VOLÚMEN 1
I. M. I.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Por pura obediencia comienzo a escribir.
Tú sabes, oh Señor, el sacrificio que me cuesta hacerlo, y que me
sometería a mil muertes antes que escribir una sola línea de las cosas que
han pasado entre Tú y yo. ¡Oh mi Dios! Mi naturaleza se estremece, se
siente aplastada y casi deshecha al sólo pensarlo. ¡Ah, dame la fuerza, oh
Vida de mi vida, a fin de que pueda cumplir la santa obediencia! Tú, que
diste la inspiración al confesor, dame la gracia de poder cumplir lo que me
es mandado.
¡Oh Jesús, oh Esposo, oh fortaleza mía! A Ti me dirijo, a Ti vengo, en
tus brazos me introduzco, me abandono, me reposo. ¡Ah, consuélame en mi
aflicción y no me dejes sola y abandonada! Sin tu ayuda estoy cierta que no
tendré fuerza de cumplir esta obediencia que tanto me cuesta, me vencerá el
enemigo y temo ser repudiada justamente por Ti por mi desobediencia. ¡Ah!
Mírame y vuelve a mirarme, oh Esposo santo en estos tus brazos, mira de
cuántas tinieblas estoy circundada, son tan densas que no dejan entrar ni
siquiera un átomo de luz en mi alma. ¡Oh! mi místico Sol Jesús,
resplandezca esta luz en mi mente a fin de que haga huir las tinieblas y
pueda libremente recordar las gracias que has hecho a mi alma. ¡Oh! Sol
eterno, manda otro rayo de luz a lo íntimo de mi corazón y lo purifique del
fango en el cual yace, lo incendie, lo consuma en tu Amor, a fin de que él,
que más que todo ha probado las dulzuras de tu Amor, pueda claramente
manifestarlas a quien está obligado. ¡Oh! mi Sol Jesús, manda otro rayo de
luz aun sobre mis labios para que pueda decir la pura verdad, con la única
finalidad de conocer si eres verdaderamente Tú, o bien ilusión del enemigo,
pero, ¡oh! Jesús, cuán escasa de luz me veo aun en estos brazos tuyos. ¡Ah!
conténtame, Tú que tanto me amas continúa mandándome luz. ¡Oh! mi Sol,
mi bello, propiamente quiero entrar en el centro a fin de quedar toda
1 Todos los libros presentados en la obra “Libro de Cielo” han sido traducidos directamente del original manuscrito de Luisa
Piccarreta. En este primer volumen presentamos los primeros cuatro libros escritos por Luisa. El día 28 de Febrero de 1899, ella
recibe la orden de su confesor, Don Gennaro Di Gennaro de comenzar a escribir conforme Jesús le habla, y además, escribir todo lo
que había pasado entre ellos hasta ese momento, así que el libro N° 1 es el único que no fue escrito conforme Nuestro Señor le
hablaba. Aunque es en forma continua, se distinguen varios temas muy bien definidos, pero no queremos marcarlos para no alterar la
forma como lo escribió. Al inicio de este volumen se encuentran las dos primeras meditaciones de la novena de navidad, las siete
restantes se encuentran al final; por lo dicho anteriormente queremos dejar el orden que ella usó al escribir dicho volumen, por lo que
aparentemente queda inconclusa, pero al final se encuentran las meditaciones que faltan. Además, esta novena se pone completa al
final del volumen.
Abismada en esta luz purísima. Haz, oh Sol divino, que esta luz me preceda
delante, me siga junto, me circunde por doquier, se introduzca en los más
íntimos escondites de mi interior, a fin de que consumiendo mi ser terreno,
lo transformes todo en tu Ser Divino.
Virgen Santísima, Madre amable, ven en mi auxilio, obtenme de tu, y
mi dulce Jesús, gracia y fuerza para cumplir esta obediencia.
San José, amado protector mío, asísteme en esta circunstancia.
Arcángel San Miguel, defiéndeme del enemigo infernal que tantos
obstáculos me pone en la mente para hacerme faltar a esta obediencia.
Arcángel San Rafael y tú, mi ángel custodio, vengan a asistirme y a
acompañarme, a dirigir mi mano a fin de que pueda escribir sólo la verdad.
Sea todo para honor y gloria de Dios, y a mí toda la confusión. ¡Oh,
Esposo santo, ven en mi ayuda! Al considerar las tantas gracias que has
hecho a mi alma me siento toda espantada, toda llena de confusión y
vergüenza al verme aún tan mala e incorrespondente a tus gracias. Pero mi
amable y dulce Jesús, perdóname, no te retires de mí, continúa derramando
en mí tu Gracia, a fin de que puedas hacer de mí un triunfo de tu
Misericordia.
Y ahora comienzo _ Novena de la Santa Navidad. A la edad de
diecisiete años me preparé a la fiesta de la Santa Navidad practicando
diferentes actos de virtud y mortificación, honrando especialmente los nueve
meses que Jesús estuvo en el seno materno con nueve horas de meditación al
día, referentes siempre al misterio de la Encarnación.
1º.-Como por ejemplo, en una hora me ponía con el pensamiento en
el paraíso y me imaginaba a la Santísima Trinidad: Al Padre que mandaba
al Hijo a la tierra, al Hijo que prontamente obedecía al Querer del Padre, y al
Espíritu Santo que consentía en ello. Mi mente se confundía tanto al
contemplar un misterio tan grande, un amor tan recíproco, tan igual, tan
fuerte entre Ellos y hacia los hombres, y en la ingratitud de estos,
especialmente la mía, que en esto me habría quedado no una hora sino todo
el día, pero una voz interna me decía:
“Basta, ven y mira otros excesos más grandes de mi Amor.”
2º.-Entonces mi mente se ponía en el seno materno y quedaba
estupefacta al considerar a aquel Dios tan grande en el Cielo y ahora tan
humillado, empequeñecido, restringido, que casi no podía moverse, ni
siquiera respirar. La voz interior me decía:
“¿Ves cuánto te he amado? ¡Ah! dame un lugar en tu corazón, quita
todo lo que no es mío, porque así me darás más facilidad para poderme
mover y respirar.”
Mi corazón se deshacía, le pedía perdón, prometía ser toda suya, me
desahogaba en llanto, sin embargo, lo digo para mi confusión, volvía a mis
habituales defectos. ¡Oh! Jesús, cuán bueno has sido con esta miserable
criatura.
Y así pasaba la segunda hora del día, y después, poco a poco el resto,
que decirlo todo sería aburrir. Y esto lo hacía a veces de rodillas y cuando
era impedida a hacerlo por la familia, lo hacía aun trabajando, porque la voz
interna no me daba ni tregua ni paz si no hacía lo que quería, así que el
trabajo no me era impedimento para hacer lo que debía hacer. Así pasé los
días de la novena; cuando llegó la víspera me sentía más que nunca
encendida por un insólito fervor, estaba sola en la recámara cuando se me
presenta delante el niño Jesús, todo bello, sí, pero titiritando, en actitud de
quererme abrazar, yo me levanté y corrí para abrazarlo, pero en el momento
en que iba a estrecharlo desapareció, esto se repitió tres veces. Quedé tan
conmovida y encendida de amor, que no sé explicarlo; pero después de
algún tiempo no lo tomé más en cuenta y no se lo dije a nadie; de vez en
cuando caía en las acostumbradas faltas. La voz interna no me dejó nunca
más, en cada cosa me reprendía, me corregía, me animaba, en una palabra, el
Señor hizo conmigo como un buen padre con un hijo que tiende a desviarse,
y él usa todas las diligencias, los cuidados para mantenerlo en el recto
camino, de modo de formar de él su honor, su gloria, su corona. Pero, ¡oh!
Señor, demasiado ingrata te he sido.
Después el divino Maestro da principio, pone su mano para desapegar
mi corazón de todas las criaturas, y con voz interior me decía:
“Yo soy el único que merece ser amado; mira, si tú no quitas este
pequeño mundo que te rodea, esto es, pensamientos de criaturas,
imaginaciones, Yo no puedo entrar libremente en tu corazón, este murmullo
en tu mente sirve de impedimento para dejarte oír más clara mi voz, para
derramar mis gracias y para hacerte enamorar verdaderamente de Mí.
Prométeme ser toda mía y Yo mismo pondré manos a la obra; tú tienes razón
en que no puedes nada, no temas, Yo haré todo, dame tu voluntad y eso me
basta.”
Y esto sucedía más frecuentemente en la comunión, entonces le
prometía ser toda suya y le pedía perdón por que hasta aquel momento no lo
había sido, le decía que verdaderamente lo quería amar y le rogaba que no
me dejase nunca más sola sin Él. Y la voz continuaba:
“No, no, vendré junto contigo a observar todas tus acciones,
movimientos y deseos.”
Todo el día lo sentía sobre de mí, me reprendía de todo, como por
ejemplo si me entretenía demasiado platicando con la familia de cosas
indiferentes, no necesarias, la voz interna me decía:
“Estas pláticas te llenan la mente de cosas que no me pertenecen a Mí,
te circundan el corazón de polvo, de modo que te hace sentir débil mi
Gracia, no más viva. ¡Ah! imítame a Mí; cuando estaba en la casa de
Nazaret mi mente no se ocupaba de otra cosa que de la gloria del Padre y de
la salvación de las almas; mi boca no decía otra cosa que discursos santos,
con mis palabras buscaba reparar las ofensas al Padre, trataba de asaetear los
corazones y atraerlos a mi amor, y primariamente a mi Madre y a San José,
en una palabra, todo nombraba a Dios, todo se obraba por Dios y todo a Él
se refería. ¿Por qué no podrías hacer tú otro tanto?”
Yo quedaba muda, toda confundida, trataba por cuanto más podía de
estarme sola, le confesaba mi debilidad, le pedía ayuda y gracia para poder
hacer lo que Él quería, porque por mí sola no sabía hacer otra cosa que mal.
Si durante el día mi mente se ocupaba en pensar en personas a las cuales yo
quería, enseguida me reprendía diciéndome:
“¿Esto es lo bien que me quieres? ¿Quién te ha amado como Yo?
Mira, si tú no terminas con esto Yo te dejo.”
A veces me sentía dar tales y tantos reproches amargos, que no hacía
otra cosa que llorar. Especialmente una mañana, después de la comunión
me dio una luz tan clara sobre el gran amor que Él me daba y sobre la
volubilidad e inconstancia de las criaturas, que mi corazón quedó tan
convencido, que de ahí en adelante ya no ha sido capaz de amar a ninguna
persona. Me enseñó el modo de como amar a las personas sin separarme de
Él, esto es, con mirar a las criaturas como imagen de Dios, de modo que si
recibía el bien de las criaturas, debía pensar que sólo Dios era el primer autor
de aquél bien y que se había servido de la criatura para dármelo, entonces mi
corazón se unía más a Dios; si recibía mortificaciones debía mirarlas
también como instrumentos en las manos de Dios para mi santificación, por
esto mi corazón no quedaba resentido con mi prójimo. Entonces, por este
modo sucedía que yo miraba a las criaturas todas en Dios, por cualquier falta
que viera en ellas jamás les perdía la estima, si se burlaban de mí me sentía
obligada con ellas pensando que me hacían hacer nuevas adquisiciones para
mi alma; si me alababan, recibía con desprecio estas alabanzas diciendo:
“Hoy esto, mañana pueden odiarme, pensando en su inconstancia.” En
suma, mi corazón adquirió una libertad que yo misma no sé explicar.
Cuando el divino Maestro me liberó del mundo externo, entonces puso
mano a purificar el interior, y con voz interna me decía:
“Ahora hemos quedado solos, no hay ya quien nos disturbe, ¿no estás
ahora más contenta que antes que debías contentar a tantos y tantos? Mira,
es más fácil contentar a uno solo, debes hacer de cuenta que Yo y tú estamos
solos en el mundo, prométeme ser fiel y Yo verteré en ti tales y tantas
gracias, que tú misma quedarás maravillada.”
Luego continuó diciéndome: “Sobre ti he hecho grandes designios,
siempre y cuando tú me correspondas, quiero hacer de ti una perfecta
imagen mía, comenzando desde que nací hasta que morí; Yo mismo te
enseñaré un poco cada vez el modo como lo harás.”
