penetrar sus rayos dondequiera, sin

que ninguno los pueda tomar entre las manos, y más, Dios mira todo, las

iniquidades, las infamias de los hombres y Él queda siempre lo que es, puro,

santo, inmaculado. Sombra de Dios es el sol que manda su luz sobre las

inmundicias y queda inmaculado, expande su luz en el fuego y no se quema,

en el mar, en los ríos y no se ahoga; da luz a todos, fecunda todo, da vida a

todo con su calor y no empobrece de luz ni pierde nada de su calor; y mucho

más, mientras hace tanto bien a todos, él de ninguno tiene necesidad y queda

siempre lo que es, majestuoso, resplandeciente, sin cambiarse jamás. ¡Oh!

cómo se representan bien en el sol las cualidades divinas, Dios, con su

inmensidad se encuentra en el fuego y no arde, en el mar y no se ahoga, bajo

nuestros pasos y no lo pisamos, da a todos y no empobrece y de nadie tiene

necesidad; ve todo, más bien es todo ojos y no hay cosa que no sienta, está al

día de cada fibra de nuestro corazón, de cada pensamiento de nuestra mente,

y siendo Espíritu purísimo no tiene ni oídos, ni ojos, y pase lo que pase no

cambia jamás. El sol, invistiendo al mundo con su luz no se fatiga; así Dios,

dando vida a todos, ayudando y rigiendo al mundo, no se fatiga. Para no

gozar más la luz del sol y sus benéficos efectos, el hombre puede

esconderse, puede poner obstáculos, pero al sol nada le hace, permanece

como es, el mal caerá todo sobre el hombre. Así el pecador, con el pecado

puede alejarse de Dios y no gozar más sus benéficos influjos, pero a Dios

nada le hace, todo el mal es suyo.

 

También la redondez del sol me simboliza la eternidad de Dios, que no

tiene ni principio ni fin. La misma luz penetrante del sol, que nadie puede

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

contener en su ojo, y que si alguien quisiera mirarlo fijamente en pleno

mediodía quedaría deslumbrado, y si el sol se quisiera acercar al hombre,

éste quedaría reducido a cenizas, así del Sol divino, ninguna mente creada

puede restringirlo en su pequeña mente para comprenderlo en todo lo que es,

y si quisiera esforzarse quedaría deslumbrada y confundida; y si este Sol

divino quisiera hacer ostentación de todo su Amor, haciéndoselo sentir al

hombre mientras está aun en carne mortal, el hombre quedaría incinerado.

Por lo tanto, Dios ha puesto una sombra de Sí y de sus perfecciones en todolo creado, así que parece que lo vemos y lo tocamos y por Él quedamos

tocados continuamente.

 

Además de esto, después de que el Señor dijo aquellas palabras: “La

Fe es Dios.” Yo le dije: “Jesús, ¿me quieres?”

 

Y Él ha agregado: “Y tú, ¿me quieres?”

 

Yo en seguida he dicho: “Sí, Jesús, y Tú lo sabes, que sin Ti siento

que me falta la vida.”

 

“Pues bien.” Ha añadido Jesús. “Tú me quieres, Yo también; por lo

tanto amémonos y estémonos siempre juntos.”

 

Así ha terminado por esta mañana. Ahora, ¿quién puede decir cuánto

ha comprendido mi mente de este Sol divino? Me parece verlo y tocarlo portodas partes, es más, me siento revestida por Él dentro y fuera de mí misma,

pero mi capacidad es pequeña, pequeña, que mientras parece que comprende

alguna cosa de Dios, al verlo parece que no he comprendido nada, más bien

me parece haber dicho desatinos; espero que Jesús me los perdone.

 

                                                                                                                                                                                                         

Marzo 10, 1899

 

El Señor le hace ver muchos castigos.

 

Estando en mi habitual estado se ha hecho ver mi siempre amable

Jesús, todo amargado y afligido y me ha dicho:

 

“Hija mía, mi Justicia se ha vuelto muy pesada, y son tantas las

ofensas que me hacen los hombres que no puedo sostenerlas más. Por lo

tanto la guadaña de la muerte está a punto de matar a muchos, de improviso

y de enfermedades, y además son tantos los castigos que verteré sobre el

mundo, que serán una especie de juicio.”

 

¿Quién puede decir los tantos castigos que me ha hecho ver, y el modo

como yo he quedado aterrorizada y espantada? Es tanta la pena que siente

mi alma, que creo es mejor pasarla en silencio.

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Continúo diciendo porque la obediencia lo quiere; entonces me parecía

ver las calles llenas de carne humana y la sangre que inundaba la tierra;

ciudades sitiadas por enemigos que no perdonaban ni siquiera a los niños;

me parecían como tantos animales salidos del infierno, no respetaron ni

iglesias ni sacerdotes. Parecía que el Señor mandaba un castigo del Cielo;

cuál sea no sé decirlo, sólo me parecía que todos recibiremos un golpe

mortal, y quien quedará víctima de la muerte y quien se repondrá. Me

parecía también ver las plantas secas y muchos otros males que deben venir

sobre las cosechas. ¡Oh Dios, qué pena, ver estas cosas y estar obligada a

manifestarlas! ¡Ah Señor, aplácate, yo espero que tu sangre y tus llagas sean

nuestro remedio, o bien viértelos sobre esta pecadora, pues los merezco; de

otra manera tómame y entonces estarás libre de hacer lo que quieras, pero

mientras viva haré cuanto pueda para oponerme.

 

                                                                                                                                                                                                        

Marzo 13, 1899

 

La Caridad no es otra cosa que el desahogo

del Ser Divino. Todo lo creado habla del

amor de Dios hacia el hombre, y le enseña

el modo como debe amar a Dios.

 

Esta mañana el amado Jesús no se hacía ver según lo acostumbrado,

todo amabilidad y dulzura, sino severo; mi mente me la sentía en un mar de

confusión y mi alma tan afligida y aniquilada, especialmente por los castigos

vistos en los días pasados; viéndolo en aquel aspecto no me atrevía a decirle

nada; nos mirábamos pero en silencio. ¡Oh Dios, qué pena! Cuando de

pronto he visto también al confesor, y Jesús haciendo salir un rayo de luz

intelectual ha dicho estas palabras:

 

“Caridad, la Caridad no es otra cosa que un desahogo del Ser Divino,

y este desahogo lo he difundido sobre todo lo creado, de modo que todo lo

creado habla del amor que le tengo al hombre y todo lo creado le enseña el

modo como debe amarme. Mira, comenzando desde el ser más grande hasta

la más pequeña florecita del campo dice al hombre: ‘Con mi suave perfume

y con estarme siempre dirigida hacia el cielo, intento enviar un homenaje a

mi Creador; también tú, haz que todas tus acciones sean olorosas, santas,

puras, no hagas que el mal olor de tus acciones ofenda a mi Creador.’ ‘¡Ah,

hombre!’ Repite la florecita, ‘no seas tan insensato de tener los ojos fijos a

la tierra, sino elévalos al Cielo, mira, allá arriba está tu destino, tu patria; allá

arriba está el Creador mío y tuyo que te espera.’ El agua que continuamente

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

corre bajo nuestros ojos nos dice también: ‘Mira, de las tinieblas he salido y

tanto debo correr y correr hasta que llegue a sepultarme en el lugar de donde

salí, también tú, ¡oh hombre! corre, pero corre al seno de Dios de donde

saliste; ¡ah! te pido que no corras los caminos torcidos, los caminos que

conducen al precipicio, de otra manera, ¡ay de ti!’ También las bestias más

salvajes nos repiten: ‘Mira, ¡oh! hombre, como debes ser selvático para todo

lo que no es Dios; mira, cuando nosotros vemos que alguien se acerca a

nosotros, con nuestros rugidos ponemos tanto espanto que ninguno se atreve

a acercarse más a perturbar nuestra soledad; también tú, cuando el hedor de

las cosas terrenas, o sea tus pasiones violentas estén por enfangarte y hacerte

caer en el precipicio de las culpas, con los rugidos de tu oración y con

retirarte de las ocasiones en las cuales te encuentras, estarás a salvo de

cualquier peligro.’ Así todos los demás seres, que decirlos todos sería

demasiado largo, con voz unánime resuenan entre ellos y nos repiten: ‘Mira,

¡oh! hombre, por amor tuyo nos ha creado nuestro Creador y todos estamos

a tu servicio, tú no seas tan ingrato, ama, te repetimos, ama a nuestro

Creador!”

 

Después de esto mi amable Jesús me dijo: “Esto es todo lo que

quiero: ‘Amar a Dios y al prójimo por amor mío.’ Ve cuánto he amado al

hombre, y él es tan ingrato; ¿cómo quieres tú que no lo castigue?”

 

En el mismo instante me parecía ver una granizada terrible y un

terremoto que debe hacer notable daño, hasta destruir las plantas y los

hombres. Entonces, con toda la amargura de mi alma le he dicho: “Mi

siempre amable Jesús, ¿por qué estás tan indignado? Si el hombre es

ingrato, no es tanto por malicia sino por debilidad. ¡Oh! si te conocieran un

poco como serían humildes y amorosos, por eso, cálmate, al menos te

encomiendo Corato y a aquellos que me pertenecen.”

 

En el momento de decir esto, me parecía que también en Corato debía

suceder algo, pero en comparación con lo que sucederá en los demás lugares

será nada.

 

                                                                                                                                                                                                        

Marzo 14, 1899

 

Jesús se refugia en el corazón y llora

la suerte de las criaturas. El alma

hace de todo para consolarlo y

llora junto con Jesús.

 

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Esta mañana mi dulcísimo Jesús, transportándome junto con Él, me

hacía ver la multiplicidad de los pecados que se cometen, y eran tales y

tantos, que es imposible describirlos; veía también en el aire una estrella de

desmesurado tamaño, y en su circunferencia contenía fuego negro y sangre;

infundía tal temor y espanto al mirarla, que parecía que fuera menor mal la

muerte que vivir en tiempos tan tristes. En otros lugares se veían los

volcanes, que abriendo otros tantos cráteres debían inundar aun los pueblos

vecinos; se veían también gentes sectarias que irán favoreciendo los

incendios, etc. Mientras esto veía, mi amable pero afligido Jesús me dijo:

 

“¿Has visto cuánto me ofenden y lo que tengo preparado? Yo me

retiro del hombre.”

 

Y mientras esto decía nos retiramos los dos en la cama, y veía que en

este retirarse de Jesús, los hombres se ponían a hacer acciones más feas, más

homicidios, en una palabra me parecía ver gente contra gente. Cuando nos

retiramos, parecía que Jesús se metía en mi corazón y comenzó a llorar y a

sollozar diciendo:

 

“¡Oh hombre, cuánto te he amado! ¡Si tú supieras cuánto me duele

tener que castigarte! Pero a esto me obliga mi Justicia. ¡Oh hombre, oh

hombre, cuánto lloro y me duele tu suerte!”

 

Después daba desahogo al llanto y de nuevo repetía las palabras.

¿Quién puede decir la pena, el temor, el desgarro que se hacía en mi alma,

especialmente al ver a Jesús tan afligido y llorando? Hacía cuanto más

podía para esconder mi dolor, y para consolarlo le decía: “¡Oh Señor, no sea

jamás que castigues a los hombres! Esposo santo, no llores, tal como habéis

hecho otras veces, así harás ahora, derramarás en mí, me harás sufrir a mí, y

así vuestra Justicia no os obligará a castigar a las gentes.” Y Jesús

continuaba llorando y yo repetía: “Pero escúchame un poco, ¿no me habéis

puesto en esta cama para que sea víctima por los demás? ¿Acaso no he

estado dispuesta a sufrir las otras veces para evitar los castigos a las

criaturas? ¿Por qué ahora no queréis hacerme caso?” Pero con todo y mis

pobres palabras Jesús no se calmaba de llorar, entonces no pudiendo resistir

más, también yo rompí en llanto diciéndole: “Señor, si vuestra intención es

de castigar a los hombres, no me da el ánimo ver sufrir tanto a las criaturas,

por eso, si verdaderamente queréis mandar los flagelos y mis pecados no me

hacen merecer más el sufrir yo en vez de los demás, quiero irme al Cielo, no

quiero estar más sobre esta tierra.”

 

Después ha venido el confesor y habiéndome llamado a la obediencia,

Jesús se ha retirado y así ha terminado.

 

La siguiente mañana continuaba viendo a Jesús retirado en mi

corazón, y veía que las personas venían hasta dentro de mi corazón y lo

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

pisoteaban, lo ponían bajo los pies. Yo hacía cuanto más podía por liberarlo

y Jesús dirigiéndose a mí me ha dicho:

 

“¿Ves hasta dónde llega la ingratitud de los hombres? Ellos mismos

me obligan a castigarlos, sin que pueda hacer de otra manera. Y tú, querida

mía, después de que me has visto sufrir tanto, te sean más amadas las cruces

y sientas como deleites las penas.”

 

                                                                                                                                                                                                         

Marzo 18, 1899

 

Continúa viendo a Jesús retirado

en su corazón. Él le dice como

le es querida la caridad.

 

 

Esta mañana mi querido Jesús seguía haciéndose ver desde dentro de

mi corazón, y viéndolo un poco más amable, me armé de valor y empecé a

pedirle que no mandara tantos castigos, y Jesús me dijo:

 

“¿Qué te mueve, oh hija mía, a pedirme que no castigue a las

criaturas?”

 

Yo en seguida respondí: “Porque son tus imágenes y debiendo las

criaturas sufrir, vendrías Tú mismo a sufrir.” Entonces Jesús dando un

suspiro me dijo:

 

“Me es tan querida la caridad, que tú no puedes comprenderlo. La

Caridad es simple, como mi Ser, que si bien es inmenso, es también

simplísimo, tanto que no hay parte en la cual no penetre. Así la Caridad,

siendo simple se difunde por todas partes, no tiene deferencia por ninguno,

amigo o enemigo, vecino o forastero, a todos ama.”

 

                                                                                                                                                                                                        

Marzo 19, 1899

 

Temores. Jesús la tranquiliza.

El demonio puede hablar de virtud,

pero no puede infundirla en el alma.

 

 

Esta mañana, mientras Jesús se hacía ver, yo temía que no fuese

verdaderamente Jesús, sino el demonio que me quisiera engañar; después de

que hice las acostumbradas protestas Jesús me ha dicho:

 

“Hija, no temas, no soy el demonio, y además, ése, si habla de las

virtudes es una virtud pintada, no verdadera virtud, ni tiene poder para

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

infundirla en el alma, sino solamente de hablar de ella, y si alguna vez

muestra que quiere hacer practicar un poco de bien, no es perseverante y en

el mismo acto en que el alma hace ese poco bien, el alma está desganada y

agitada; sólo Yo tengo la potencia de infundirme en el corazón y de hacer

practicar las virtudes y hacer sufrir con ánimo, tranquilidad y con

perseverancia. Además, ¿cuándo el demonio ha ido en busca de virtud? Su

búsqueda son los vicios. Por eso no temas, estate tranquila.”

 

                                                                                                                                                                                                         

Marzo 20, 1899

 

Jesús vierte sus amarguras y le dice

la causa de los males del mundo.

 

Esta mañana Jesús me ha transportado fuera de mí misma y me ha

hecho ver mucha gente, toda en discordia. ¡Oh, cuánta pena daba a Jesús!

Yo, viéndolo sufrir mucho le he pedido que vertiera en mí sus amarguras,

pero como continuaba queriendo castigar al mundo, Jesús no quería

derramarlas en mí, pero después de haberle pedido y vuelto a pedir, para

contentarme ha derramado un poco. Entonces, habiéndose aliviado un poco

me ha dicho:

 

“La causa por la que el mundo se ha reducido a este triste estado es

por haber perdido la subordinación a las cabezas, y como la primera cabeza

es Dios, al cual se han rebelado, como consecuencia ha sucedido que han

perdido toda sujeción y dependencia a la Iglesia, a las leyes y a todos los

demás que se dicen cabezas. ¡Ah! hija mía, ¿qué será de tantos miembros

infectados por este mal ejemplo dado por aquellos mismos que se dicen

cabezas, esto es, por superiores, por padres y por tantos otros? ¡Ah, llegarán

a tanto, que no se reconocerán más ni padres, ni hermanos, ni reyes ni

príncipes, estos miembros serán como tantas víboras que recíprocamente se

envenenarán, por eso mira como son necesarios los castigos en estos tiempos

y que la muerte casi destruya a esta gente, a fin de que los pocos que queden

aprendan a costa de los demás a ser humildes y obedientes. Por eso déjame

hacer, no quieras oponerte a que castigue a las gentes.”

 

                                                                                                                                                                                                         

Marzo 31, 1899

 

Jesús habla de la virtud de la cruz.

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Esta mañana mi adorable Jesús se hizo ver crucificado, y después de

haberme comunicado sus penas me ha dicho:

 

“Muchas son las llagas que me hicieron sufrir en mi pasión, pero una

fue la cruz; esto significa que muchos son los caminos por los cuales atraigo

a las almas a la perfección, pero uno es el Cielo en el cual estas almas deben

unirse, así que equivocado aquel Cielo, no hay algún otro que pueda

volverlas bienaventuradas para siempre.”

 

Después ha agregado: “Mira un poco, una es la cruz, pero de varios

leños fue formada dicha cruz; esto quiere decir que uno es el Cielo, pero

varios los lugares que este Cielo contiene, más o menos gloriosos, y a

medida de los sufrimientos sufridos acá abajo, más o menos pesados, serán

distribuidos estos lugares. ¡Oh!, si todos conocieran la preciosidad del

sufrir, harían competencia a ver quien quisiera sufrir más, pero esta ciencia

no es conocida por el mundo, por eso aborrecen todo lo que puede volverlos

más ricos in eterno.”

 

                                                                                                                                                                                                        

Mes de Abril, 1899

 

Como la humildad es la pequeña planta.

La humildad sin confianza es virtud falsa.

 

 

Después de haber pasado algunos días de privación y de lágrimas, yo

me encontraba toda confundida y aniquilada en mí misma, en mi interior iba

diciendo continuamente: “Dime, oh mi Bien, ¿por qué te has alejado de mí,

en qué te he ofendido que no te dejas ver más, y si te muestras es casi

ensombrecido y en silencio? ¡Ah, no más me hagas esperar y esperar, que

mi corazón no puede más!”

 

Finalmente Jesús se ha mostrado un poco más claro, y viéndome tan

aniquilada me ha dicho:

 

“¡Si tú supieras cuánto me agrada la humildad! La humildad es la

planta más pequeña que se pueda encontrar, pero sus ramas son tan altas que

llegan hasta el Cielo, están en torno a mi trono y penetran hasta dentro de mi

corazón. La pequeña planta es la humildad, las ramas que produce esta

planta es la confianza; así que no se puede dar verdadera humildad sin

confianza. La humildad sin confianza es virtud falsa.”

 

Por las palabras de mi Jesús se ve que mi corazón no sólo estaba

aniquilado, sino también un poco desanimado.

 

                                                                                                                                                                                                         

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Abril 5, 1899

 

Jesús tiene a Luisa cubierta en su Amor.

 

Mi alma continuaba en su aniquilamiento y con temor de perder al

dulce Jesús, cuando en un instante, de golpe se ha hecho ver y me ha dicho:

 

“Te tengo cubierta bajo la luz de mi Caridad. Entonces, así como la

luz penetra por todas partes, así mi Amor te tiene cubierta por todas partes y

en todo. ¿De qué temes entonces? ¿Y cómo puedo Yo dejarte mientras te

tengo tan abismada en mi Amor?”

 

Mientras Jesús así decía, yo quería preguntarle por qué no se hacía ver

según su costumbre, pero Jesús en seguida desapareció y no me ha dado

tiempo de decirle ni siquiera una palabra. ¡Oh Dios, qué pena!

 

                                                                                                                                                                                                        

Abril 7, 1899

 

Luisa consuela a Jesús. Él le dice:

Quiero hacer de ti un objeto

de mis complacencias.

 

 

Continúa el mismo estado, pero especialmente esta mañana la he

pasado amarguísima, casi había perdido la esperanza de que Jesús viniera.

¡Oh, cuántas lágrimas he tenido que derramar! Era propiamente la última

hora y Jesús no venía aún. ¡Oh Dios! ¿qué hacer? Mi corazón estaba con un

dolor tan fuerte y en un continuo palpitar, tan fuerte que sentía una agonía

mortal. En mi interior le decía: “Mi buen Jesús, ¿no ves Tú mismo que me

siento faltar la vida? ¿Al menos dime cómo se puede hacer para estar sin

Ti? ¿Cómo se puede vivir? Si bien soy ingrata ante tantas gracias, sin

embargo te amo y te ofrezco esta pena amarguísima de tu ausencia para

repararte por mi ingratitud; pero ven, Jesús ten paciencia, eres tan bueno, no

me hagas esperar, ven. ¡Ah! tal vez no sabes Tú mismo qué cruel tirano es

el amor, y por eso no tienes compasión de mí?” Mientras estaba en este

estado tan doloroso, Jesús ha venido y todo compasión me ha dicho:

 

“He aquí que he venido; no llores más, ven a Mí.”

 

En un instante me he encontrado fuera de mí misma junto con Él, y yo

lo miraba, pero con tal temor que de nuevo pudiera perderlo, que a ríos me

escurrían las lágrimas de los ojos. Jesús ha continuado diciéndome:

 

“No, no llores más; mira un poco cuánto estoy sufriendo; mírame la

cabeza, las espinas han penetrado tan adentro que no queda nada afuera.

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

¿Ves cuántos desgarros y sangre cubren mi cuerpo? Acércate, dame un

alivio.”

 

Ocupándome de las penas de Jesús he olvidado un poco las mías, y así

he comenzado por su cabeza, ¡oh! como era desgarrador ver aquellas espinas

tan metidas dentro, que apenas se podían jalar. Mientras esto hacía, Jesús se

lamentaba, tanto era el dolor que sufría. Después que he sacado aquella

corona de espinas, toda despedazada, la uní de nuevo, y conociendo que el

mayor placer que se pueda dar a Jesús es el sufrir por Él, la he tomado y la

he hundido sobre mi cabeza.

 

Después, una por una se ha hecho besar las llagas y en algunas de ellas

quería que chupara la sangre. Yo trataba de hacer todo lo que Él quería,

pero en mudo silencio, cuando se ha presentado la Virgen Santísima y me ha

dicho:

 

“Pregunta a Jesús qué cosa quiere hacer de ti.”

 

Yo no me atrevía, pero la Mamá me incitaba a hacerlo; para

contentarla he acercado los labios al oído de Jesús, y quedito quedito le he

dicho: “¿Qué cosa quieres hacer de mí?” Y Él ha respondido:

 

“Quiero hacer de ti un objeto de mis complacencias.”

Y en el acto mismo de decir estas palabras desapareció y yo me he

encontrado en mí misma.

 

                                                                                                                                                                                                        

Abril 9, 1899

 

Jesús lleva a Luisa fuera de sí misma,

unida a Él; no quiere dejarla y Jesús

la tiene consigo en la custodia.

 

Esta mañana Jesús se ha hecho ver y me ha transportado dentro de una

iglesia, allí he oído la Santa Misa y recibí la comunión de las manos de

Jesús. Después de esto me abracé a los pies de Él, tan fuertemente que no

podía separarme. El pensamiento de las penas de los días pasados, esto es,

de la privación de Jesús, me hacía temer tanto el perderlo de nuevo, que

estando a sus pies lloraba y le decía: “Esta vez, oh Jesús, no te dejaré más,

porque Tú cuando te vas de mí me haces sufrir y esperar mucho.”

 

Entonces Jesús me dijo: “Ven entre mis brazos que quiero aliviarte de

las penas pasadas en estos días.”

Yo casi no me atrevía a hacerlo, pero Jesús extendió las manos y me

levantó de sus pies, me abrazó y dijo:

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

“No temas, que no te dejo, esta mañana quiero contentarte, ven a

estarte conmigo en la custodia.”

 

Y los dos nos retiramos en la custodia. ¿Quién puede decir lo que

hicimos? Ahora me besaba y yo a Él, ahora yo me reposaba en Él y Jesús en

mí, ahora veía las ofensas que recibía y yo hacía actos de reparación por las

diferentes ofensas. ¿Quién puede decir la paciencia de Jesús en el

sacramento? Es tal y tanta que da terror el solo pensarlo. Pero mientras

estaba haciendo esto, Jesús me hizo ver al confesor que venía a llamarme en

mí misma y me ha dicho:

 

“Basta por ahora, ve, que la obediencia te llama.”

 

Y así me parecía que mi alma regresaba al cuerpo, y en efecto el

confesor me llamaba a la obediencia.

 

                                                                                                                                                                                                        

Abril 12, 1899

 

Jesús dice a Luisa: Tú eres mi tabernáculo,

 

es más, me siento más contento en ti porque

 

te participo mis penas.

 

Hoy sin hacerme esperar tanto, Jesús ha venido pronto y me ha dicho:

 

“Tú eres mi tabernáculo, para Mí es lo mismo estar en el sacramento

que en tu corazón, es más, en ti se encuentra otra cosa de más, que es el

poderte participar mis penas y tenerte junto conmigo como víctima viviente

ante la divina Justicia, lo que no encuentro en el sacramento.”

 

Y mientras decía estas palabras se encerró dentro de mí. Estando en

mí Jesús me hacía sentir ahora las pinchaduras de las espinas, ahora los

dolores de la cruz, los afanes y los sufrimientos del corazón. En torno a su

corazón veía un trenzado de puntas de hierro que hacía sufrir mucho a Jesús.

¡Ah, cuánta pena me daba verlo sufrir tanto, hubiera querido sufrir todo yo

antes que hacer sufrir a mi dulce Jesús, y de corazón le pedía que a mí me

diera las penas, a mí el sufrir. Entonces Jesús me dijo:

 

“Hija, las ofensas que más me traspasan el corazón son las misas

dichas sacrílegamente y las hipocresías.”

 

¿Quién puede decir lo que comprendí en estas dos palabras? A mí me

parece que externamente se hace ver que se ama, se alaba al Señor, pero

internamente se tiene el veneno listo para matarlo; externamente se hace ver

que se quiere la gloria, el honor de Dios, pero internamente se busca el

honor, la estima propia. Todas las obras hechas con hipocresía, aun las más

santas, son obras todas envenenadas que amargan el corazón de Jesús.

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

                                                                                                                                                                                                        

Abril 16, 1899

 

Jesús quiere girar junto con Luisa y le

hace ver como es tratado por las almas.

 

Estando en mi habitual estado, Jesús me invitó a girar para ver qué cosa

hacían las criaturas. Yo le dije: “Mi adorable Jesús, esta mañana no tengo

ganas de girar y ver las ofensas que te hacen; estémonos aquí los dos

juntos.” Pero Jesús insistía en que quería girar, entonces para contentarlo le

dije: “Si quieres salir, vamos, pero vamos dentro de alguna iglesia, pues ahí

son pocas las ofensas que te hacen.”

 

Y así hemos ido dentro de una iglesia, pero también ahí era ofendido,

y más que en otros lugares, no porque en las iglesias se hagan más pecados

que en el mundo, sino porque son ofensas hechas por sus más amados, por

aquellos mismos que deberían poner alma y cuerpo para defender el honor y

la gloria de Dios, por eso resultan más dolorosas a su corazón adorable.

Entonces veía almas devotas, que por bagatelas de nada no se preparaban

bien a la comunión; su mente en vez de pensar en Jesús pensaba en sus

pequeñas disturbios, en tantas cosas de nada, y esta era su preparación.

Cuánta pena daban estas almas a Jesús y cuánta compasión daban ellas,

porque daban importancia a tantas pajitas, a tantas ociosidades y en cambio

no se dignaban dirigirle una mirada a Jesús. Entonces Él me ha dicho:

 

“Hija mía, cuánto impiden estas almas que mi Gracia se derrame en

ellas, Yo no me fijo en las menudencias sino en el amor con el cual se

acercan, y ellas al contrario, más se fijan en las pajas que en el amor, es más,

el amor destruye las pajas, pero con muchas pajas no se acrecienta ni un

poquito el amor, más bien lo disminuye. Pero lo que es peor de estas almas

es que se disturban mucho, pierden mucho tiempo; quisieran estar con los

confesores horas enteras para decir todas estas menudencias, pero jamás

ponen manos a la obra con una buena y valiente resolución para extirpar

estas pajas.

 

¿Qué decirte además, ¡oh! hija mía, de ciertos sacerdotes de estos

tiempos? Se puede decir que obran casi satánicamente, llegando a hacerse

ídolos de las almas. ¡Ah! sí, mi corazón es más traspasado por mis hijos,

porque si los otros me ofenden más, ofenden las partes de mi cuerpo, pero

los míos me ofenden las partes más sensibles y tiernas, hasta en lo más

íntimo de mi corazón.”

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

¿Quién puede decir la amargura de Jesús? Al decir estas palabras

lloraba amargamente. Yo hacía cuanto más podía por compadecerlo y

repararlo, pero mientras esto hacía nos retiramos juntos en el lecho.

 

                                                                                                                                                                                                        

Abril 21, 1899

 

Ve a Jesús como niño mientras se encuentra sola.

Temor de que fuera alguien para hacerle mal.

Pregunta quién es, y Jesús le dice que es el pobre

de los pobres y que quisiera estar con ella.