Y sucedía así: Cada mañana, después de la comunión me decía lo que
debía hacer en el día. Lo diré todo brevemente, porque después de tanto
tiempo es imposible poder decirlo todo. No recuerdo bien, pero me parece
que la primera cosa que me decía que era necesaria para purificar el interior
de mi corazón, era el aniquilamiento de mí misma, esto es, la humildad. Y
continuaba diciéndome:
“Mira, para hacer que Yo derrame mis gracias en tu corazón, quiero
hacerte comprender que por ti nada puedes, Yo me cuido muy bien de
aquellas almas que se atribuyen a ellas mismas lo que hacen, queriéndome
hacer tantos hurtos de mis gracias; en cambio con aquellas que se conocen a
sí mismas Yo soy generoso en verter a torrentes mis gracias, sabiendo muy
bien que nada refieren a ellas mismas, me agradecen y tienen la estima que
conviene, viven con continuo temor de que si no me corresponden puedo
quitarles lo que les he dado, sabiendo que no es cosa de ellas; todo lo
contrario en los corazones que apestan de soberbia, ni siquiera puedo entrar
en su corazón, porque inflado de ellos mismos no hay lugar donde poderme
poner, las miserables no toman en cuenta mis gracias y van de caída en caída
hasta la ruina. Por eso quiero que en este día hagas continuos actos de
humildad, quiero que tú estés como un niño envuelto en pañales, que no
puede mover ni un pie para dar un paso, ni una mano para obrar, sino que
todo lo espera de la madre, así tú te estarás junto a Mí como un niño,
rogándome siempre que te asista, que te ayude, confesándome siempre tu
nada, en suma, esperando todo de Mí.”
Entonces buscaba hacer cuanto más podía para contentarlo, me
empequeñecía, me aniquilaba y a veces llegaba a tanto, de sentir casi
deshecho mi ser, de modo que no podía obrar, ni dar un paso, ni siquiera un
respiro si Él no me sostenía. Además me veía tan mala que tenía vergüenza
de dejarme ver por las personas, sabiendo que soy la más fea, como en
realidad lo soy aún, así que por cuanto más podía las rehuía y decía entre mí:
“¡Oh, si supieran cómo soy mala, y si pudieran ver las gracias que el Señor
me está haciendo, (porque yo no decía nada a nadie) y que yo soy siempre la
misma, oh, cómo me tendrían horror!”
Después, en la mañana cuando iba de nuevo a comulgar, me parecía
que al venir Jesús a mí hacía fiesta por el contento que sentía al verme tan
aniquilada; me decía otras cosas sobre el aniquilamiento de mí misma, pero
siempre de manera diferente a la anterior. Yo creo que no una, sino cientos
de veces me ha hablado, y si me hubiera hablado miles de veces tendría
siempre nuevos modos para hablar sobre la misma virtud. ¡Oh! mi divino
maestro, cuán sabio eres, si al menos te hubiera correspondido.
Recuerdo que una mañana mientras me hablaba sobre la misma virtud,
me dijo que por falta de humildad había cometido muchos pecados, y que si
yo hubiera sido humilde me habría tenido más cerca a Él y no habría hecho
tanto mal. Me hizo entender como era feo el pecado, la afrenta que este
miserable gusano había hecho a Jesucristo, la ingratitud horrenda, la
impiedad enorme, el daño que le había venido a mi alma. Quedé tan
espantada que no sabía qué hacer para reparar, hacía algunas
mortificaciones, pedía otras al confesor, pero pocas me eran concedidas, así
que todas me parecían sombras y no hacía otra cosa que pensar en mis
pecados, pero siempre más estrechada a Él. Tenía tal temor de alejarme deÉl y de actuar peor que antes, que yo misma no sé explicarlo. No hacía otra
cosa cuando me encontraba con Él que decirle la pena que sentía por haberlo
ofendido, le pedía siempre perdón, le agradecía porque había sido tan bueno
conmigo y le decía de corazón: “Mira, ¡oh! Señor el tiempo que he perdido,
mientras que habría podido amarte.” Entonces no sabía decir otra cosa que
el grave mal que había hecho; finalmente, un día reprendiéndome me dijo:
“No quiero que pienses más en esto, porque cuando un alma se ha
humillado, convencida de haber hecho mal y ha lavado su alma en el
sacramento de la confesión y está dispuesta a morir antes que ofenderme, el
pensar en ello es una afrenta a mi Misericordia, es un impedimento para
estrecharla a mi Amor, porque siempre busca con su mente envolverse en el
fango pasado y me impide hacerle tomar el vuelo hacia el Cielo, porque
siempre con aquellas ideas se encierra en sí misma, si es que busca pensar en
ellas; y además, mira, Yo no recuerdo ya nada, lo he olvidado
perfectamente, ¿ves tú alguna sombra de rencor de parte mía?”
Y yo le decía: “No, Señor, eres tan bueno.” Pero sentía rompérseme
el corazón de ternura.
Y Él: “Y bien, ¿querrás mantener delante estas cosas?”
Y yo: “No, no, no quiero.”
Y Él: “Pensemos en amarnos y en contentarnos mutuamente.”
De ahí en adelante no pensé más en eso, hacía cuanto más podía por
contentarlo y le pedía que Él mismo me enseñase el modo como debía hacer
para reparar el tiempo pasado. Y Él me decía:
“Estoy pronto a hacer lo que tú quieres. Mira, la primera cosa que te
dije que quería de ti era la imitación de mi Vida, así que veamos qué cosa te
falta.”
“Señor”, le decía, “me falta todo, no tengo nada.”
“Y bien”, me decía, “no temas, poco a poco haremos todo. Yo mismo
conozco cuán débil eres, pero es de Mí que debes tomar fuerza.”
(No lo recuerdo en orden, pero como pueda lo diré) Y agregaba:
“Quiero que seas siempre recta en tu obrar, con un ojo me debes mirar a Mí
y con el otro debes mirar lo que estás haciendo; quiero que las criaturas te
desaparezcan del todo. Si te vienen dadas ordenes, no mires a las personas,
no, sino debes pensar que Yo mismo quiero que tú hagas lo que te es
ordenado, entonces con el ojo fijo en Mí no juzgarás a ninguno, no mirarás
si la cosa te es penosa o te gusta, si puedes o no puedes hacerla; cerrando los
ojos a todo esto los abrirás para mirarme sólo a Mí, me llevarás junto a ti
pensando que te estoy mirando fijamente y me dirás: “Señor, sólo por Ti lo
hago, sólo por Ti quiero obrar, no más esclava de las criaturas.” Así que si
caminas, si obras, si hablas, en cualquier cosa que hagas, tu único fin debe
ser de agradarme sólo a Mí. ¡Oh! cuántos defectos evitarás si haces así.”
Otras veces me decía: “También quiero que si las personas te
mortifican, te injurian, te contradicen, la mirada también fija en Mí,
pensando que con mi misma boca te digo: “Hija, soy propiamente Yo que
quiero que sufras esto, no las criaturas, aleja la mirada de ellas, sino sólo Yo
y tú siempre, todas las demás destrúyelas. Mira, quiero hacerte bella por
medio de estos sufrimientos, te quiero enriquecer con méritos, quiero
trabajar tu alma, volverte similar a Mí. Tú me harás un regalo, me
agradecerás afectuosamente, serás agradecida con aquellas personas que te
dan ocasión de sufrir, recompensándolas con algún beneficio. Haciendo así
caminarás recta ante Mí, ninguna cosa te dará más inquietud y gozarás
siempre paz.”
Después de algún tiempo en que traté de ejercitarme en estas cosas, a
veces haciendo y a veces cayendo (si bien veo claro que aun me falta este
espíritu de rectitud y siempre quedo más confundida pensando en tanta
ingratitud mía), Jesús me habló y me hizo entender la necesidad del espíritu
de mortificación, (si bien me recuerdo que en todas estas cosas que me
decía, me agregaba siempre que todo debía ser hecho por amor suyo, y que
las virtudes más bellas, los sacrificios más grandes, se volvían insípidos si
no tenían principio en el amor. La Caridad, me decía, es una virtud que da
vida y esplendor a todas las demás, de modo que sin ella todas están muertas
y mis ojos no sienten ningún atractivo y no tienen ninguna fuerza sobre mi
corazón; estate pues atenta y haz que tus obras, aun las mínimas estén
investidas por la Caridad, esto es, en Mí, conmigo y por Mí). Ahora
vayamos directamente a la mortificación.
“Quiero”, me decía, “que en todas tus cosas, hasta las necesarias sean
hechas con espíritu de sacrificio. Mira, tus obras no pueden ser reconocidas
por Mí como mías si no tienen la marca de la mortificación, así como la
moneda no es reconocida por los pueblos si no contiene en sí misma la
imagen de su rey, es más, es despreciada y no tomada en cuenta, así es de tus
obras, si no tienen el injerto con mi cruz no pueden tener ningún valor.
Mira, ahora no se trata de destruir a las criaturas, sino a ti misma, de hacerte
morir para vivir solamente en Mí y de mi misma Vida. Es verdad que te
costará más que lo que has hecho, pero ten valor, no temas, no lo harás tú
sino Yo que obraré en ti.”
Entonces recibía otras luces sobre la aniquilación de mí misma y me
decía:
“Tú no eres otra cosa que una sombra, que mientras quieres tomarla te
huye, tú eres nada.”
Yo me sentía tan aniquilada que habría querido esconderme en los más
profundos abismos, pero me veía imposibilitada para hacerlo, sentía tal
vergüenza que quedaba muda. Mientras estaba en este reconocimiento de
mi nada, Él me decía:
“Ponte junto a Mí, apóyate en mi brazo, Yo te sostendré con mis
manos y tú recibirás fuerza. Tú estás ciega, pero mi luz te servirá de guía.
Mira, me pondré delante y tú no harás otra cosa que mirarme para
imitarme.”
Después me decía: “La primera cosa que quiero que mortifiques es tu
voluntad, aquel “yo” se debe destruir en ti, quiero que la tengas sacrificada
como víctima ante Mí para hacer que de tu voluntad y de la mía se forme
una sola. ¿No estás contenta?”
Sí Señor, pero dame la Gracia, porque veo que por mí nada puedo. Y
Él continuaba diciéndome:
“Sí, Yo mismo te contradiré en todo, y a veces por medio de las
criaturas.”
Y sucedía así, por ejemplo: Si en la mañana me despertaba y no me
levantaba en seguida, la voz interna me decía: “Tú descansas, y Yo no tuve
otro lecho que la cruz, pronto, pronto, no tanta satisfacción.”
Si caminaba y mi vista se iba un poco lejos, pronto me reprendía: “No
quiero, tu vista no la alejes de ti más allá que la distancia de un paso a otro,
para hacer que no tropieces.”
Si me encontraba en el campo y veía flores, árboles, me decía: “Yo
todo lo he creado por amor tuyo, tú priva a tu vista de este contento por amor
mío.”
Aun en las cosas más inocentes y santas, como por ejemplo los
ornamentos de los altares, las procesiones, me decía: “No debes tomar otro
placer que en Mí solo.”
Si mientras trabajaba estaba sentada, me decía: “Estás demasiado
cómoda, ¿no te acuerdas que mi Vida fue un continuo penar? ¿Y tú? ¿Y
tú?”
Enseguida, para contentarlo me sentaba en la mitad de la silla y la otra
mitad la dejaba vacía, y algunas veces en broma le decía: “Mira, oh Señor,
la mitad de la silla está vacía, ven a sentarte junto a mí.” Alguna vez me
parecía que me contentaba, y sentía tanto gusto que yo misma no sé decirlo.
Algunas veces que estaba trabajando con lentitud y desganada me decía:
“Pronto, apúrate, que el tiempo que ganarás apurándote vendrás a pasarlo
junto conmigo en la oración.”
A veces Él mismo me indicaba cuánto trabajo debía hacer, y yo le
pedía que viniera a ayudarme. “Sí, sí,” me respondía, “lo haremos juntos a
fin de que después que hayas terminado quedemos más libres.” Y sucedía
que en una hora o dos hacía lo que debía hacer en todo el día, después me
iba a hacer oración y me daba tantas luces y me decía tantas cosas, que el
querer decirlas sería demasiado largo. Recuerdo que mientras estaba sola
trabajando, veía que no alcanzaba el hilo para completar aquel trabajo y que
tendría necesidad de ir con la familia para buscarlo, entonces me dirigía a Él
y le decía: “En qué aprovecha amado mío el haberme ayudado, pues ahora
veo que tengo necesidad de ir a la familia, y puedo encontrar personas y me
impedirán venir de nuevo, y entonces nuestra conversación terminará.”
“Qué, qué,” me decía, “¿y tú tienes Fe?” “Sí.” “Pues no temas, te haré
terminar todo.” Y así sucedía, y luego me ponía a rezar.
Si llegaba la hora de la comida y comía alguna cosa agradable, súbito
me reprendía internamente diciendo: “¿Tal vez te has olvidado que Yo no
tuve otro gusto que sufrir por amor tuyo, y que tú no debes tener otro gusto
que el mortificarte por amor mío? Déjalo y come lo que no te agrada.” Y
yo en seguida lo tomaba y lo llevaba a la persona que ayudaba en el servicio,
o bien decía que ya no quería, y muchas veces me la pasaba casi en ayunas,
pero cuando iba a la oración recibía tanta fuerza y sentía tal saciedad, que
sentía náusea de todo lo demás.
Otras veces para contradecirme, si no tenía ganas de comer me decía:
“Quiero que comas por amor mío, y mientras el alimento se une al cuerpo,
pídeme que mi Amor se una con tu alma y quedarán santificadas todas las
cosas.”
En una palabra, sin ir más lejos, aun en las cosas más mínimas trataba
de hacer morir mi voluntad para hacer que viviera sólo para Él. Permitía que
hasta el confesor me contradijera, como por ejemplo: Sentía un gran deseo
de recibir la comunión, todo el día y la noche no hacía otra cosa que
prepararme, mis ojos no se podían cerrar al sueño por los continuos latidos
del corazón y le decía: “Señor, apresúrate porque no puedo estar sin Ti,
acelera las horas, haz que surja pronto el sol porque yo no puedo más, mi
corazón desfallece.” Él mismo me hacía ciertas invitaciones amorosas con
las que me sentía despedazar el corazón; me decía: “Mira, Yo estoy solo, no
sientas pena de que no puedes dormir, se trata de hacer compañía a tu Dios,
a tu Esposo, a tu Todo que es continuamente ofendido, ¡ah! no me niegues
este consuelo, que después en tus aflicciones Yo no te dejaré.” Mientras
estaba con estas disposiciones, por la mañana iba con el confesor y sin saber
por qué, la primera cosa que me decía era: “No quiero que recibas la
comunión.” Digo la verdad, me resultaba tan amargo que a veces no hacía
otra cosa que llorar; al confesor no me atrevía a decirle nada, porque así
quería Jesús que hiciera, de otra manera me reprendía, pero yo iba con Él y
le decía mi pena: “Ah Bien mío, ¿para esto la vigilia que hemos hecho esta
noche, que después de tanto esperar y desear debía quedar privada de Ti? Sé
bien que debo obedecer, pero dime, ¿puedo estar sin Ti? ¿Quién me dará la
fuerza? Y además, ¿cómo tendré el valor de irme de esta iglesia sin llevarte
conmigo? Yo no sé qué hacer, pero Tú puedes remediar a todo.” Mientras
así me desahogaba sentía venir un fuego junto a mí, entrar una llama en el
corazón, y lo sentía dentro de mí, y en seguida me decía: “Cálmate, cálmate,
heme aquí, estoy ya en tu corazón, ¿de qué temes ahora? No te aflijas más,
Yo mismo te quiero enjugar las lágrimas, tienes razón, tú no podías estar sin
Mí, ¿no es verdad?” Yo entonces quedaba tan aniquilada en mí misma por
esto, y le decía que si yo fuera buena Él no lo habría dispuesto así, y le pedía
que no me dejara más, que sin Él no quería estar.
Después de estas cosas, un día, después de la comunión lo sentía en mí
todo amor, y que me amaba tanto, que yo misma quedaba maravillada,
porque me veía tan mala e incorrespondiente, y decía dentro de mí: “Al
menos fuera buena y le correspondiera, tengo temor de que me deje (este
temor de que me deje lo he tenido siempre y aún lo tengo, y a veces es tanta
la pena que siento, que creo que la pena de la muerte sería menor, y si Él
mismo no viene a calmarme no sé darme paz) y en cambio quiere
estrecharse más íntimamente a mí.” Y mientras así me lo sentía dentro de
mí, con voz interna me dijo:
“Amada mía, las cosas pasadas no han sido más que un preparativo,
ahora quiero venir a los hechos, y para disponer tu corazón para hacer lo que
quiero de ti, esto es, la imitación de mi Vida, quiero que te internes en el mar
inmenso de mi Pasión, y cuando tú hayas comprendido bien la acerbidad de
mis penas, el amor con el que las sufrí, quién soy Yo que tanto sufrí, y quién
eres tú, vilísima criatura, ah, tu corazón no osará oponerse a los golpes, a la
cruz que Yo, sólo por tu bien le tengo preparada, más bien al sólo pensar que
Yo, tu maestro, he sufrido tanto, tus penas te parecerán sombras comparadas
con las mías, el sufrir te será dulce y llegarás a no poder estar sin
sufrimientos.”
Mi naturaleza temblaba al solo pensar en los sufrimientos, le pedía que
Él mismo me diera la fuerza, porque sin Él, me habría servido de sus
mismos dones para ofender al donador. Entonces me puse toda a meditar la
Pasión, y esto hizo tanto bien a mi alma, que creo que todo el bien me ha
venido de esta fuente. Veía la Pasión de Jesucristo como un mar inmenso de
luz, que con sus innumerables rayos me herían toda, esto es, rayos de
paciencia, de humildad, de obediencia y de tantas otras virtudes; me veía
toda rodeada por esta luz y quedaba aniquilada al verme tan desemejante de
Él. Aquellos rayos que me inundaban eran para mí otros tantos reproches
que me decían:
“Un Dios paciente, ¿y tú? Un Dios humilde y sometido aun a sus
mismos enemigos, ¿y tú? Un Dios que sufre tanto por amor tuyo, y tus
sufrimientos por amor suyo, ¿dónde están?”
A veces Él mismo me narraba las penas sufridas por Él, y quedaba tan
conmovida que lloraba amargamente. Un día, mientras trabajaba, estaba
considerando las penas acerbísimas que sufrió mi buen Jesús, mi corazón me
lo sentía tan oprimido por la pena, que me faltaba la respiración; temiendo
que me sucediera algo quise distraerme asomándome al balcón, vi hacia la
calle, pero, ¿qué veo? Veo la calle llena de gente y en medio a mi amante
Jesús con la cruz sobre la espalda – quien lo empujaba por un lado y quien
por el otro, todo agitado, con el rostro chorreando sangre – que levantaba los
ojos hacia mí en actitud de pedirme ayuda. ¿Quién podrá decir el dolor que
sentí, la impresión que hizo sobre mi alma una escena tan lastimera?
Rápidamente entré en mi habitación, yo misma no sabía donde me
encontraba, el corazón me lo sentía despedazar por el dolor, gritaba y
llorando le decía: “¡Jesús mío, si al menos te pudiera ayudar, te pudiese
liberar de esos lobos tan enfurecidos! ¡Ay! al menos quisiera sufrir esas
penas en lugar tuyo para dar alivio a mi dolor. Ah, mi Bien, dame el sufrir,
porque no es justo que Tú sufras tanto y yo, pecadora, esté sin sufrir.”
Desde entonces, recuerdo que se encendió en mí tanto deseo de sufrir
que no se ha apagado hasta ahora. Recuerdo también que después de la
comunión le pedía ardientemente que me concediera el sufrir, y Él a veces,
para contentarme, me parecía que tomaba las espinas de su corona y las
clavaba en mi corazón; otras veces sentía que tomaba mi corazón entre sus
manos y lo estrechaba tan fuerte, que por el dolor sentía que perdía los
sentidos. Cuando advertía que las personas se podrían dar cuenta de algo y a
Él dispuesto a darme estas penas, pronto le decía: “Señor, ¿qué haces? Te
pido que me des el sufrir pero que nadie se dé cuenta.” Durante algún
tiempo me contentó, pero mis pecados me hicieron indigna de sufrir
ocultamente, sin que nadie se diera cuenta.
Recuerdo que muchas veces después de la comunión me decía: “No
podrás verdaderamente asemejarte a Mí sino por medio de los sufrimientos.
Hasta ahora he estado junto a ti, ahora quiero dejarte sola un poco, sin
hacerme sentir. Mira, hasta ahora te he llevado de la mano, enseñándote y
corrigiéndote en todo, y tú no has hecho otra cosa que seguirme. Ahora
quiero que hagas por ti misma, pero más atenta que antes, pensando que te
estoy mirando fijamente, pero sin hacerme sentir, y que cuando vuelva a
hacerme sentir vendré, o para premiarte si me has sido fiel, o para castigarte
si has sido ingrata.”
Quedaba tan espantada y abatida por esta noticia, que le decía:
“Señor, mi todo y mi Vida, ¿cómo podré subsistir sin Ti, quién me dará la
fuerza? Cómo, después que me has hecho dejar todo, de modo que siento
como si nadie existiera para mí, ¿me quieres dejar sola y abandonada?
¿Qué, te has tal vez olvidado de cuán mala soy, y que sin Ti nada puedo?”
Y por esta recriminación, tomando un aspecto más serio, agregaba:
“Es que te quiero hacer comprender bien quién eres tú. Mira, lo hago
por tu bien, no te entristezcas, quiero preparar tu corazón a recibir las gracias
que he diseñado sobre ti. Hasta ahora te he asistido sensiblemente, ahora
será menos sensible, te haré tocar con la mano tu nada, te cimentaré bien en
la profunda humildad para poder edificar sobre ti muros altísimos, así que en
vez de afligirte deberías alegrarte y agradecerme, pues cuanto más pronto te
haga pasar el mar tempestuoso, tanto más pronto llegarás a puerto seguro; a
cuantas más duras pruebas te sujetaré, tantas gracias más grandes te daré.
Así que, ánimo, ánimo, y después pronto vendré.”
Y al decirme esto me parecía que me bendecía y se fue. ¿Quién podrá
decir la pena que sentía, el vacío que dejaba en mi interior, las amargas
lágrimas que derramé? Sin embargo me resigné a su Santa Voluntad,
parecía que de lejos le besaba la mano que me había bendecido diciéndole:
“Adiós, oh Esposo santo, adiós.”
Veía que todo para mí había terminado, ya que sólo lo tenía a Él, y
faltándome Él no me quedaba ningún otro consuelo, sino que todo se
convertía en amarguísimas penas; es más, las mismas criaturas me
recrudecían la pena, de modo que todas las cosas que veía, parecía que me
decían: “Mira, somos obras de tu amado, y Él, ¿dónde está?” Si miraba
agua, fuego, flores, hasta las mismas piedras, en seguida el pensamiento me
decía: “Ah, estas son obras de tu Esposo, ellas tienen el bien de verlo y tú
no lo ves.” ¡Ah! obras de mi Señor, denme noticias, díganme, ¿dónde se
encuentra? Me dijo que pronto volvería, pero quién sabe cuando.”
A veces llegaba a tan amarga desolación que me sentía faltar la
respiración, me sentía helar toda y sentía un escalofrío por toda mi persona,
a veces se daba cuenta la familia y lo atribuían a algún mal físico y querían
ponerme en tratamiento, llamar a médicos; a veces insistían tanto que lo
lograban, pero yo, sin embargo, hacía cuanto más podía para quedarme sola,
así que pocas veces lo advertían. Recordaba también todas las gracias, las
palabras, las correcciones, las reprensiones, veía claramente que todo lo
obrado hasta ahí, todo, todo había sido obra de su Gracia y que de mí no
quedaba más que la pura nada y la inclinación al mal; tocaba con la manoque sin Él no sentía más el amor tan sensible, aquellas luces tan claras en la
meditación, de modo que permanecía hasta dos o tres horas, hacía cuanto
más podía por hacer lo que hacía cuando lo sentía, porque oía repetir
aquellas palabras: “Si mi eres fiel vendré para premiarte, si ingrata para
castigarte.”
Así pasaba a veces dos días, a veces cuatro, más o menos como a Él le
agradaba, mi único consuelo era recibirlo en el sacramento. Ah, sí,
ciertamente ahí lo encontraba, no podía dudar, y recuerdo que pocas veces
no se hacía oír, porque tanto le pedía y volvía a pedir y lo importunaba, que
me contentaba, pero no amoroso y amable, sino severo.
Después que pasaban aquellos días en aquel estado descrito arriba,
especialmente si le había sido fiel, me lo sentía regresar dentro de mí, me
hablaba más claramente, y como en los días pasados no había podido
concebir dentro de mí ni una palabra, ni oír nada, entonces entendí que no
era mi fantasía, como muchas veces lo pensaba antes, tanto que de lo dicho
hasta aquí no decía nada ni al confesor ni a ninguna otra alma viviente. Sin
embargo hacía cuanto más podía para corresponderle, porque de otra manera
me hacía tanta guerra que no tenía paz. ¡Ah Señor, has sido tan bueno
conmigo, y yo tan mala aún!
Siguiendo con lo que había comenzado, me lo sentía dentro de mí, lo
abrazaba, me lo estrechaba, le decía: “Amado Bien, mira cuán amarga me
ha resultado nuestra separación.” Y Él me decía: “Es nada lo que has
pasado, prepárate a pruebas más duras; por esto he venido, para disponer tu
corazón y fortificarlo. Ahora me dirás todo lo que has pasado, tus dudas y
temores, todas tus dificultades, para poderte enseñar el modo de como
comportarte en mi ausencia.”