 

Esta mañana, estando en mi habitual estado, en un momento me he

encontrado en mí misma, pero sin poderme mover, cuando de pronto sentí

que alguien entraba en mi recámara, después ha cerrado de nuevo la puerta y

he oído que se acercaba a mi cama. En mi mente pensaba que alguien había

entrado furtivamente sin que nadie de la familia lo hubiera visto y había

penetrado hasta mi recámara. ¿Quién sabe qué cosa me pueda hacer? Era

tanto el temor que me sentí helar la sangre en las venas y temblaba toda.

¡Oh Dios! ¿Qué hacer? Decía entre mí: “La familia no lo ha visto, yo me

siento toda inmóvil y no puedo defenderme ni puedo pedir ayuda; Jesús,

María, Mamá mía, ayúdenme, San José, defiéndeme de este peligro.”

Cuando he sentido que subía a la cama y se acurrucaba junto a mí ha sido

tanto el temor, que he abierto los ojos y le he dicho: “Dime, ¿quién eres tú?”

 

Él ha respondido: “Yo soy el pobre de los pobres, no tengo donde

estar; he venido a ti para ver si me quieres tener contigo en tu recámara,

mira, soy tan pobre que ni siquiera tengo vestidos, pero tú pensarás en todo.”

 

Yo lo miré bien, era un niño de cinco o seis años, sin vestidos, sin

calzado, pero sumamente bello y gracioso; en seguida le respondí: “Por mí

con gusto te tendría, ¿pero qué dirá mi papá? No soy persona libre que

pueda hacer lo que quiera, tengo mis padres que lo impiden. Vestirte sí

puedo hacerlo con mis pobres trabajos, haré cualquier sacrificio, pero tenerte

conmigo es imposible. Y además, ¿no tienes padre, no tienes madre, no

tienes dónde quedarte?”

 

Pero el niño amargamente respondió: “No tengo a nadie; ¡ah, no me

hagas vagar más, déjame estar contigo!”

 

Yo misma no sabía qué hacer, como tenerlo. Un pensamiento me pasó

por la mente: “¿Quién sabe, a lo mejor es Jesús, o bien será algún demonio

para disturbarme?” Así que de nuevo le dije: “Pero dime la verdad, ¿quién

eres tú?” Y Él repitió:

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

“Yo soy el pobre de los pobres.”

 

Yo repliqué: “¿Has aprendido a santiguarte?”

 

“Sí.” Respondió.

 

Pues entonces hazlo, quiero ver como lo haces.

 

Él se persignó con la señal de la cruz.

 

Yo agregué: “¿Y el Ave María la sabes decir?”

 

“Sí, pero si quieres que la diga, digámosla juntos.”

 

Yo empecé el Ave María y Él la decía junto conmigo, en ese momento

una luz purísima se ha desprendido de su frente adorable y he conocido que

el pobre de los pobres era Jesús. En un instante, con aquella luz que Jesús

me enviaba me ha hecho perder de nuevo los sentidos y me sacó fuera de mí

misma. Yo estaba toda confundida delante de Jesús, especialmente por

tantos rechazos y rápidamente le dije:

 

“Querido mío, perdóname, si te hubiese conocido no te habría

prohibido la entrada. Además, ¿por qué no me lo has dicho, que eras Tú?

Tengo tantas cosas que decirte, te las habría dicho, no habría perdido el

tiempo en tantas inutilidades y temores. Para tenerte a Ti no tengo

necesidad de los míos, puedo tenerte libremente porque Tú no te dejas ver

por ninguno.” Pero mientras esto decía, Jesús ha desaparecido y así ha

terminado todo, dejándome una pena por no haberle dicho nada de lo que

quería decirle.

 

                                                                                                                                                                                                         

Abril 23, 1899

 

Las alabanzas y desprecios de los demás

 

Hoy he meditado acerca del daño que puede venir a nuestras almas por

las alabanzas que nos dan las criaturas. Mientras me lo aplicaba a mí misma

para ver si había en mí la complacencia por las alabanzas humanas, Jesús se

ha acercado a mí y me ha dicho:

 

“Cuando el corazón está lleno del conocimiento de sí mismo, las

alabanzas de los hombres son como aquellas olas del mar, que se elevan y

desbordan pero jamás salen de sus límites. Así las alabanzas humanas,

hacen estrépito, alborotan, se acercan hasta el corazón, pero encontrándolo

lleno y bien circundado por los fuertes muros del conocimiento de sí mismo,

no teniendo por lo tanto donde quedarse, se vuelven atrás sin hacer ningún

daño al alma; por eso debes estar atenta a esto, que las alabanzas y los

desprecios de las criaturas no hay que tomarlos en cuenta.”

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

                                                                                                                                                                                                        

Abril 26, 1899

 

Jesús la contenta con respecto al confesor.

Le habla de las almas desapegadas, que

mientras no tienen nada, todo poseen.

 

Cuando hoy mi amante Jesús se hacía ver, me parecía que me enviaba

tantos rayos de luz que toda me penetraban, cuando en un instante nos

hemos encontrado fuera de mí misma y junto se encontraba el confesor. Yo

en seguida le pedí a mi querido Jesús que le diera un beso al confesor y que

estuviera un poco en sus brazos, (Jesús era niño). Para contentarme, pronto

ha besado al confesor en el rostro, pero sin quererse separar de mí; yo he

quedado toda afligida y le dije: “Tesorito mío, no era esta mi intención, de

hacerte besar su rostro, sino la boca, a fin de que tocada por tus purísimos

labios quedara santificada y fortificada de aquella debilidad, así podrá

anunciar más libremente la santa palabra y santificar a los demás. ¡Ah, te

ruego que me contentes!” Así, Jesús ha dado otro beso, pero ahora en la

boca de él, y después me ha dicho:

 

“Me son tan agradables las almas desapegadas de todo, no sólo en el

afecto, sino también en efecto, que a medida que van despojándose, así mi

luz las va invistiendo y llegan a ser como cristales, en los que la luz del sol

no encuentra impedimento para penetrar dentro de ellos, como lo encuentra

en las construcciones y en las demás cosas materiales.”

 

¡Ah! dijo después: “Creen despojarse, pero en cambio vienen a

vestirse no sólo de las cosas espirituales, sino también de las corporales,

porque mi providencia tiene un cuidado todo especial y particular por estas

almas desapegadas, mi providencia las cubre por todas partes; sucede que

nada tienen, pero todo poseen.”

 

Después de esto nos retiramos del confesor y encontramos muchas

personas religiosas que parecía que tenían toda la intención de trabajar por

fines de intereses, Jesús pasando en medio de ellas dijo:

 

“¡Ay, ay de aquél que trabaja por la finalidad de adquirir dinero, ya

han recibido en vida su paga!”

 

                                                                                                                                                                                                         

Mayo 2, 1899

 

Cómo en la Iglesia está reflejado todo el Cielo.

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Esta mañana Jesús daba mucha compasión, estaba tan afligido y

sufriente que yo no me atrevía a hacerle ninguna pregunta, nos mirábamos

en silencio, de vez en cuando me daba un beso y yo a Él, y así ha seguido

haciéndose ver algunas veces. La última vez me hizo ver la Iglesia

diciéndome estas palabras:

 

“En mi Iglesia está representado todo el Cielo: Así como en el Cielo

una es la cabeza, que es Dios, y muchos son los santos, de diferentes

condiciones, órdenes y méritos, así en mi Iglesia una es la cabeza, que es el

Papa, y hasta en la tiara que rodea su cabeza está representada la Trinidad

Sacrosanta, y muchos son los miembros que de esta cabeza dependen, o sea,

diferentes dignidades, diferentes órdenes, superiores e inferiores, desde el

más pequeño hasta el más grande todos sirven para embellecer mi Iglesia, y

cada uno según su grado tiene un oficio que le ha sido dado, y con el exacto

cumplimiento de las virtudes viene a dar de sí en mi Iglesia un esplendor

olorosísimo, de modo que la tierra y el Cielo quedan perfumados e

iluminados, y las gentes quedan tan atraídas por esta luz y por este perfume,

que resulta casi imposible no rendirse a la verdad. Te dejo a ti el considerar

a aquellos miembros infectados, que en vez de producir luz dan tinieblas,

¡cuántos destrozos hacen en mi Iglesia!”

 

Mientras Jesús así me decía, he visto al confesor junto a Él, Jesús con

su mirada penetrante lo miraba fijamente; después, dirigiéndose a mí me ha

dicho:

 

“Quiero que tengas plena confianza con el confesor, aun en las

mínimas cosas, tanto que entre Mí y él no debe haber diferencia alguna,

porque en la medida de tu confianza y de la fe que des a sus palabras, así

concurriré Yo.”

 

En el momento que Jesús decía estas palabras me acordé de ciertas

tentaciones del demonio, que habían producido en mí un poco de

desconfianza, pero Jesús con su ojo vigilante, de inmediato me ha tomado

nuevamente junto a Sí, y en ese mismo instante me sentí quitar de mi interior

esa desconfianza. Sea siempre bendito el Señor que tiene tanto cuidado de

esta alma tan miserable y pecadora.

 

                                                                                                                                                                                                        

Mayo 6, 1899

 

Luisa busca a Jesús entre los ángeles.

 

Esta mañana a duras penas se ha hecho ver Jesús, mi mente la sentía

tan confundida que casi no comprendía la pérdida de Jesús; en ese momento

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

me sentí circundada de muchos espíritus, tal vez eran ángeles, pero no sé

decirlo con seguridad. Mientras me encontraba en medio de ellos, de vez en

cuando me ponía a indagar, pues, ¿quién sabe? A lo mejor pudiera oír el

aliento de mi amado; pero por más que hacía no advertía nada que indicara

que ahí estuviera mi amante Bien. Cuando de repente, de atrás de mi

espalda he sentido venir un aliento dulce, súbito he gritado: “¡Jesús, mi

Señor!”

 

Él respondió: “Luisa, ¿qué quieres?”

 

“Jesús, hermoso mío, ven, no estés atrás de mi espalda porque no

puedo verte; estuve toda esta mañana esperándote e indagando, pues a lo

mejor hubiera podido verte en medio de estos espíritus angélicos que

rodeaban la cama, pero no he tenido éxito, por esto me siento muy cansada,

porque sin Ti no puedo encontrar reposo, ven para reposar juntos.” Así

Jesús se ha puesto junto a mí y me sostenía la cabeza. Aquellos espíritus

han dicho:

 

“Señor, qué rápidamente te ha conocido, no por la voz, sino que con el

solo aliento pronto te ha llamado.”

 

Jesús les respondió: “Ella me conoce a Mí y Yo la conozco a ella; me

es tan querida, como me es querida la pupila de mis ojos.”

 

Y mientras así decía me he encontrado en los ojos de Jesús. ¿Quién

puede decir lo que he sentido estando en aquellos ojos purísimos? Es

imposible manifestarlo, los mismos ángeles han quedado sorprendidos.

 

                                                                                                                                                                                                         

Mayo 7, 1899

 

De la pureza de intención y la verdadera Caridad.

 

Mientras que en el día he hecho la meditación, Jesús continuaba

haciéndose ver junto a mí y me ha dicho:

 

“Mi persona está circundada por todas las obras que hacen las almas

como por un vestido, y a medida de la pureza de intención y de la intensidad

del amor con el cual se hacen, así me dan más esplendor, y Yo daré a ellas

más gloria, tanto que en el día del juicio las mostraré a todo el mundo para

hacer conocer el modo como me han honrado mis hijos, y el modo como Yo

los honro a ellos.”

 

Luego, tomando un aire más afligido ha agregado:

 

“Hija mía, ¿qué será de tantas obras, aun buenas, hechas sin recta

intención, por costumbre y con fines de interés? ¿Cuál no será su vergüenza

en el día del juicio, al ver tantas obras buenas en sí mismas, pero marchitas

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

por su intención, que en vez de darles honor como a tantos otros, las mismas

acciones les producirán vergüenza? Porque no son las obras grandes lo que

miro, sino la intención con la cual se hacen; aquí está toda mi atención.”

 

Por un rato Jesús ha hecho silencio y yo pensaba en las palabras que

había dicho, y mientras las estaba rumiando en mi mente, especialmente

sobre la pureza de intención, y como haciendo el bien a las criaturas, las

mismas criaturas deben desaparecer, haciendo una a la criatura con el mismo

Señor, y hacer como si las criaturas no existieran, Jesús ha vuelto a hablar

diciéndome:

 

“No obstante así es. Mira, mi corazón es grandísimo, pero la puerta es

estrechísima, ninguno puede llenar el vacío de este corazón sino sólo las

almas desapegadas, desnudas y simples, porque como tú ves, siendo la

puerta pequeña, cualquier impedimento, aun mínimo, es decir, una sombra

de apego, de intención errónea, una obra sin el fin de agradarme, impide que

entren a deleitarse en mi corazón. El amor del prójimo mucho le agrada a

mi corazón, pero debe estar tan unido al mío, que debe formar uno solo, sin

poderse distinguir uno del otro; pero aquel otro amor al prójimo que no está

transformado en mi amor, Yo no lo miro como cosa que me pertenezca.”

 

                                                                                                                                                                                                        

Mayo 9, 1899

 

Lamentos, peticiones, coloquio con Jesús.

 

Esta mañana me encontraba en un mar de aflicción por la pérdida de

Jesús. Después de mucho esperar ha venido y se estrechaba tanto a mí, que

no podía ni siquiera verlo, llegaba a poner su frente sobre la mía, apoyaba su

rostro sobre el mío y así todos los demás miembros. Ahora, mientras Jesús

estaba en esta posición le he dicho: “Mi adorable Jesús, ¿ya no me quieres?”

 

Y Él: “Si no te amara no me estaría tan cerca de ti.”

 

Y yo he vuelto a decirle: “¿Cómo me dices que me amas si no me

haces más sufrir como antes? Temo que no me quieras más en este estado;

al menos libérame entonces del fastidio del confesor.”

 

Mientras esto decía, parecía que Jesús no hacía caso a mis palabras y

me hacía ver una multitud de gente que cometían toda clase de infamias, y

Jesús indignado con ellos, hacía caer entre ellos diferentes clases de

enfermedades contagiosas, y muchos morían negros como carbones, parecía

que Jesús exterminaba de la faz de la tierra a aquella multitud de gente.

Mientras esto veía, le pedí a Jesús que vertiera en mí sus amarguras a fin de

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

que pudiera yo librar a la gente, pero ni siquiera en esto me hacía caso; y

respondiéndome a las palabras que antes le había dicho ha agregado:

 

“El más grande castigo que puedo darte a ti, al sacerdote y al pueblo,

es si te liberase de este estado de sufrimientos. Mi Justicia se desahogaría

con todo su furor, porque no encontraría más alguna oposición. Tan es

verdad, que el peor mal para alguien es ser puesto en un oficio y después ser

depuesto, mejor para él si no se le hubiera encargado aquel oficio, porque

abusando y no aprovechando se vuelve indigno.”

 

Después Jesús ha seguido viniendo varias veces el día de hoy, pero tan

afligido que daba piedad y hasta hacía llorar, tal vez hasta las mismas

piedras. Por cuanto pude busqué consolarlo, ahora lo abrazaba, ahora le

sostenía la cabeza tan sufriente, ahora le decía: “Corazón de mi corazón,

Jesús, nunca ha sido tu costumbre aparecerte a mí tan afligido; si otras veces

te has hecho ver afligido, con verter en mí tus amarguras pronto has

cambiado aspecto, pero ahora me es negado darte este alivio. ¿Quién lo

diría, que después de tanto tiempo que te has dignado derramar tus

amarguras en mí y hacerme partícipe de tus sufrimientos, y que Tú mismo

has hecho tanto para disponerme, ahora deba quedar privada? El sufrir por

tu amor era mi único alivio, era el sufrir lo que me hacía soportar el exilio

del Cielo, pero ahora, faltándome esto siento que no tengo ya donde

apoyarme y la vida me da fastidio. ¡Ah! Esposo santo, amado Bien, amada

Vida mía, haz que vuelvan a mí las penas, dame el sufrir, no mires mi

indignidad y mis graves pecados, sino tu gran Misericordia que no está

agotada.”

 

Mientras me desahogaba con Jesús, Él, acercándose más a mí me ha

dicho:

 

“Hija mía, es mi Justicia que quiere desahogarse sobre las criaturas; el

número de pecados de los hombres está casi completo y la Justicia quiere

salir fuera para hacer gala de su furor y repararse de las injusticias de los

hombres. Bueno, para hacerte ver como estoy amargado y para contentarte

un poco, quiero verter en ti sólo mi aliento.”

 

Y así, acercando sus labios a los míos me enviaba su respiro, que era

tan amargo que me sentía envenenar la boca, el corazón y toda mi persona.

Si su solo aliento era tan amargo, ¿qué será del resto de Jesús? Me dejó

tanta pena que me sentí traspasar el corazón.

 

                                                                                                                                                                                                         

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Mayo 12, 1899

 

Jesús vierte de su costado dulzuras y

amarguras en Luisa. Pasa la

jornada junto con Jesús.

 

Esta mañana mi adorable Jesús continuaba haciéndose ver afligido; me

transportó fuera de mí misma y me hacía ver las ofensas que recibía, y yo

comencé a pedir de nuevo que derramara en mí sus amarguras. Jesús al

principio no me hacía caso y sólo me ha dicho:

 

“Hija mía, la caridad sólo es perfecta cuando es hecha con el solo fin

de agradarme, y entonces es verdadera y es reconocida por Mí cuando está

despojada del todo.”

 

Yo, tomando ocasión de sus mismas palabras le he dicho: “Amado

Jesús mío, es por esto precisamente por lo que quiero que Tú derrames en mí

tus amarguras, para poderte aliviar en tantas penas, y si te pido que libres

también a las criaturas, es porque recuerdo bien que Tú en otras ocasiones,

después de haberlas castigado, al verlas sufrir tanto la pobreza y otras cosas,

mucho has sufrido también Tú. En cambio cuando yo he estado atenta y te

he pedido e importunado hasta cansarte que derramaras en mí tus amarguras,

tanto que te complacías en derramar en mí librándolas a ellas, después Tú

has quedado muy contento, ¿no lo recuerdas? Y además ¿no son tus

imágenes?”

 

Jesús, viéndose convencido me ha dicho: “Por ti es necesario

contentarte, acércate y bebe de mi costado.”

 

Así hice, me acerqué para beber de su costado, pero en vez de salir la

amargura chupaba una sangre dulcísima, que toda me embriagaba de amor y

de dulzura; sí, por ello estaba contenta, pero no era esta mi intención, por eso

dirigiéndome a Él le dije: “Querido Bien mío, ¿qué haces? No es amargo lo

que me das sino dulce. ¡Ah, te ruego, derrama Tú en mí tus amarguras!” Y

Jesús mirándome benignamente me dijo:

 

“Continúa bebiendo, que detrás vendrá lo amargo.”

 

Así, poniéndome nuevamente en su costado, después de que siguió

saliendo lo dulce, salió también lo amargo. ¿Pero quién puede decir la

intensidad de la amargura? Después que me sacié de beber me retiré y

viendo su cabeza que tenía la corona de espinas, se la quité y la hundí en mi

cabeza, y Jesús parecía todo condescendiente, mientras que en otras

ocasiones no había permitido esto. ¡Cómo era bello ver a Jesús después de

que derramó sus amarguras! Parecía casi desarmado, sin fuerza, todo

sosegado, como un humilde corderillo, todo condescendiente. Yo advertí

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

que la hora era tardísima, y como el confesor había venido temprano esta

mañana para llamarme a la obediencia, no es que yo supiera que debía ser

llamada por la obediencia, porque ante la obediencia Jesús me deja libre; por

eso vuelta hacia Él le dije: “Jesús dulcísimo, no permitas que yo sirva de

molestia a la familia y de fastidio al confesor con hacerlo venir de nuevo,

¡ah, te lo pido, hazme Tú mismo regresar en mí!” Y Jesús me ha dicho:

 

“Hija mía, no te quiero dejar este día.”

 

Y yo: “Tampoco yo tengo corazón para dejarte, pero sólo por un

poquito, para hacer ver a la familia que estoy en mí misma y después

volveremos a estar juntos.” Así, después de un largo debate, dándonos un

adiós recíproco me dejó un poco. Era exactamente la hora de la comida y la

familia venía a llamarme, y si bien me sentía en mí misma, pero me sentía

toda llena de sufrimiento, la cabeza no la aguantaba, lo amargo y lo dulce

bebido del costado de Jesús me daba tal saciedad y sufrimiento al mismo

tiempo, que me resultaba imposible poder tomar alguna otra cosa. La

palabra dada a Jesús me hacía sentirme entre espinas; así, con el pretexto de

que me dolía la cabeza dije a la familia: “Déjenme sola, que no quiero

nada.” Y así quedé libre de nuevo y en seguida empecé a llamar al dulce

Jesús, y Él siempre benigno ha regresado; ¿pero quién puede decir lo que

pasé hoy, cuántas gracias hizo Jesús a mi alma, cuántas cosas me hizo

entender? Es imposible poderlo expresar con palabras. Así, después de

estar un largo rato, Jesús para calmar mis sufrimientos, de su boca ha vertido

una leche dulce, y después hacia la noche me ha dejado dándome su palabra

de que pronto regresaría, y así me he encontrado de nuevo en mí misma,

pero un poco más libre de sufrimientos.

 

                                                                                                                                                                                                        

Mayo 16, 1899

 

Jesús habla de la cruz y se lamenta de las almas devotas.

 

Jesús ha seguido por otros días manifestándose del mismo modo, no

queriendo separarse de mí. Parecía que aquel poco de sufrimientos que

había vertido en mí lo atraían tanto, que no sabía estar sin mí. Esta mañana

ha vertido otro poco de amargura de su boca en la mía y después me ha

dicho:

 

“La cruz dispone al alma a la paciencia. La cruz abre el Cielo y une

juntos Cielo y tierra, esto es, Dios y el alma. La virtud de la cruz es potente

y cuando entra en un alma tiene la virtud de quitar la herrumbre de todas las

cosas terrenas; no sólo eso, sino que da el aburrimiento, el fastidio, el

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

desprecio de las cosas de la tierra, y a cambio le da el sabor, el agrado de las

cosas celestiales, pero por pocos es reconocida la virtud de la cruz, por eso la

desprecian.”

 

¿Quién puede decir cuántas cosas he comprendido de la cruz mientras

Jesús hablaba? El hablar de Jesús no es como el nuestro, que tanto se

entiende por cuanto se dice, sino que una sola palabra deja una luz inmensa,

que rumiándola bien podría hacer estar ocupado todo el día en profundísima

meditación, por eso si yo quisiera decirlo todo me extendería demasiado y

me faltaría el tiempo para hacerlo. Después de un poco Jesús ha regresado

de nuevo, pero un poco más afligido; yo rápidamente le he preguntado la

causa, y Jesús me ha hecho ver muchas almas devotas y me ha dicho:

 

“Hija mía, lo que miro en un alma es cuando se despoja de la propia

voluntad, entonces mi Voluntad la inviste, la diviniza y la hace toda mía.

Mira un poco a estas almas, se dicen devotas mientras las cosas van a su

modo, después una pequeña cosa, si no son largas sus confesiones, si el

confesor no las satisface, pierden la paz y algunas llegan a no querer hacer

ya nada más. Esto dice que no es mi Voluntad la que predomina, sino la de

ellas. Créeme entonces hija mía, han equivocado el camino, porque cuando

veo que en verdad quieren amarme, tengo tantos modos de poder dar mi

Gracia.”

 

Cuánta pena daba ver sufrir a Jesús por este tipo de gente. He buscado

compadecerlo por cuanto he podido y así ha terminado.

 

                                                                                                                                                                                                         

Mayo 19, 1899

 

La humildad da la seguridad de los favores celestiales.

 

Esta mañana sentía temor que no fuera Jesús sino el demonio que me

quería engañar. Entonces Jesús ha venido y viéndome con este temor me ha

dicho:

 

“La humildad es la seguridad de los favores celestiales, la humildad

viste al alma de tal seguridad que las astucias del enemigo no penetran

dentro, la humildad pone a salvo todas las gracias celestiales, tanto, que

donde veo la humildad hago correr abundantemente cualquier clase de

favores celestiales. Por eso no quieras inquietarte por esto, sino con ojo

simple mira siempre en tu interior si estás investida por la bella humildad, y

de todo lo demás no te preocupes.”

 

Después me ha hecho ver muchas personas religiosas, y entre ellas,

sacerdotes, también de santa vida, pero por cuan buenos fueran, no había en

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

ellos ese espíritu de simplicidad para creer en las tantas gracias y en los

tantos diversos modos que el Señor tiene con las almas. Y Jesús me ha

dicho:

 

“Yo me comunico a los humildes y a los sencillos porque pronto creen

en mis gracias y las tienen en gran estima, aunque sean ignorantes y pobres;

pero con estos otros que tú ves Yo soy muy reacio, porque el primer paso

que acerca el alma a Mí, es el creer; entonces sucede que estos, con toda su

ciencia, doctrina y hasta santidad, no prueban nunca un rayo de luz celestial,

esto es, caminan por el camino natural y jamás llegan a tocar ni siquiera por

un momento lo que es sobrenatural. Esta es también la causa de por qué en

el curso de mi Vida mortal no hubo ni siquiera un docto, un sacerdote, un

poderoso en mi seguimiento, sino todos ignorantes y de baja condición,

porque mientras más humildes y simples, son también más fáciles a hacer

grandes sacrificios por Mí.”

 

                                                                                                                                                                                                        

Mayo 23, 1899

 

Jesús bromea y habla del verdadero desapego.

 

Esta vez mi adorable Jesús quería jugar un poco; venía, hacía ver que

me quería escuchar, pero mientras me ponía a hablar, como un rayo

desaparecía. ¡Oh Dios, qué pena! Mientras mi corazón nadaba en esta pena

amarguísima de la lejanía de Jesús y estaba casi un poco inquieto, Jesús ha

regresado de nuevo diciéndome:

 

“¿Qué hay, qué hay? ¡Más tranquila, más calmada! Di, di, ¿qué

quieres?”

 

Pero en el momento de responderle ha desaparecido. Yo hacía cuanto

podía para calmarme, pero qué, después de algún tiempo mi corazón volvió

a no saber darse paz sin su único y solo consuelo y quizá más que antes.

Jesús volviendo de nuevo me ha dicho:

 

“Hija mía, la dulzura tiene la virtud de hacer cambiar la naturaleza a

las cosas, sabe convertir lo amargo en dulce, por eso, más dulce, más dulce.”

 

Pero no me dio tiempo de decir una sola palabra. Así he pasado esta

mañana.

 

Después de esto me he sentido fuera de mí misma junto con Jesús.

Había muchas personas, quien ambicionaba las riquezas, quien el honor,

quien la gloria y quien hasta la santidad, y tantas otras cosas, pero no por

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Dios, sino para ser tomadas en cuenta como algo grande por las demás

 

criaturas. Jesús dirigiéndose a ellas, moviendo la cabeza les dijo:

 

“Qué tontos sois, os estáis formando la red para enredaros.”

 

Después, dirigiéndose a mí me ha dicho:

“Hija mía, por eso la primera cosa que tanto recomiendo es el desapego de

todas las cosas y hasta de sí mismo, y cuando el alma se ha despegado de

todo, no tiene necesidad de hacerse fuerza para estar lejos de todas las cosas

de la tierra, que por ellas mismas se ponen a su alrededor, pero viendo que

no son tomadas en cuenta, más bien despreciadas, dándole un adiós se

despiden para no darle más molestia.”

 

                                                                                                                                                                                                         

Mayo 26, 1899

 

Luisa ve su propia nada. Jesús le enseña

acerca del desprecio de uno mismo.

 

Esta mañana me encontraba en un aniquilamiento tal de mí misma, hasta

sentirme odiosa y fastidiada, me parecía ser la más abominable que se

pudiera encontrar; me veía como un pequeño gusano que se movía y se

movía pero siempre quedaba allí, en el fango, sin poder dar un paso. ¡Oh

Dios, qué miseria humana! No obstante después de tantas gracias que me

has dado, soy tan mala todavía. Y mi buen Jesús, siempre benigno con esta

miserable pecadora, ha venido y me ha dicho:

“El desprecio de ti misma sólo es loable cuando está bien investido por el

espíritu de Fe, pero cuando no está investido por el espíritu de Fe, en vez de

hacerte bien te podrá dañar, porque viéndote tal y como tú eres, que no

puedes hacer nada de bien, desconfiarás, permanecerás abatida, sin animarte

a dar un paso en el camino del bien, pero apoyándote en Mí, esto es,

invistiéndote del espíritu de Fe, vendrás a conocer y a despreciarte a ti, y al

mismo tiempo a conocerme a Mí, confiando del todo en poder obrar todo

con mi ayuda; y he aquí que haciendo de esta manera caminarás según la

verdad.”

 

Cuánto bien hizo a mi alma este hablar de Jesús, he comprendido que

debo entrar en mi nada y conocer quién soy yo, pero no debo detenerme ahí,

sino que en seguida, después de haberme conocido a mí misma, debo volar

al mar inmenso de Dios y ahí detenerme a tomar todas las gracias que se

necesitan para mi alma, de otra manera la naturaleza queda debilitada y el

demonio buscará medios para arrojarla en la desconfianza.

 

Sea siempre bendito el Señor y siempre sea todo para gloria suya.

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

                                                                                                                                                                                                        

Mayo 31, 1899

 

Jesús se lamenta del confesor.