Entonces le hacía la narración de mis penas diciéndole: “Señor, mira,
sin Ti no he podido hacer nada bien, la meditación la he hecho toda
distraída, fea, tanto que no tenía ánimo de ofrecértela. En la comunión no he
podido estar las horas enteras como cuando te sentía, me veía sola, no tenía
con quien entenderme, me sentía toda vacía, la pena de tu ausencia me hacía
probar agonías mortales, mi naturaleza quería despacharse pronto para huir
de esa pena, mucho más que me parecía que no hacía otra cosa que perder el
tiempo, y el temor de que al regresar Tú me castigaras por no haber sido fiel,
entonces no sabía qué hacer. Además, la pena de que Tú eres continuamente
ofendido, y que yo no sabiendo cuando, como antes me enseñabas, hacer
esos actos de reparación, esas visitas al santísimo sacramento por las ofensas
que Tú recibes. Entonces dime, ¿cómo debo hacer?” Y Él, instruyéndome
benignamente me decía:
1º.- “Has hecho mal al estarte tan turbada, ¿no sabes tú que Yo soy
espíritu de paz? Y la primera cosa que te recomiendo es no disturbar la paz
del corazón; cuando en la oración no puedes recogerte, no quiero que
pienses en esto o aquello, como es o como no es, haciendo así tú misma
llamas a la distracción. Más bien, cuando te encuentres en ese estado, la
primera cosa es que te humilles, confesándote merecedora de esas penas,
poniéndote como un humilde corderillo en manos del verdugo, que mientras
lo mata le lame las manos; así tú, mientras te ves golpeada, abatida, sola, te
resignarás a mis santas disposiciones, me agradecerás de todo corazón,
besarás la mano que te golpea, reconociéndote indigna de esas penas,
después me ofrecerás aquellas amarguras, angustias y tedios, pidiéndome
que los acepte como un sacrificio de alabanza, de satisfacción por tus culpas,
de reparación por las ofensas que me hacen. Haciendo así tu oración subirá
ante mi trono como incienso olorosísimo, herirá mi corazón y atraerá sobre ti
nuevas gracias y nuevos carismas. El demonio viéndote humilde y
resignada, toda abismada en tu nada, no tendrá fuerza de acercarse. He aquí
que donde tú creías perder, harás grandes adquisiciones.
2º.- Respecto a la comunión no quiero que te aflijas de que no sabes
estar, debes saber que es una sombra de las penas que sufrí en el Getsemaní,
¿qué será cuando te haga partícipe de los flagelos, de las espinas y de los
clavos? El pensamiento de las penas mayores te hará sufrir con más ánimo
las penas menores; entonces, cuando en la comunión te encuentres sola,
agonizante, piensa que te quiero un poco en mi compañía en la agonía del
huerto. Por tanto ponte junto a Mí y haz una comparación entre tus penas y
las mías, mira, tú sola y privada de Mí, y Yo también solo, abandonado por
mis más fieles amigos que están adormilados, dejado solo hasta por mi
Divino Padre, y además en medio de penas acerbísimas, rodeado de
serpientes, de víboras y de perros enfurecidos, los cuales eran los pecados de
los hombres, y donde estaban también los tuyos, que hacían su parte, que me
parecía que me querían devorar vivo, mi corazón sintió tanta opresión que
me lo sentí como si estuviera bajo una prensa, tanto que sudé viva sangre.
Dime, tú ¿cuándo has llegado a sufrir tanto? Entonces, cuando te encuentres
privada de Mí, afligida, vacía de todo consuelo, llena de tristezas, de afanes,
de penas, ven junto a Mí, límpiame esa sangre, ofréceme esas penas como
alivio de mi amarguísima agonía. Haciendo así encontrarás el modo de
entretenerte conmigo después de la comunión; no que no sufras, porque la
pena más amarga que puedo dar a mis almas queridas es el privarlas de Mí,
pero tú, pensando que con tu sufrir me das consuelo, estarás contenta.
3º.- En cuanto a las visitas y actos de reparación, tú debes saber que
todo lo que hice en el curso de los treinta y tres años, desde que nací hasta
que morí, lo continúo en el sacramento del altar, por eso quiero que me
visites treinta y tres veces al día, honrando todos mis años y uniéndote
conmigo en el sacramento, con mis mismas intenciones, esto es, de
reparación, de adoración. Esto lo harás en todos los momentos del día, el
primer pensamiento de la mañana de inmediato vuele ante el sagrario, donde
estoy por amor tuyo, y me visites, el último pensamiento de la tarde,
mientras duermes por la noche, antes y después de comer, al principio de
cada acción tuya, caminando, trabajando.”
Mientras así me decía, me sentía toda confundida, y no sabiendo si
podría lograr hacerlo le dije: “Señor, te pido que estés junto a mí hasta que
tenga la costumbre de hacerlo, porque conozco que contigo todo puedo, pero
sin Ti, ¿qué puedo hacer yo, miserable?” Y Él benignamente agregaba:
“Sí, sí, te contentaré, ¿cuándo te he faltado? Quiero tu buena
voluntad, y cualquier ayuda que quieras te la daré.”
Y así lo hacía. Después de que hubo pasado algún tiempo, a veces con
Él, a veces privada de Él, un día, después de la comunión me sentí más
íntimamente unida a Él, me hacía varias preguntas, como por ejemplo, si lo
quería, si estaba dispuesta a hacer lo que Él quería, aun el sacrificio de la
vida por amor suyo, y me decía:
“Y tú dime qué quieres, si tú estás pronta a hacer lo que quiero,
también Yo haré lo que quieras tú.”
Yo me sentía toda confundida, no comprendía su modo de obrar, pero
con el tiempo he entendido que ese modo de obrar lo usa cuando quiere
disponer al alma a nuevas y más pesadas cruces, y la sabe atraer tanto a Élcon esas estratagemas, que el alma no se atreve a oponerse a lo que Él
quiere. Entonces le decía: “Sí, te amo, pero dime Tú mismo, ¿puedo
encontrar objeto más bello, más santo, más amable que Tú? Además, ¿por
qué me preguntas si estoy dispuesta a hacer lo que quieres, si desde hace
tanto tiempo te entregué mi voluntad y te pedí que no evitaras ni aun el
hacerme pedazos con tal que te pudiera dar gusto? Yo me abandono en Ti.
Oh Esposo santo, obra libremente, haz de mí lo que quieras, dame tu Gracia,
pues por mí nada soy y nada puedo.” Y Él me decía:
“¿Verdaderamente estás dispuesta a todo lo que quiero?”
Yo entonces me sentía más confundida y anonadada, y decía: “Sí,
estoy dispuesta.” Pero casi temblando, y Él compadeciéndome, seguía
diciendo: “No temas, seré tu fuerza, no sufrirás tú, sino seré Yo quien
sufrirá y combatirá en ti. Mira, quiero purificar tu alma de todo mínimo
defecto que pudiera impedir mi Amor en ti, quiero probar tu fidelidad, ¿pero
cómo puedo ver si esto es verdad si no es poniéndote en medio de la batalla?
Debes saber que quiero ponerte en medio de los demonios, les daré libertad
de atormentarte y de tentarte a fin de que cuando hayas combatido los vicios
con las virtudes opuestas, te encontrarás ya en posesión de esas mismas
virtudes que creías perder, y después tu alma purificada, embellecida,
enriquecida, será como un rey que regresa vencedor de una ferocísima
guerra, que mientras creía perder lo que tenía, vuelve en cambio más
glorioso y lleno de inmensas riquezas. Y entonces vendré Yo, formaré en ti
mi morada y estaremos siempre juntos. Es verdad que será doloroso tu
estado, los demonios no te darán paz, ni de día ni de noche, estarán siempre
en acto de hacerte ferocísima guerra, pero tú ten siempre en la mira lo que
quiero hacer de ti, esto es, hacerte semejante a Mí, y que no podrás llegar a
esto sino por medio de muchas y grandes tribulaciones, y así tendrás más
ánimo para soportar las penas.”
¿Quién puede decir cómo quedé asustada ante tal anuncio? Me sentí
helar la sangre, erizar los cabellos y mi imaginación quedó llena de negros
espectros que parecía que me querían devorar viva. Me parecía que el
Señor, antes de ponerme en este estado doloroso, daba libertad a todo lo que
debía sufrir, y me veía rodeada por todo eso, entonces me dirigí a Él y le
dije: “Señor, ¡ten piedad de mí! Ah, no me dejes sola y abandonada, veo
que es tanta la rabia de los demonios que no dejarán de mí ni siquiera el
polvo, ¿cómo podré resistirles? Para Ti es bien conocida mi miseria y cuán
mala soy, por eso dame nueva gracia para no ofenderte. Señor mío, la pena
que más desgarra mi alma es ver que también Tú debes dejarme. Ah, ¿a
quién podré decir alguna palabra, quién me debe enseñar? Pero sea hecha
siempre tu Voluntad, bendigo tu santo Querer.” Y Él benignamente
continuó diciéndome:
“No te aflijas tanto, debes saber que jamás permitiré que te tienten más
allá de tus fuerzas; si esto lo permito es para tu bien, jamás pongo a las
almas en la batalla para hacer que perezcan, primero mido sus fuerzas, les
doy mi Gracia y después las introduzco, y si alguna alma se precipita es
porque no se mantiene unida a Mí con la oración, y no sintiendo más la
sensibilidad de mi Amor, van mendigando amor de las criaturas, mientras
que sólo Yo puedo saciar el corazón humano; no se dejan guiar por el
camino seguro de la obediencia, creyendo más en el juicio propio que en
quien las guía en mi lugar, entonces, ¿qué maravilla si se precipitan? Por
eso lo que te recomiendo es la oración, aunque debieras sufrir penas de
muerte jamás debes descuidar lo que acostumbras hacer, es más, cuanto más
te veas en el precipicio, tanto más invocarás la ayuda de quien puede
liberarte. Además quiero que te pongas ciegamente en las manos del
confesor, sin examinar lo que te viene dicho, tú estarás circundada de
tinieblas y serás como uno que no tiene ojos y que necesita de una mano que
lo guíe, el ojo para ti será la voz del confesor que como luz te iluminará las
tinieblas, la mano será la obediencia que te será guía y sostén para hacerte
llegar a puerto seguro. La última cosa que te recomiendo es el valor, quiero
que con intrepidez entres en la batalla, la cosa que más hace temer a un
ejército enemigo es ver el coraje, la fortaleza, el modo con el cual desafían
los más peligrosos combates sin temer nada. Así son los demonios, nada
temen más que a un alma valerosa, toda apoyada en Mí, que con ánimo
fuerte va en medio a ellos no para ser herida, sino con la resolución de
herirlos y exterminarlos, los demonios quedan espantados, aterrados y
quisieran huir, pero no pueden, porque atados por mi Voluntad están
obligados a estarse para su mayor tormento. Así que no temas de ellos, que
nada pueden hacerte sin mi Querer. Y además, cuando te vea que no puedes
resistir más y estés a punto de desfallecer, si me eres fiel inmediatamente
vendré y pondré a todos en fuga y te daré Gracia y fortaleza. ¡Ánimo,
ánimo!”
Ahora, ¿quién puede decir el cambio que sucedió en mi interior?
Todo era horror para mí, aquel amor que antes sentía en mí, ahora lo veía
convertido en odio atroz, qué pena el no poderlo amar más. Me desgarraba
el alma el pensar en aquel Señor que había sido tan bueno conmigo, y ahora
verme obligada a aborrecerlo, a blasfemarlo como si fuese el más cruel
enemigo, el no poderlo mirar ni siquiera en sus imágenes, porque al mirarlas,
al tener rosarios entre las manos, al besarlos, me venían tales ímpetus de
odio y tanta fuerza en contra, que hacerlo y reducirlos a pedazos era lo
mismo, y a veces hacía tanta resistencia, que mi naturaleza temblaba de pies
a cabeza. ¡Oh Dios, qué pena amarguísima!” Yo creo que si en el infierno
no hubiera otras penas, la sola pena de no poder amar a Dios formaría el
infierno más horrible. Muchas veces el demonio me ponía delante las
gracias que el Señor me había hecho, ahora como un trabajo de mi fantasía y
por eso poder llevar una vida más libre, más cómoda; y ahora como
verdaderas, y me decían: “¿Esto es lo bien que te quería? Esta es la
recompensa, que te ha dejado en nuestras manos; eres nuestra, eres nuestra,
para ti todo ha terminado, no hay más que esperar.” Y en mi interior me
sentía poner tales ímpetus de aversión contra el Señor y de desesperación,
que algunas veces teniendo alguna imagen entre las manos, era tanta la
fuerza del desprecio que las rompía, pero mientras esto hacía lloraba y las
besaba, pero no sé decir como era obligada a hacerlo. ¿Quién puede decir el
desgarro de mi alma? Los demonios hacían fiesta y reían, unos hacían ruido
desde un lugar, otros lo hacían desde otro, unos hacían estrépitos, otros me
ensordecían con gritos diciendo: “Mira como eres nuestra, no nos queda
otra cosa más que llevarte al infierno, alma y cuerpo, verás que lo haremos.”
A veces me sentía jalar, ahora los vestidos, ahora la silla donde estaba
arrodillada y tanto la movían y hacían ruido que no podía rezar; a veces era
tanto el temor, que creyendo librarme me iba a acostar en la cama, (porque
estos escándalos sucedían la mayor parte en la noche) pero también ahí
seguían jalándome la almohada, las cobijas. ¿Pero quién puede decir el
espanto, el temor que sentía? Yo misma no sabía donde me encontraba, si
en la tierra o en el infierno; era tanto el temor de que en verdad me llevaran,
que mis ojos no podían cerrarse al sueño, estaba como uno que tiene un cruel
enemigo que ha jurado que a cualquier costo le debe quitar la vida, y creía
que esto me sucedería en cuanto cerrara los ojos, así que sentía como si
alguien me pusiera algo dentro de los ojos, de modo que estaba obligada a
tenerlos abiertos para ver cuando me debían llevar, tal vez podría oponerme
a lo que querrían hacer, entonces me sentía erizar los cabellos sobre mi
cabeza, uno por uno, un sudor frío en todo mi cuerpo que me penetraba hasta
los huesos y me sentía desunir los nervios y los huesos, y se agitaban juntos
por el miedo. Otras veces me sentía incitar a tales tentaciones de
desesperación y de suicidio, que alguna vez habiéndome encontrado cerca de
un pozo, o bien de un cuchillo, me sentía jalar para conducirme dentro o
bien tomar el cuchillo y matarme, y era tanta la fuerza que debía hacer para
huir, que sentía penas de muerte, y mientras huía sentía que iban junto
conmigo y oía sugerirme que para mí era inútil el vivir después de haber
cometido tantos pecados, que Dios me había abandonado porque no había
sido fiel; es más, veía que había hecho tantas infamias, que jamás alma
alguna en el mundo había cometido, que para mí no había más misericordia
que esperar. En el fondo de mi alma oía repetir: “¿Cómo puedes vivir
siendo enemiga de Dios? ¿Sabes tú quién es ese Dios a quien tanto has
ultrajado, blasfemado, odiado? Ah, es ese Dios inmenso que por todas
partes te circundaba, y tú ante sus ojos te has atrevido a ofenderlo. Ah,
perdido el Dios de tu alma, ¿quién te dará paz? ¿Quién te librará de tantos
enemigos?” Era tanta la pena que no hacía otra cosa que llorar; a veces me
ponía a rezar, y los demonios para acrecentar mi tormento, los sentía venir
encima de mí, y quien me golpeaba, quien me pinchaba, y quien me apretaba
la garganta. Recuerdo que una vez mientras rezaba, me sentí jalar los pies
desde abajo, abrirse la tierra y salir las llamas, y que yo caía dentro; fue tal el
espanto y el dolor que quedé medio muerta, tanto que para recuperarme de
aquel estado tuvo que venir Jesús y me reanimó, me hizo entender que no
era verdad que había puesto la voluntad en ofenderlo, y que yo misma lo
podía saber por la pena amarguísima que sentía, que el demonio era un
mentiroso y que no debía hacerle caso, que por ahora debía tener paciencia
en sufrir esas molestias, y que después debía venir la paz. Esto sucedía de
vez en cuando, cuando llegaba a los extremos, y a veces para ponerme en
más duros tormentos. En el momento de ese consuelo el alma se convencía,
porque ante esa luz es imposible que el alma no aprenda la verdad, pero
después cuando me encontraba en la lucha me encontraba en el mismo
estado de antes.
Me tentaba también a no recibir la comunión, persuadiéndome de que
después de que había cometido tantos pecados, era un atrevimiento
acercarme, y que si me atrevía, no Jesucristo habría venido sino el demonio,
y que tantos tormentos me habría de dar que me daría la muerte, pero la
obediencia la vencía, es verdad que a veces sufría penas mortales, así que
trabajosamente podía recuperarme después de la comunión, pero como el
confesor quería absolutamente que la recibiera, no podía hacer de otro modo.
Recuerdo que varias veces no la recibí.
También recuerdo que a veces mientras rezaba en la noche, me
apagaban la lámpara; a veces hacían tales rugidos de dar miedo; otras veces
voces débiles, como si fueran moribundos, ¿pero quién puede decir todo lo
que hacían?
Ahora, esta dura batalla, aunque no recuerdo muy bien, duró tres años,
aunque había días o semanas de intervalo, no que cesaran del todo, sino que
empezaron a disminuir.
Recuerdo que después de una comunión, el Señor me enseñó el modo
como debía hacer para ponerlos en fuga, y era el despreciarlos y no
prestarles ninguna atención, y que debía hacer de cuenta como si fueran
tantas hormigas. Me sentí infundir tanta fuerza que no sentía más aquel
temor de antes, y hacía así: Cuando hacían estrépito, rumores, les decía:
“Se ve que no tenéis nada qué hacer, y que para pasar el tiempo estáis
haciendo tantas tonteras; hagan, hagan, que después cuando os canséis, lo
terminaréis.” A veces cesaban, otras veces se enojaban tanto que hacían
ruidos más fuertes. Me los sentía junto a mí haciéndose más fuertes y hacían
violencia para llevarme, olía la horrible peste, sentía el calor del fuego. Es
verdad que en mi interior sentía un estremecimiento, pero me forzaba y les
decía: “Mentirosos que sois, si esto fuera cierto desde el primer día lo
habríais hecho, pero como es falso es que no tenéis ningún poder sobre mí,
sino sólo aquél que os viene dado de lo alto, por eso digan, digan, y después
cuando os canséis, reventareis.” Si emitían lamentos y gritos les decía:
“Qué, ¿no os han salido las cuentas hoy?” Es decir, “¿os lamentáis porque
os ha sido quitada alguna alma?” Pobrecitos, no se sienten bien, sin
embargo quiero también yo haceros lamentar otro poco.” Y me ponía a
rezar por los pecadores, o bien a hacer actos de reparación. A veces me reía
cuando empezaban a hacer las acostumbradas cosas y les decía: “¿Cómo
puedo temeros, raza vil? Si fuerais seres serios no habríais hecho tantas
tonterías. Ustedes mismos, ¿no os avergonzáis? No hagáis que os tome a
burla.” Después, si me ponían tentaciones de blasfemar o de odio contra
Dios, ofrecía aquella pena amarguísima, aquella violencia que me hacía –
porque mientras veía que el Señor merecía todo el amor, todas las alabanzas,
yo era forzada a hacer lo contrario – en reparación de tantos que libremente
lo blasfeman y que ni siquiera se recuerdan que existe un Dios, que están
obligados a amarlo. Si me incitaban a desesperación, en mi interior decía:
“No pongo atención ni del paraíso ni del infierno, lo único que me apura es
amar a mi Dios, este no es tiempo de pensar en otra cosa, sino que es tiempo
de amar cuanto más pueda a mi buen Dios, el paraíso y el infierno los dejo
en sus manos, Él, que es tan bueno me dará lo que más me conviene y me
dará un lugar donde pueda glorificarlo más.”
Jesucristo me enseñó que el medio más eficaz para hacer que el alma
quede libre de toda vana aprehensión, de toda duda, de todo temor, era el
declarar delante al Cielo, a la tierra y ante los mismos demonios, no querer
ofender a Dios, aun a costa de la propia vida, no querer consentir a cualquier
tentación del demonio, y esto en cuanto el alma advierte que viene la
tentación, si puede en el momento de la batalla, y apenas se empieza a sentir
libre, y también durante el curso del día. Haciendo así, el alma no perderá
tiempo en pensar si consintió o no, porque el sólo recordar la promesa le
restituirá la calma, y si el demonio busca inquietarla, podrá responderle que
si hubiera tenido intención de ofender a Dios, no habría declarado lo
contrario, y así quedará libre de todo temor.
Ahora, ¿quién puede decir la rabia del demonio, pues actuando de este
modo todas sus astucias resultaban para su confusión y donde creía ganar
perdía, ya que de sus mismas tentaciones y artificios el alma se servía para
poder hacer actos de reparación y amor a su Dios?
El otro modo que me enseñó para alejar las tentaciones fue el
siguiente: Si me tentaban a suicidio yo debía responder: “No tenéis ningún
permiso de Dios, es más, para vuestro despecho quiero vivir para poder amar
más a mi Dios.” Si me golpeaban, yo me debía humillar, arrodillarme y
agradecer a mi Dios porque esto sucedía como penitencia de mis pecados, y
no sólo eso, sino ofrecer todo como actos de reparación por todas las ofensas
hechas a Dios en el mundo.
Finalmente, una fea tentación que me duró poco, fue que debido al
contacto continuo por cerca de año y medio con los tan feos demonios, yo
debía quedar encinta y parir luego un pequeño demonio con cuernos. Mi
fantasía crecía tanto, que yo me veía delante una confusión horrible, por lo
que se habría dicho de mí por tan espantoso suceso.
Después de cerca de año y medio de esta lucha, finalmente terminaron
las crueldades de los demonios y comenzó una vida toda nueva, pero los
demonios no dejaron de molestarme de vez en cuando, pero no eran tan
frecuentes, no tan feroz la batalla, y yo me acostumbré a despreciarlos.
La vida nueva que comenzó fue en la casa de campo llamada “Torre
Disperata.” Un día, en que más que nunca había sido atormentada por el
demonio, tanto que sentí perder las fuerzas y desmayar, por la tarde,
mientras así estaba sentí venirme una cosa mortal y perdí los sentidos, en
este estado vi a Jesucristo rodeado de muchos enemigos, quien lo golpeaba,
quien lo abofeteaba, quien le clavaba las espinas en la cabeza, quien le
rompía las piernas, quien los brazos. Después que lo redujeron casi en
pedazos lo pusieron en los brazos de la Virgen, y esto sucedía un poco lejos
de mí. Después que la Virgen Santísima lo tomó entre sus brazos, se acercó
a mí y llorando me dijo:
“Hija, mira como es tratado mi Hijo por los hombres, las horribles
ofensas que cometen jamás le dan tregua, míralo como sufre.”
Yo trataba de verlo y lo veía todo sangre, todo llagas, y casi
despedazado, reducido a un estado mortal, sentía tales penas que hubiera
querido morir mil veces antes que ver sufrir tanto a mi Señor, me
avergonzaba de mis pequeños sufrimientos. La Santísima Virgen agregó,
pero siempre llorando:
“Acércate a besar las llagas de mi Hijo, Él te escoge como víctima, ysi tantos lo ofenden, tú ofreciéndote a sufrir lo que Él sufre le darás un alivio
en tanto sufrir, ¿no lo aceptas?”
Yo me sentía tan aniquilada, me veía tan mala (como lo soy todavía) e
indigna, que no osaba decir “sí”, mi naturaleza temblaba, me sentía tan débil
por las penas pasadas que apenas me quedaba un hilo de vida. Además, no
sé como, de lejos veía a los demonios que alborotaban tanto, hacían mucho
ruido y veía que todo lo que había visto que le habían hecho al Señor debían
hacérmelo a mí si aceptaba. En mí misma sentía tales penas, dolores,
estiramientos de nervios, que creí que dejaría la vida. Finalmente me
acerqué y le besé las llagas; parecía que al hacerlo aquellos miembros tan
lacerados se curaban, y el Señor que antes parecía casi muerto empezaba a
reanimarse a nueva vida. Internamente recibía tales luces sobre las ofensas
que se cometen, atracciones para aceptar ser víctima aunque debiese sufrir
mil muertes, porque el Señor todo merecía y que yo no podría oponerme a lo
que Él quería. Esto sucedía mientras estábamos en silencio, pero aquellas
miradas que mutuamente nos dábamos eran tantas invitaciones, tantas saetas
ardientes que me traspasaban el corazón. Especialmente la Santísima Virgen
me incitaba a aceptar, ¿pero quién puede decir todo lo que pasé? Finalmente
el Señor mirándome benignamente me dijo:
“Tú has visto cuánto me ofenden y cuántos caminan por los caminos
de la iniquidad, y sin advertirlo se precipitan en el abismo; ven a ofrecerte
ante la divina Justicia como víctima de reparación por las ofensas que se
hacen y por la conversión de los pecadores, que a ojos cerrados beben en la
fuente envenenada del pecado. Un inmenso campo se abre ante ti, de
sufrimientos, sí, pero también de gracias; Yo no te dejaré más, vendré en ti a
sufrir todo lo que me hacen los hombres, haciéndote participar de mis penas.
Como ayuda y consuelo te doy a mi Madre.”
Y parecía que me entregaba a Ella, y Ella me aceptaba. Yo también
me ofrecí toda a Él y a la Virgen, dispuesta a hacer lo que Él quería, y así
terminó la primera vez. Después de que me recobré de aquél estado, sentía
tales penas, tal aniquilamiento de mí misma, que me veía como un miserable
gusano que no sabía hacer más que arrastrarse por tierra, y decía al Señor:
“Ayuda, tu omnipotencia me aterra, veo que si Tú no me levantas, mi nada
se deshace y va a dispersarse. Dame el sufrir, pero te ruego me des la
fuerza, porque me siento morir.” Y así empezó un alternarse de visitas de
Nuestro Señor y de tormentos por parte de los demonios; por cuanto más me
resignaba, tanto más aumentaba su rabia.