 

Esta mañana, estando en mi habitual estado, mi adorable Jesús ha venido, y

al mismo tiempo vi al confesor. Jesús se mostraba un poco disgustado con

él, porque parecía que el confesor quería que todos aprobasen que lo mío era

obra de Dios, y casi quería convencer a otros sacerdotes con manifestarles

algunas cosas de mi interior. Jesús se ha vuelto al confesor y le ha dicho:

 

“Esto es imposible, hasta Yo tuve contrarios, y esto en personas de las

más notables y también sacerdotes y otras dignidades, tuvieron que decir

sobre mis santas obras, hasta tacharme de endemoniado. Estas oposiciones,

aun por personas religiosas, Yo las permito para hacer que a su tiempo

pueda relucir más la verdad. Que quieras hacerte aconsejar por dos o tres

sacerdotes de los más buenos y santos y aun doctos, para tener luz y hasta

para hacer lo que quiero Yo en las cosas que se deben hacer, como es el

consejo de los buenos y la oración, esto Yo lo permito, pero el resto no, no,

sería querer hacer un derroche de mis obras y ponerlas en burla, lo que

mucho me disgusta.”

 

Después me dijo a mí: “Lo que quiero de ti es un obrar recto y simple,

que del pro y del contra de las criaturas no te preocupes, déjalas pensar como

quieran, sin tomarte el más mínimo fastidio, pues el querer que todos sean

favorables es un querer desviarse de la imitación de mi Vida.”

 

                                                                                                                                                                                                         

Junio 2, 1899

 

Acerca del conocimiento de nosotros mismos.

 

Esta mañana mi dulcísimo Jesús quiso hacerme tocar con mis propias manos

mi nada. En el momento en que se hizo ver, las primeras palabras que me ha

dirigido han sido:

“¿Quién soy Yo, y quién eres tú?”

 

 

En estas dos palabras vi dos luces inmensas: En una comprendía a

Dios, en la otra veía mi miseria, mi nada. Me veía ser no otra cosa que una

sombra, como aquel reflejo que hace el sol al iluminar la tierra, que depende

del sol, y que pasando a otros puntos el reflejo termina de existir. Así mi

sombra, esto es, mi ser, depende del místico Sol Dios, y que en un simple

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

instante puede deshacer esta sombra. ¿Qué decir además de cómo he

deformado esta sombra que el Señor me ha dado, no siendo ni siquiera mía?

Da horror pensarlo, maloliente, putrefacta, toda agusanada, y sin embargo en

este estado tan horrendo estaba obligada a estar delante de un Dios tan santo,

¡oh, cómo habría estado contenta si me fuera dado esconderme en los más

oscuros abismos!

 

Después de esto Jesús me ha dicho: “El favor más grande que puedo

hacer a un alma es el hacerse conocer a sí misma. El conocimiento de sí y el

conocimiento de Dios van de la mano, por cuanto te conozcas a ti misma

otro tanto conocerás a Dios. El alma que se ha conocido a sí, viendo que por

sí misma no puede obrar nada de bien, esta sombra de su ser la transforma

en Dios y de esto sucede que en Dios hace todas sus operaciones. Sucede

que el alma está en Dios y camina junto a Él, sin mirar, sin investigar, sin

hablar; en una palabra, como muerta, porque conociendo a fondo su nada no

se atreve a hacer nada por sí misma, sino que ciegamente sigue las

operaciones del Verbo.”

A mí me parece que al alma que se conoce a sí misma le sucede como a esas

personas que van en un transporte, que mientras pasan de un lugar a otro sin

dar un paso por ellas mismas, hacen largos viajes, pero todo esto en virtud

del transporte que las lleva. Así el alma, metiéndose en Dios, como las

personas en el transporte, hace sublimes vuelos en el camino de la

perfección, pero conociendo plenamente que no ella, sino en virtud de aquel

Dios bendito que la lleva en Sí mismo. ¡Oh! cómo el Señor favorece,

enriquece, concede las gracias más grandes al alma que sabiendo que no a símisma, sino todo a Él atribuye. ¡Oh, alma que te conoces a ti misma, como

eres afortunada!

 

                                                                                                                                                                                                        

Junio 3, 1899

 

Jesús vierte sus amarguras en Luisa.

 

Esta mañana me encontraba en un mar de aflicción porque Jesús no

había venido aún, sentía tal pena, que me sentía arrancar el corazón. Cuando

ha venido el confesor para llamarme a la obediencia porque debía celebrar la

santa misa, y Jesús sin hacerse ver, ni siquiera una sombra como es su

costumbre, que cuando no viene se hace ver una mano o un brazo,

especialmente cuando es día de recibir la comunión, como esta mañana, Él

mismo viene, me purifica, me prepara para recibirlo a Él mismo

sacramentalmente. Y decía entre mí: “Esposo santo, Jesús amable, ¿por qué

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

no vienes Tú mismo a prepararme? ¿Cómo podré recibirte?” Mientras tanto

el tiempo ha llegado, el confesor ha venido y Jesús sin venir. ¡Qué pena

desgarradora, cuántas lágrimas amargas!

 

El confesor me ha dicho: “Lo verás en la comunión y le preguntarás

por obediencia el por qué no viene y qué cosa quiere de ti.”

 

Después de la comunión he visto a mi buen Jesús, siempre benigno

con esta miserable pecadora; me ha transportado fuera de mí misma y yo lo

tenía en brazos, era como niño, todo afligido. Yo, rápidamente he

comenzado a decirle: “Niñito mío, único y solo Bien mío, ¿cómo es que no

vienes? ¿En qué te he ofendido? ¿Qué cosa quieres de mí que me haces

llorar tanto?” Pero en el acto de decir esto, era tanta la pena, que con todo y

que lo tenía entre mis brazos continuaba llorando. Pero aun antes de que

terminara de decir la última palabra, Jesús acercando su boca a la mía ha

vertido sus amarguras, sin responderme una sola palabra. Cuando terminaba

de verter yo comenzaba de nuevo a decir, pero Jesús sin ponerme atención

se ponía de nuevo a verter en mí. Después de esto, sin responderme nada de

lo que yo quería me ha dicho:

 

“Hazme verter en ti, de otra manera, así como he destruido con el

granizo otros lugares, así destruiré los vuestros, por eso hazme verter y no

pienses en otra cosa.”

 

Así, sin decirme otra cosa ha terminado.

 

                                                                                                                                                                                                         

Junio 5, 1899

 

Luisa reza junto con Jesús.

 

Continúa aún el estado de aniquilamiento, pero hasta tal punto que no

osaba decir una palabra a mi amado Jesús. Pero esta mañana, Jesús teniendo

compasión de mi miserable estado, Él mismo ha querido aliviarme y he aquí

como: Mientras se hizo ver y yo me sentía toda aniquilada y avergonzada

delante de Él, Jesús se ha acercado a mí, pero tan estrechamente que meparecía que Él estuviese en mí y yo en Él, y me ha dicho:

 

“Hija mía amada ¿qué tienes que estás tan afligida? Dime todo, que te

contentaré y remediaré todo.”

 

Pero como continuaba viéndome a mí misma, como dije el día

anterior, entonces viéndome tan mala, ni siquiera he osado decirle nada, pero

Jesús replicó: “Pronto, pronto, dime que quieres, no tardes.”

Viéndome casi obligada y rompiendo en abundante llanto le he dicho:

“Jesús santo, como quieres que no esté afligida, después de tantas gracias no

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

debía ser tan mala, a veces aun las obras buenas que busco hacer, en las

mismas oraciones, mezclo tantos defectos e imperfecciones que yo misma

siento horror. ¿Qué será ante Ti que eres tan perfecto y santo? Y además, el

escasísimo sufrir en comparación con el de antes, tu gran tardanza en venir,

todo me dice claramente que mis pecados, mis grandes ingratitudes son la

causa, y que Tú enojado conmigo me niegas también el pan cotidiano que

Tú concedes a todos generalmente, como es la cruz, así que después

terminarás con abandonarme del todo. ¿Se puede dar tal vez mayor

aflicción que esta?” Jesús, compadeciéndome toda, me ha estrechado a su

corazón y me ha dicho:

“No temas, esta mañana haremos las cosas juntos, así Yo supliré a las

tuyas.”

 

Entonces me pareció que Jesús contenía una fuente de agua y otra de

sangre en su pecho, y en esas dos fuentes ha sumergido mi alma, primero en

el agua y después en la sangre. ¿Quién puede decir cómo ha quedado

purificada y embellecida mi alma? Después nos hemos puesto a rezar juntos

recitando tres ‘Gloria Patri’ y esto me ha dicho que lo hacía para suplir a mis

oraciones y adoraciones a la Majestad de Dios. ¡Oh, cómo era bello y

conmovedor rezar junto con Jesús! Después de esto Jesús me ha dicho:

 

“No te aflija el no sufrir, ¿quieres tú anticipar la hora designada por

Mí? Mi obrar no es apresurado, sino todo a su tiempo, cumpliremos cada

cosa a su debido tiempo.”

 

Después, por un hecho todo providencial, inesperadamente, habiendo

salido el Viático de la iglesia para ir a otros enfermos, recibí también yo la

comunión. ¿Quién puede decir todo lo que ha pasado entre Jesús y yo, los

besos, las caricias que Jesús me hacía? Es imposible poder decirlo todo. Me

parecía que después de la comunión veía la sagrada partícula, y ahora veía

en la partícula la boca de Jesús, ahora los ojos, ahora una mano y después se

hizo ver todo Él. Me ha transportado fuera de mí misma y ahora me

encontraba en la bóveda de los cielos y ahora me encontraba sobre la tierra,

en medio de los hombres, pero siempre junto con Jesús. Él de vez en cuando

iba repitiendo:

 

“¡Oh, cómo eres bella amada mía, si tú supieras cuánto te amo! Y tú,

¿cuánto me amas?”

 

Al oír que me decía estas palabras sentí tal confusión que me sentía

morir, pero con todo esto he tenido el valor de decirle: “Jesús mío, hermoso,

sí, te amo mucho, y Tú si verdaderamente me amas tanto, dime también:

¿Tú me perdonas por todo el mal que he hecho? Y también concédeme el

sufrir.”

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Y Jesús: “Sí que te perdono y quiero contentarte con derramar en

abundancia mis amarguras en ti.”

 

Así Jesús ha vertido sus amarguras. Me parecía que tuviese una fuente

de amarguras en su corazón, recibidas por las ofensas de los hombres, y la

mayor parte la derramaba en mí. Después Jesús me ha dicho:

 

“Dime ¿qué otra cosa quieres?”

 

Y yo: “Jesús santo, te encomiendo a mi confesor, házmelo santo y

dale también la salud del cuerpo, y además, ¿es Voluntad tuya que venga

este sacerdote?”

 

Y Jesús: “Sí.”

 

Y yo: “Si fuera tu Voluntad lo harías estar bien.”

 

Y Él: “Estate quieta, no quieras investigar demasiado mis juicios.”

 

Y en ese mismo instante me hacía ver el mejoramiento de la salud del

cuerpo y la santidad del alma del confesor, y ha agregado:

 

“Tú quieres ser apresurada, pero Yo hago todo a su tiempo.”

 

Después le encomendé las personas que me pertenecen y pedí por los

pecadores diciendo a Jesús: “¡Oh, cuánto deseo que mi cuerpo se redujera

en pequeñísimos pedazos, con tal que los pecadores se convirtiesen!” Y

besé la frente, los ojos, el rostro, la boca de Jesús, haciendo varias

adoraciones y reparaciones por las ofensas que le hacían los pecadores. ¡Oh,

cómo estaba contento Jesús y yo también! Después, haciéndome prometer

por Jesús que no me volvería a dejar, he regresado en mí misma y así ha

terminado.

 

                                                                                                                                                                                                        

Junio 8, 1899

 

Luisa pide la conversión de todos, Jesús

le hace ver que casi nadie quiere salvarse.

Jesús se endulza tomando leche de sus pechos.

 

 

Mi adorable Jesús continúa haciéndose ver todo benignidad y dulzura.

Esta mañana mientras me encontraba junto con Él, de nuevo me ha repetido:

“Dime, ¿qué quieres?” Y yo en seguida le dije: “Querido Jesús mío, lo que

en verdad quisiera es que todo el mundo se convirtiera.” (Qué petición tan

disparatada) Pero aun así mi amante Jesús me ha dicho:

 

“Te contentaría con tal que todos tuvieran la buena voluntad de

salvarse, sin embargo para hacerte ver que de buena gana consentiría a todo

lo que has dicho, vayamos juntos en medio del mundo, y todos aquellos que

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

encontremos con la buena voluntad de salvarse, por cuan malos sean Yo te

los daré.”

 

Así hemos salido en medio de las gentes para ver quién tenía la buena

voluntad de salvarse, y con sumo disgusto nuestro encontramos un número

tan escaso, que da pena el sólo pensarlo. Y entre este escasísimo número

estaba mi confesor y la mayor parte de los sacerdotes y parte de las almas

devotas, pero no todos de Corato. Después me ha hecho ver las varias

ofensas que recibía; yo le he pedido que me hiciera partícipe de sus

sufrimientos, y Jesús ha vertido de su boca en la mía sus amarguras.

Después de esto me ha dicho:

 

“Hija mía, siento la boca demasiado amargada, anda, ¡ah! te pido que

la endulces.”

 

Yo le he dicho: “Con gusto te daría todo, pero no tengo nada, dime Tú

mismo qué cosa te podría dar.” Y Él me ha dicho:

 

“Hazme chupar la leche de tus pechos, y así podrás endulzarme.”

 

Y en el mismo instante de decirlo se ha acurrucado entre mis brazos y

se puso a chupar. Mientras esto hacía me ha venido un temor, que no fuese

el niño Jesús sino el demonio, por eso puse mi mano sobre su frente y le hice

la señal de la cruz: ‘Per signum Crucis.’ Y Jesús me miró todo festivo, y en

el acto mismo de chupar sonreía, y con aquellos ojos vivaces parecía que me

decía: “No soy demonio, no soy demonio.”

 

Después, cuando parecía que se había saciado, se puso de pie en mis

brazos y me besaba toda. Ahora, sintiéndome también yo la boca amarga

por las amarguras que había vertido en mí, me sentía venir las ganas de

chupar los pechos de Jesús, pero no me atrevía; entonces Jesús me ha

invitado a hacerlo y así he tomado valor y me he puesto a chupar, ¡oh, qué

dulzura de paraíso venía de aquel pecho santo! ¿Pero quién puede decirla?

Entonces me encontré en mí misma toda inundada de dulzuras y de

contentos.

 

Ahora explico que cuando Jesús chupa de mis pechos, el cuerpo no

participa para nada, pues es cuando me encuentro fuera de mí misma, parece

que la cosa sucede sólo entre el alma y Jesús, y Él cuando quiere hacer esto

es siempre como niño. Es tan cierto que es sólo el alma y no el cuerpo, que

cuando sucede esto yo me encuentro siempre, o en la bóveda del cielo, o

bien girando por otros puntos de la tierra. Ahora, como en algunas

ocasiones he dicho que regresando en mí misma sentía un dolor en aquella

parte en que el niño Jesús había chupado, es porque al chupar, a veces

parecía que lo hacía un poco fuerte, tanto, que parecía que con aquellas

chupadas quería jalar el corazón de dentro del pecho, por eso sentía

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

sensiblemente un dolor, y el alma regresando en mí misma lo participaba al

cuerpo.

 

Esto, además, sucede también en las otras cosas, como por ejemplo

cuando el Señor me transporta fuera de mí misma y me hace partícipe de la

crucifixión. Jesús mismo me extiende sobre la cruz, me traspasa las manos y

los pies con los clavos y siento un dolor tal que me siento morir, después,

encontrándome en mí misma, los siento muy bien en el cuerpo, tan es verdad

que no puedo mover los dedos, los brazos, y así de los demás sufrimientos

de los que el Señor me hace partícipe; si tuviera que decir todo me alargaría

demasiado.

 

Recuerdo también que mientras Jesús hacía esto de chupar mis pechos,

en ellos ponía la boca, pero del corazón era de donde me sentía salir aquella

cosa que chupaba, tanto, que mientras esto hacía, a veces me sentía arrancar

el corazón del pecho y algunas veces sintiendo vivísimo dolor le decía:

“Querido mío, de veras que eres demasiado impertinente, hazlo más quedo

pues me duele mucho.” Y Él se reía.

 

Así también cuando me encuentro yo chupando a Jesús, es de su

corazón que saco esa leche, o bien sangre, tanto que para mí es lo mismo

chupar de su pecho que si bebo de su costado. Agrego también otra cosa,

que el Señor de vez en cuando se digna verter de la boca una leche

dulcísima, o bien me hace beber de su costado su preciosísima sangre, y

cuando hace esto de querer chupar de mí, no chupa otra cosa que aquello

mismo que Él me ha dado, porque yo no tengo nada para endulzarlo, sino

mucho para amargarlo. Tan es verdad, que a veces en el momento mismoque Él chupaba de mí, yo chupaba de Él y advertía claramente que lo que

salía de mí no era otra cosa sino lo mismo que Él me daba. Parece que me

he explicado suficientemente por cuanto he podido.

 

                                                                                                                                                                                                         

Junio 9, 1899

 

Jesús le hace ver las ofensas que recibe.

 

Esta mañana la he pasado muy angustiada por la vista de las tantas

ofensas que hacían los hombres, especialmente por ciertas deshonestidades

horrendas. Cuánta pena daba a Jesús la pérdida de las almas, mucho más la

de un niño recién nacido que querían matar sin administrarle el santo

bautismo. A mí me parece que este pecado pesa tanto en la balanza de la

divina Justicia, que es de los que más claman venganza ante Dios, no

obstante muy frecuentemente se renuevan estas escenas dolorosas. Mi

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

dulcísimo Jesús estaba tan afligido que daba piedad. Viéndolo en tal estado

no me atreví a decirle nada y Jesús sólo me ha dicho:

 

“Hija mía, une tus sufrimientos con los míos, tus oraciones a las mías,

así, delante a la majestad de Dios son más aceptables y aparecen no como

cosas tuyas, sino como obras mías.”

 

Después ha seguido haciéndose ver otras veces, pero siempre en

silencio. Sea siempre bendito el Señor.

 

                                                                                                                                                                                                         

Junio 11, 1899

 

Efectos que recibirán aquellos que se acerquen a Luisa.

 

Mi dulce Jesús continúa haciéndose ver poquísimas veces y casi

siempre en silencio. Mi mente me la sentía toda confundida y llena de temor

de perder a mi solo y único Bien y por tantas otras cosas que no es necesario

decir aquí. ¡Oh Dios, qué pena! Mientras estaba en este estado, en cuanto

se hizo ver, parecía que traía una luz, y de esta luz salían muchos globitos de

luz y Jesús me ha dicho:

 

“Quita todo temor de tu corazón. Mira, te he traído este globo de luz

para ponerlo entre tú y Yo y entre aquellos que se acercan a ti. A aquellos

que se te acerquen con corazón recto y para hacerte el bien, estos globitos de

luz que salen penetrarán en sus mentes, descenderán en sus corazones y los

llenarán de gozo y de gracias celestiales y comprenderán con claridad lo que

obro en ti; aquellos que vengan con otras intenciones experimentarán lo

contrario, y por estos globitos de luz quedarán deslumbrados y

confundidos.”

 

Así he quedado más tranquila. Sea todo para gloria de Dios.

 

                                                                                                                                                                                                         

Junio 12, 1899

 

Jesús mismo prepara a Luisa para recibirlo en la comunión.

 

Esta mañana, debiendo recibir la comunión, estaba pidiendo al buen Jesús

que viniera Él mismo a prepararme antes de que viniera el confesor para

celebrar la santa misa; ¿de otra manera cómo podré recibirte, siendo tan

mala y estando indispuesta? Mientras esto hacía, mi dulce Jesús se ha

complacido en venir; en el momento mismo en que lo vi me parecía que no

hacía otra cosa que saetearme con sus miradas purísimas y resplandecientes

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

de luz. ¿Quién puede decir lo que obraban en mí aquellas miradas

penetrantes que no dejaban escapar ni siquiera la sombra de un pequeño

defecto? Es imposible poderlo decir; es más, habría querido dejar todo esto

en silencio, porque las operaciones internas de la Gracia difícilmente se

saben exponer tal cual son con la boca, parece más bien que se desfiguran,

pero la señora obediencia no quiere, y cuando es por ella se necesita cerrar

los ojos y ceder sin decir nada más, de otra manera, ¡ay! por todas partes,

porque siendo señora, por sí misma se hace respetar.

 

Entonces sigo diciendo: “En la primera mirada le he pedido a Jesús

que me purificase, y así me parecía que de mi alma se sacudiera todo lo que

la ensombrecía. En la segunda mirada le he pedido que me iluminara,

porque ¿en qué le aprovecha a una piedra preciosa ser pura si no está

resplandeciente para atraer las miradas de aquellos que la miran? La

mirarán, sí, pero con ojos indiferentes. Tanto más Yo, que no sólo debía ser

mirada, sino identificada con mi dulce Jesús, tenía necesidad de aquella luz

que no sólo me volvía el alma resplandeciente, sino que me hacía entender la

gran acción que estaba por realizar; por eso no me bastaba ser purificada,

sino también iluminada; entonces Jesús en aquella mirada parecía que me

penetrara, como la luz del sol penetra el cristal. Después de esto, viendo que

Jesús seguía mirándome le he dicho: “Amantísimo Jesús, ya que te has

complacido primero en purificarme y después en iluminarme, dígnate ahora

santificarme, mucho más que debiendo recibirte a Ti, que eres el santo de los

santos, no es justo que yo sea tan diversa de Ti.”

 

Entonces Jesús, siempre benigno hacia esta miserable, se inclinó hacia

mí, tomó mi alma entre sus brazos y parecía que con sus propias manos toda

la retocaba. ¿Quién puede decir lo que obraban en mí aquellos toques de

esas manos creadoras? Cómo mis pasiones ante aquellos toquidos se ponían

en su puesto, mis deseos, inclinaciones, afectos, latidos y mis demás

sentidos, santificados por aquellos toquidos divinos se cambiaban en algo

totalmente diferente y unidos entre ellos, no más discordantes como antes,

formaban una dulce armonía al oído de mi amado Jesús; me parecía que

fueran tantos rayos de luz que herían su corazón adorable, ¡oh! cómo se

recreaba Jesús y que momentos felices han sido para mí. ¡Ah! yo

experimentaba la paz de los santos, para mí era un paraíso de contentos y de

delicias.

 

Después de esto parecía que Jesús vestía a mi alma con el vestido de la

Fe, de la Esperanza y de la Caridad, y en el acto mismo que me vestía, Jesús

me sugería el modo como debía ejercitarme en estas tres virtudes. Ahora,

mientras estaba haciendo esto, Jesús, mandando otro rayo de luz me ha

hecho entender mi nada, ¡ah! me parecía que fuera como un grano de arena

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

en medio de un vastísimo mar, cual es Dios, y este pequeño grano iba a

perderse en aquel mar inmenso, pero se perdía en Dios. Después me ha

transportado fuera de mí misma, llevándome entre sus brazos y me iba

sugiriendo varios actos de contrición de mis pecados; recuerdo solamente

que he sido un abismo de iniquidad. ¡Señor, cuántas negras ingratitudes he

tenido hacia Ti!

 

Mientras hacía esto he mirado a Jesús y tenía la corona de espinas en

la cabeza, extendí la mano y se la quité diciéndole: “Dame a mí las espinas,

¡oh! Jesús, que soy pecadora, a mí me convienen las espinas, no a Ti que

eres el justo, el santo.” Así Jesús mismo la ha clavado sobre mi cabeza.

Después, no sé como, desde lejos vi al confesor, en seguida le pedí a Jesús

que fuera a preparar al confesor para poder recibirlo en la comunión;

entonces parecía que Jesús iba con él. Después de un poco ha regresado y

me ha dicho:

 

“Uno quiero que sea el modo de tratar entre Yo y tú y el confesor y así

quiero también de él, que te mire y trate contigo como si fueras otro Yo,

porque siendo tú víctima como fui Yo, no quiero diferencia alguna, y esto

para hacer que todo sea purificado y que en todo resplandezca sólo mi

Amor.”

 

Yo le he dicho: “Señor, esto parece imposible, que pueda tratar con el

confesor como lo hago contigo, especialmente al ver la inestabilidad.”

 

Y Jesús: “Sin embargo es así, la verdadera virtud, el verdadero amor,

todo hace desaparecer, todo destruye y con una maestría que encanta, en

todo su obrar no hace resplandecer otra cosa que sólo Dios y todo lo mira en

Dios.”

 

Después de esto ha venido el confesor para llamarme a la obediencia y

así celebrar la santa misa, y por esto ha terminado. Entonces he escuchado

la santa misa y recibí la comunión. ¿Quién puede decir la intimidad que ha

habido entre Jesús y yo? Es imposible poderla manifestar, no tengo palabras

para hacerme entender, por eso lo dejo en silencio.

 

                                                                                                                                                                                                         

Junio 14, 1899

 

Expectación. Jesús quiere castigar.

 

Esta mañana el amantísimo Jesús no venía, y en mi interior iba pensando:

¿Cómo es que no viene? ¿Qué hay de nuevo? ¡Ayer vino frecuentemente, y

hoy ya es tarde y no se hace ver aún, qué dolor, cuánta paciencia se necesita

con Jesús! Todo mi interior me parecía que se levantara en armas porque

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

querían a Jesús y me hacían una guerra que me daba penas de muerte. La

voluntad, como superior a todo, buscaba poner paz con persuadir a mis

sentidos, inclinaciones, deseos, afectos y a todo el resto de aquietarse,

porque Jesús debía venir. Así, después de un largo penar, Jesús ha venido

trayendo una taza en la mano, llena de sangre coagulada, putrefacta y

pestilente y me ha dicho:

“Mira esta taza de sangre, la derramaré sobre el mundo.”

 

Mientras así decía, ha venido la Mamá, la Virgen Santísima, y junto

con Ella mi confesor y pedían a Jesús que no lo derramara sobre el mundo,

sino que me la hiciera beber; el confesor le ha dicho: “Señor, ¿en qué

aprovecha tenerla como víctima si no quieres derramarla sobre de ella?

Absolutamente quiero que la hagas sufrir y perdones a la gente.”

 

La Mamá lloraba e insistía ante Jesús, y ante el confesor para que no

desistiera de rogar hasta que Jesús no se hubiera contentado con aceptar el

cambio. Jesús insistía en que la quería derramar sobre todo el mundo y

parecía que se enfadaba. Yo me veía toda confundida, no sabía decir nada

porque era tanto el horror que se sentía al ver aquella tasa llena de sangre tan

espantosa, que daba estremecimiento en toda la naturaleza, ¿qué sería el

beberla? Sin embargo estaba resignada, porque si el Señor me la hubiera

dado la habría aceptado. ¿Quién puede decir, además, los castigos que se

contenían en aquella sangre si el Señor la derramara en el mundo?

Precisamente desde este día parece que tiene preparada una granizada que

hará mucho daño, y parece que debe continuar los días siguientes.

 

Después, Jesús parecía un poco más calmado, tanto que parecía que

abrazaba al confesor porque le había rogado en aquel modo, pero sin llegar a

ninguna determinación si la debe derramar sobre las gentes o no. Así ha

terminado, dejándome una pena indescriptible por lo que podrá suceder.

 

                                                                                                                                                                                                         

Junio 16, 1899

 

Luisa obtiene que Jesús perdone en

parte los castigos para su ciudad.

 

Jesús continúa haciéndose ver que quiere castigar. Yo le he rogado que

vertiera en mí sus amarguras para librar a todo el mundo, y si esto no fuese

posible, al menos a aquellos que me pertenecen y a mi ciudad. A esta

intención parecía que se unía también la intención del confesor, así parecía

que Jesús, vencido por las oraciones, ha derramado un poco de su boca, pero

no aquella taza descrita antes. Este poco que ha vertido, parecía que lo hacía

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

para librar en algún modo a mi ciudad, pero no del todo, y a aquellos que me

pertenecen.

 

Sin embargo esta mañana yo he sido causa de hacer afligir a Jesús,

pues como después de haber vertido lo he visto más tranquilo, sin pensarlo

le he dicho: “Amable Jesús mío, te pido que me liberes del fastidio que doy

al confesor, de hacerlo venir todos los días. ¿Qué te cuesta a Ti el liberarme,

que Tú mismo me pongas en los sufrimientos y Tú mismo me liberes?

Ciertamente que no te cuesta nada y si quieres todo puedes.” Mientras esto

le decía, Jesús ponía un rostro tan afligido, que esa aflicción me la sentía

penetrar hasta en lo íntimo de mi corazón y sin decirme palabra ha

desaparecido. Cómo he quedado mortificada al pensar especialmente que no

vendría más, lo sabe sólo el Señor, pero poco después ha regresado, pero con

mayor aflicción, trayendo un rostro todo hinchado y lleno de sangre, porque

en ese momento le habían hecho aquellas ofensas; Jesús, todo triste ha

dicho:

 

“¿Ves lo que me han hecho, cómo dices que no quieres que castigue a

las criaturas? Los castigos son necesarios para humillarlas y no dejarlas

enorgullecerse más.”

 

                                                                                                                                                                                                        

Junio 17, 1899

 

Contiende con Jesús y lo convence de no dormir.

 

Continúa siempre lo mismo, pero especialmente esta mañana he

estado contendiendo con mi amado Jesús. Él que quería continuar

mandando el granizo como ha hecho en días pasados, y yo que no quería;

cuando en lo mejor de esta contienda, parecía que se preparaba un temporal

y daba ordenes a los demonios que destruyeran con el flagelo del granizo

varios lugares. En ese momento veía que de lejos me llamaba el confesor

dándome la obediencia de que fuera a poner en fuga a los demonios para no

dejarlos hacer nada. Mientras he salido para ir, Jesús vino a mi encuentro

haciéndome volver atrás y yo le he dicho: “Señor bendito, no puedo, porque

es la obediencia la que me ha mandado y Tú sabes que yo y Tú debemos

ceder ante esta virtud, sin podernos oponer.”

 

Entonces Jesús: “Bien, lo haré Yo por ti.”

 

Y así ha ordenado a los demonios que se fueran a lugares más lejanos

y que por ahora no tocaran las tierras pertenecientes a nuestra ciudad.

 

Después me dijo a mí: “Volvamos.”

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Así hemos regresado, yo a la cama y Jesús junto a mí. Apenas hemos

llegado Jesús quería reposar, diciendo que estaba muy cansado, yo lo he

detenido diciéndole: “¿Quién sabe que es este sueño que quieres hacer? Y

además, qué bonita obediencia me has hecho hacer porque quieres dormir.

¿Esto es lo mucho que me quieres, y que quieres contentarme en todo?

¿Quieres dormir? Duerme pues, basta que me des tu palabra que no harás

nada.” Entonces, disgustándose por mi descontento me ha dicho:

 

“Hija mía, no obstante quisiera contentarte, hagamos así: Salgamos

juntos de nuevo entre la gente, y a aquellos que veamos que es necesario

castigar por sus tantas acciones infames, y que quizá al menos bajo el flagelo

se arrepentirán, al que tú quieras de ellos y a aquellos que es menos

necesario castigar y que tú no quieras que los castigue, Yo los libraré.”

 

Y yo: “Señor, gracias te doy por tu suma bondad al quererme

contentar, pero con todo y esto no puedo hacer lo que me dices, no siento la

fuerza de poner mi voluntad para castigar a ninguna de tus criaturas, y

además, ¿qué tormento será para mi pobre corazón cuando oiga que tal

persona o aquella otra ha sido castigada y que yo puse mi voluntad? Jamás

sea, jamás sea, ¡oh Señor!”

 

Después ha venido el confesor para llamarme en mí misma y así ha

terminado.

 

                                                                                                                                                                                                        

Junio 19, 1899

 

Quien se hace desaparecer jamás comete pecados.

 

Habiendo pasado ayer una jornada de purgatorio por la privación casi

total de mi sumo Bien, y por las tantas tentaciones que me ponía el demonio,

me parecía que cometía muchos pecados. ¡Oh Dios, qué pena el ofender a

Dios!

 

Esta mañana, en cuanto vi a Jesús, rápidamente le he dicho: “Jesús

bueno, perdóname los tantos pecados que hice ayer.” Y quería decirle todo

el mal que sentía que había hecho. Él, interrumpiéndome me ha dicho:

 

“Si te haces desaparecer a ti misma, no cometerás pecados jamás.”

 

Yo quería seguir hablando, pero Jesús haciéndome ver muchas almas

devotas y mostrándome que no quería oír lo que le quería decir, ha

continuado diciendo:

 

“Lo que más me disgusta de estas almas es la inestabilidad en hacer el

bien, basta una pequeña cosa, un disgusto, aun un defecto, mientras que es

entonces el tiempo más necesario para estrecharse más a Mí; éstas en

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

cambio se irritan, se molestan y dejan a medias el bien comenzado. Cuántas

veces les he preparado gracias para dárselas, pero viéndolas tan inestables,

he sido obligado a retenerlas.”

 

Después, conociendo que no quería saber nada de lo que quería decirle

y viendo que mi confesor estaba un poco mal en el cuerpo, he rogado

largamente por él, y le hacía a Jesús varias preguntas que no es necesario

decir aquí. Y Jesús, benignamente me ha respondido a todo y así ha

terminado.

 

                                                                                                                                                                                                         

Junio 20, 1899

 

Cómo todo está en el amor.

 

Continúa casi siempre lo mismo. Esta mañana, parece que Jesús ha querido

aliviarme un poco, después de que por algún tiempo he ido en busca de Él.

De lejos vi a un niño y como rayo que cae del cielo acudí, en cuanto llegué

lo he tomado entre mis brazos y viniéndome una duda de que no fuera Jesús

le he dicho:

 

“Tesorito mío querido, dime, ¿quién eres?”

 

Y Él: “Yo soy tu querido y amado Jesús.”

 

Y yo a Él: “Niñito mío hermoso, te pido que tomes mi corazón y lo

lleves contigo al paraíso, pues junto con el corazón se irá mi alma.”

 

Parecía que Jesús tomase mi corazón y lo unía de tal manera al suyo,

que se hacían uno solo. Después se ha abierto el Cielo, pareciendo que se

preparaba a una fiesta grandísima; en el mismo momento descendió del

Cielo un joven de hermoso aspecto, todo centelleante de fuego y llamas.

Jesús me ha dicho:

 

“Mañana es la fiesta de mi querido Luis, debo asistir.”

 

Y yo: “Entonces a mí me dejas sola, ¿cómo haré?”

 

Y Él: “También tú vendrás, mira cómo es bello Luis, pero lo que fue

más en él, que lo distinguió en la tierra, era el amor con el cual obraba, todo

era amor en él, el amor le ocupaba el interior, el amor lo circundaba en el

exterior, así que también el respiro se podía decir que era amor, por eso de él

se dice que no sufrió jamás distracción, porque el amor lo inundaba por

todas partes y por este amor será inundado eternamente, como tú ves.”

 

Y así parecía que era tan grandísimo el amor de San Luis, que podía

incinerar a todo el mundo. Después Jesús ha agregado:

 

“Yo paseo sobre los montes más altos y en ellos formo mi delicia.”

 

Yo no entendí el significado, y ha continuado diciendo:

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

“Los montes más altos son los santos que más me han amado, y Yo

hago de ellos mi delicia cuando están sobre la tierra y cuando pasan al Cielo,

así que el todo está en el amor.”

 

Después de esto pedí a Jesús que me bendijera y a aquellos que en ese

momento veía, y Él dando la bendición ha desaparecido.

 

                                                                                                                                                                                                         

Junio 21, 1899

 

Temores. Jesús le promete no dejarla jamás.

 

Como Jesús no venía, estaba pensando entre mí: “Quién sabe, a lo

mejor Jesús no viene más y me deja abandonada.” Y no decía otra cosa que:

“¡Ven mi amado, ven!” De improviso ha venido y me ha dicho:

 

“No te dejaré, jamás te abandonaré; también tú, ven, ven a Mí.”

 

Yo en seguida he corrido para meterme en sus brazos, y mientras

estaba así Jesús ha vuelto a decir:

 

“No sólo no te dejaré a ti, sino que por amor tuyo no dejaré Corato.”

 

Después, casi sin darme cuenta, en un instante desapareció y yo quedé

deseándolo más que antes e iba diciendo: “¿Qué me has hecho? ¿Cómo tan

pronto te has ido sin ni siquiera decirme adiós?”

 

Mientras desahogaba mi pena, la imagen del Niño Jesús que tengo

cerca de mí parecía que se hacía viva y de vez en cuando sacaba la cabeza de

la cubierta de cristal para ver que cosa hacía yo, cuando veía que me daba

cuenta, en seguida se metía. Yo le he dicho: “Se ve que eres demasiado

impertinente y que quieres portarte como niño, yo me siento enloquecer por

la pena de que no vienes y Tú te pones a jugar, bueno pues, juega y bromea

también, que yo tendré paciencia.”

 

                                                                                                                                                                                                         

 

Junio 22, 1899

 

Jesús juega y le hace bromas.

 

Esta mañana mi dulce Jesús quería continuar entreteniéndose y

queriendo bromear, venía, me ponía sus manos en la cara como si quisiera

hacerme una caricia, pero en el momento de hacerla desaparecía, de nuevo

venía, extendía sus brazos hacia mi cuello en acto de quererme abrazar, pero

mientras extendía los míos para abrazarlo, me huía como un relámpago, sin

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

poderlo encontrar, ¿quién puede decir las penas de mi corazón? Mientras mi

pobre corazón nadaba en este mar de dolor inmenso, hasta sentirme

desfallecer, ha venido la Mamá Reina trayéndolo como niño entre sus brazos

y así nos hemos abrazado los tres juntos, la Mamá, el Hijo y yo, entonces

tuve tiempo de decirle: “Señor mío Jesús, me parece que has retirado tu

Gracia de mí.”

 

Y Él: “¡Tonta, tontita que eres! ¿Cómo dices que te he retirado mi

Gracia mientras estoy en ti? ¿Y qué cosa es mi Gracia sino Yo mismo?”

 

He quedado más confundida que antes viendo que no sabía hablar y

que en aquellas dos palabras que había dicho, no había dicho otra cosa que

desatinos. Después la Reina Madre ha desaparecido y Jesús parecía que se

encerraba dentro de mi interior y ahí se quedaba.

 

Hoy, después de la meditación, se hacía ver que dormía dentro de mí,

yo lo estaba mirando, deleitándome en su bello rostro pero sin despertarlo,

contenta de verlo al menos, cuando en un instante ha venido de nuevo la

bella Mamá Reina, lo ha tomado de dentro de mi corazón, moviéndolo todo

de prisa para despertarlo, después de despertarlo lo ha puesto de nuevo en

mis brazos diciéndome: “Hija mía, no lo dejes dormir, porque si duerme vas

a ver lo que sucederá.” Era un temporal lo que se preparaba. Así el niño,

medio durmiendo, ha puesto sus manitas en mi cuello y estrechándome me

ha dicho:

 

“Mamá mía, mamá mía, déjame dormir.”

 

Y yo: Niño, niño mío bello, no soy yo quien no quiere dejarte dormir,

es nuestra Señora Mamá la que no quiere, y yo te pido que la contentes;

ciertamente que nada se le niega a la Mamá, y sobre todo a esa Mamá.

 

Después de haberlo tenido despierto unos momentos ha desaparecido

y así ha terminado.

 

                                                                                                                                                                                                         

Junio 23, 1899

 

Ve al confesor junto con Jesús y pide por él.

 

Habiendo escuchado la santa misa y recibido la comunión, mi amante

Jesús se hacía ver desde dentro de mi corazón, después me he sentido salir

fuera de mí misma, pero sin Jesús. He visto a mi confesor, y como él me

había dicho que después de la comunión vendría Nuestro Señor y que le

pidiera por él, entonces en cuanto lo vi le dije: “Padre, usted me dijo que

Jesús debía venir y no ha venido.” Y él me ha dicho:

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

“Porque no lo sabes encontrar, por eso dices que no ha venido, mira

bien, pues está en tu interior.”

 

Miré en mí y vi los pies de Jesús que salían de mi interior, en seguida

los tomé con la mano y saqué a Jesús, lo abracé y viéndolo con la corona de

espinas en la cabeza se la quité y se la di en la mano al confesor diciéndole

que la clavara en mi cabeza y así lo hizo, pero qué, por cuanta fuerza hacía

no lograba hacer penetrar ni una sola espina; yo le he dicho: “Más fuerte, no

tema que yo vaya a sufrir mucho, porque como usted ve está Jesús que me

da la fuerza.” Pero por más que intentaba, todo resultaba inútil; entonces me

ha dicho: “No está en mis fuerzas el poder hacer esto, porque siendo hueso

lo que deben penetrar estas espinas, yo no las tengo.” Entonces me he

dirigido a mi dulce Jesús diciendo: “Tú ves que el padre no sabe ponerla,

introdúcela un poco Tú mismo.” Y Jesús extendió sus manos y en un

instante ha hecho penetrar en mi cabeza todas aquellas espinas, con

inexpresable dolor y contento.

 

Después de esto, junto con el confesor hemos pedido a Jesús que

derramara sus amarguras en mí para librar a las gentes de tantos flagelos que

está mandado sobre ellas, como hoy, que estaba preparada una granizada un

poco lejos de nosotros; entonces el Señor para condescender a nuestras

oraciones, ha derramado un poco.

 

Además de esto, como seguía viendo al confesor, he comenzado a

rogar a Jesús por él diciéndole: “Mi buen y amado Jesús, te pido que

concedas la gracia a mi confesor de hacerlo todo tuyo, según tu corazón, y al

mismo tiempo dale la salud corporal. Tú has visto como ha cooperado junto

conmigo a aliviarte, tanto la cabeza de las espinas como en hacerte verter tus

amarguras, y si no ha tenido éxito en clavarme las espinas en la cabeza, no

ha sido por no aliviarte, ni por su voluntad, sino porque no tenía la fuerza;

por eso, también por esto me debes escuchar; así que dime, oh mi solo y

único Bien, ¿lo harás estar bien tanto en el alma como en el cuerpo?”

 

Pero Jesús me oía y no me respondía, y yo más me esmeraba en

rogarle diciendo: “Esta mañana no te dejaré ni dejaré de rogar si no me das

tu palabra de que me oirás favorablemente en lo que te pido para él.”

 

Pero Jesús no decía una palabra. De repente nos encontramos

rodeados de personas, estas parecía que se sentaban alrededor de una mesa,

comiendo, y en ella también estaba mi porción, y Jesús me ha dicho:

 

“Hija mía, tengo hambre.”

 

Y yo: “Mi porción te la doy, ¿no estás contento?”

 

Y Jesús: “Sí, pero no quiero que vean que estoy aquí.”

 

Y yo: “Está bien, haré ver que la tomo para mí, y sin que se den

cuenta te lo daré.” Y así lo hemos hecho.

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Poco después, Jesús poniéndose de pie y acercando sus labios a mi

cara ha comenzado a hacer un ruido con su boca, como un sonido de

trompeta. Todas aquellas gentes palidecían y temblaban, diciendo entre

ellas: “¿Qué pasa, qué pasa? ¡Ahora moriremos!”

 

Yo le he dicho: “Señor mío Jesús, ¿qué haces? Cómo, hasta ahora no

querías ser visto y luego te pones a hacer ruido, estate quieto, estate quieto,

no hagas que la gente tenga miedo, ¿no ves cómo todos se espantan?”

 

Y Jesús: “Ahora es nada, ¿qué será cuando de repente haga sonar más

fuerte? Será tal el temor del que serán presa, que muchos y muchos dejarán

la vida.”

 

Y yo: “Adorable Jesús mío, ¿qué dices? Siempre en eso, que quieres

hacer justicia, pero no, misericordia, misericordia te pido para tu pueblo.”

 

Después, tomando su aspecto dulce y benigno, y volviendo a ver al

confesor, he comenzado de nuevo a importunarlo y Jesús me ha dicho:

 

“Haré con tu confesor como con aquel árbol injertado, que no se

reconoce más el árbol viejo, tanto en el alma como en el cuerpo, y en prenda

de esto te he dado a ti en sus manos como víctima, para que se sirva de ello.”

 

                                                                                                                                                                                                         

Junio 25, 1899

 

Continúa en lo mismo y Jesús habla de la Fe.

 

Esta mañana Jesús continúa haciéndose ver de vez en cuando,

participándome un poco de sus sufrimientos y a veces veía al confesor con

Él, y como él me había dicho que rezara por ciertas necesidades suyas,

viéndolo junto con Nuestro Señor he comenzado a rogar a Jesús que le

concediera lo que él quería. Mientras yo le rogaba, Jesús, todo bondad se

dirigió al confesor y le ha dicho:

 

“Quiero que la Fe te inunde por todas partes, como aquellas barcas que

son inundadas por las aguas del mar, y como la Fe soy Yo mismo, siendo

inundado por Mí, que todo poseo, puedo y doy libremente a quien en Mí

confía, sin que tú pienses en lo que vendrá y al cuando y el como y que

harás, Yo mismo, según tus necesidades me prestaré a socorrerte.”

 

Después ha agregado: “Si te ejercitas en esta Fe, casi nadando en ella,

en recompensa te infundiré en el corazón tres gozos espirituales: El primero

es que penetrarás las cosas de Dios con claridad y al hacer cosas santas te

sentirás inundado por una alegría, por un gozo tal, que te sentirás como

empapado, y esto es la unción de mi Gracia.

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

El segundo es un fastidio de las cosas terrenas y sentirás en tu corazón

alegría por las cosas celestiales.

 

El tercero es un desapego total de todo, y en donde antes sentías

inclinación, sentirás un fastidio, como desde hace tiempo lo estoy

infundiendo en tu corazón, y tú ya lo estás experimentando. Y por esto tu

corazón será inundado por la alegría que gozan las almas totalmente

desapegadas, que tienen su corazón tan inundado de mi Amor, que de las

cosas que las rodean externamente no reciben ninguna impresión.”

 

                                                                                                                                                                                                        

 

Julio 4, 1899

 

Jesús habla de la Mamá Celestial. Las turbaciones.

 

Esta mañana, habiéndome renovado Jesús las penas de la crucifixión

se encontraba también nuestra Mamá Reina, y Jesús hablando de Ella ha

dicho:

 

“Mi propio reino estuvo en el corazón de mi Madre, y esto porque su

corazón no fue jamás ni mínimamente turbado, tanto, que en el mar inmenso

de la Pasión sufrió penas inmensas, su corazón fue traspasado de lado a lado

por la espada del dolor, pero no recibió ni un mínimo aliento de turbación.

Por eso, siendo mi reino un reino de paz, pude extender en Ella mi reino, y

sin encontrar ningún obstáculo pude libremente reinar.”

 

Habiendo venido Jesús más veces y viéndome toda llena de pecados le

he dicho: “Señor mío Jesús, me siento toda cubierta de llagas y pecados

graves; ah, te pido, ten piedad de esta miserable.”

 

Y Jesús: “No temas, que no hay culpas graves, y además, se debe

tener horror de la culpa, pero no turbarse, porque la agitación, de donde

venga, jamás hace bien al alma.”

 

Después ha agregado: “Hija mía, tú eres víctima como lo soy Yo, haz

que todas tus obras resplandezcan con mis mismas intenciones, puras y

santas, a fin de que encontrando en ti mi misma imagen pueda libremente

derramar el influjo de mis gracias, y adornada así podré ofrecerte como

víctima perfumada ante la divina Justicia.”

 

                                                                                                                                                                                                        

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Julio 9, 1899

 

Jesús participa a Luisa sus penas.

 

Esta mañana Jesús ha querido renovarme las penas de la crucifixión,

primero me ha transportado fuera de mí misma, sobre un monte y me ha

preguntado si quería ser crucificada, yo le dije: “Sí Jesús mío, no deseo otra

cosa que la cruz.” Mientras esto decía se ha presentado una cruz grandísima,

y me ha extendido sobre ella y me clavó con sus propias manos. Qué penas

atroces sufría al sentirme traspasar las manos y los pies por aquellos clavos,

que por añadidura estaban despuntados, y para hacerlos penetrar costaba

trabajo y se sufría mucho, pero con Jesús todo resultaba tolerable. Después

de que ha terminado de crucificarme me ha dicho:

 

“Hija mía, me sirvo de ti para poder continuar mi Pasión. Como mi

cuerpo glorificado no es capaz de sufrir más, viniendo a ti me sirvo de tu

cuerpo como me serví del mío en el curso de mi Vida mortal, para poder

continuar sufriendo mi Pasión y así poderte ofrecer ante la divina Justicia

como víctima viviente de reparación y propiciación.”

 

Después de esto parecía que se abriese el Cielo y descendía una

multitud de santos, todos armados con espadas, una voz como de trueno

salió de entre aquella multitud, y decía: “Venimos a defender la Justicia de

Dios y a castigar a los hombres que tanto han abusado de su Misericordia.”

¿Quién puede decir lo que sucedía sobre la tierra en este descenso de los

santos? Sólo sé decir que quien guerreaba en un punto y quien en otro,

quien huía, quien se escondía, parecía que todos estaban consternados.

 

                                                                                                                                                                                                         

Julio 14, 1899

 

Jesús no puede dejar a quien lo ama.

 

Mi adorable Jesús continúa estos días haciéndose ver poquísimas

veces, su visita es como un rayo, que mientras se quiere seguir viéndolo

huye, y si alguna vez se detiene un poco es casi siempre en silencio; otras

veces dice alguna cosa, pero en cuanto se va me parece que se lleva esa

palabra junto con la luz que me viene de su palabra, tanto que después no

recuerdo nada de lo que ha dicho y mi mente queda en la misma confusión

de antes. ¡Qué miserable estado! Mi amado Jesús, ten piedad de esta

miserable, continúa haciendo uso de tu Misericordia. Ahora, para no

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

alargarme y decir día por día lo que he pasado, diré aquí todo junto, algunas

palabras que me ha dicho en estos días pasados.

 

Recuerdo que después de haber derramado lágrimas amarguísimas,

Jesús, haciéndose ver y yo lamentándome con Él porque me había dejado,

llamó a muchos ángeles y santos y dirigiéndose a ellos les dijo: “Oigan lo

que dice, que Yo la he dejado, díganle, ¿puedo Yo dejar a aquellos que me

aman? Ella me ha amado, ¿cómo puedo dejarla?” Y los santos estuvieron

de acuerdo con el Señor y yo quedé más humillada y confundida que antes.

 

En otra ocasión, diciéndole que: “Al final terminarás por dejarme del

todo.” Jesús me dijo:

 

“Hija, no puedo dejarte, y como prenda de esto he puesto en ti mis

sufrimientos.”

 

Después, encontrándome ocupada con el pensamiento: “Cómo has

permitido Señor que viniera el sacerdote, todo habría podido pasar entre Tú

y yo.” En un instante me he encontrado fuera de mí misma, extendida sobre

una cruz, pero no había ninguno que me pudiera clavar, yo he comenzado a

pedirle al Señor que viniera a crucificarme y Jesús ha venido y me ha dicho:

 

“Ve cómo es necesario que el sacerdote esté en medio de mis obras, y

esto es ayuda también para cumplir la crucifixión; es cierto que si no hay

nadie, por ti sola no puedes crucificarte, siempre se necesita de la ayuda de

los demás.”

 

                                                                                                                                                                                                         

Julio 18, 1899

 

Continúa casi siempre lo mismo. Esta vez me parecía que en mi

corazón estuviese Jesús Sacramentado, y desde la hostia santa esparcía

tantos rayos de luz en mi interior, y a mi corazón le salían tantos hilos de

luz, que se entrelazaban todos esos rayos de luz, me parecía que Jesús con su

Amor atraía todo mi corazón, y mi corazón con aquellos hilos atraía y ataba

a Jesús a estarse conmigo.

 

                                                                                                                                                                                                        

Julio 22, 1899

 

Cómo la cruz vuelve al alma transparente.

 

Esta mañana mi adorable Jesús se hacía ver con una cruz de oro

colgada del cuello, toda resplandeciente, y que al mirarla se complacía

inmensamente. De repente se ha encontrado presente el confesor y Jesús le

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

ha dicho: “Los sufrimientos de los días pasados han acrecentado el

resplandor a la cruz, tanto, que mirándola siento mucho agrado.”

 

Después se ha dirigido a mí y me ha dicho: “La cruz comunica tal

resplandor al alma, de volverla transparente, y así como cuando un objeto es

transparente se le pueden dar todos los colores que se quiera, así la cruz, con

su luz da todos los lineamientos y formas más bellas que se puedan

imaginar, no sólo por los demás sino también por la misma alma que los

experimenta. Además de esto, en un objeto transparente en seguida se

descubre el polvo, las pequeñas manchas y hasta cualquier oscurecimiento;

así es la cruz, como hace transparente al alma, en seguida le descubre los

pequeños defectos, las mínimas imperfecciones, tanto que no hay mano

maestra más hábil que la cruz para tener al alma preparada para volverla

digna habitación del Dios del Cielo.”

 

¿Quién puede decir lo que he comprendido de la cruz y cuán

envidiable es el alma que la posee?

 

Después de esto me ha transportado fuera de mí misma y me he

encontrado sobre una escalera altísima, bajo la cual había un precipicio, y

por añadidura los escalones de esta escalera eran movibles y tan estrechos

que apenas se podía apoyar la punta de los pies; lo que más daba terror era el

precipicio y el no poder encontrar apoyo de ningún tipo, y queriéndose

aferrar de los escalones, estos se caían junto; el ver que casi todas las demás

personas se caían infundía escalofrío en los huesos; sin embargo no se podía

evitar el pasar por aquella escalera. Entonces lo he intentado, pero en cuanto

subí dos o tres escalones, viendo el gran peligro que corría de caer en el

abismo, he comenzado a llamar a Jesús para que viniera en mi ayuda,

entonces, sin saber cómo he encontrado a Jesús junto a mí y me ha dicho:

 

“Hija mía, esto que tú has visto es el camino que recorren todos los

hombres en esta tierra; los escalones móviles sobre los que no pueden

apoyarse para tener un sostén son los apoyos humanos, las cosas terrenas,

que queriéndose apoyar sobre ellas, en vez de darles una ayuda les dan un

empujón para precipitarse más pronto en el infierno. El medio más seguro

es el caminar casi volando, sin apoyarse sobre la tierra, a fuerza de los

propios brazos, con los ojos en sí mismos, sin mirar a los demás y también

teniéndolos todos atentos a Mí, para tener ayuda y fuerza, así se podrá

fácilmente evitar el precipicio.”

 

                                                                                                                                                                                                         

 

Julio 28, 1899

 

La vida humana es un juego. También Jesús juega.

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Esta mañana mi adorable Jesús ha venido con un aspecto admirable y

misterioso, traía en el cuello una cadena que pendía sobre todo el pecho, por

una parte se veía como un arco, por la otra parte de la cadena como una

aljaba llena de piedras preciosas y de gemas, que era uno de los más bellos

adornos al pecho de mi dulce Jesús y con una lanza en la mano. Mientras

estaba en este aspecto me ha dicho:

 

“La vida humana es un juego: quien juega el placer, quien el dinero y

quien la propia vida, y tantos otros juegos que hacen. También Yo me

deleito de jugar con las almas, ¿pero cuáles son estos juegos que hago? Son

las cruces que envío, si las reciben con resignación y me lo agradecen, Yo

me recreo y juego con ellas complaciéndome inmensamente, recibiendo por

ello gran honor y gloria y a ellas les hago hacer grandes adquisiciones.”

 

En el acto de decir esto ha comenzado a tocarme con la lanza, y todas

aquellas piedras preciosas que contenía la aljaba salían y se cambiaban en

tantas cruces y saetas que herían a las criaturas. Algunas, pero en número

muy escaso, se alegraban, las besaban y se lo agradecían, y venían a formar

un juego con Jesús; otras las tomaban y se las arrojaban en la cara a Jesús,

¡oh, cómo quedaba afligido y qué gran pérdida tenían esas almas! Después

Jesús ha agregado:

 

“Esta es la sed que grité en la cruz, porque no pudiendo satisfacerla

completamente entonces, me complazco en apagarla en las almas de mis

amados que sufren. Por lo tanto, sufriendo, vienes a dar un alivio a mi sed.”

 

Volviendo otras veces a rogarle que liberase al confesor porque sufría

me ha dicho:

 

“Hija mía, ¿no sabes tú que la marca más noble que puedo imprimir en

mis amados hijos es la cruz?”

 

                                                                                                                                                                                                         

Julio 30, 1899

 

Sobre la Caridad y sobre la estima de la palabra de Jesús.

 

Continua casi siempre lo mismo. Esta mañana, transportándome Jesús

según su costumbre fuera de mí misma, hemos pasado en medio de mucha

gente; la mayor parte de ellas estaban atentas a juzgar las acciones de los

demás, sin mirar las propias, y mi amado Jesús me ha dicho:

 

“El medio más seguro para ser recto con el prójimo, es no mirar en

absoluto lo que hacen, porque mirar, pensar y juzgar es lo mismo; además,

mirando al prójimo vienes a defraudar la propia alma, por lo que sucede que

no se es recto ni consigo mismo, ni con el prójimo, ni con Dios.”

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Después de esto le he dicho: “Mi único Bien, ya hace tiempo que no

me has dado ni siquiera un beso.” Y así nos hemos besado, y queriéndome

casi corregir ha agregado:

 

“Hija mía, lo que te recomiendo es conservar y estimar mis palabras,

porque mi palabra es eterna y santa como Yo mismo, y conservándola en tu

corazón y aprovechándola, tendrás tu santificación y por ello recibirás en

recompensa un esplendor eterno, producido por mi palabra; haciendo de otra

manera tu alma recibirá un vacío y quedarás deudora de Mí.”

 

                                                                                                                                                                                                        

Julio 31, 1899

 

(Sin título)

 

Jesús ha venido esta mañana, pero siempre en silencio; yo estaba

contentísima por tener a mi tesoro Jesús, porque teniéndolo a Él tenía todos

mis contentos; al verlo comprendía muchas cosas de su belleza, de su

bondad y demás, pero como era todo por medio de la inteligencia y por vía

de comunicación intelectual, por eso la boca no sabe expresar nada, por eso

mejor hago silencio.

 

                                                                                                                                                                                                         

Agosto 1, 1899

 

Silencio y llanto de Jesús por las

criaturas. Habla acerca de la pureza.

 

Esta mañana, mi suavísimo Jesús transportándome fuera de mí misma

me hacía ver la corrupción en la cual ha caído el género humano. ¡Da horror

el pensarlo! Mientras me encontraba en medio de estas gentes, Jesús decía

casi llorando:

 

“¡Oh hombre, cómo te has desfigurado, deformado, desnoblecido!

¡Oh hombre, Yo te hice para que fueras mi templo vivo, y tú en cambio te

has hecho habitación del demonio! Mira, aun las plantas con estar cubiertas

de hojas, de flores y frutos, te enseñan la honestidad, el pudor que tú debes

tener de tu cuerpo, y tú habiendo perdido todo pudor y también la vergüenza

natural que deberías tener, te has vuelto peor que las bestias, tanto que no

tengo más a quien compararte. Tú eras mi imagen, pero ahora no te

reconoces más; es más, me das tanto horror por tus impurezas, que me da

náuseas el verte, y tú mismo me obligas a huir de ti.”