Pocos días después de lo dicho anteriormente sentí de nuevo perder los
sentidos, (recuerdo que al principio, cada vez que me sucedía esto creía que
debía dejar la vida). Mientras perdí los sentidos se hizo ver otra vez Nuestro
Señor con la corona de espinas en la cabeza, todo chorreando sangre, y
dirigiéndose a mí dijo:
“Hija, mira lo que me hacen los hombres; en estos tristes tiempos es
tanta su soberbia que han infestado todo el aire, y es tanta la peste que por
todas partes se esparce, tanto, que ha llegado hasta mi trono en el empíreo.
Hacen de tal modo que ellos mismos se cierran el Cielo; miserables, no
tienen ojos para ver la verdad porque están ofuscados por el pecado de la
soberbia, con el cortejo de los demás vicios que llevan consigo. Ah, dame
un alivio a tan acerbos dolores y una reparación a tantas ofensas que me
hacen.”
Diciendo esto se quitó la corona, que no parecía corona sino toda una
madeja, de modo que ni siquiera una mínima parte de la cabeza quedaba
libre, sino que toda era traspasada por aquellas espinas. Mientras se quitó la
corona se acercó a mí y me preguntó si la aceptaba. Yo me sentía tan
aniquilada, sentía tales penas por las ofensas que se le hacen, que me sentía
destrozar el corazón y le dije: “Señor, haz de mí lo que quieras.” Y así lo
hizo y me la hundió sobre mi cabeza y desapreció.
¿Quién puede decir el dolor que sentí al volver en mí misma? A cada
movimiento de la cabeza creía expirar, tantos eran los dolores, las
pinchaduras que sentía en la cabeza, en los ojos, en las orejas, detrás en la
nuca; aquellas espinas me las sentía penetrar hasta en la boca, y ésta se me
apretaba de tal modo que no podía abrirla para tomar el alimento, y estaba a
veces dos y a veces tres días sin poder tomar nada. Cuando de algún modo
se mitigaban, sentía sensiblemente una mano que me oprimía la cabeza y me
renovaba las penas, y a veces eran tantos los dolores que perdía los sentidos.
Al principio esto sucedía algunos días sí y otros no, de vez en cuando se
repetía tres o cuatro veces al día, a veces duraba un cuarto de hora, otras
veces media hora y otras una hora, y después quedaba libre, sólo que me
sentía muy débil y sufriente, en la medida en que en aquel estado de
adormecimiento me habían sido comunicadas las penas, así quedaba más o
menos sufriente.
Recuerdo también como algunas veces por los sufrimientos de la
cabeza, como dije arriba, no podía abrir la boca para tomar el alimento, y
como la familia sabía que no tenía ganas de estar en el campo, cuando veían
que no comía lo atribuían a un capricho mío, y naturalmente se enojaban, se
inquietaban y me reprendían. Mi naturaleza quería resentirse por esto,
porque veía que no era verdad lo que ellos decían, pero el Señor no quería
este resentimiento, y he aquí como sucedió:
Una noche, mientras estábamos a la mesa y yo en este estado de no
poder abrir la boca, la familia empezó a inquietarse, yo lo sentía tanto que
comencé a llorar y para no ser vista me levanté y me fui a otra habitación
para seguir llorando y le pedía a Jesucristo y a la Virgen Santísima que me
dieran ayuda y fuerza para soportar esa prueba, pero mientras esto hacía
sentí que empezaba a perder los sentidos. ¡Oh Dios, qué pena el solo pensar
que la familia me vería, siendo que hasta entonces no lo había advertido!
Mientras estaba en esto le decía: “Señor, no permitas que me vean.” Y yo
tenía tal vergüenza de que me vieran, aunque no sé decir por qué, y trataba
por cuanto más podía de esconderme en lugares donde no podía ser vista.
Cuando era sorprendida imprevistamente por ese estado, de modo que no
tenía tiempo de esconderme o al menos de arrodillarme, porque en la
posición en que me encontraba así quedaba, y podrían decir que estaba
rezando, entonces me descubrían. Mientras perdí los sentidos se hizo ver
Nuestro Señor en medio de muchos enemigos que le lanzaban toda clase de
insultos, especialmente lo agarraban y lo pisoteaban bajo los pies, lo
blasfemaban, le jalaban los cabellos; me parecía que mi buen Jesús quería
huir de debajo de aquellos fétidos pies e iba buscando una mano amiga que
lo liberara, pero no encontraba a nadie. Mientras esto veía, yo no hacía otra
cosa que llorar sobre las penas de mi Señor, hubiera querido ir en medio de
esos enemigos, tal vez podría liberarlo, pero no me atrevía y le decía:
“Señor, hazme participar en tus penas. ¡Ah, si pudiera aliviarte y liberarte!”
Mientras esto decía, aquellos enemigos, como si hubieran entendido, se
venían contra mí, pero tan enfurecidos que empezaron a golpearme, a
jalarme los cabellos, a pisotearme; yo tenía gran temor, sufría, sí, pero
dentro de mí estaba contenta porque veía que daba al Señor un poco de
tregua. Después aquellos enemigos desaparecían y yo quedé sola con mi
Jesús. Traté de compadecerlo pero no me atrevía a decirle nada, y Él
rompiendo el silencio me dijo:
“Todo lo que tú has visto es nada en comparación de las ofensas que
continuamente me hacen, es tanta su ceguera, el entregarse a las cosas
terrenas, que llegan a volverse no sólo crueles enemigos míos, sino también
de ellos mismos, y como sus ojos están fijos en el fango, por eso llegan a
despreciar lo eterno. ¿Quién me reparará por tanta ingratitud? ¿Quién
tendrá compasión de tanta gente que me cuesta sangre y que vive casi
sepultada en la mugre de las cosas terrenas? Ah, ven y reza, llora junto
conmigo por tantos ciegos que son todo ojos para todo lo que sabe a tierra, y
desprecian y pisotean mis gracias bajo sus inmundos pies, como si éstas
fueran fango. Ah, elévate sobre todo lo que es tierra, aborrece y desprecia
todo lo que a Mí no pertenece, no te importen las burlas que recibas de la
familia después de que me has visto sufrir tanto, sólo te importe mi honor,
las ofensas que continuamente me hacen y la pérdida de tantas almas. Ah,
no me dejes solo en medio de tantas penas que me destrozan el corazón, todo
lo que tú sufres ahora es poco en comparación con las penas que sufrirás,
¿no te he dicho siempre que lo que quiero de ti es la imitación de mi Vida?
Mira cuán desemejante eres de Mí, por eso ánimo y no temas.”
Después de esto volví en mí misma y me di cuenta que estaba rodeada
por la familia, todos lloraban y estaban alarmados y tenían tal temor de que
se repitiera ese estado, pensando que moriría, que decidieron volver a Corato
lo más pronto posible para hacerme observar por los médicos. No sé decir
por qué sentía tanta pena al pensar que debía ser examinada por los médicos,
muchas veces lloraba y me lamentaba con el Señor diciéndole: “Cuántas
veces, oh Señor, te he rogado que me hagas sufrir ocultamente, esto era mi
único contento, y ahora también de esto estoy privada. ¡Ah! dime, ¿cómo
haré? Sólo Tú puedes ayudarme y consolarme en mi aflicción, ¿no ves
tantas cosas que dicen? Unos piensan de un modo y otros de otro; quien
quiere aplicarme un remedio y quien otro, son todo ojos sobre mí, de modo
que no tengo más paz. Ah, socórreme en tantas penas, porque me siento
faltar la vida.” Y el Señor benignamente agregó:
“No quieras afligirte por esto; lo que quiero de ti es que te abandones
como muerta entre mis brazos. Hasta en tanto tú tengas los ojos abiertos
para ver lo que Yo hago y lo que hacen y dicen las criaturas, Yo no puedo
libremente obrar sobre ti. ¿No quieres fiarte de Mí? ¿No sabes cuánto te
amo y que todo lo que permito, o por medio de las criaturas o por medio de
los demonios, o por medio mío directamente, es para tu verdadero bien y no
sirve para otra cosa que para conducir a tu alma al estado al que la he
elegido? Por eso quiero que a ojos cerrados te estés entre mis brazos, sin
mirar ni investigar esto o aquello, fiándote enteramente de Mí y dejándome
obrar libremente; si en cambio quieres hacer lo contrario, perderás tiempo y
llegarás a lo opuesto de lo que quiero hacer de ti. Respecto a las criaturas
usa un profundo silencio, sé benigna y dócil con todos; haz que tu vida, tu
respiro, tus pensamientos y afectos sean continuos actos de reparación que
aplaquen mi Justicia, ofreciéndome también las molestias que te dan las
criaturas, que no serán pocas.”
Después de esto hice cuanto más pude para resignarme a la Voluntad
de Dios, si bien muchas veces era puesta en tales aprietos por parte de las
criaturas, que a veces no hacía otra cosa que llorar. Llegó el momento de
recibir la visita del médico y juzgó que mi estado no era otra cosa que un
problema nervioso, por lo que recetó medicinas, distracciones, paseos, baños
fríos; recomendó a la familia que me cuidaran bien cuando era sorprendida
por aquel estado, porque, les decía, si la mueven, la pueden lastimar en vez
de ayudarla, porque yo cuando era sorprendida por ese estado quedaba
petrificada.
Entonces empezó una guerra por parte de la familia: Me impedían ir a
la iglesia, no me daban ya la libertad de quedarme sola, era observada
continuamente, por lo que frecuentemente advertían que caía en ese estado.
Muchas veces me lamentaba con el Señor diciéndole: “Mi buen Jesús,
cuánto han aumentado mis penas, hasta de las cosas más amadas estoy
privada, como son los sacramentos. Jamás pensé que debía llegar a esto,
quién sabe donde iré a terminar. ¡Ah! dame ayuda y fuerza, porque mi
naturaleza desfallece.” Muchas veces se dignaba bondadosamente decirme
algunas palabras, por ejemplo:
“Yo soy tu ayuda, ¿de qué temes? ¿No recuerdas que también Yo
sufrí de parte de toda clase de gente? Unos pensaban de Mí de un modo, y
otros de otro; las cosas más santas que Yo hacía eran juzgadas por ellos
como defectuosas, malas, hasta me dijeron que era un endemoniado, tanto
que me veían con ojos siniestros, me tenían entre ellos pero de mala gana y
maquinaban entre ellos quitarme la vida lo más pronto posible, porque mi
presencia se había vuelto intolerable para ellos. Entonces, ¿no quieres que te
haga semejante a Mí haciéndote sufrir por parte de las criaturas?”
Y así pasé algunos años sufriendo por parte de las criaturas, de los
demonios y directamente de Dios; a veces llegaba a tanta amargura por parte
de las criaturas y por el modo como pensaban, que tenía vergüenza de que
me viera cualquier persona, tanto, que mi más grande sacrificio era aparecer
en medio a las personas; tanta era la vergüenza y la confusión que me sentía
atontada. Hubo otras visitas de otros médicos, pero no sirvieron para nada; a
veces derramando amargas lágrimas le decía con todo el corazón: “Señor,
como se han vuelto públicos mis sufrimientos, ahora no sólo la familia lo
sabe sino también los extraños, me veo toda cubierta de confusión, me
parece que todos me señalan con el dedo, como si estos sufrimientos fueran
las más malas acciones; yo misma no sé decir qué cosa me sucede. ¡Ah!
sólo Tú puedes liberarme de tal publicidad y hacerme sufrir ocultamente. Te
lo pido, te lo suplico, escúchame favorablemente.”
A veces también el Señor mostraba no escucharme y aumentaban mis
penas, otras veces me compadecía diciéndome:
“Pobre hija, ven a Mí que te quiero consolar, tú tienes razón en que
sufres, pero es que no recuerdas que también Yo, oh, cuánto más sufrí; hasta
cierto momento mis penas fueron ocultas, pero cuando llegó la Voluntad del
Padre de sufrir en público, rápidamente salí a encontrar confusiones,
oprobios, desprecios, hasta ser despojado de mis vestidos y estar desnudo en
medio a un pueblo numerosísimo, ¿podrías tú imaginar confusión más
grande que ésta? Mi naturaleza sentía mucho esta clase de sufrimientos,
pero tenía los ojos fijos a la Voluntad del Padre y ofrecía esas penas en
reparación de tantos que cometen las más nefandas acciones públicamente,
ante los ojos de muchos y vanagloriándose sin la más mínima vergüenza, y
le decía: “Padre, acepta mis confusiones y mis oprobios en reparación de
tantos que tienen la desfachatez de ofenderte tan libremente sin el mínimo
disgusto; perdónalos, dales luz a fin de que vean la fealdad del pecado y se
conviertan.” También a ti te quiero hacer partícipe de esta clase de
sufrimientos; ¿no sabes tú que los más bellos regalos que puedo dar a las
almas que amo son las cruces y las penas? Tú eres niña aún en el camino de
la cruz, por eso te sientes demasiado débil, cuando hayas crecido y hayas
conocido cuán precioso es el sufrir, entonces te sentirás más fuerte. Por eso
apóyate en Mí, repósate, porque así adquirirás fuerza.”