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Mientras Jesús así decía, yo me sentía desgarrar por el dolor al ver tan

amargado a mi amado Jesús, por eso le he dicho: “Señor, tienes razón de

que no encuentras más nada de bien en el hombre y que ha llegado a tal

ceguera que no sabe ya, ni siquiera respetar las leyes de la naturaleza;

entonces si quieres ver al hombre, no harás otra cosa que mandar castigos,

por eso te pido que mires tu Misericordia y así será remediado todo.”

Mientras así decía, Jesús me ha dicho:

 

“Hija mía, dame tú un alivio a mis penas.”

 

Al decir esto se ha quitado la corona de espinas que parecía encarnada

en su adorable cabeza y me la ha clavado en la mía, yo sentía un dolor

fortísimo, pero estaba contenta de que Jesús se reconfortara. Después de

esto me ha dicho:

 

“Hija, Yo amo grandemente a las almas puras, y así como de las

impuras estoy obligado a huir, de las puras en cambio, como por un imán

soy atraído a hacer morada en ellas. A las almas puras con gusto les presto

mi boca para hacerlas hablar con mi misma lengua, así que no se fatigan

para convertir a las almas; en dichas almas Yo me complazco no sólo de

continuar en ellas mi Pasión, y así continuar aun la Redención, sino lo que es

más, me complazco sumamente de glorificar en ellas mis mismas virtudes.”

 

                                                                                                                                                                                                        

Agosto 2, 1899

 

Amenazas de castigos. Habla sobre la correspondencia.

 

Esta mañana mi adorable Jesús se hacía ver todo afligido y casi

enfadado con los hombres, amenazando con los acostumbrados castigos y de

hacer morir gente de improviso bajo rayos, granizadas y fuego. Yo le he

pedido mucho que se aplacara y Jesús me ha dicho:

 

“Son tantas las iniquidades que se elevan de la tierra al Cielo, que si

faltara por un cuarto de hora la oración, y almas que sean víctimas ante Mí,

Yo haría salir fuego de la tierra y con él inundaría a las gentes.”

 

Después ha agregado: “Mira cuántas gracias debía verter sobre las

criaturas, pero como no encuentro correspondencia estoy obligado a

retenerlas en Mí, es más, me las hacen cambiar en castigos. Pon atención tú,

hija mía, a corresponderme a las tantas gracias que estoy derramando en ti,

porque la correspondencia es la puerta abierta para dejarme entrar en el

corazón y ahí formar mi habitación. La correspondencia es como aquella

buena acogida, aquella estima que se da a las personas cuando vienen a

hacer una visita, de modo que atraídas por ese respeto, por esas maneras

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

afables que se usan con ellas, están obligadas a venir otras veces, y llegan a

no saberse separar. El todo está en corresponderme, y a medida que las

criaturas me corresponden y me tratan en la tierra, así Yo me comportaré

con ellas en el Cielo, haciéndoles encontrar las puertas abiertas, invitaré a

toda la corte celestial a acogerlos y los colocaré en el más sublime trono;

pero será todo lo contrario para quien no me corresponde.”

 

                                                                                                                                                                                                         

Agosto 7, 1899

 

Sobre la nada de nosotros mismos.

 

Esta mañana mi amable Jesús no venía, y después de tanto esperar y

esperar, finalmente ha venido; era tanta mi confusión y mi aniquilamiento

que no sabía decirle nada y Jesús me ha dicho:

 

“Por cuanto más te aniquiles y conozcas tu nada, tanto más mi

Humanidad, mandando rayos de luz, te comunicará mis virtudes.”

 

Yo le he dicho: “Señor, soy tan mala y fea que me doy horror a mí

misma, ¿qué será ante Ti?”

 

Y Jesús: “Si tú eres fea, soy Yo quien te puede volver bella.”

 

Y en el mismo momento de decir esto ha mandado una luz salida de Él

a mi alma, y parecía que le comunicaba su belleza, y después, abrazándome

ha comenzado a decir:

 

“Cómo eres bella, pero bella de mi misma belleza, por eso soy atraído

a amarte.”

 

¿Quién puede decir cómo he quedado confundida? Pero todo sea para

su gloria.

 

                                                                                                                                                                                                        

Agosto 8, 1899

 

El alma resignada está siempre en reposo.

 

Continúa haciéndose ver apenas y casi enojado con los hombres y por

más que le he pedido que derramara en mí sus amarguras ha sido imposible,

y sin prestarme atención a lo que le decía, me ha dicho:

 

“La resignación absorbe todo lo que puede ser de pena o de disgusto a

la naturaleza y lo convierte en dulce; y siendo mi Ser pacífico, tranquilo, de

modo que cualquier cosa que pueda suceder en el Cielo y en la tierra no

puede recibir ni siquiera el más mínimo aliento de turbación, entonces la

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

resignación tiene la virtud de injertar en el alma estas mismas virtudes mías.

El alma resignada está siempre en reposo, no sólo ella, sino que me hace

reposar tranquilamente también a Mí en ella.”

 

                                                                                                                                                                                                         

 

Agosto 10, 1899

 

Habla de la Justicia y cómo Jesús

queda herido por la simplicidad.

 

Esta mañana ha venido mi dulce Jesús, me ha transportado fuera de mí

misma y ha desaparecido; y habiéndome dejado sola he visto que de lo alto

del Cielo descendían como dos candelabros de fuego, y después

dividiéndose en muchos pedazos se formaban muchos rayos y granizadas

que descendían a la tierra y hacían una grandísima destrucción en plantas y

hombres; era tanto el horror y la furia del temporal, que ni siquiera se podía

rezar y las personas no podían llegar a sus casas. ¿Quién puede decir cómo

quedé asustada? Entonces me he puesto a rezar para aplacar al Señor y Él,

regresando, he visto que traía en la mano como una vara de hierro y en la

punta una bola de fuego y me ha dicho:

 

“Mi Justicia ha sido largamente retenida y con razón quiere tomar

venganza contra las criaturas, pues han osado destruir en ellas toda justicia.

¡Ah, sí, nada de justo encuentro en el hombre! Se ha desfigurado todo: en

las palabras, en las obras y en los pasos, todo es engaño, todo es fraude, todo

es injusto, así que penetrando en el corazón, interno y externo, no es otra

cosa que una bodega de vicios. ¡Pobre hombre, cómo te has reducido!”

 

Mientras así decía, la vara que tenía en la mano la movía en acto de

herir al hombre. Yo le he dicho: “Señor, ¿qué haces?”

 

Y Él: “No temas, mira, esta bola de fuego hará fuego, y no castigará

más que a los malos, los buenos no recibirán daño.”

 

Y yo he agregado: “¡Ah Señor! ¿Quién es bueno? Todos somos

malos, te pido que no nos mires a nosotros sino a tu infinita Misericordia, y

así quedarás aplacado por todos.” Después de esto ha agregado:

 

“Hija de la Justicia es la verdad. Así como Yo soy Verdad eterna que

no engaño ni me pueden engañar, así el alma que posee la justicia hace

relucir en todas sus acciones la verdad; por lo tanto, conociendo por

experiencia la verdadera luz de la verdad, si alguien quiere engañarla, al

advertir la falta de la luz, que tiene en sí, pronto conoce el engaño, entonces

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

sucede que con esta luz de la verdad no se engaña a sí misma, ni al prójimo,

ni puede recibir engaño.

 

Fruto que produce esta justicia y esta verdad es la simplicidad, otra

cualidad de mi Ser, el ser simple, tanto, que penetro en todas partes, no hay

cosa que pueda oponerse a que Yo penetre dentro, penetro en el Cielo y en

los abismos, en el bien y en el mal, pero mi Ser simplísimo, penetrando aun

en el mal no se ensucia, es más, ni siquiera recibe la más mínima sombra.

Así el alma, con la justicia y con la verdad, recogiendo en sí este bello fruto

de la simplicidad penetra en el Cielo, se introduce en los corazones para

conducirlos a Mí, penetra en todo lo que es bien, y encontrándose con los

pecadores para ver el mal que hacen, no queda manchada, porque siendo

simple prontamente se libera sin recibir daño alguno. Es tan bella la

simplicidad, que mi corazón queda herido a una sola mirada de un alma

simple, y ella es causa de admiración a los ángeles y a los hombres.”

 

                                                                                                                                                                                                         

Agosto 12, 1899

 

Jesús transforma a Luisa toda en Sí y le enseña la Caridad.

 

Esta mañana mi adorable Jesús después que me ha hecho esperar por

algún tiempo, ha venido diciéndome:

 

“Hija mía, esta mañana quiero uniformarte toda a Mí: Quiero que

pienses con mi misma mente, que mires con mis mismos ojos, que escuches

con mis mismos oídos, que hables con mi misma lengua, que obres con mis

mismas manos, que camines con mis mismos pies, y que ames con mi

mismo corazón.”

 

Después de esto, Jesús unía sus sentidos mencionados arriba con los

míos, y veía que me daba su misma forma; no sólo eso, sino me daba la

gracia de usarlos como lo hizo Él mismo, y después ha continuado diciendo:

 

“Gracias grandes vierto en ti, te recomiendo que las sepas conservar.”

 

Y yo: “Temo mucho, oh mi amado Jesús, al conocerme que estoy

toda llena de miserias, y que en vez de hacer bien, hago mal uso de tus

gracias. Pero lo que más me hace temer es la lengua, que frecuentemente

me hace faltar en la caridad hacia el prójimo.”

 

Y Jesús: “No temas, te enseñaré Yo mismo el modo que debes tener

al hablar con el prójimo:

 

La primera cosa: Cuando se te dice algo respecto al prójimo, hecha

una mirada sobre ti misma y observa si tú eres culpable de ese mismo

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

defecto, y entonces el querer corregir es un querer indignarme y escandalizar

al prójimo.

 

La segunda: Si tú te ves libre de aquel defecto, entonces elévate y

busca hablar como habría hablado Yo, así hablarás con mi misma lengua.

Haciendo así jamás faltarás en la caridad del prójimo, es más, con tus

palabras harás bien a ti, al prójimo, y a Mí me darás honor y gloria.”

 

                                                                                                                                                                                                        

Agosto 13, 1899

 

Amenaza de castigos. Luisa intenta calmarlo.

 

Esta mañana Jesús continuaba haciéndose ver, amenazando siempre

con castigos, y mientras yo me ponía a rogarle que se aplacara, como un

relámpago desaparecía. La última vez que ha venido se hacía ver

crucificado, entonces me puse cerca para besar sus santísimas llagas,

haciendo varias adoraciones, pero mientras esto hacía, en vez de Jesucristo

he visto mi misma imagen. He quedado sorprendida y he dicho: “¡Señor!

¿Qué estoy haciendo? ¿A mí misma estoy haciendo las adoraciones? Esto

no se puede hacer.” En ese momento se ha cambiado en la persona de

Jesucristo y me ha dicho:

 

“No te asombres de que haya tomado tu misma imagen; si Yo sufro

continuamente en ti, ¿qué maravilla es que haya tomado tu misma forma? Y

además, ¿no es para hacerte imagen mía por lo que te hago sufrir?”

 

Yo he quedado toda confundida y Jesús ha desaparecido. Sea todo

para gloria suya, sea bendito siempre su santo nombre.

 

                                                                                                                                                                                                        

Agosto 15, 1899

 

Jesús le ordena la virtud de la Caridad.

Fiesta de la Mamá Celestial. Le da el

oficio de mamá en la tierra.

 

Esta mañana mi dulcísimo Jesús ha venido todo alegre, trayendo entre

las manos un ramo de bellísimas flores, y poniéndose en mi corazón, con

aquellas flores ahora se circundaba la cabeza, ahora las tenía entre sus

manos, recreándose y complaciéndose todo. Mientras se divertía con estas

flores, como si hubiera hecho una gran adquisición, se ha volteado hacia mí

y me ha dicho:

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

“Amada mía, esta mañana he venido para poner en orden en tu

corazón todas las virtudes. Las virtudes pueden estar separadas la una de la

otra, pero la Caridad ata y ordena todo. He aquí lo que quiero hacer en ti,

ordenar la Caridad.”

 

Yo le he dicho: “Solo y único Bien mío, ¿cómo puedes hacer esto

siendo yo tan mala y llena de defectos e imperfecciones? Si la Caridad es

orden, ¿estos defectos y pecados no son desorden que tienen todo en

desorden y revuelta mi alma?”

 

Y Jesús: “Yo purificaré todo y la Caridad pondrá todo en orden, y

además, cuando a un alma la hago partícipe de las penas de mi Pasión, no

puede haber culpas graves, a lo más algún defecto venial involuntario, pero

mi Amor siendo fuego consumará todo lo que es imperfecto en tu alma.”

 

Así parecía que Jesús me purificaba y ordenaba toda; después

derramaba como un río de miel de su corazón en el mío, y con esa miel

regaba todo mi interior, de modo que todo lo que estaba en mí quedaba

ordenado, unido, y con la marca de la Caridad.

 

Después de esto me he sentido salir fuera de mí misma en la bóveda

de los cielos, junto con mi amante Jesús; parecía que todo estaba en fiesta,

Cielo, tierra y purgatorio, todos estaban inundados de un nuevo gozo y

júbilo. Muchas almas salían del purgatorio y como rayos llegaban al Cielo

para asistir a la fiesta de nuestra Reina Mamá. También yo me ponía en

medio de aquella multitud inmensa de gente, es decir: ángeles, santos y

almas del purgatorio que ocupaban aquel nuevo Cielo, que era tan inmenso,

que el nuestro que vemos, comparado con aquél me parecía un pequeño

agujero, mucho más que tenía la obediencia del confesor. Pero mientras

hacía por mirar no veía otra cosa que un Sol luminosísimo que esparcía

rayos que me penetraban toda, de lado a lado, y me volvían como un cristal,

tanto que se descubrían muy bien los pequeños defectos y la infinita

distancia que hay entre el Creador y la criatura; tanto más que aquellos

rayos, cada uno tenía su marca: uno delineaba la Santidad de Dios, otro la

pureza, otro la Potencia, otro la Sabiduría, y todas las otras virtudes y

atributos de Dios; así que el alma viendo su nada, sus miserias y su pobreza,

se sentía aniquilada y en vez de mirar, se postraba con la cara en la tierra

ante aquel Sol eterno, ante el cuál no hay ninguno que pueda estar frente a

Él.

 

Pero lo más, era que para ver la fiesta de nuestra Mamá Reina, se

debía ver desde dentro de aquel Sol, tanto parecía inmersa en Dios la Virgen

Santísima, que mirando desde otros puntos no se veía nada. Ahora, mientras

me encontraba en estas condiciones de aniquilamiento ante el Sol Divino y

la Mamá Reina teniendo en sus brazos al niñito, Jesús me ha dicho:

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

“Nuestra Mamá está en el Cielo, te doy a ti el oficio de hacerme de

mamá en la tierra, y como mi Vida está sujeta continuamente a los

desprecios, a la pobreza, a las penas, a los abandonos de los hombres, y mi

Madre estando en la tierra fue mi fiel compañera en todas estas penas, y no

sólo eso, sino buscaba aliviarme en todo, por cuanto podían sus fuerzas, así

también tú, haciéndome de madre me harás fiel compañía en todas mis

penas, sufriendo tú en vez mía por cuanto puedas, y donde no puedas,

buscarás darme al menos un consuelo. Debes saber que te quiero toda atenta

y ocupada en Mí. Seré celoso aun de tu respiro si no lo haces por Mí, y

cuando vea que no estás toda atenta para contentarme, no te daré ni paz ni

reposo.”

 

Después de esto he comenzado a hacerle de mamá, pero ¡oh! cuánta

atención se necesitaba para contentarlo. Para verlo contento no se podía ni

siquiera dirigir una mirada a otra parte. Ahora quería dormir, ahora quería

beber, ahora quería que lo acariciara y yo debía encontrarme pronta a todo lo

que quería; ahora decía: “Mamá mía, me duele la cabeza, ¡ah, alíviame!” Y

yo en seguida le revisaba la cabeza, y encontrando espinas se las quitaba, y

poniéndole mi brazo bajo la cabeza lo hacía reposar. Mientras hacía que

reposara, de repente se levantaba y decía: “Siento un peso y un sufrimiento

en el corazón, tanto de sentirme morir; ve que hay.” Y observando en el

interior del corazón he encontrado todos los instrumentos de la Pasión, y uno

a uno los he quitado y los he puesto en mi corazón. Después, viéndolo

aliviado, he comenzado a acariciarlo y a besarlo y le he dicho: “Mi solo y

único tesoro, ni siquiera me has dejado ver la fiesta de nuestra Reina Madre,

ni escuchar los primeros cánticos que le cantaron los ángeles y los santos en

el ingreso que hizo en el paraíso.”

 

Y Jesús: “El primer canto que hicieron a mi Mamá fue el Ave María,

porque en el Ave María están las alabanzas más bellas, los honores más

grandes, y se le renueva el gozo que tuvo al ser hecha Madre de Dios, por

eso recitémosla juntos para honrarla, y cuando tú vengas al paraíso te la haré

encontrar como si la hubieras dicho junto con los ángeles aquella primera

vez en el Cielo.”

 

Y así hemos recitado la primera parte del Ave María juntos. ¡Oh,

cómo era tierno y conmovedor saludar a nuestra Mamá Santísima junto con

su amado Hijo! Cada palabra que Él decía, llevaba una luz inmensa en la

cual se comprendían muchas cosas sobre la Virgen Santísima, ¿pero quién

puede decirlas todas? Mucho más por mi incapacidad, por eso las paso en

silencio.

 

                                                                                                                                                                                                        

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Agosto 16, 1899

 

Luisa continúa haciendo de mamá a Jesús.

 

Jesús continúa queriendo que le haga de mamá, y haciéndose ver

como graciosísimo niñito, lloraba, y para calmarle el llanto, teniéndolo entre

mis brazos he comenzado a cantar, y sucedía que cuando yo cantaba cesaba

de llorar, y cuando no, volvía a llorar. Yo hubiera querido dejar en el

silencio lo que cantaba, primero porque no lo recuerdo todo, pues estando

fuera de mí misma difícilmente recuerdo todas las cosas que pasan, y

también porque creo que son desatinos, pero la señora obediencia, siendo

demasiado impertinente no me lo quiere conceder; basta con que se haga

como ella quiere, se contenta aunque sean desatinos. Yo no sé, se dice que

esta señora obediencia es ciega, pero a mí me parece más bien que es toda

ojos, porque mira hasta las mínimas cosas, y cuando no se hace como ella

dice, se vuelve tan impertinente que no te da paz. Así que para tener paz de

parte de esta bella señora obediencia, porque además es tan buena cuando se

hace como ella dice, que todo lo que se quiere, por medio suyo se obtiene,

por eso me dispongo a decir lo que recuerdo que cantaba:

 

Niñito, eres pequeño y fuerte,

de ti espero todo consuelo;

niñito gracioso y bello,

Tú enamoras aun a las estrellas;

niñito, róbame el corazón

para llenarlo de tu Amor;

niñito tiernito,

hazme a mí niñita;

niñito, eres un paraíso,

¡ah! hazme ir

a divertirme en la eterna sonrisa.

 

 

                                                                                                                                                                                                        

Agosto 17, 1899

 

Jesús habla de la obediencia.

 

Esta mañana habiendo recibido la Comunión, estaba diciéndole a mi

amable Jesús: “¿Cómo es que esta virtud de la obediencia es tan

impertinente y a veces tan fuerte, que llega a volverse caprichosa?”

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Y Él: “¿Sabes por qué esta noble señora obediencia es como tú dices?

Porque da muerte a todos los vicios, y naturalmente alguien que debe hacer

sufrir la muerte a otro debe ser fuerte, valeroso, y si no lo logra con esto se

sirve de las impertinencias y de los caprichos. Si esto es necesario para

matar el cuerpo que es tan frágil, mucho más para dar muerte a los vicios y a

las propias pasiones, que es tan difícil que muchas veces mientras parecen

muertas, comienzan a revivir de nuevo. He aquí el por qué esta diligente

señora está siempre en movimiento y continuamente está vigilando, y si ve

que el alma pone la más mínima dificultad a lo que le es mandado, entonces

temiendo que algún vicio pueda comenzar a revivir en su corazón, le hace

tanta guerra y no le da paz hasta que el alma se postra a sus pies y adora en

mudo silencio lo que ella quiere; he aquí por qué es tan impertinente y casi

caprichosa como tú dices. ¡Ah! sí, no hay verdadera paz sin obediencia, y si

parece que se goza de paz, es paz falsa, y digo parece, porque va de acuerdo

con las propias pasiones pero jamás con las virtudes y se termina con

arruinarse, porque separándose de la obediencia se separan de Mí, que fui el

Rey de esta noble virtud. Además, la obediencia mata la propia voluntad y a

torrentes vierte la divina, tanto, que se puede decir que el alma obediente no

vive de su voluntad, sino de la divina, ¿y se puede dar vida más bella, más

santa, que el vivir de la Voluntad de Dios mismo? Por eso, con las otras

virtudes, aun con las más sublimes, puede estar junto el amor propio, pero

con la obediencia, jamás.”

 

                                                                                                                                                                                                         

Agosto 18, 1899

 

La palabra de Dios no sólo es verdad, sino también luz.

 

Viniendo esta mañana el amantísimo Jesús le he dicho: “Mi amado

Jesús, yo creo que todo lo que escribo son muchos disparates.”

 

Y Jesús: “Mi palabra no sólo es verdad, sino también luz, y cuando

una luz entra en un cuarto oscuro, ¿qué hace? Disipa las tinieblas y hace

descubrir los objetos que hay, feos o bellos, si están en orden o en desorden,

y del modo como se encuentra ese cuarto se juzga a la persona que ocupa

aquella habitación. Ahora, la vida humana es el cuarto oscuro, y cuando la

luz de la verdad entra en un alma, disipa las tinieblas, esto es, hace descubrir

lo verdadero de lo falso, lo temporal de lo eterno, así que arroja de sí los

vicios y se mete al orden de las virtudes, porque siendo mi luz santa, que es

mi misma Divinidad, no podrá comunicar otra cosa que santidad y orden,

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

por lo tanto el alma siente salir de sí, luz de paciencia, de humildad, de

caridad y más. Si mi palabra produce en ti estas señales, ¿por qué temes?”

 

Después de esto, Jesús me ha hecho oír que rogaba al Padre por mí,

diciendo: “Padre Santo, te pido por esta alma, haz que cumpla en todo

perfectamente nuestra Santísima Voluntad, haz oh Padre adorable que sus

acciones estén tan conformadas con las mías, pero en modo tal que no se

puedan distinguir las unas de las otras, y así poder cumplir sobre de ella lo

que he diseñado.”

 

¿Pero quién puede decir la fuerza que me sentía infundir en mi alma

por esta oración de Jesús? Me sentía vestir el alma por una fuerza tal, que

para cumplir la Voluntad Santísima de Dios no me hubiera importado sufrir

mil martirios, si así fuera su beneplácito. Siempre sean dadas las gracias al

Señor, que tanta misericordia usa con esta pobre pecadora.

 

                                                                                                                                                                                                         

Agosto 21, 1899

 

Efectos de agradar sólo a Jesús.

 

Después de haber pasado dos días de sufrimientos, mi benigno Jesús

se mostraba todo afabilidad y dulzura. En mi interior yo decía: “Cómo es

bueno conmigo el Señor, sin embargo no encuentro en mí nada bueno que le

pueda agradar.” Y Jesús respondiéndome me ha dicho:

 

“Amada mía, así como tú no encuentras otro placer ni otro contento,

que entretenerte y conversar conmigo y darme gusto sólo a Mí, de modo que

todas las otras cosas que no son mías te disgustan, así Yo, mi placer y mi

consolación es el venir a entretenerme y hablar contigo. Tú no puedes

entender la fuerza que tiene sobre mi corazón, de atraerme a ella, un alma

que tiene la única finalidad de agradarme sólo a Mí. Me siento tan unido

con ella que estoy obligado a hacer lo que ella quiere.”

 

Mientras Jesús así decía, comprendí que hablaba en el modo como en

días pasados, mientras sufría acerbos dolores, en mi interior iba diciendo:

“Jesús mío, todo por amor tuyo, estos dolores sean tantos actos de alabanza,

de honor, de homenaje que te ofrezco, estos dolores sean tantas voces que te

glorifiquen y tantos testimonios que digan que te amo.”

 

                                                                                                                                                                                                         

Agosto 22, 1899

 

Jesús le comunica sus virtudes.

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Mi amado Jesús continúa viniendo, todo amable y majestuoso.

Mientras estaba en este aspecto me ha dicho:

 

“La pureza de mis miradas resplandezca en todas tus obras, de modo

que subiendo de nuevo a mis ojos me produzca un resplandor y me distraiga

de las porquerías que hacen las criaturas.”

 

Yo he quedado toda confundida ante estas palabras, tanto que no

osaba decirle nada, pero Jesús alentándome, para darme confianza ha

comenzado a decirme:

 

“Dime, ¿qué quieres?”

 

Y yo: “Cuando te tengo a Ti, ¿hay alguna otra cosa que pudiera

desear?”

 

Pero Jesús ha insistió más de una vez que le dijera lo que quería, y yo

mirándolo he visto la belleza de sus virtudes y le he dicho: “Mi dulcísimo

Jesús, dame tus virtudes.”

 

Y Él abriendo su corazón hacía salir tantos rayos distintos de sus

virtudes, que al entrar en el mío me sentía reforzar en las virtudes.

 

Después ha agregado: “¿Qué otra cosa quieres?”

 

Y yo, acordándome que en los días pasados por un dolor que sufría no

lograba que mis sentidos se perdieran en Dios, le he dicho: “Mi benigno

Jesús, haz que el dolor no me impida el poder perderme en Ti.”

 

Y Jesús tocándome con su mano la parte donde sufría, ha mitigado la

agudeza del dolor, de modo que puedo recogerme y perderme en Él.

 

                                                                                                                                                                                                        

Agosto 27, 1899

 

El efecto cuando Jesús va al alma.

 

Esta mañana mientras veía a mi dulce Jesús, sentía un temor de que no

fuese Él sino el demonio para engañarme. Y Jesús respondiendo a mi temor

me ha dicho:

 

“Cuando soy Yo quien se presenta al alma, todas las potencias

interiores se aniquilan y conocen su nada, y Yo, viendo al alma humillada,

hago sobreabundar mi amor, como tantos ríos, en modo de inundarla toda y

fortificarla en el bien. Todo lo contrario sucede cuando es el demonio.”

 

                                                                                                                                                                                                         

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Agosto 30, 1899

 

Jesús le hace ver el estado lastimoso del mundo.

 

Esta mañana mi amado Jesús me ha transportado fuera de mí misma y

me ha hecho ver la decadencia de la religión en los hombres, y un

preparativo de guerra. Yo le he dicho: “¡Oh Señor, en qué estado tan

lastimoso se encuentra el mundo en estos tiempos en cuanto a la religión!

Parece que el mundo no reconoce más a Aquel que ennoblece al hombre y lo

hace aspirar a un fin eterno, pero lo que más hace llorar, es que parte de

aquellos mismos que se dicen religiosos, que deberían poner la propia vida

para defender la religión y hacerla resurgir, la ignoran.” Y Jesús, tomando

un aspecto afligidísimo me ha dicho:

 

“Hija mía, esta es la causa de que el hombre viva como bestia, porque

ha perdido la religión; pero tiempos más tristes vendrán para el hombre en

castigo de la ceguera en la cual él mismo se ha sumergido, tanto, que se me

oprime el corazón al verlo. Pero la sangre hará revivir esta santa religión;

esta sangre que haré derramar por toda clase de gente, por seglares y

religiosos, regará al resto de las gentes que viven como salvajes, y

civilizándolas les restituirá de nuevo su nobleza. He aquí la necesidad de

que la sangre se derrame y que las mismas iglesias queden casi abatidas,

para hacer que regresen de nuevo y existan con su primer brillo y

esplendor.”

 

¿Pero quién puede decir el desgarro cruel que harán en los tiempos por

venir? Lo paso en silencio porque no lo recuerdo bien y no lo veo tan claro;

si el Señor quiere que lo diga me dará más claridad y entonces tomaré de

nuevo la pluma sobre este argumento, por eso, por ahora pongo punto.

 

                                                                                                                                                                                                        

Agosto 31, 1899

 

El confesor da la obediencia de

rechazar a Jesús y no hablar con Él.

 

Habiendo dado el confesor la obediencia de que cuando viniera Jesús

debía decir: “No puedo hablar, aléjate.” Yo lo he tomado como una broma,

no como obediencia formal, por eso cuando ha venido Jesús, casi no

tomando en cuenta la orden recibida, he osado decirle: “Mi buen Jesús, mira

un poco lo que quiere hacer el padre.”

 

Y Él me ha dicho: “Hija, abnegación.”

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Y yo: “¡Pero Señor, la cosa es seria, se trata de que no debo quererte!

¿Cómo puedo hacerlo?”

 

Y Él, por segunda vez: “Abnegación.”

 

Y yo: “¡Pero Señor! ¿Qué dices? ¿Crees Tú que pueda estar sin Ti?”

 

Y Él por tercera vez: “Hija mía, abnegación.”

 

Y ha desaparecido. ¿Quién puede decir cómo he quedado al ver que

Jesús quería que me dispusiera a la obediencia?

 

                                                                                                                                                                                                        

Septiembre 1, 1899

 

Continúa la obediencia, pero un poco más moderada.

 

Habiendo venido el confesor me ha preguntado si había cumplido la

obediencia, y habiéndole dicho lo que había pasado, ha renovado la

obediencia de que no debía absolutamente hablar con Jesús, mi solo y único

consuelo, y que debía despedirlo si venía. Y he aquí que habiendo entendido

que la obediencia que se me daba era verdadera, en mi interior he dicho el

‘Fiat Voluntas Tua’ también en esto; pero, ¡oh, cuánto me cuesta y qué cruel

martirio! Siento como un clavo clavado en el corazón, que me lo traspasa de

lado a lado; y como mi corazón está habituado a pedir y desear a Jesús

continuamente, tanto, que así como es continuo el respirar y el latir, así me

parece que es continuo el desear y querer a mi único Bien, así que querer

impedir esto sería lo mismo que querer impedir a alguien el respirar y el latir

del corazón, ¿cómo se podría vivir? Sin embargo se necesita hacer

prevalecer la obediencia. ¡Oh Dios, qué pena, qué desgarro tan atroz!

¿Cómo impedir al corazón que pida su misma vida? ¿Cómo frenarlo? La

voluntad se ponía con toda su fuerza a frenarlo, pero cómo se necesitaba

continua y gran vigilancia, de vez en cuando se cansaba y se distraía, y el

corazón hacía su escapada y pedía a Jesús; la voluntad dándose cuenta de

esto se ponía con mayor fuerza a frenarlo, pero era vencida frecuentemente;

por lo que me parecía que hacía continuos actos de desobediencia. ¡Oh, en

qué contrastes, qué sangrienta guerra, qué agonías mortales sufría mi pobre

corazón! Me encontraba en tales estrecheces y en tales sufrimientos, que

creía que se me iba la vida; no obstante, esto hubiera sido un consuelo para

mí si pudiese morir, pero no, y lo que era peor era que sentía penas de

muerte, pero sin poder morir.

 

Entonces, después de haber derramado lágrimas amarguísimas todo el

día, en la noche, encontrándome en mi habitual estado, mi siempre benigno

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Jesús ha venido, y yo, obligada por la obediencia le he dicho: “Señor, no

vengas, porque la obediencia no quiere.”

 

Y Él, compadeciéndome y queriéndome fortificar en los sufrimientos

en los que me encontraba, con su mano creadora ha marcado mi persona con

un signo grande de cruz y me ha dejado.

 

¿Pero quién puede decir el purgatorio en el que me encontraba? Lo

peor era que no podía lanzarme hacia mi sumo y único Bien. ¡Ah sí, me era

negado el pedir y desear a Jesús! ¡Ah! a las almas benditas del purgatorio

les es permitido pedir, desear, arrojarse hacia el sumo Bien, sólo que les está

prohibido el tomar posesión de Él, a mí, no, a mí me era negado aun este

consuelo. Entonces, toda la noche no he hecho otra cosa que llorar; cuando

mi débil naturaleza no podía más, el amable Jesús ha regresado en actitud de

querer hablar conmigo, y yo en seguida recordando la obediencia que quiere

reinar sobre todo, le he dicho: “Amada vida mía, no puedo hablar, y no

vengas, porque la obediencia no quiere. Si quieres hacer entender tu

Voluntad, ve con el confesor.”

 

Mientras esto decía he visto al confesor, y Jesús acercándose a él le ha

dicho: “Esto es imposible, a mis almas las tengo tan sumergidas en Mí, que

formamos una misma sustancia, tanto que no se discierne más la una de la

otra, y así como cuando dos sustancias se unen, una se transmite en la otra, y

después, aunque se quiera separarlas resulta inútil aun el pensarlo, así es

imposible que mis almas puedan estar separadas de Mí.”

 

Y habiendo dicho esto se ha ido, y yo he quedado más afligida que

antes, el corazón me latía tan fuerte que sentía abrírseme el pecho. Después

de esto, no sé decir como, me he encontrado fuera de mí misma, y

olvidándome no sé como de la obediencia recibida, he girado por la bóveda

del cielo llorando, gritando y buscando a mi dulce Jesús, cuando de repente

lo he visto venir, arrojándose entre mis brazos, todo prendado de amor y

languideciendo, pero pronto he recordado el mandato recibido y le he dicho:

“Señor, no me quieras tentar esta mañana, ¿no sabes que la obediencia no

quiere?”

 

Y Él: “Me ha mandado el confesor, por eso he venido.”

 

Y yo: “No es verdad, ¿eres tal vez algún demonio que quiere

engañarme y hacerme faltar a la obediencia?”

 

Y Jesús: “No soy demonio.”

 

Y yo: “Si no eres demonio, hagámonos juntos la señal de la cruz.” Y

los dos nos signamos con la cruz. Después he continuado diciéndole: “Si es

verdad que te ha mandado el confesor, vayamos a él, a fin de que él mismo

pueda ver si eres Jesucristo o bien el demonio, y entonces podré estar

segura.”

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Así hemos ido con el confesor, y como Jesús estaba en forma de niño

se lo he dado en sus brazos diciéndole: “Padre, vea usted mismo, ¿es mi

dulce Jesús, o no?”

 

Ahora, mientras Jesús bendito estaba con el padre le he dicho: “Si

eres verdaderamente Jesús, bésale la mano al confesor.” Y en mi mente

pensaba que si era el Señor habría hecho esa humillación de besarle la mano,

pero si era un demonio, no. Y Jesús se la besó, pero no al hombre, sino a la

potestad sacerdotal, así la ha besado. Después de esto parecía que el

confesor lo conjuraba para ver si era demonio, y no encontrándolo tal me lo

ha restituido. Pero con todo esto mi pobre corazón no podía gozar los

abrazos de mi amado Jesús, porque la obediencia lo tenía como atado,

obstaculizado, mucho más porque aún no había ninguna orden contraria, por

eso mi corazón no osaba desahogarse, ni siquiera decir una palabra de

amor...

 

¡Oh, santa obediencia, cómo eres fuerte y potente! Yo te veo en estos

días de martirio ante mí como un guerrero potentísimo, armado de la cabeza

a los pies con espadas, saetas, flechas, lleno de todos aquellos instrumentos

aptos para herir, y cuando ves que mi pobre corazón cansado y abatido

quiere consolarse buscando su refrigerio, su vida, el centro al cual se siente

atraer como por un imán, tú, mirándome con mil ojos, por todas partes me

hieres con heridas mortales. ¡Ah, ten piedad de mí y no seas tan cruel

conmigo!

 

Pero mientras digo esto, la voz de mi adorable Jesús se hace escuchar

en mis oídos que dice:

 

“La obediencia fue todo para Mí, la obediencia quiero que sea todo

para ti. La obediencia me hizo nacer, la obediencia me hizo morir, las llagas

que tengo en mi cuerpo son heridas y marcas que me hizo la obediencia.

Con razón has dicho que es un guerrero potentísimo armado con toda clase

de armas aptas para herir, porque en Mí no me dejó ni siquiera una gota de

sangre, me arrancó a pedazos las carnes, me dislocó los huesos, y mi pobre

corazón, destrozado, sangrante, iba buscando un alivio, alguien que tuviera

compasión de Mí. La obediencia entonces, haciéndose para Mí más que

cruel tirano, sólo se contentó cuando me sacrificó en la cruz y me vio expirar

víctima por su amor. ¿Y por qué esto? Porque el oficio de este potentísimo

guerrero es de sacrificar a las almas, por eso no hace otra cosa que mover

guerra encarnizada a quien no se sacrifica todo por ella, por eso no tiene

ninguna consideración si el alma sufre o goza, si vive o muere, sus ojos

están atentos para ver si ella vence, que de las otras cosas no se toma

molestia. Por eso el nombre de este guerrero es ‘victoria’, porque concede

todas las victorias al alma obediente, y cuando parece que esta muere,

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

entonces comienza la verdadera vida. ¿Y qué cosa no me concedió la

obediencia? Por su medio vencí a la muerte, derroté al infierno, desaté al

hombre encadenado, abrí el Cielo y como Rey victorioso tomé posesión de

mi reino, no sólo para Mí sino para todos mis hijos que se habrían

aprovechado de mi Redención. ¡Ah! sí, es verdad que me costó la Vida,

pero la palabra ‘obediencia’ me suena dulce al oído y por eso amo tanto a las

almas que son obedientes.”

 

Vuelvo a hablar desde donde dejé.

 

Después de un poco ha venido el confesor y habiéndole dicho todo lo

que he dicho arriba, me ha renovado la obediencia de continuar de la misma

manera, y habiéndole dicho: “Padre, permita al menos darle la libertad a mi

corazón de rogarle a Jesús, que la obediencia de decirle cuando viene: no

vengas y no puedo conversar, la hago.”

 

Y él: “Haz cuanto puedas por frenarlo, y cuando no puedas, entonces

dale libertad.”

 

                                                                                                                                                                                                         

 

Septiembre 2, 1899

 

El confesor la deja libre.

 

Ahora, con esta obediencia un poco más mitigada, mi pobre corazón

parecía que de estar muerto comenzara a revivir un poco; pero con todo y

esto no dejaba de estar desgarrado de mil maneras, porque la obediencia,

cuando veía que el corazón se detenía un poco más en busca de su Creador,

como si quisiera reposarse en Él porque estaba sin fuerza, se me venía

encima y con sus armas me hería toda. Y además, ese tener que repetir

aquel estribillo cuando el bendito Jesús se hacía ver: “No vengas, no puedo

conversar porque la obediencia no quiere”, era para mí el más atroz y cruel

martirio. Entonces mi dulce Jesús, encontrándome yo en mi habitual estado,

ha venido y yo le he manifestado la orden recibida, y Él se ha ido. Una sola

vez mientras yo le estaba diciendo: “No vengas, que la obediencia no

quiere”, me ha dicho:

 

“Hija mía, ten siempre ante tu mente la luz de mi Pasión, porque al ver

mis acerbísimas penas, las tuyas te parecerán pequeñas, y al considerar la

causa por la que sufrí tantos dolores inmensos, que fue el pecado, los más

pequeños defectos te parecerán graves. En cambio, si no te miras en Mí, las

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

más pequeñas penas te parecerán pesadas y los defectos graves los tomarás

como cosa de nada.” Y ha desaparecido.

 

Después de un poco ha venido el confesor, y habiéndole preguntado si

aún debía continuar esta obediencia, me ha dicho: “No, puedes decirle lo

que quieras y tenlo cuanto quieras.”

 

Parece que he sido dejada libre y ya no tengo tanto que hacer con este

guerrero tan potente, de otra manera esta vez se habría hecho tan fuerte que

me hubiera dado la muerte, pero me habría hecho hacer una gran ganancia,

porque me habría unido para siempre al sumo Bien, y no por intervalos, y se

lo hubiera agradecido; es más, le habría cantado el cántico de la obediencia,

 

o sea el cántico de las victorias, así que me habría reído de toda su fuerza...

Pero mientras decía esto, ante mí ha aparecido un ojo resplandeciente y bello

y una voz que decía: “Y yo me habría unido junto contigo y me habría

complacido de reír, porque habría sido mía la victoria.”

Y yo: “¡Oh! amada obediencia, después de habernos reído juntas te

habría dejado a las puertas del paraíso para decirte adiós y no vernos más, y

así no tener que ver más contigo, y me hubiera cuidado muy bien de no

dejarte entrar.”

 

                                                                                                                                                                                                         

Septiembre 5, 1899

 

Jesús obra la perfección en el alma poco a poco.

 

Esta mañana me encontraba en tal abatimiento de ánimo y me veía tan

mala, que yo misma me volvía insoportable. Habiendo venido Jesús le he

dicho mis penas y el miserable estado en el cual me encontraba, y Él me ha

dicho:

 

“Hija mía, no quieras perder el ánimo; esta es mi costumbre, el obrar

la perfección paso a paso y no todo en un instante, a fin de que el alma,

viendo siempre que le falta alguna cosa, se impulse, haga todos los esfuerzos

para alcanzar lo que le falta, a fin de agradarme más y de santificarse

mayormente, entonces Yo, atraído por esos actos me siento forzado a darle

nuevas gracias y favores celestiales, y con esto se viene a formar un

comercio todo divino entre el alma y Dios, de otra manera, poseyendo el

alma en sí la plenitud de la perfección, y por lo tanto de todas las virtudes,

no encontraría modos de cómo esforzarse, cómo agradarle más y vendría a

faltar la yesca para encender el fuego entre la criatura y el Creador.”

 

¡Sea siempre bendito el Señor!

 

                                                                                                                                                                                                        

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Septiembre 9, 1899

 

Jesús le habla de la nada y del amor que le lleva.

 

Jesús continúa viniendo pero con un aspecto todo nuevo. Parecía que

de su corazón bendito salía un tronco de árbol que tenía tres raíces distintas,

y este tronco, de su corazón entraba en el mío, y saliendo de mi corazón el

tronco formaba tantas bellas ramas cargadas de flores, de frutos, de perlas y

de piedras preciosas, resplandecientes como estrellas fulgidísimas. Ahora,

mi amante Jesús, viéndose a la sombra de este árbol, se recreaba todo,

mucho más que del árbol caían tantas perlas que formaban un bello adorno a

su Santísima Humanidad. Mientras estaba en esta posición me ha dicho:

 

“Hija mía amadísima, las tres raíces que ves que contiene este árbol

son: la Fe, la Esperanza y la Caridad. Y lo que tú ves, que este tronco sale

de Mí y se introduce en tu corazón, significa que no hay bien que posean las

almas que no venga de Mí; así que después de la Fe, la Esperanza y la

Caridad, el primer desarrollo que hace este tronco es el hacer conocer que

todo el bien viene de Dios, que de ellas no tienen otra cosa que su propia

nada, y que esta nada no hace otra cosa que darme la libertad de hacerme

entrar en ellas y hacerme obrar lo que quiero; mientras que hay otras nadas,

esto es, otras almas, que con la libre voluntad que tienen se oponen,

entonces, faltando este conocimiento, el tronco no produce ni ramas ni

frutos, ni ninguna otra cosa de bueno. Las ramas que contiene este árbol,

con todo el aparato de las flores, frutos, perlas y piedras preciosas, son todas

las diversas virtudes que puede poseer el alma. Ahora, ¿quién ha dado la

vida a este árbol tan bello? Ciertamente las raíces, esto significa que la Fe,

la Esperanza y la Caridad abrazan todo, contienen todas las virtudes, tanto,

que son puestas como base y fundamento del árbol, y sin ellas no se puede

producir ninguna otra virtud.”

 

Así que he comprendido también que las flores significan las virtudes,

los frutos los sufrimientos, las piedras y las perlas el sufrir únicamente por el

solo amor de Dios. He aquí por qué aquellas perlas que caían formaban ese

bello ornamento a Nuestro Señor. Ahora, mientras Jesús se sentaba a la

sombra de este árbol, me miraba con ternura toda paterna, entonces, tomado

por un rapto amoroso, que parecía que no podía contener en Sí,

abrazándome fuertemente ha comenzado a decir:

 

“¡Cómo eres bella! Tú eres mi candorosa paloma, mi amada morada,

mi templo vivo, en el cual unido con el Padre y el Espíritu Santo me

complazco en deleitarme. Tu continuo penar por Mí me alivia y consuela de

las continuas ofensas que me hacen las criaturas. Debes saber que es tanto el

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

amor que te tengo, que estoy obligado a esconderlo en parte, para hacer que

tú no enloquezcas y puedas vivir, porque si te lo hiciese ver no sólo

enloquecerías, sino que no podrías continuar viviendo, tu débil naturaleza

quedaría consumada por las llamas de mi Amor.”

 

Mientras esto decía yo me sentía toda confundir y aniquilar, y me

sentía hundir en el abismo de mi nada, porque me veía toda imperfecta,

especialmente notaba mi ingratitud y frialdad a las tantas gracias que el

Señor me hace. Pero espero que todo redunde a su gloria y honor, esperando

con firme confianza que en un esfuerzo de su Amor quiera vencer mi dureza.

 

                                                                                                                                                                                                         

Septiembre 16, 1899

 

Divergencia con Jesús. Efectos del sufrir sólo por Dios.

 

Esta mañana, mi adorable Jesús ha venido, y temiendo que fuese el

demonio le he dicho: “Permíteme que te signe la frente con la cruz”, y en

seguida lo he persignado y así he quedado más segura y tranquila.

 

Ahora, Jesús bendito parecía cansado y se quería reposar en mí, y

como también yo me sentía cansada por los sufrimientos de los días pasados,

especialmente por sus poquísimas venidas, sentía la necesidad de reposarmeen Él. Entonces, después de haber disputado un poco me ha dicho:

 

“La vida del corazón es el amor. Yo soy como un enfermo que arde

por la fiebre, que va buscando un refrigerio, un alivio para el fuego que lo

devora. Mi fiebre es el amor, ¿pero dónde obtengo los refrigerios, los

alivios más aptos para el fuego que me consume? De las penas y aflicciones

sufridos por mis almas predilectas sólo por mi amor; muchas veces estoy

esperando y esperando a que el alma se vuelva a Mí para decirme: ‘Señor,

sólo por amor tuyo quiero sufrir esta pena.’ ¡Ah sí, estos son mis refrigerios

y los alivios más aptos que me alivian y me apagan el fuego que me

consume!”

 

Después de esto se ha arrojado en mis brazos languideciendo para

reposarse. Mientras Jesús reposaba yo comprendía muchas cosas sobre las

palabras dichas por Él, especialmente sobre el sufrir por amor suyo. ¡Oh,

qué moneda de inestimable valor! Si todos la conociéramos haríamos

competencia a ver quién pudiera sufrir más, pero yo creo que todos somos

cortos de vista para conocer esta moneda tan preciosa, por eso no se llega a

tener conocimiento de ella.

 

                                                                                                                                                                                                         

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Septiembre 19, 1899

 

Jesús habla de la Fe, de la Esperanza y Caridad.

 

Encontrándome esta mañana un poco turbada, especialmente por el

temor de que no sea Jesús quien viene sino el demonio, y de que mi estado

no sea Voluntad de Dios, mientras me encontraba en esta agitación ha

venido mi adorable Jesús y me ha dicho:

 

“Hija mía, no quiero que pierdas el tiempo, pensando en esto tú te

distraes de Mí y me haces faltar el alimento para nutrirme; lo que quiero es

que pienses solamente en amarme y en estarte toda abandonada en Mí, así

me prepararás un alimento muy agradable, y no de vez en cuando como

harías si continuases haciendo así, sino continuamente. ¿Y no sería esto tu

grandísimo contento, que tu voluntad, con estar abandonada en Mí y con el

amarme, fuese alimento para Mí, tu Dios?”

 

Después de esto me ha hecho ver su corazón y dentro tenía tres globos

de luz distintos, que después formaban uno solo, y Jesús volviendo a hablar

me ha dicho:

 

“Los globos de luz que ves en mi corazón son la Fe, la Esperanza y la

Caridad, que traje a la tierra para hacer feliz al hombre sufriente,

ofreciéndoselos en don; ahora, también a ti te quiero hacer un don más

especial.”

 

Y mientras así decía, de aquellos globos de luz salían como tantos

hilos de luz que inundaban mi alma, formando como una especie de red y yo

quedaba dentro.

 

Y Jesús: “Mira en lo que quiero que ocupes tu alma: Primero vuela

con las alas de la Fe y sumergiéndote en esa luz conocerás y adquirirás

siempre nuevas noticias de Mí, tu Dios, pero al conocerme más tu nada se

sentirá casi dispersa, y no tendrás donde apoyarte, pero tú elévate más y

arrojándote en el mar inmenso de la Esperanza, el cual son todos mis méritos

que adquirí en el curso de mi Vida mortal y todas las penas de mi Pasión,

que también de ellas hice don al hombre, y sólo por medio de estos puedes

esperar los bienes inmensos de la Fe, porque no hay otro medio para

poderlos obtener. Entonces, sirviéndote de estos mis méritos como si fuesen

tuyos, tu nada no se sentirá más dispersa y hundida en el abismo de la nada,

sino que adquiriendo nueva vida quedará embellecida, enriquecida en modo

tal, de atraerse las mismas miradas divinas; y entonces no más tímida, sino

que la Esperanza le suministrará el valor, la fuerza, de modo de volver al

alma estable como columna, expuesta a todas las inclemencias del aire,

como son las diferentes tribulaciones de la vida, que no la moverán nada, y

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

la Esperanza hará que el alma no sólo se sumerja sin temor en las inmensas

riquezas de la Fe, sino que se volverá dueña y llegará a tanto con la

Esperanza, de hacer suyo al mismo Dios. ¡Ah! sí, la Esperanza hace llegar

al alma hasta donde quiere, la Esperanza es la puerta del Cielo, así que sólo

por su medio se abre, porque quien todo espera todo obtiene. Entonces el

alma cuando haya llegado a hacer suyo al mismo Dios, súbito, sin ningún

obstáculo se encontrará en el océano inmenso de la Caridad, y ahí, llevando

consigo la Fe y la Esperanza, se sumergirá dentro y hará una sola cosa

conmigo, su Dios.”

 

El amantísimo Jesús continúa diciendo: “Si la Fe es el rey y la

Caridad es la reina, la Esperanza es como madre pacificadora que pone paz

en todo, porque con la Fe y la Caridad puede haber tribulaciones, pero la

Esperanza, siendo vínculo de paz, convierte todo en paz. La Esperanza es

sostén, la Esperanza es alivio, y cuando el alma elevándose con la Fe ve la

belleza, la santidad, el amor con el cual es amada por Dios, se siente atraída

a amarlo, pero viendo su insuficiencia, lo poco que hace por Dios, el cómo

debería amarlo y no lo ama, se siente desconsolada, turbada y casi no se

atreve a acercarse a Dios, entonces, en seguida sale esta madre pacificadora

de la Esperanza, y poniéndose en medio de la Fe y la Caridad comienza a

hacer su oficio de poner paz, así que pone en paz de nuevo al alma, la

empuja, la eleva, le da nuevas fuerzas y llevándola ante el rey de la Fe y la

reina de la Caridad, excusa al alma, pone ante el alma nueva efusión de sus

méritos y les pide que la quieran recibir; y la Fe y la Caridad teniendo en la

mira sólo a esta madre pacificadora, tan tierna y llena de compasión, reciben

al alma y Dios forma la delicia del alma, y el alma la delicia de Dios.”

 

¡Oh santa Esperanza, cómo eres admirable! Yo me imagino ver al

alma que es poseída por esta bella Esperanza, como un noble viajero que

camina para ir a tomar posesión de unas tierras que formarán toda su

fortuna, pero como es desconocido y viaja por tierras que no son suyas,

quien lo escarnece, quien lo insulta, quien lo despoja de sus vestidos, y quien

llega hasta golpearlo y a amenazarlo con matarlo, ¿y el noble viajero qué

hace en todas estas dificultades? ¿Se turbará? ¡Ah, no, jamás! Más bien no

tomará en cuenta a aquellos que le hacen todo esto y conociendo bien que

mientras más sufrirá, tanto más será honrado y glorificado cuando llegue a

tomar posesión de sus tierras, por eso él mismo incita a la gente para que lo

atormenten más. Pero él siempre está tranquilo, goza la más perfecta paz y

en medio de estos insultos está tan calmado, que mientras los demás están

despiertos a su alrededor, él está durmiendo en el seno de su suspirado Dios.

¿Quién suministrará a este viajero tanta paz y tanta firmeza para seguir el

viaje emprendido? Ciertamente la Esperanza de los bienes eternos que serán

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

suyos, y así superará todo para tomar posesión de ellos. Ahora, pensando

que son suyos, viene a amarlos, y he aquí que la Esperanza hace nacer la

Caridad.

 

¿Quién puede decir lo que Jesús bendito me hace ver con aquella luz?

Hubiera querido pasarlo en silencio, pero veo que la señora obediencia

dejando el vestido de la amistad, toma el aspecto de guerrero y toma sus

armas para hacerme guerra y herirme. ¡Ah, no te armes tan pronto! Deja tus

garras, estate tranquila, que por cuanto pueda haré como tú dices, y así

permaneceremos siempre amigas.

 

Ahora, cuando el alma se pone en el extensísimo mar de la Caridad,

prueba delicias inefables, goza alegrías inenarrables a un alma mortal. Todo

es amor; sus suspiros, sus latidos, sus pensamientos, son tantas voces

sonoras que hace resonar en torno a su amadísimo Dios, voces todas de amor

que lo llaman a ella, de modo que Dios bendito, atraído, herido por estas

voces amorosas, le corresponde, y sucede que los suspiros, los latidos y todo

el Ser Divino llaman continuamente al alma hacia Dios.

 

¿Quién puede decir cómo queda herida el alma por estas voces?

¿Cómo comienza a delirar como si tuviera fiebre altísima, cómo corre como

enloquecida y va a arrojarse en el amoroso corazón de su Amado para

encontrar refrigerio y a torrentes chupa las delicias divinas? Ella queda

ebria de amor, y en medio de su embriaguez entona cantos todos amorosos a

su Esposo dulcísimo. ¿Pero quién puede decir todo lo que pasa entre el alma

y Dios? ¿Quién puede decir algo sobre esta Caridad que es Dios mismo?

 

En este momento veo una luz grandísima y mi mente ahora queda

asombrada, ahora se fija en un punto, ahora en otro, y hago por ponerlo en el

papel pero me siento balbuceante al explicarlo. Así que no sabiendo qué

hacer, por ahora hago silencio y espero que la señora obediencia por esta vez

quiera perdonarme, pues si ella quiere enojarse conmigo, esta vez no tiene

tanta razón porque la culpa es suya, porque no me da una lengua ágil para

saber decirlo. ¿Ha comprendido reverendísima obediencia? Quedamos en

paz, ¿no es verdad?

 

                                                                                                                                                                                                        

 

Septiembre 21, 1899

 

Divergencias con la obediencia. La causa de su estado.

 

Sin embargo, ¿quién lo diría? A pesar de que la culpa es suya, que no

me da la capacidad para saberlo manifestar, la señora obediencia se lo ha

tomado a mal y ha comenzado a hacerla de tirano cruel, y ha llegado a tal

crueldad que me ha quitado la vista de mi amado Bien, mi solo y único

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

consuelo. Se ve que a veces hasta se comporta como niña, que cuando

quiere salirse con la suya en un capricho, si no lo logra por la buena llena la

casa con gritos, con llantos, tanto, que se ve uno obligado a contentarla por

la fuerza. No hay razones, no hay medios para persuadirla, así hace la

señora obediencia, es tenaz; no te hubiera creído así, y como ella quiere

vencer, quiere que aun balbuceante escriba sobre la Caridad. ¡Oh Dios

santo! Tú mismo vuélvela más razonable, porque en este modo no se puede

seguir adelante. Y tú, ¡oh! obediencia, devuélveme a mi dulce Jesús, no me

toques más a lo vivo, te pido que no me quites la vista de mi sumo Bien y yo

te prometo que aun balbuceante escribiré como quieres tú. Sólo te pido la

gracia de que me dejes reanimarme durante algunos días, porque mi mente,

demasiado pequeña, no resiste más el estar sumergida en aquel vasto océano

de la Caridad divina, especialmente que ahí descubro más mis miserias y mi

fealdad, y al ver el amor que Dios me tiene me siento casi enloquecer, así

que mi débil naturaleza se siente desfallecer y no puede más. Pero al mismo

tiempo me ocuparé en escribir otras cosas para después seguir con la

Caridad.

 

Sigo con mi pobre decir. Encontrándose mi mente ocupada en las

cosas dichas antes, pensaba entre mí: “¿En qué aprovecharía escribir esto si

yo misma no practicase lo que escribo? Este escrito ciertamente sería una

condena para mí.” Mientras esto pensaba, ha venido el bendito Jesús y me

ha dicho:

 

“Este escrito servirá para hacer conocer quién es Aquel que te habla y

ocupa tu persona; y además, si no te sirve a ti, mi luz servirá a otros que

leerán lo que te hago escribir.”

 

¿Quién puede decir cómo he quedado mortificada al pensar que otros

aprovecharán las gracias que me hace si leen estos escritos, y yo que las

recibo no? ¿No me condenarán ellos? Y además, con sólo pensar que

llegarán a manos de otros se me oprime el corazón por la pena y por la

vergüenza de mí misma. Ahora, permaneciendo en grandísima aflicción iba

repitiendo: “¿En qué aprovecha mi estado si servirá de condena?” Y el

amorosísimo Jesús regresando me ha dicho:

 

“Mi Vida fue necesaria para la salvación de los pueblos, y como no la

pude continuar sobre la tierra, por eso elijo a quien me place para

continuarla en ellos, para poder continuar la salvación de los pueblos, he

aquí el provecho de tu estado.”

 

                                                                                                                                                                                                        

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Septiembre 22, 1899

 

Jesús le habla de sus escritos. Contiendas con la obediencia.

 

Sintiéndome un clavo clavado en el corazón por las palabras que ayer

dijo mi dulce Jesús, y siendo Él siempre benigno con esta miserable

pecadora, para aliviar mis penas ha venido y compadeciéndome toda me ha

dicho:

 

“Hija mía, no quieras afligirte más. Debes saber que todo lo que te

hago escribir, o sobre las virtudes o bajo alguna semejanza, no es otra cosa

que hacer que te pintes tú misma, y a aquella perfección a la cual he hecho

llegar tu alma.”