Después de que pasé algún tiempo en este estado descrito arriba, cerca
de seis o siete meses, los sufrimientos se acrecentaron más, tanto que me vi
obligada a estarme en la cama; frecuentemente se multiplicaba aquel estado
de perder los sentidos, y casi no tenía ni siquiera una hora libre, me reduje a
un estado de extrema debilidad, la boca se apretaba de tal modo que no la
podía abrir y en algún momento libre que tenía, apenas algunas gotas de
algún líquido podía tomar, si es que lo conseguía, y después era obligada a
devolverlo por los continuos vómitos que he tenido siempre. Después de
que estuve como dieciocho días en este estado continuo se mandó llamar al
confesor para confesarme. Cuando vino el confesor me encontró en ese
estado de letargo. Cuando me recuperé me preguntó qué cosa tenía,
solamente le dije, callando todo el resto, y como continuaban las molestias
de los demonios y las visitas de Nuestro Señor, entonces le dije: “Padre, es
el demonio.” Él me dijo que no tuviera miedo porque no es el demonio, y si
es él, el sacerdote te libera. Así, dándome la obediencia y persignándome
con la cruz y ayudándome a mover los brazos, porque sentía todo el cuerpo
petrificado como si se hubiera convertido todo en una sola pieza, logró que
los brazos recobraran el movimiento, logró hacer que la boca se abriera,
luego de que estaba inmóvil para todo. Esto lo atribuí a la santidad de mi
confesor, que en verdad era un santo sacerdote, lo consideré casi un milagro,
tanto que decía entre mí misma: “Mira, estabas a punto de morir.” Porque
en realidad me sentía mal, y si hubiese durado aquel estado yo creo que
habría dejado la vida. Si bien recuerdo que estaba resignada y cuando me vi
liberada sentí un cierto pesar porque no había muerto. Después de que el
confesor se fue y yo quedé libre, volví al mismo estado de antes. Así
sucedía que pasaba, a veces semanas, a veces quince días y hasta meses en
que era sorprendida de vez en cuando por aquel estado durante el día, pero
por mí misma lograba liberarme; después, cuando era sorprendida con más
frecuencia, como dije más arriba, entonces los familiares mandaban llamar
al confesor, pues habían visto que la primera vez había quedado liberada por
él, cuando todos creían que no me habría de recuperar más de aquel estado y
en cambio hasta pude ir a la iglesia. Debido a esto llamaban al confesor y
entonces quedaba libre. Nunca me pasó por la mente que para tal estado se
necesitara el sacerdote para liberarme, ni que mi mal fuera una cosa
extraordinaria; es cierto que cuando perdía los sentidos veía a Jesucristo,
pero esto lo atribuía a la bondad de Nuestro Señor, y decía para mí misma:
“Mira cuán bueno es el Señor hacia mí, que en este estado de sufrimientos
viene a darme la fuerza, ¿de otra manera cómo podría sostenerme, quién me
daría la fuerza?” También es cierto que cuando debía caer en ese estado, en
la mañana, en la comunión Jesús me lo decía, y cayendo en ese estado, de Él
mismo me venían los sufrimientos, pero no le daba importancia a nada. Con
sólo pensar alguna vez en decirlo al confesor, yo creía ser el alma más
soberbia que existiera en el mundo si me atrevía a hablar de estas cosas de
ver a Jesucristo; y sentía tal vergüenza que fue imposible decir algo a ese
confesor a pesar de lo bueno y santo que era. Tan es verdad que no creía
que se necesitara al sacerdote para liberarme y que esto sucedía por la
santidad del confesor, que cuando llegó el tiempo, él se fue al campo,
entonces una mañana, después de la comunión el Señor me hizo entender
que debía ser sorprendida por ese estado, me invitó a hacerle compañía con
participar en sus penas, pero yo súbito le dije: “Señor, ¿cómo haré? El
confesor no está, ¿quién me debe liberar? ¿Quieres acaso hacerme morir?”
Y el Señor me dijo solamente:
“Tu confianza debe estar sólo en Mí, estate resignada, pues la
resignación hace al alma luminosa, hace estar en su lugar a las pasiones, de
modo que Yo, atraído por esos rayos de luz voy al alma y la uniformo toda
en Mí y la hago vivir de mi misma Vida.”
Yo me resigné a su Santa Voluntad, ofrecí aquella comunión como la
última de mi vida y le di el último adiós a Jesús en el sacramento; y si bien
estaba resignada, pero mi naturaleza lo sentía tanto, que todo aquel día no
hice otra cosa que llorar y pedir al Señor que me diese la fuerza. En verdad
me resultó demasiado amargo todo ese hecho, y sin pensarlo ni saberlo me
encontré con una nueva y pesada cruz, que creo que haya sido la más pesada
que he tenido en mi vida. Mientras estaba en aquel estado de sufrimientos,
yo no pensaba en otra cosa más que en morir y en hacer la Voluntad de Dios.
Los familiares, que también sufrían al verme en aquel estado, trataron de
llamar algún sacerdote, pero ninguno quiso venir, uno por una cosa, y otro
por otra; después de diez días vino el sacerdote que me confesaba cuando era
pequeña, y sucedió que también él me hizo salir de ese estado, y entonces
me di cuenta de la red en la que el Señor me había envuelto.
De aquí me vino una guerra por parte de los sacerdotes: quien decía
que era fingimiento, quien que se necesitaban los palos, otros que quería
pasar por santa, quien agregaba que estaba endemoniada y muchas otras
cosas, que decirlas todas sería hacer demasiado larga la historia. Con estas
ideas en sus mentes, cuando sucedían los sufrimientos y la familia mandaba
llamar a alguno, no querían venir, diciendo todas aquellas cosas, y la pobre
familia ha sufrido mucho, especialmente mi pobre mamá, cuántas lágrimas
ha derramado por mí, ¡ah! Señor, recompénsala Tú. ¡Oh mi buen Señor,
cuánto he sufrido desde entonces, sólo Tú sabes todo!
¿Quién puede decir cuán amargo me resultó este hecho, que para
liberarme de ese estado de sufrimientos se necesitaba al sacerdote? ¡Cuántas
veces he pedido, derramando lágrimas amarguísimas, que me libere de esto!
Muchas veces hice positivas resistencias al Señor cuando Él quería que me
ofreciera como víctima y aceptara las penas, y le decía: “Señor, prométeme
que Tú mismo me liberarás, y entonces acepto todo, de otra manera no, no
quiero aceptar.” Y resistía el primer día, el segundo, el tercero, ¿pero quién
puede resistir a Dios? Me insistía tanto que al fin me veía obligada a
someterme a la cruz. Otras veces le decía de corazón y con confianza:
“Señor, ¿cómo es que haces esto? ¿Cómo es que entre Tú y yo has querido
poner a un tercero? Y este tercero no quiere prestarse. Mira, podríamos
estar muy contentos Tú y yo solos; cuando me querías para sufrir, yo
inmediatamente aceptaba, porque sabía que Tú mismo me debías liberar,
pero ahora no, se necesita otra mano, te ruego, libérame, pues así estaremos
ambos más contentos.”
A veces fingía no escucharme y no me decía nada, otras veces me
decía:
“No temas, Yo soy quien da las tinieblas y la luz, vendrá el tiempo de
la luz. Es mi costumbre que mis obras las manifiesto por medio de los
sacerdotes.”
Así pasé tres o cuatro años de estas contradicciones por parte de los
sacerdotes, muchas veces me sujetaban a pruebas durísimas, llegaban a
dejarme en ese estado de sufrimientos, esto es, petrificada, incapaz de
cualquier mínimo movimiento, ni siquiera de poder tomar una gota de agua,
hasta dieciocho días cuando así lo querían. Sólo el Señor sabe lo que yo
pasaba en ese estado, y luego cuando venían no tenía ni siquiera el bien de
oír un “ten paciencia, haz la Voluntad de Dios”, sino que era reprendida
como una caprichosa y desobediente. ¡Oh Dios, qué pena! Cuántas
lágrimas he derramado, cuántas veces pensaba que era desobediente y decía
entre mí: “Cómo esa virtud de la obediencia que para el Señor es la más
agradable está tan lejana de mí, ¿qué cosa puede hacer y esperar de bien un
alma desobediente?” Muchas veces me lamentaba con Nuestro Señor y a
veces llegaba hasta resentirme, y cuando Él quería que aceptara los
sufrimientos yo resistía cuanto más podía. Pero el Señor cuando veía que
empezaba a resistir hacía ver que no me ponía atención y no me decía nada
más, pero luego de improviso venía a sorprenderme. Lo que después decía
el confesor es porque no quería que cayera en aquel estado, pero esto no
estaba en mi poder. Es verdad que he sido desobediente y que jamás he sido
buena para nada, pero recuerdo también que la pena más dolorosa para mí
era el no poder obedecer.
En este periodo de tiempo recuerdo que hubo una epidemia de cólera,
y que un día que pedía a mi buen Jesús que hiciera cesar ese flagelo, Él me
dijo:
“Te contentaré con tal que aceptes ofrecerte a sufrir lo que Yo quiera.”
Yo le dije: “Señor, no, no puedo, Tú sabes como la piensan; a menos
que todo pase sólo entre Tú y yo, sólo así estaría dispuesta a aceptar todo.”
Y Él me dijo: “Hija mía, si Yo hubiera pensado en lo que los hombres
pensaban y en lo que querían hacer de Mí, no habría hecho la Redención del
género humano, pero yo tenía mi mirada fija en su salvación, y el amor
grande que me devoraba me hacía hacer que cuando veía personas que
pensaban mal de Mí y que daban ocasión de hacerme sufrir más, Yo ofrecía
esas mismas penas que ellos me daban por su misma salvación. ¿Te has
olvidado que lo que quiero de ti es la imitación de mi Vida, y que quiero que
participes en todo lo que sufrí? ¿No sabes tú que el acto más bello, más
heroico y más agradable a Mí y que debes ofrecerme, es el de ofrecerte por
aquellos mismos que te son contrarios?”
Yo quedé muda, no supe qué responderle, acepté todo lo que el Señor
quería, y así hasta la tarde fui sorprendida por ese estado de sufrimientos en
el que estuve tres días continuos, y después que volví en mí no oí más que
hubiera cólera.
Después de esto me vino otra mortificación y fue la de tener que
cambiar confesor, porque siendo él religioso, fue llamado al convento. Yo
estaba contenta con él, y la mayor parte de las contradicciones dichas arriba
sucedían cuando él estaba en el campo, especialmente el último año que fue
mi confesor, pues por el cólera que había en la ciudad permaneció seis
meses en el campo, por eso no participó tanto en esas contradicciones, él me
hacía estar un día en ese estado de sufrimientos y venía.
Después de volver del campo no pasó ni un mes cuando supo que
debía irse. Esto fue doloroso para mí, no porque estuviera apegada a él, sino
por la necesidad que tenía. Entonces dije al Señor mi pena y Él me dijo:
“No te aflijas por esto, Yo soy el dueño de los corazones y puedo
moverlos como a Mí me parece y me place. Si él te ha hecho el bien, no ha
sido más que un instrumento que recibía de Mí y te lo daba a ti, así haré con
los demás, ¿de qué temes entonces? Amada mía, mientras tú tengas tu
mirada puesta, ahora a la derecha, ahora a la izquierda, y la dejes que se pose
ahora en una cosa, ahora en otra, y no la mantengas fija en Mí, no podrás
caminar libremente el camino del Cielo, sino que irás siempre tropezando y
no podrás seguir el influjo de la Gracia. Por eso quiero que con santa
indiferencia mires todas las cosas que suceden en torno a ti, estando toda
atenta solamente a Mí.”
Después de estas palabras mi corazón adquirió tanta fuerza, que poco
o nada sufrí por la pérdida de ese confesor que tanto bien había hecho a mi
alma. Así fue como cambié confesor y volví al que me confesaba cuando
era pequeña. Sea siempre bendito el Señor que se sirve de esos mismos
caminos, que a nosotros nos parecen contrarios y que casi como que
deberían llevar un daño a nuestra alma, para nuestro mayor bien y para su
gloria. Así sucedió que comencé a abrirle a él mi alma, porque hasta ese
momento no había dicho nada a ninguno, por cuanto me dijeran no lo
lograba, más bien más impotente me veía para decir las cosas de mi interior,
era tanta la vergüenza que sentía al solo pensar en decir estas cosas, que me
era más fácil decir los más feos pecados. ¿De dónde procedía esto? No sé
decirlo; por parte del confesor creo que no, porque él era muy bueno, me
inspiraba confianza, era dulce y paciente para escuchar, tomaba cuidado
detallado de mi alma, tenía la mirada en todo para que se pudiera caminar
derecho. Por parte mía tampoco, porque sentía un obstáculo en mi alma y
tenía toda la voluntad de vencerlo y de saber al menos como pensaba el
confesor, pero me sentía imposibilitada para hacerlo. Yo tengo para mí que
fue una permisión del Señor.