 

¡Oh Dios! Qué gran repugnancia siento al escribir estas palabras,

porque no me parece que sea verdad lo que dice. Siento que no entiendo aún

qué cosa sea virtud y perfección, pero la obediencia así lo quiere, y es mejor

morir que tener que ver con ella. Mucho más que tiene dos caras: Si se hace

como ella dice, toma el aspecto de señora y te acaricia como amiga fiel y

hasta te promete todos los bienes que hay en el Cielo y en la tierra; pero si

después descubre una sombra de dificultad en contra, súbito, sin que uno lo

advierta, si uno la mira se encuentra como un guerrero que está preparando

sus armas para herirte y destruirte. ¡Oh mi Jesús! ¿Qué tipo de virtud es

esta obediencia que hace temblar con solo pensar en ella?

 

Entonces, mientras Jesús me decía aquellas palabras, yo le he dicho:

“Mi buen Jesús, ¿en qué aprovecha a mi alma el tener tantas gracias, si

después me amargan toda mi vida, especialmente en las horas de tu

privación? Porque el comprender quién eres Tú y de quién estoy privada, es

un continuo martirio para mí, por lo tanto no me sirven más que para

hacerme vivir continuamente amargada.”

 

Y Él ha agregado: “Cuando una persona ha gustado lo dulce de un

alimento y después es obligada a tomar lo amargo, para quitar esa amargura

se duplica el deseo de gustar lo dulce, y esto sirve mucho a aquella persona,

porque si gustara siempre lo dulce sin probar jamás lo amargo, no tendría

gran aprecio por lo dulce, y si siempre gustara lo amargo sin conocer lo

dulce, no conociéndolo, ni siquiera lo desearía, por eso lo uno y lo otro

sirven, y así te sirven también a ti.”

 

Y yo: “Pacientísimo Jesús mío, perdóname por tener que soportar a

un alma tan mísera e ingrata, me parece que esta vez quiero investigar

demasiado.”

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Y Jesús: “No te turbes, soy Yo mismo el que pongo las dificultades en tu

interior para tener ocasión de conversar contigo, y a la vez para instruirte en

todo.”

 

                                                                                                                                                                                                        

 

Septiembre 25, 1899

 

Temor de que sus escritos puedan

encontrarse en manos de otros.

 

En mi mente estaba pensando: “Si estos escritos llegaran a manos de

alguien, tal vez dirá: ‘Ha de ser una buena cristiana, porque el Señor le hace

tantas gracias’, sin saber que a pesar de todo esto soy todavía muy mala. He

aquí como las personas se pueden engañar tanto en el bien, como en el mal.

¡Ah Señor, sólo Tú conoces la verdad y el fondo de los corazones!”

Mientras esto pensaba ha venido el bendito Jesús, y me ha dicho:

 

“Amada mía, ¿y si las gentes supieran que tú eres mi defensora y la de

ellas?”

 

Y yo: “Mi Jesús, ¿qué dices?”

 

Y Él: “¡Cómo! ¿No es verdad que tú me defiendes de las penas que

ellas me dan al ponerte en medio entre Yo y ellas, y tomas sobre ti el golpe

que Yo estaba por recibir en Mí, y el que Yo debía descargar sobre ellas? Y

si alguna vez no los recibes sobre ti es porque no te lo permito, y esto con

una gran pena, hasta lamentarte conmigo, ¿lo puedes acaso negar?”

“No Señor, no puedo negarlo, pero veo que es una cosa que Tú mismo has

infundido en mí, por eso digo que el hecho no es que yo sea buena, y me

siento toda confundida al oír que me dices estas palabras.”

 

                                                                                                                                                                                                         

Septiembre 26, 1899

 

Causa por la que Jesús no toma

 

en cuenta las oposiciones. Vista

 

abstractiva e intuitiva del alma.

 

Esta mañana, habiendo venido mi adorable Jesús me ha transportado

fuera de mí misma, pero con mi suma pena lo veía de espaldas, y por cuanto

le he rogado que me dejara ver su santísimo rostro, me resultaba imposible.

En mi interior iba diciendo: “Quién sabe, a lo mejor son mis oposiciones a

la obediencia de escribir por lo que no se digna hacer ver su rostro

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

adorable.” Y mientras esto decía lloraba. Después de que me ha hecho

llorar se ha volteado y me ha dicho:

 

“Yo no tomo en cuenta tus oposiciones, porque tu voluntad está tan

fundida con la mía que no puedes querer sino lo que quiero Yo, por eso

mientras te repugna, al mismo tiempo te sientes atraída como por un imán a

hacerlo, así que tus repugnancias no sirven para otra cosa que para volver

más bella y resplandeciente la virtud de la obediencia, por eso no las tomo

en cuenta.”

 

Después he visto su bellísimo rostro, y en mi interior sentía un

contento indescriptible, y dirigiéndome a Él le he dicho: “Dulcísimo Amor

mío, si yo siento tanto deleite al verte, ¿qué habrá sentido nuestra Mamá

Reina cuando te encerraste en su seno purísimo? ¿Qué contentos, cuántas

gracias no le diste?”

 

Y Él: “Hija mía, fueron tales y tantas las delicias y las gracias que

vertí en Ella, que basta decirte que lo que Yo soy por naturaleza, nuestra

Madre lo llegó a ser por Gracia; mucho más, pues no teniendo culpa, mi

Gracia pudo dominar en Ella libremente, así que no hay cosa de mi Ser que

no le conferí a Ella.”

 

En aquel instante me parecía ver a nuestra Reina Madre como si fuese

otro Dios, con esta sola diferencia, que en Dios es naturaleza propia, y en

María Santísima es gracia conseguida. ¿Quién puede decir cómo he

quedado asombrada? ¿Cómo mi mente se perdía al ver un portento de gracia

tan prodigioso? Entonces, dirigiéndome a Él le he dicho: “Amado Bien

mío, nuestra Madre tuvo tanto bien porque te hacías ver intuitivamente; yo

quisiera saber cómo te muestras a mí, con la vista abstractiva o intuitiva.

Quién sabe si es también abstractiva.”

 

Y Él: “Quiero hacerte entender la diferencia que hay entre una y otra.

En la abstractiva el alma mira a Dios; en la intuitiva entra dentro de Él y

consigue las gracias, esto es, recibe en sí la participación del Ser Divino, y

tú, ¿cuántas veces no has participado de mi Ser? Ese sufrir que en ti parece

como si fuera connatural, esa pureza que llegas hasta sentir como si no

tuvieras cuerpo y tantas otras cosas, ¿no te las he dado cuando te he atraído a

Mí intuitivamente?”

 

“¡Ah! Señor, es verdad, y yo, ¿cuales agradecimientos te he dado por

todo esto? ¿Cuál ha sido mi correspondencia? Siento vergüenza de sólo

pensarlo, pero ¡ah! perdóname y haz que me puedan conocer en el Cielo y en

la tierra como un sujeto de tus infinitas misericordias.

 

                                                                                                                                                                                                         

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Septiembre 30, 1899

 

Tentaciones. Cómo la paciencia en sufrir las

tentaciones es como un alimento sustancioso.

 

Primero debo decir que he pasado una hora de infierno. Luego,

rápidamente he mirado una imagen del niño Jesús, y un pensamiento como

rayo ha dicho al niño: “¡Cómo eres feo!” He tratado de no darle

importancia ni turbarme para evitar cualquier juego con el demonio, pero a

pesar de esto aquel rayo diabólico me ha penetrado en el corazón, y sentía

que mi pobre corazón odiaba a Jesús. ¡Ah sí, me sentía en el infierno

haciendo compañía a los condenados; sentía el amor cambiado en odio! ¡Oh

Dios, qué pena el no poderte amar! Decía: “Señor, es verdad que no soy

digna de amarte, pero al menos acepta esta pena, que quisiera amarte y no

puedo.”

 

Después de haber pasado en el infierno más de una hora, parece que

he salido, gracias a Dios, ¿pero quién puede decir cuán afligido ha quedado

mi pobre corazón, débil por la guerra sostenida entre el odio y el amor?

Sentía tal postración de fuerzas que me parecía no tener más vida. Entonces

fui sorprendida por mi habitual estado, pero oh, cómo estaba decaída, mi

corazón y todas las potencias interiores que con ansia inenarrable desean y

van en busca de su sumo y único Bien, y sólo se detienen cuando lo han

encontrado y con sumo contento se lo gozan, esta vez no se atrevían a

moverse, estaban tan aniquiladas, confundidas y abismadas en su propia

nada, que no se hacían sentir. ¡Oh Dios, qué golpe cruel ha tenido que sufrir

mi pobre corazón! Con todo esto mi siempre benigno Jesús ha venido y su

vista consoladora me ha hecho olvidar rápidamente el haber estado en el

infierno, tanto, que ni siquiera he pedido perdón a Jesús. Las potencias

interiores, humilladas, cansadas como estaban, parecía que se reposaban en

Él, todo era silencio, por ambas partes no había más que alguna mirada

amorosa con la que nos heríamos el corazón uno al otro. Después de haber

estado por algún tiempo es este profundo silencio, Jesús me ha dicho:

 

“Hija mía, tengo hambre, dame alguna cosa.”

 

Y yo: “No tengo nada que darte.” Pero en ese mismo instante he

visto un pan y se lo he dado, y parecía que Él con todo gusto se lo comía.

Ahora, en mi interior iba diciendo: “Hace ya algunos días que no me dice

nada.” Y Jesús ha respondido a mi pensamiento:

 

“A veces el esposo se complace en tratar con su esposa, confiarle sus

más íntimos secretos; otras veces se deleita con más gusto en descansar y en

contemplarse mutuamente su belleza, mientras que el hablar impide el

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

reposarse, y el solo pensamiento de lo que se debe decir o de que cosa se

debe tratar, no deja poner atención en ver la belleza del esposo y de la

esposa, pero sin embargo esto sirve, porque después de haberse reposado y

comprendido de más su belleza, vienen a amarse más y con mayor fuerza

salen para trabajar, tratar y defender sus intereses. Así estoy haciendo

contigo, ¿no estás contenta?”

 

Después de esto un pensamiento me ha relampagueado en la mente,

acerca de la hora pasada en el infierno y súbito he dicho: “Señor,

perdóname cuántas ofensas te he hecho.”

 

Y Él: “No quieras afligirte ni turbarte, soy Yo quien conduce al alma

hasta en lo profundo del abismo, para poder después conducirla más rápido

al Cielo.”

 

Después me hizo comprender que aquel pan que encontré en mí no era

otra cosa que la paciencia con la cual había soportado esa hora de sangrienta

batalla, así que la paciencia, la humillación, el ofrecimiento a Dios de lo que

se sufre en tiempo de tentación, es un pan sustancioso que se da a Nuestro

Señor, y que Él acepta con mucho gusto.

 

                                                                                                                                                                                                        

Octubre 1, 1899

 

Jesús habla con amargura de los abusos de los sacramentos.

 

Esta mañana Jesús seguía haciéndose ver en silencio, pero con un

aspecto afligidísimo y tenía clavada en la cabeza una tupida corona de

espinas; mis potencias interiores las sentía en silencio y no se atrevían a

decir una sola palabra; viendo que sufría mucho en la cabeza he extendido

mis manos y poco a poco le he quitado la corona, pero, ¡qué acerbo espasmo

sufría, cómo se abrían las heridas y la sangre corría a ríos! A decir verdad

era cosa que desgarraba el alma. Después de haberle quitado la corona de

espinas la he puesto sobre mi cabeza, y Él mismo ayudaba a que penetrara

bien, pero todo era silencio por ambas partes; pero cuál ha sido mi asombro,

porque poco después lo he mirado de nuevo y le estaban poniendo otra

corona de espinas con las ofensas que le hacían. ¡Oh perfidia humana! ¡Oh

incomparable paciencia de mi Jesús, cuán grande eres! Y Jesús callaba y

casi no los veía para no saber quiénes eran sus ofensores. Entonces de

nuevo se la he quitado, y avivándose todas mis potencias interiores por una

tierna compasión le he dicho:

 

“Amado Bien mío, dulce Vida mía, ¿dime por qué no me dices más

nada? No ha sido jamás tu costumbre esconderme tus secretos. ¡Ah!,

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

hablemos un poco, así desahogaremos un poco el dolor y el amor que nos

oprime.”

 

Y Él: “Hija mía, tú eres el alivio en mis penas, sin embargo debes

saber que no te digo nada porque tú me obligas siempre a no castigar a las

gentes, quieres oponerte a mi Justicia; y si no hago como tú quieres quedas

descontenta y Yo siento una pena de más, o sea el no tenerte contenta, así

que para evitar disgustos por ambas partes, mejor hago silencio.”

 

Y yo: “Mi buen Jesús, ¿acaso has olvidado cuánto sufres Tú mismo

después de que has usado la Justicia? El verte sufrir en las criaturas es lo

que me decide a forzarte para que no castigues a la gente; y además ese ver a

las mismas criaturas volverse contra Ti como tantas víboras venenosas, que

si estuviera en su poder ya te hubieran quitado la Vida porque se ven bajo

tus flagelos y así irritan más tu Justicia, no me da valor para decir Fiat

Voluntas Tua.”

 

Y Él: “Mi Justicia no puede seguir más allá; me siento herir por

todos: por sacerdotes, por devotos, por seglares, especialmente por el abuso

de los sacramentos: Quien no les presta ninguna atención, agregando los

desprecios; quienes, frecuentándolos, de ellos hacen una plática de placer; y

quien no estando satisfecho en sus caprichos, llega por esto a ofenderme.

¡Oh! cómo queda desgarrado mi corazón al ver reducidos los sacramentos

como aquellas cuadros pintados, o como aquellas estatuas de piedra, que de

lejos parecen vivas, pero si se acerca uno se comienza a descubrir el engaño,

y entonces si se hace por tocarlas, ¿qué cosa se encuentra? Papel, piedra,

madera, objetos inanimados, y se queda desengañado del todo, así son

reducidos los sacramentos, para la mayor parte no hay otra cosa que la sola

apariencia y quedan más sucios que limpios. Y además, el espíritu de interés

que reina en los religiosos es para llorar, ¿no te parece que son todo ojos ahí

donde hay una miserable ganancia, hasta llegar a envilecer su dignidad?

Pero donde no está el interés no tienen manos ni pies para moverse ni

siquiera un poquito. Este espíritu de interés les llena tanto el interior, que

desborda al exterior y hasta los mismos seglares sienten la peste, y

escandalizados no tienen fe en sus palabras. ¡Ah sí, ninguno deja de

ofenderme! Hay quien me ofende directamente, y quien, pudiendo impedir

tanto mal no se preocupa en hacerlo, así que no tengo a quien dirigirme; pero

Yo los castigaré de manera de hacerlos inútiles, y a quien destruiré

perfectamente, llegarán a tanto, que quedarán desiertas las iglesias sin tener

quien administre los sacramentos.”

 

Interrumpiendo su decir, toda espantada he dicho: “Señor, ¿qué dices?

Si hay quienes abusan de los sacramentos, también hay muchas hijas buenas

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

que los reciben con las debidas disposiciones y sufren mucho si no los

frecuentan.”

 

Y Él: “Demasiado escaso es su número, y además, su pena por no

poder recibirlos servirá como una reparación a Mí y para ser víctimas por

aquellos que abusan.”

 

¿Quién puede decir cómo he quedado herida por este hablar de Jesús

bendito? Pero espero que quiera aplacarse por su infinita Misericordia.

 

                                                                                                                                                                                                         

Octubre 3, 1899

 

Divergencias con la obediencia, y cómo ésta es Jesús mismo.

 

Esta mañana, Jesús continuaba haciéndose ver afligido; yo no tenía

valor de decirle ni una palabra a mi pacientísimo Jesús, por temor de que

volviera a lamentarse por el estado religioso, y esto porque la obediencia

quiere que escriba todo, también lo que respecta a la caridad del prójimo, y

esto es tan penoso para mí que he debido luchar a brazo partido con la

señora obediencia, la que tomó su aspecto de guerrero potentísimo armado

con sus armas para darme la muerte. En verdad me he encontrado en tales

estrecheces, que yo misma no sabía qué hacer. Escribir según la luz con la

que Jesús me hacía ver la caridad del prójimo me parecía imposible, me

sentía herir el corazón por mil espinas, me sentía enmudecer la boca y

disminuir el ánimo y le decía: “Amada obediencia, tú sabes cuánto te amo y

que de buena gana, por amor tuyo, daría la vida, pero veo que aquí no puedo,

y tú misma ves el desgarro de mi alma, ¡ah! no te vuelvas enemiga, no seas

despiadada conmigo, sé más indulgente con quien tanto te ama, ven conmigo

tú misma y veamos juntas lo que más nos conviene decir.”

 

Así parece que ha depuesto su furor, y ella misma dictaba lo que era

más necesario, encerrando en pocas palabras todo el sentido de las diferentes

cosas respecto a la Caridad, aunque a veces quería ser más detallada y yo le

decía: “Basta, que con un poco de reflexión entiendan lo que significa, ¿no

es mejor encerrar en una palabra todo el significado, que en tantas

palabras?”

 

A veces cedía la obediencia, a veces yo, y así parece que hemos estado

de acuerdo. Cuánta paciencia se necesita con esta bendita señora

obediencia, verdaderamente señora, porque basta que se le dé el derecho de

dominar, y cambia su aspecto por el de un mansísimo cordero, ella misma

hace el sacrificio del trabajo y hace reposar al alma con su Señor,

poniéndose ella alrededor con ojo vigilante para hacer que nadie ose

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

molestarla ni interrumpir su sueño; y mientras el alma duerme, ¿esta noble

señora qué hace? Ella está sudando, apurándose en el trabajo que le tocaba

al alma, cosa que verdaderamente hace asombrar a cualquier mente humana

inteligente, y mueve a los corazones a amarla.

 

Ahora, mientras esto digo, en mi interior pienso: “¿Pero qué cosa es

esta obediencia? ¿De qué está formada? ¿Cuál es el alimento que la

sostiene?” Y Jesús hace oír su armoniosa voz en mi oído que dice:

 

“¿Quieres saber qué cosa es la obediencia? La obediencia es la

quintaesencia del amor; la obediencia es el amor más fino, más puro, más

perfecto, extraído por el sacrificio más doloroso, cual es el destruirse a sí

mismo para vivir de Dios. La obediencia, siendo nobilísima y divina no

admite en el alma nada de humano y que no sea suyo, por eso toda su

atención es destruir en el alma todo lo que no pertenece a su nobleza divina,

como es el amor propio; y hecho esto poco le interesa que sea ella sola la

que se esfuerce y se fatigue por lo que debería hacer el alma, y a ésta la hace

reposar tranquilamente. Finalmente, la obediencia soy Yo mismo.”

 

¿Quién puede decir cómo he quedado maravillada y estática al oír este

hablar de Jesús bendito? ¡Oh! santa obediencia, cómo eres incomprensible,

yo me postro a tus pies y te adoro; te pido que seas mi guía, maestra, luz en

el desastroso camino de la vida, para que guiada, enseñada, escoltada por tu

luz purísima pueda con seguridad tomar posesión del puerto eterno.

Termino casi esforzándome en salir de esta virtud de la obediencia, de otra

manera no terminaría jamás de hablar, es tanta la luz que veo de esta virtud,

que podría escribir siempre sobre de ella, pero otras cosas me llaman, por

eso hago silencio y sigo donde dejé.

 

Entonces veía a mi dulce Jesús afligido, y recordando que la

obediencia me había dicho que rezara por una persona, con todo el corazón

la he encomendado, y Jesús me ha dicho:

 

“Hija mía, que haga de manera que todas sus obras resplandezcan sólo

de virtud, pero especialmente le recomiendo que no se inmiscuya en las

cosas de familia: si tiene alguna cosa, que se deshaga de ella; si no tiene, no

quiero que él se entrometa; que deje que las cosas las haga quien debe y él

permanezca libre, sin enfangarse en las cosas terrenas, de otra manera

vendría a incurrir en la desventura de los demás, que al principio, habiendo

querido inmiscuirse en alguna cosa de familia, después todo el peso ha

quedado en sus hombros, y Yo, sólo por mi Misericordia he debido permitir

que no prosperaran, sino más bien que empobrecieran y así hacerles tocar

con la mano cuán inconveniente es a un ministro mío enfangarse en las cosas

terrenas; mientras, palabra salida de mi boca, que a los ministros de mi

santuario, siempre y cuando no toquen las cosas terrenas, jamás les habría

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

faltado el alimento cotidiano. Ahora, si a estos Yo los hubiera hecho

prosperar, habrían enfangado su corazón y no habrían puesto atención ni a

Dios ni a las cosas pertenecientes a su ministerio; ahora, aburridos, cansados

de su estado, quisieran liberarse pero no pueden, y esto es en castigo por lo

que no deberían hacer.”

 

Después le encomendé a un enfermo, y Jesús me mostraba sus llagas

que le había hecho aquel enfermo. Yo he tratado de rogarle, aplacarlo y

repararlo, y parecía que aquellas llagas se cerraban. Y Jesús, todo bondad

me ha dicho:

 

“Hija mía, hoy tú has hecho el oficio de un médico expertísimo, que

no sólo ha tratado de aliviar, de vendar, sino también de curar las llagas que

me hizo ese enfermo, por eso me siento muy aliviado y aplacado.”

 

Entonces he comprendido que rezando por los enfermos se hace el

oficio de médico a Nuestro Señor, que sufre en sus mismas imágenes.

 

                                                                                                                                                                                                         

Octubre 7, 1899

 

Ve a Jesús enojado contra las gentes

 

Esta mañana el bendito Jesús no venía y he debido armarme de

paciencia para esperarlo. En mi interior decía: “Mi amado Jesús, ven, no

me hagas esperar tanto, desde ayer en la noche no te veo y ahora ya es

demasiado tarde y Tú no vienes aún. Mira con cuánta paciencia te he

esperado; ¡ah! no hagas que llegue a impacientarme porque tardas tanto en

venir, pues la causa eres Tú con tus tardanzas. Por eso ven, porque no puedo

más.”

 

Ahora, mientras estaba diciendo estos y otros disparates, mi único

Bien ha venido, pero con sumo dolor mío lo he visto enojado con las gentes.

Súbito le he dicho: “Mi buen Jesús, te pido que hagas la paz con el mundo.”

 

Y Él: “Hija, no puedo, Yo soy como un rey que quiere entrar en una

casa, pero aquella casa está llena de cosas inmundas, de podredumbre y de

muchas otras porquerías. El rey, como rey tiene el poder de entrar, no hay

nadie que se lo pueda impedir y aun puede limpiar aquella habitación con

sus propias manos, pero no quiere hacerlo porque no es decoroso a su real

persona descender a tantas bajezas, y mientras que la habitación no sea

limpiada por otros, con todo y que tenga el poder, el querer, y un gran deseo,

aunque sufra no se dignará poner en ella el pie. Así soy Yo, soy Rey que

puedo y quiero, pero quiero su voluntad, quiero que quiten la podredumbre

de las culpas para entrar y hacer la paz con ellos. No, no es decoroso a mi

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

realeza el entrar y ponerme en paz con ellos, es más, no haré otra cosa que

mandar castigos; el fuego de la tribulación los inundará por todas partes

hasta aterrarlos, a fin de que se recuerden que existe un Dios, el único que

puede ayudarlos y liberarlos.”

 

Y yo, interrumpiendo su hablar le he dicho: “Señor, si quieres echar

mano de los castigos yo me quiero ir al Cielo, no quiero estar más en esta

tierra, ¿cómo podrá resistir mi corazón el ver sufrir a tus criaturas?” Y Jesús

tomando un aspecto benigno me ha dicho:

 

“¿Si tú te vienes, Yo a dónde iré a morar en esta tierra? Por ahora

pensemos en estar juntos acá, porque en el Cielo tendremos largo tiempo

para estar juntos, como es toda la eternidad; y además, demasiado pronto has

olvidado el oficio de hacerme de madre en la tierra. Por lo tanto, mientras

castigue a las gentes Yo vendré a refugiarme y moraré contigo.”

 

Y yo: “Ah Señor, ¿de qué ha servido mi estado de víctima por tantos

años? ¿Qué bien les ha llegado a los pueblos, ya que Tú me decías que me

querías como víctima para evitar los castigos a las gentes? Y ahora me

haces ver que esos castigos, en vez de que sucedieran tantos años atrás, van

a suceder ahora, ni más ni menos que esto.”

 

Y Él: “Hija mía, no digas eso, mi magnanimidad ha sido por amor

tuyo, y el bien que ha venido de esto ha sido que terribles castigos que

debían hacer estragos por muchísimo tiempo, ahora por eso serán más

breves. ¿Y no es esto un bien, que alguien en vez de estar por muchos años

bajo el peso de un castigo, sólo lo esté por pocos? Además, en el curso de

estos años pasados, guerras, muertes imprevistas que no debían tener tiempo

de convertirse, ahora en cambio lo han tenido y se han salvado, ¿no es esto

un gran bien? Amada mía, por ahora no es necesario hacerte comprender el

provecho de tu estado para ti y para los pueblos, pero te lo mostraré cuando

vengas al Cielo y el día del juicio lo mostraré a todas las naciones. Por eso

no hables más en este modo.”

 

                                                                                                                                                                                                         

Octubre 14, 1899

 

Jesús dice cómo son necesarios los castigos, y habla en modo

conmovedor de la Esperanza.

 

Esta mañana me sentía un poco turbada y toda aniquilada en mí misma. Me

veía como si el Señor me quisiera arrojar de Sí. ¡Oh Dios, qué pena tan

desgarradora es esta! Mientras me encontraba en tal estado, el bendito Jesús

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

ha venido con una cuerdecilla en la mano y golpeando mi corazón tres veces

me ha dicho:

 

“Paz, paz, paz. ¿No sabes tú que el reino de la Esperanza es reino de

paz, y el derecho de esta Esperanza es la justicia? Tú, cuando veas que mi

Justicia se arma contra las gentes, entra en el reino de la Esperanza, e

invistiéndote de las cualidades más potentes que ella posee, sube hasta mi

trono y haz cuanto puedas para desarmar mi brazo armado; y esto lo harás

con las voces más elocuentes, más tiernas, más piadosas, con las razones

más poderosas, con las oraciones más ardientes que la misma Esperanza te

dictará. Pero cuando veas que la misma Esperanza está por sostener ciertos

derechos de justicia que son absolutamente necesarios, y que quererlos ceder

sería un querer hacer afrenta a sí misma, lo que no puede ser jamás, entonces

confórmate a Mí y cede a la Justicia.”

 

Y yo, más aterrada que nunca porque debía ceder a la Justicia le he

dicho: “Ah Señor, ¿cómo puedo hacer esto? Me parece imposible, el solo

pensamiento de que debes castigar a las gentes, siendo tus imágenes, no

puedo tolerarlo, si al menos fueran criaturas que no te pertenecieran. Sin

embargo esto es nada, lo que más me desgarra es que te debo ver a Ti, casi

estoy por decir, golpeado por Ti mismo, abofeteado, flagelado, afligido,

porque los castigos caerán sobre tus mismos miembros, no sobre los otros, y

por eso Tú mismo vendrás a sufrir. Dime, mi solo y único Bien, ¿cómo

podrá resistir mi corazón el verte sufrir, golpeado por Ti mismo? Que te

hagan sufrir las criaturas, son siempre criaturas y es más tolerable, pero esto

es tan duro que no puedo aceptarlo, por eso no puedo conformarme contigo,

ni ceder.”

 

Y Él, apiadándose y enterneciéndose todo por este hablar mío,

tomando un aspecto afligido y benigno me ha dicho:

 

“Hija mía, tú tienes razón en que quedaré golpeado en mis mismos

miembros, tanto que al oírte hablar todas mis entrañas me las siento

conmovidas y mover a misericordia, y el corazón me lo siento destrozar de

ternura. Pero créeme a Mí que son necesarios los castigos, y si tú no quieres

verme golpeado ahora un poco, me verás golpeado después más

terriblemente, porque más me ofenderán, ¿y esto no te disgustaría más? Por

eso confórmate conmigo, de otra manera me obligarás, para no verte

disgustada, a no decirte ya nada y con esto vendrás a negarme el alivio que

siento al conversar contigo. ¡Ah! sí, me reducirás al silencio sin tener con

quién desahogar mis penas.”

 

¿Quién puede decir cómo he quedado amargada por su hablar? Y

Jesús como si me quisiera distraer de mi aflicción, continuó hablando sobre

la Esperanza diciéndome:

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

“Hija mía, no te turbes, la Esperanza es paz, y así como Yo en el

momento mismo de hacer justicia estoy en la más perfecta paz, así tú,

sumergiéndote en la Esperanza estate en paz. El alma que está en la

Esperanza, al quererse afligir, turbar, desconfiar, incurriría en la desventura

de aquella que, mientras posee millones y millones de monedas y es reina de

varios reinos, va imaginando y dando lamentos diciendo: ‘¿De qué voy a

vivir? ¿Cómo me vestiré? ¡Ay, me muero por el hambre! ¡Soy muy infeliz!

¡Me reduciré a la más estrecha miseria y terminaré con perecer!’ Y al decir

esto llora, suspira y pasa sus días triste, escuálida, inmersa en la más grande

tristeza. Y esto no es todo, lo que es peor es que si ve sus tesoros, si camina

por sus propiedades, en vez de alegrarse se aflige más, pensando en su fin

próximo y viendo el alimento no lo quiere tocar para sostenerse, y si alguno

quiere persuadirla haciéndole tocar con la mano sus riquezas,

mostrándoselas y diciéndole que no puede ser que se reduzca a la más

estrecha miseria, ella no se convence, queda aturdida y llora todavía más su

triste suerte. Ahora, ¿qué diría la gente de ella? Que está loca, que se ve

que no tiene razón, que ha perdido el cerebro; la razón está clara, no puede

ser de otra manera. No obstante puede darse el que esta tal pueda caer en la

desventura que se imagina, ¿pero de qué modo? Saliendo de sus reinos,

abandonando todas sus riquezas y yendo a tierras extranjeras, en medio de

gente bárbara donde nadie se digne darle ni una migaja de pan. Y he aquí

que su fantasía se ha hecho realidad; lo que era falso ahora es verdad, ¿pero

quién ha sido la causa? ¿A quién se culparía de un cambio de estado tan

triste? A su pérfida y obstinada voluntad. Precisamente así es un alma que

se encuentra en posesión de la Esperanza, el quererse turbar, desanimar, es

ya la más grande locura.”

 

Y yo: “¡Ah! Señor, ¿cómo puede ser que el alma pueda estar siempre

en paz viviendo en la Esperanza? ¿Y si el alma comete algún pecado, cómo

puede estar en paz?”

 

Y Jesús: “En el momento en el que el alma peca se sale del reino de la

Esperanza, ya que pecado y Esperanza no pueden estar juntos. Cualquier

razón acepta que cada uno está obligado a respetar, conservar y cultivar lo

que es suyo; ¿quién es aquel hombre que va a sus terrenos y quema lo que

posee? ¿Quién es quien no tiene celosamente custodiadas sus pertenencias?

Creo que ninguno. Ahora, el alma que vive en la Esperanza, con el pecado

ofende a la misma Esperanza y si estuviese en su poder quemaría todos los

bienes que posee la Esperanza, y entonces se encontraría en la desventura de

aquella tal que, abandonando sus bienes va a vivir a tierras extrañas. Así el

alma, con el pecado, alejándose de esta madre pacífica, de la Esperanza tan

tierna y piadosa que llega a alimentarla con sus mismas carnes, como es

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Jesús en el sacramento, objeto primario de nuestra esperanza, se va a vivir en

medio de gente bárbara como son los demonios, que negándole hasta el más

mínimo consuelo no la alimentarán de otra cosa más que de veneno, que es

el pecado. No obstante, ¿esta madre piadosa qué hace? ¿Mientras el alma

se aleja de ella se quedará indiferente? ¡Ah no! llora, reza, la llama con las

voces más tiernas, más conmovedoras, va junto a ella y sólo se contenta

cuando la regresa a su reino.”

 

Mi dulce Jesús continua diciéndome: “La naturaleza de la Esperanza

es paz, y lo que ella es por naturaleza, el alma que vive en el seno de esta

madre pacífica lo consigue por gracia.”

 

Y en el momento mismo en que Jesús bendito dice estas palabras, con

una luz intelectual me hace ver bajo la semejanza de una madre lo que ha

hecho esta Esperanza por el hombre. ¡Oh, qué escena tan conmovedora y

ternísima, que si todos la pudiesen ver llorarían de pena hasta los corazones

más duros y todos se aficionarían, la querrían tanto, que resultaría imposible

separarse por un solo momento de sus rodillas maternas. Y ahora trataré de

decir lo que comprendo y puedo:

 

El hombre vivía encadenado, esclavo del demonio, condenado a la

muerte eterna, sin esperanza de poder resurgir a la vida eterna; todo estaba

perdido y su suerte estaba en ruinas. Esta madre vivía en el empíreo, unida

con el Padre y el Espíritu Santo, bienaventurada, feliz con Ellos; pero

parecía que no estuviera contenta, quería a sus hijos, a sus amadas imágenes

en torno a ella, la obra más bella salida de sus manos. Ahora, mientras

estaba en el Cielo su ojo estaba atento al hombre que estaba perdido en la

tierra, toda ella se ocupa de la manera de salvar a estos sus amados hijos, y

viendo que estos hijos no pueden absolutamente satisfacer a la Divinidad,

aun a costa de cualquier sacrificio, pues son muy inferiores a Ella, ¿qué cosa

hace esta madre piadosa? Ve que no hay otro medio para salvar a estos hijos

que dar la propia vida para salvar la de ellos, y tomar sobre sí sus penas y

miserias y hacer todo lo que ellos debían hacer por ellos mismos, entonces,

¿qué piensa hacer? Esta madre amorosa se presenta ante la divina Justicia

con lágrimas en los ojos, con las voces más tiernas, con las razones más

potentes que su magnánimo corazón le dicta y dice: “Gracia te pido para

mis perdidos hijos, no me resiste el ánimo verlos separados de Mí, a

cualquier costo quiero salvarlos, y si bien veo que no hay otro medio que

poner mi propia vida, la quiero poner con tal de que readquieran la de ellos.

¿Qué cosa quieres de ellos? ¿Reparación? Reparo yo por ellos. ¿Gloria,

honor? Yo te honro y glorifico por ellos. ¿Agradecimientos? Yo te

agradezco, todo lo que quieres de ellos te lo doy Yo, con tal que los pueda

tener junto conmigo reinando.”

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

La Divinidad queda conmovida al ver las lágrimas, el amor de esta

piadosa madre y convencida por sus potentes razones se siente inclinada a

amar a estos hijos, y lloran juntos su desventura, y poniéndose de acuerdo

concluyen que aceptan el sacrificio de la vida de esta madre, quedando por

ello plenamente satisfechos, para readquirir a estos hijos. No apenas es

firmado el decreto, desciende en seguida del Cielo y viene a la tierra, y

dejando sus vestiduras reales que tenía en el Cielo se viste de las miserias

humanas como si fuese la más vil esclava, y vive en la pobreza más extrema,

en los sufrimientos más inauditos, en los desprecios más insoportables a la

naturaleza humana; no hace otra cosa que llorar e interceder por sus amados

hijos. Pero lo que más lo hace a uno quedar asombrado, tanto de esta madre

como de estos hijos, es que mientras ella ama tanto a estos hijos, éstos, en

vez de recibir a esta madre con los brazos abiertos ya que viene a salvarlos,

hacen lo contrario; ninguno la quiere recibir ni reconocer, es más, la obligan

a ir errante, la desprecian y empiezan a planear cómo matar a esta madre tan

tierna y excesivamente amante de ellos. ¿Qué hará esta madre tan tierna al

verse tan malamente correspondida por sus ingratos hijos? ¿Se detendrá

acaso? ¡Ah! no, más bien se enciende más de amor por ellos y corre de un

punto a otro para reunirlos y ponérselos en su regazo. ¡Oh, cómo se fatiga,

cómo se cansa hasta gotear sudor, no sólo de agua sino también de sangre!

No se da un momento de tregua, está siempre en actitud de efectuar su

salvación, provee a todas sus necesidades, remedia todos sus males pasados,

presentes y futuros; en suma, no hay cosa que no ordene y disponga para su

bien.

 

¿Pero qué cosa hacen estos hijos? ¿Se han tal vez arrepentido de la

ingratitud que tuvieron al recibirla? ¿Han cambiado sus pensamientos en

favor de esta madre? ¡Ah! no, la miran con malos ojos, la deshonran con las

calumnias más negras, le procuran oprobios, desprecios, confusiones, la

golpean con todo tipo de flagelos, reduciéndola toda a una llaga y terminan

con hacerla morir con una muerte, la más infame que se pueda encontrar, en

medio de crueles espasmos y dolores. Pero, ¿qué cosa hace esta madre en

medio de tantas penas? ¿Odiará tal vez a estos hijos tan rebeldes e

insolentes? ¡Ah no, jamás! Ahora más que nunca los ama extremadamente,

ofrece sus penas por su misma salvación y expira con la palabra de la paz y

del perdón.

 

¡Oh! madre mía bella, ¡oh amada Esperanza, cuán amable eres en ti

misma, yo te amo! ¡Ah! tenme siempre en tu regazo y seré la más feliz del

mundo. Ahora, mientras estoy determinada a dejar de hablar de la

Esperanza, una voz me resuena por todas partes que dice:

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

“La Esperanza contiene todo el bien, presente y futuro, y quien vive en

su regazo y crece sobre sus rodillas, todo lo que quiere obtiene. ¿Qué cosa

quiere el alma: gloria, honor? La Esperanza le dará todo el honor y la gloria

más grande en la tierra ante todas las gentes, y en el Cielo la glorificará

eternamente. ¿Querrá tal vez riqueza? ¡Oh! esta madre Esperanza es

riquísima, y lo que es más, dando sus bienes a sus hijos no disminuyen sus

riquezas en nada; además, estas riquezas no son fugaces y pasajeras, sino

eternas. ¿Querrá placeres, contentos? ¡Ah! sí, esta Esperanza contiene en sí

todos los placeres y gustos posibles que se puedan encontrar en el Cielo y en

la tierra, que ningún otro jamás podrá igualarla; y quien a su seno se nutre

los gusta hasta la saciedad, y ¡oh! cómo es feliz y contenta. ¿Querrá ser

docta, sabia? Esta madre Esperanza contiene en sí las ciencias más

sublimes, más bien es la maestra de todos los maestros y quien se hace

enseñar por ella aprende la ciencia de la verdadera santidad.”

 

En suma, la Esperanza nos suministra todo, de modo que si uno es

débil, le dará la fuerza; si otro está manchado, la Esperanza instituyó los

sacramentos y ahí preparó el lavado de sus manchas; si siente hambre y sed,

esta madre piadosa nos da el alimento más bello, más sabroso, como son sus

delicadísimas carnes y por bebida su preciosísima sangre. ¿Qué otra cosa de

más puede hacer esta madre pacífica de la Esperanza? ¿Quién se le

asemejará? ¡Ah!, sólo ella ha puesto en paz el Cielo y la tierra; la Esperanza

ha unido con ella la Fe y la Caridad y ha formado ese anillo indisoluble entre

la naturaleza humana y la divina. ¿Pero quién es esta madre? ¿Quién es esta

Esperanza? Es Jesucristo, que obró nuestra Redención y formó la Esperanza

del hombre descarriado.

 

                                                                                                                                                                                                         

Octubre 16, 1899

 

Expectaciones. Jesús habla de castigos.

 

Esta mañana mi dulce Jesús no venía, desde ayer en la noche no lo he

visto; cuando se hizo ver con un aspecto que daba piedad y terror al mismo

tiempo, se quería esconder para no ver los castigos que Él mismo estaba

mandando a la gente, y el modo como debía destruirlas. ¡Oh Dios, qué

espectáculo tan desgarrador, jamás visto! Mientras esperaba y esperaba, en

mi interior iba diciendo: “¿Cómo es que no viene? Quién sabe, tal vez no

venga porque yo no me conformo a su Justicia, ¿pero, cómo puedo hacerlo?

Me parece casi imposible decir Fiat Voluntas Tua.” Decía también: “No

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

viene porque el confesor no me lo manda.” Ahora, mientras esto pensaba,

cuando apenas y casi su sombra he visto, me ha dicho:

 

“No temas, la potestad a los sacerdotes es limitada; sólo que en la

medida que se presten a pedirme que venga a ti, y a ofrecerte para hacerte

sufrir con el fin de lograr que perdone a las gentes, así Yo, cuando envíe los

castigos los curaré y los libraré, pero si no se dan ningún pensamiento,

tampoco Yo tendré consideración por ellos.”

 

Dicho esto ha desaparecido, dejándome en un mar de aflicción y de

lágrimas.

 

                                                                                                                                                                                                        

Octubre 21, 1899

 

Los bienes terrenos deben servir para la

santificación, no para ser ídolos para el

hombre. Causa de los castigos.

 

Después de haber pasado días amarguísimos de privación, me sentía

cansada y sin fuerzas, si bien iba ofreciendo estas mismas penas diciendo:

“Señor, Tú sabes cuánto me cuesta el estar privada de Ti, pero me resigno a

tu Santa Voluntad, ofreciendo esta pena acerbísima como medio para

atestiguarte mi amor y aplacarte; estos tedios, fastidios, flaquezas, frialdades

que siento, tengo intención de enviártelos como mensajeros de alabanzas y

de reparaciones por mí y por todas las criaturas; esto tengo y esto te ofrezco.

Es cierto que Tú aceptas el sacrificio de la buena voluntad cuando se te

ofrece lo que uno puede sin reserva alguna, pero ven, porque no puedo más.”

 

Muchas veces me venía la tentación de conformarme a la Justicia y

pensaba que la causa por la que no venía era yo misma, porque cuando

Jesús, en los días pasados me había dicho que si no me conformaba lo

obligaría a que no viniera y a no decirme más nada, para no tenerme

descontenta, pero no tenía ánimo de hacerlo, mucho más porque la

obediencia no lo consentía. Mientras me encontraba entre estas amarguras,

primero ha venido una luz, con una voz que decía:

 

“A medida que el hombre se entromete en las cosas terrenas, así se

aleja y pierde la estima de los bienes eternos. Yo he dado las riquezas para

que se sirvan de ellas para su santificación, pero se han servido de ellas para

ofenderme y formar un ídolo para su corazón, y yo destruiré a las personas y

a las riquezas junto con ellas.”

 

Después de esto he visto a mi amadísimo Jesús, pero tan sufriente,

ofendido y airado con las gentes, que daba terror. Yo, súbito he comenzado

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

a decirle: “Señor, te ofrezco tus llagas, tu sangre, el uso santísimo de tus

santísimos sentidos que hiciste en el curso de tu Vida mortal, para repararte

las ofensas y el mal uso de los sentidos que hacen las criaturas.”

 

Y Jesús, tomando un aspecto serio y casi airado ha dicho:

 

“¿Sabes tú cómo han llegado a ser los sentidos de las criaturas? Como

aquellos rugidos de las bestias feroces, que con sus rugidos alejan a los

hombres en vez de atraerlos. Es tanta la podredumbre y la multiplicidad de

las culpas que sale de sus sentidos, que me obligan a huir.”

 

Y yo: “¡Ah! Señor, como te veo enojado; si Tú quieres continuar

mandando castigos yo me quiero ir al Cielo, o bien quiero salir de este

estado. ¿En qué aprovecha estar en él si ya no puedo más ofrecerme víctima

para librar a las gentes?” Y Él, hablándome serio, tanto que me sentía

aterrar me ha dicho:

 

“Tú quieres tocar los dos extremos, o que no haga nada, o que tú te

quieres venir. ¿No te contentas con que las gentes sean perdonadas en

parte? ¿Crees tú que Corato sea el mejor y el que menos me ofende? ¿Y el

que lo haya perdonado en parte en comparación de las otras ciudades es cosa

de nada? Por eso conténtate y cálmate, y mientras Yo me ocupo en castigar

a las gentes, tú acompáñame con tus suspiros y con tus sufrimientos,

pidiéndome que los mismos castigos sirvan para la conversión de los

pueblos.”

 

                                                                                                                                                                                                        

Octubre 22, 1899

 

La cruz, un camino tachonado de estrellas.

 

Continúa Jesús haciéndose ver afligido. En cuanto ha venido se ha

arrojado en mis brazos, todo extenuado como queriendo un alivio. Me ha

participado un poco de sus sufrimientos y después me ha dicho:

 

“Hija mía, el camino de la cruz es un camino lleno de estrellas,

conforme se camina, esas estrellas se cambian en soles luminosísimos. ¿Qué

felicidad será para el alma por toda la eternidad el estar circundada por estos

soles? Además, el premio grande que doy a la cruz es tal, que no hay

medida, ni de largo ni de ancho, es casi incomprensible a las mentes

humanas, y esto porque al soportar las cruces no puede haber nada de

humano, sino todo divino.”

 

                                                                                                                                                                                                        

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Octubre 24, 1899

 

El hombre es una reproducción del Ser Divino.

 

Esta mañana mi adorable Jesús ha venido y me ha transportado fuera

de mí misma en medio a las gentes, y parecía que Jesús miraba con ojos de

compasión a las criaturas, y los mismos castigos aparecían como infinita

misericordia suya, salida de lo más íntimo de su corazón amorosísimo;

entonces, vuelto hacia mí me ha dicho:

 

“Hija mía, el hombre es una reproducción del Ser Divino, y como

nuestro alimento es el amor, siempre recíproco, conforme y constante entre

las Tres Divinas Personas, entonces, el hombre habiendo salido de nuestras

manos y del amor puro y desinteresado, es como una partícula de nuestro

alimento. Ahora, esta partícula se ha vuelto amarga; no sólo eso, sino que la

mayor parte, separándose de Nosotros se ha hecho pasto de las llamas

infernales y alimento del odio implacable de los demonios, nuestros y sus

capitales enemigos. He aquí la causa principal de nuestro descontento por la

pérdida de las almas: Porque son nuestras, son cosa que nos pertenece; y

también la causa que me empuja a castigarlos, es el gran amor que tengo por

ellos, para poder poner a salvo sus almas.”

 

Y yo: “¡Ah! Señor, parece que esta vez no tienes otras palabras que

decir más que de castigos, tu Potencia tiene tantos otros medios para salvar

estas almas. Y además, si estuviera cierta que toda la pena caería sobre ellos

y Tú quedaras libre, sin sufrir en ellos, me contentaría, pero veo que ya estás

sufriendo mucho por aquellos castigos que has mandado, ¿qué será si

continúas mandando otros castigos?”

 

Y Jesús: “A pesar de todo lo que sufro, el Amor me obliga a enviar

flagelos más pesados, y esto porque no hay medio más potente para hacer

entrar en sí mismo al hombre y hacerle conocer qué cosa es su ser, que el

hacer que se vea a sí mismo deshecho, los otros medios parece que lo

robustecen de más; por eso confórmate a mi Justicia. Veo bien que el amor

que tú me tienes es lo que te empuja a no conformarte conmigo, y no tienes

corazón de verme sufrir, pero también mi Madre me amó más que todas las

criaturas, tanto, que ninguna otra podrá jamás igualarla, sin embargo, para

salvar a las almas se conformó a la Justicia y se contentó con verme sufrir

tanto. Si esto hizo mi Madre, ¿cómo no lo podrías hacer tú?”

 

Y en el momento en que Jesús hablaba me sentía atraer tanto mi

voluntad a la suya, que casi no sabía resistir a conformarme con su Justicia,

no sabía qué decir, tan convencida me sentía; sin embargo no manifesté mi

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

voluntad. Jesús ha desaparecido y yo he quedado en esta duda, si debo o no

conformarme.

 

                                                                                                                                                                                                         

Octubre 25, 1899

 

Jesús habla de su gran amor por las criaturas.

 

Mi dulcísimo Jesús continúa manifestándose casi siempre igual. Esta

mañana ha agregado:

 

“Hija mía, es tanto el amor hacia las criaturas, que como un eco

resuena en las regiones celestiales, llena la atmósfera y se difunde sobre toda

la tierra. ¿Pero cuál es la correspondencia que dan las criaturas a este eco

amoroso? ¡Ay! me corresponden con un eco de ingratitud, venenoso, lleno

de todo tipo de amarguras y de pecados, con un eco casi asesino, apto sólo

para herirme. Pero yo despoblaré la faz de la tierra, a fin de que este eco

lleno de veneno no aturda más mis oídos.”

 

Y yo: “¡Ah! Señor, ¿qué dices?”

 

Y Jesús: “Yo no hago más que como un médico piadoso, que tiene los

remedios extremos para sus hijos, y estos hijos están llenos de llagas, ¿qué

hace este padre y médico que ama a sus hijos más que la propia vida?

¿Dejará que se gangrenen estas llagas? ¿Los dejará morir por temor de que

aplicando el fuego y los instrumentos ellos sufran? ¡No, jamás! Aunque

sentirá como si sobre él se aplicaran tales instrumentos, con todo y esto

tomará los instrumentos, desgarra y corta las carnes, aplica el remedio, el

fuego, para impedir que la corrupción avance más. Si bien muchas veces

sucede que en estas operaciones los pobres hijos se mueren, pero no era esta

la voluntad del padre médico, sino que su voluntad es verlos curados. Así

soy Yo, hiero para curarlos, los destruyo para resucitarlos; que muchos

perezcan, no es esa mi Voluntad, esto es efecto de su malvada y obstinada

voluntad, es efecto de este eco venenoso que, hasta no verse destruidos

quieren enviármelo.”

 

Y yo: “Dime, mi único Bien, ¿cómo podría endulzarte este eco

venenoso que tanto te aflige?”

 

Y Él: “El único medio es que tú hagas siempre todas tu obras con la

sola finalidad de agradarme y que uses todos tus sentidos y potencias con la

finalidad de amarme y glorificarme. Haz que cada pensamiento tuyo,

palabra y todo lo demás, no quiera otra cosa que el amor que tienes hacia

Mí, así tu eco subirá agradable a mi trono y endulzará mi oído.”

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

                                                                                                                                                                                                         

Octubre 28, 1899

 

¿Quién eres tú y quién soy Yo?

 

Esta mañana mi amable Jesús ha venido en medio de una luz, y

mirándome como si me penetrara por todos lados, tanto que me sentía

aniquilada, me ha dicho:

 

“¿Quién soy Yo, y quién eres tú?”

 

Estas palabras me penetraban hasta la médula de los huesos y

descubría la infinita distancia que hay entre el Infinito y el finito, entre el

Todo y la nada; y no sólo eso, sino que descubría también la malicia de esta

nada y el modo como se había enfangado; me parecía como un pez que nada

en las aguas, así mi alma nadaba en la podredumbre, en los gusanos y en

tantas otras cosas aptas solamente para dar horror a la vista. ¡Oh Dios, qué

vista tan abominable! Mi alma quería huir de la vista de Dios tres veces

santo, pero con otras dos palabras me ató: “¿Cuál es mi Amor hacia ti? Y,

¿cuál es tu correspondencia hacia Mí?”

 

Ahora, mientras a la primera palabra habría querido huir espantada por

su presencia, a la segunda palabra, ¿cuál es mi Amor hacia ti? Me he

encontrado abismada, atada por todas partes por su Amor, así que mi

existencia era un producto de su Amor, y si este Amor cesaba yo no existía

más. Entonces, me parecía que los latidos del corazón, la inteligencia y

hasta el respiro eran todos una reproducción de su Amor, yo nadaba en él y

aun el querer huir me parecía imposible, porque su Amor me circundaba por

todos lados. Mi amor me parecía como una gotita de agua arrojada en el

mar, que desaparece y no se puede distinguir más.

 

Cuántas cosas he comprendido, pero si las quisiera decir todas me

alargaría demasiado. Entonces Jesús ha desaparecido y yo he quedado toda

confundida, me veía toda pecado y en mi interior imploraba perdón y

misericordia. Poco después mi único Bien ha regresado y yo me sentía toda

bañada por la amargura y por el dolor de mis pecados, y Él me ha dicho:

 

“Hija mía, cuando un alma está convencida de haber hecho mal al

ofenderme, hace ya el oficio de la Magdalena que bañó mis pies con sus

lágrimas, los ungió con bálsamo y los secó con sus cabellos. El alma,

cuando comienza a ver en sí misma el mal que ha hecho, me prepara un

baño a mis llagas. Viendo el mal siente amargura y prueba dolor, y con esto

viene a ungir mis llagas con un bálsamo exquisito. Por este conocimiento el

alma quisiera hacer una reparación, y viendo la ingratitud pasada, siente

nacer en ella el amor hacia un Dios tan bueno y quisiera dar su vida para

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

testimoniar su amor, y esto son los cabellos, que como tantas cadenas de oro

la unen a mi Amor.”

 

                                                                                                                                                                                                         

 

Octubre 29, 1899

 

Jesús la lleva en brazos y la instruye.

 

Continúa viniendo mi adorable Jesús, pero esta mañana, en cuanto ha

venido me ha tomado entre sus brazos y me ha transportado fuera de mí

misma; y yo, encontrándome en aquellos brazos comprendía muchas cosas,

especialmente que para poder estar libremente en los brazos de Nuestro

Señor, y también para entrar buenamente en su corazón y salir de él como al

alma más le plazca, y para no ser de peso y fastidio al bendito Jesús, es

absolutamente necesario despojarse de todo. Entonces, con todo el corazón

le he dicho: “Mi amado y único Bien, lo que te pido para mí es que me

despojes de todo, porque bien veo que para ser revestida por Ti y vivir en Ti,

y que Tú vivas en mí, es necesario que no tenga ni siquiera la sombra de lo

que no te pertenece.” Y Él todo benignidad me ha dicho:

 

“Hija mía, la cosa principal para que Yo entre en un alma y forme mi

habitación en ella, es el desapego total de toda cosa. Sin esto, no sólo no

puedo morar en ella, sino que ni siquiera alguna virtud puede tomar

habitación en el alma. Después que el alma ha hecho salir todo de sí,

entonces Yo entro en ella, y unido con la voluntad del alma fabricamos una

casa; los cimientos de esta casa se basan en la humildad, y cuanto más

profundos sean, tanto más altos y fuertes resultan los muros; estos muros

serán fabricados con piedras de mortificación, cubiertos de oro purísimo de

caridad. Después de que se han construido los muros, Yo, como

excelentísimo pintor, no con cal y agua, sino con los méritos de mi Pasión,

simbolizados por la cal, y con los colores de mi sangre, simbolizados por el

agua, los recubro y en ellos formo las más excelentísimas pinturas, y esto

sirve para protegerla bien de las lluvias, de las nevadas y de cualquier golpe.

Inmediatamente después vienen las puertas, y para hacer que éstas sean

sólidas como madera, no sujetas a la polilla, es necesario el silencio, que

forma la muerte de los sentidos exteriores. Para custodiar esta casa es

necesario un guardián que vigile por todas partes, por dentro y por fuera, y

éste es el santo temor de Dios, que la guarda de cualquier inconveniente,

viento, o cualquier otra cosa que pueda amenazarla. Este temor será la

salvaguardia de esta casa, que hará obrar al alma no por temor de la pena,

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

sino por temor de ofender al propietario de esta casa; este santo temor debe

hacer que todo se haga para agradar a Dios, sin ninguna otra intención. En

seguida se debe adornar esta casa y llenarla de tesoros, estos tesoros no

deben ser otra cosa que deseos santos, lágrimas; estos eran los tesoros del

antiguo testamento y en ellos encontraron su salvación, en el cumplimiento

de sus votos su consolación, la fuerza en los sufrimientos, en suma, toda su

fortuna la basaban en el deseo del futuro Redentor y en este deseo obraban

como atletas. El alma sin deseo obra casi como muerta, aun las mismas

virtudes, todo es tedio, fastidio, animadversión, ninguna cosa le agrada,

camina casi arrastrándose por el camino del bien. Todo lo contrario el alma

que desea, ninguna cosa le causa peso, todo es alegría, vuela, en las mismas

penas encuentra sus gustos, y esto porque había un anticipado deseo, y las

cosas que primero se desean, después vienen a amarse, y amándose, se

encuentran los placeres más agradables. Por eso este deseo debe acompañar

al alma desde antes de que se fabrique esta casa.

 

Los adornos de esta casa serán las piedras más preciosas, las perlas,

las gemas más costosas de esta mi Vida, basada siempre en el sufrir y el

puro sufrir; y como Aquel que la habita es el dador de todo bien, pone en

ella el ajuar de todas las virtudes, la perfuma con los más suaves olores,

siembra las flores más encantadoras y perfumadas, hace sonar una música

celestial de las más agradables, hace respirar un aire de paraíso.

 

He olvidado decir que se necesita ver si hay paz doméstica, y ésta no

debe ser otra cosa que el recogimiento y el silencio de los sentidos

interiores.”

 

Después de esto, yo continuaba estando en los brazos de Nuestro

Señor y me encontraba despojada de todo; mientras estaba en esto, veía al

confesor presente y Jesús me ha dicho, pero me parecía que quería hacer una

broma para ver qué cosa decía yo:

 

“Hija mía, tú te has despojado de todo, y tú sabes que cuando uno se

despoja se necesita otra persona que piense en vestirlo, en alimentarlo y que

le dé un lugar donde vivir. Tú, ¿dónde quieres estar, en los brazos del

confesor o en los míos?”

 

Y mientras decía esto, hacía el intento de ponerme en los brazos del

confesor. Yo he comenzado a insistir que no quería ir, y Él que sí quería.

Después de un poco de disputa me ha dicho:

 

“No temas, te tengo en mis brazos.”

 

Y así hemos quedado en paz.

 

                                                                                                                                                                                                        

 

 

 

                                                                                                                                                                                                                                                                

 

Octubre 30, 1899

 

Advertencias de castigos. No se conforma a la Justicia.

 

Esta mañana mi benigno Jesús ha venido todo afligido, y las primeras

palabras que me ha dicho han sido:

 

“¡Pobre Roma, cómo serás destruida! ¡Al verte Yo te compadezco!”

 

Y lo decía con tal ternura que daba compasión; pero no he entendido si

serán sólo las personas o también los edificios. Yo, como tenía la

obediencia de no conformarme a la Justicia, sino de rezar, por eso le he

dicho: “Mi amado Jesús, cuando se habla de castigos no se necesita

oponerse más, sino solamente rezar.” Y así he comenzado a rezar, a besar

sus llagas y a hacer actos de reparación. Y mientras esto hacía, Él, de vez en

cuando me decía:

 

“Hija mía, no me hagas violencia, haciendo esto tú quieres forzarme,

por eso estate quieta.”

 

Y yo: “Señor, es la obediencia que así lo quiere, no soy yo la que lo

quiero.”

 

Él ha agregado: “El río de la iniquidad es tanto, que llega a impedir la

redención de las almas, y sólo la oración y mis llagas impiden que este río

impetuoso las arrastre a todas en él.”