Entonces, encontrándome con el nuevo confesor empecé poco a poco
a abrir mi interior, el Señor muchas veces me ordenaba que manifestara al
confesor lo que Él me decía, y cuando yo no lo hacía, el Señor me reprendía
severamente y a veces llegaba a decirme que si no lo hacía Él no vendría
más; esto es para mí la pena más amarga, ante la cual todas las demás penas
no me parecen más que hilos de paja; por eso, tanto era el temor de que no
volviera más, que hacía cuanto más podía para manifestar mi interior. Es
verdad que a veces me costaba mucho, pero el temor de perder a mi amado
Jesús me hacía superar todo. Por parte del confesor también me veía
empujada a decirle de donde procedía tal estado mío, qué cosa me sucedía
cuando estaba en aquel adormecimiento y cuál era la causa; ahora me
ordenaba manifestarlo, ahora me obligaba con precepto de obediencia y
luego me ponía delante el temor de que pudiese vivir en la ilusión y en el
engaño, viviendo para mí misma, mientras que si lo manifestaba al sacerdote
podría estar más segura y tranquila, y que el Señor no permite jamás que el
sacerdote se engañe cuando el alma es obediente. Así, Jesucristo me
empujaba por una parte y el confesor por la otra; a veces me parecía que se
ponían de acuerdo entre ellos. Así pude llegar a manifestar mi interior. Esto
no lo hacía el confesor anterior, no me hacía ninguna pregunta, no trataba de
saber qué cosas me sucedían en aquel estado de adormecimiento, por lo que
yo misma no sabía como empezar a hablar de estas cosas. El único cuidado
que tomaba era que estuviese resignada, uniformada al Querer de Dios, que
soportara la cruz que el Señor me había dado, tanto que si a veces me veía
un poco fastidiada, experimentaba gran disgusto.
Después sucedió que pasé cerca de otro año con este confesor, en el
mismo estado dicho arriba, pero como sabía de donde provenía ese estado de
sufrimiento, me decía que cuando Jesucristo quisiera que me vinieran los
sufrimientos, fuera a pedirle a él la obediencia para sufrir. Recuerdo que una
mañana después de la comunión, el Señor me dijo:
“Hija, son tantas las iniquidades que se cometen, que la balanza de mi
Justicia está por desbordarse. Has de saber que pesados flagelos haré caer
sobre los hombres, especialmente una feroz guerra en la cual haré masacre
de la carne humana.” “Ah sí”, prosiguió casi llorando, “Yo he dado los
cuerpos a los hombres a fin de que fueran tantos santuarios donde debía ir a
deleitarme, pero los han cambiado en cloacas de inmundicias, y es tanta la
peste que me obligan a estar lejos de ellos. Ve la recompensa que recibo
ante tanto amor y tantas penas que he sufrido por ellos. ¿Quién ha sido
tratado como Yo? Ah, ninguno, ¿pero quién es la causa? Es el tanto amor
que les tengo. Por eso probaré con los castigos.”
Yo me sentía romper el corazón por el dolor, me parecía que eran
tantas las ofensas que le hacían, que para huir quería esconderse en mí como
para encontrar refugio. Sentía también tal pena porque los hombres debían
ser castigados, que me parecía que no ellos, sino yo misma debía sufrir, es
más, me parecía que si yo hubiese podido, me habría sido más soportable
sufrir yo todos aquellos castigos antes que ver sufrir a los demás. Traté de
compadecerlo cuanto más pude y con todo el corazón le dije: “Oh Esposo
santo, evita los flagelos que tu Justicia tiene preparados; si la multiplicidad
de las iniquidades de los hombres es grande, está el mar inmenso de tu
sangre donde puedes sepultarlas, y así tu Justicia quedará satisfecha; si no
tienes donde ir para deleitarte ven en mí, te doy todo mi corazón para que
reposes y te deleites con él, es verdad que también yo soy una sentina de
vicios, pero Tú me puedes purificar y hacerme como Tú me quieres; pero
aplácate, si es necesario el sacrificio de mi vida, ah, de buena gana lo haré
con tal de ver a tus mismas imágenes libradas.” Y el Señor interrumpiendo
mi hablar continuó diciéndome:
“Precisamente esto es lo que quiero, si tú te ofreces a sufrir, no ya
como hasta ahora, de vez en cuando, sino continuamente cada día y por un
corto tiempo, Yo libraré a los hombres; mira como lo haré: Te pondré entre
mi Justicia y las iniquidades de las criaturas, y cuando mi Justicia se vea
llena de las iniquidades, de modo que no pueda contenerlas y se vea
obligada a mandar los flagelos para castigar a las criaturas, encontrándote tú
en medio, en vez de golpearlos a ellos quedarás golpeada tú. Sólo de este
modo podré contentarte en librar a los hombres, de otro modo, no.”
Yo quedé toda confundida y no sabía qué decirle, mi naturaleza hacía
su parte, se espantaba y temblaba, pero veía a mi buen Jesús que esperaba
una respuesta, si aceptaba o no; entonces, viéndome casi obligada a hablar le
dije: “Oh Divinísimo Esposo mío, por parte mía estaría pronta a aceptar,
¿pero cómo se arreglará por parte del confesor? Si no quiere venir de vez en
cuando, ¿cómo será posible que quiera venir todos los días? Libérame de
esta cruz de necesitar al confesor para liberarme, y entonces todo quedará
arreglado entre Tú y yo.” Entonces el Señor me dijo:
“Ve con el confesor y pídele la obediencia, si quiere le dirás todo lo
que te he dicho y harás lo que él diga. Mira, no será solamente para bien de
las criaturas por lo que quiero estos sufrimientos continuos, sino también
para tu bien, en este estado de sufrimientos purificaré muy bien tu alma, de
modo de disponerte a formar conmigo un místico desposorio, y después de
esto haré la última transformación, de modo que los dos seremos como dos
velas que puestas en el fuego, una se transforma en la otra y se forma una
sola, así transformaré a Mí en ti, y tú quedarás crucificada conmigo. Ah,
¿no estarías contenta si pudieras decir: “El Esposo crucificado, pero
también la esposa está crucificada? Ah sí, no hay ninguna cosa que me haga
desemejante de Él.”
Entonces cuando pude hablar con el confesor le dije todo lo que el
Señor me había dicho, y como aquella palabra que el Señor me dijo: “Por
un cierto tiempo”, sin decirme el tiempo preciso que debía estar
continuamente sufriendo, yo la tomé como por cuarenta días, más o menos,
pero ya han pasado cerca de doce años que continúo así, pero siempre sea
bendito Dios y sean adorados siempre sus inescrutables juicios; yo creo que
si el Señor bendito me hubiera hecho entender con claridad el tiempo que
debía estar en cama, mi naturaleza se habría espantado mucho y difícilmente
hubiera aceptado, si bien recuerdo que he estado siempre resignada, pero
entonces no conocía la preciosidad de la cruz como el Señor me la ha hecho
conocer en el transcurso de estos doce años, ni el confesor hubiera accedido
a darme la obediencia. Entonces así le dije al confesor, que por cuarenta
días el Señor quería que me diera la obediencia de estar continuamente
sufriendo y también le dije lo demás. Con gran sorpresa mía, porque yo lo
creía imposible, el confesor me dijo que si era verdaderamente Voluntad de
Dios, él me daba la obediencia, que en realidad no era que él no pudiera
venir sino más bien un poco de respeto humano. Mi alma se alegró mucho
porque podía contentar al Señor y también librar a las criaturas, pero mi
naturaleza se afligió mucho al recibir esta obediencia, tanto que por algunos
días estuve muy afligida; también el alma la sentía pensativa porque debía
estar tanto tiempo sin poder recibir a Jesús en el sacramento, mi único
consuelo. A veces sentía una guerra tan feroz en mí, que yo misma no sabía
qué cosa me había sucedido, muchas cosas las agregaba el demonio, pero mi
buen Jesús puso remedio a todo, y he aquí como sucedió.
Pero antes de continuar, por orden del confesor actual debo manifestar
los varios modos con los cuales el Señor me ha hablado: A mí me parece
que los modos con los que Dios me habla sean cuatro, pero estos cuatro
modos de hablar de Jesús son muy diferentes de las inspiraciones.
1.- El primer modo es cuando el alma sale fuera de sí. Pero antes
quiero explicar lo mejor que pueda este salir fuera de mí misma. Esto
sucede de dos modos: El primero es instantáneo, casi como relámpago y es
tan repentino que me parece que el cuerpo se eleva un poco de la cama para
seguir al alma, pero después queda en la cama y a mí me parece que el
cuerpo queda muerto, y el alma en cambio sigue a Jesús girando por todo el
universo, la tierra, el aire, los mares, los montes, el purgatorio y el Cielo,
donde muchas veces me ha hecho ver el lugar donde yo estaré después de
muerta.
El otro modo de salir el alma es más tranquilo, parece que el cuerpo se
adormece insensiblemente y queda como petrificado ante la presencia de
Jesucristo, pero el alma permanece con el cuerpo y éste no siente nada de las
cosas externas, aunque se trastornara todo el universo, aunque me quemaran
o me redujeran en pedazos.
Estos dos modos tan diferentes de salir fuera de mí misma yo los he
notado sensiblemente, porque en el primer modo, debiendo yo obedecer al
confesor que venía a despertarme, lo he visto desde el lugar a donde me
conducía Jesús, es decir, desde los confines de la tierra, o del aire, o de los
montes, o del mar, o del purgatorio, o aun desde el mismo paraíso, es más,
me parecía que no tenía tiempo de poder volver para que el confesor
encontrara mi alma en el cuerpo y poder obedecer, y como me encontraba
con el alma tan lejos, me ajetreaba toda, me angustiaba y me afligía
pensando que no tendría tiempo de volver al cuerpo para que el confesor me
encontrara y por tanto no tener tiempo de obedecer. Sin embargo debo
confesar que siempre me he encontrado a tiempo, y me parecía que el alma
entrase al cuerpo antes de que el confesor comenzase a darme la obediencia
de despertar. Es más, digo la verdad, muchas veces yo veía de lejos al
confesor que venía, pero para no dejar a Jesús, parecía que no pensara en él
y entonces Jesús mismo me apresura a volver con el alma al cuerpo para
poder obedecer al confesor, y entonces yo sentía una gran repugnancia por
tener que dejar a Jesús, pero la obediencia vencía, y dejando a Jesús, Él
mismo, o me besaba o me abrazaba o hacía otra cosa para despedirse de mí,
y yo dejando a mi amado Jesús le decía: “Voy con el confesor, pero Tú mi
buen Jesús, vuelve pronto, en cuanto el confesor se vaya.”
Estos son los dos modos con los cuales el alma parecía que saliese del
cuerpo, y en estos dos modos de salir el alma, Dios me habla. Este modo de
hablar, Él mismo lo llama hablar intelectual, y trataré de explicarlo: El alma
salida del cuerpo y encontrándose delante a Jesús, no tiene necesidad de
palabras para entender lo que el Señor le quiere decir, ni el alma tiene
necesidad de hablar para hacerse entender, sino que todo es por medio del
intelecto, ¡oh, qué bien nos entendemos cuando nos encontramos juntos! De
una luz que de Jesús me viene a la inteligencia siento imprimir en mí todo lo
que mi Jesús quiere hacerme entender. Este modo es muy alto y sublime,
tanto que la naturaleza difícilmente sabe explicarlo con palabras, apenas
puede decir alguna idea; este modo en que Jesús se hace entender es
rapidísimo, en un simple instante se aprenden muchas más cosas sublimes
que leyendo libros enteros. ¡Oh, qué maestro ingeniosísimo es Jesús, que en
un simple instante enseña muchas cosas, mientras que cualquier otro
necesitaría años enteros, si es que lo logra, porque el maestro terreno no
tiene potencia para poder atraer la voluntad del discípulo, ni de poderle
infundir en la mente, sin esfuerzos ni fatigas lo que le quiere enseñar, pero
con Jesús no es así, tanta es su dulzura, la amabilidad de su trato, la suavidad
de su hablar, y además es tan bello que el alma apenas lo ve se siente tan
atraída, que a veces es tanta la velocidad con la que corre al lado de Jesús,
que casi sin advertirlo se encuentra transformada en el objeto amado, de
modo que el alma no sabe discernir más su ser terreno, tanto queda
identificada con el Ser Divino. ¿Quién puede decir lo que el alma
experimenta en este estado? Se necesitaría a Jesús mismo, o bien a un alma
separada perfectamente del cuerpo, porque el alma encontrándose otra vez
circundada por los muros de este cuerpo y perdiendo esa luz que antes la
tenía abismada, mucho pierde y queda oscurecida, de tal modo que si
quisiera decir algo lo diría burdamente. Para dar una idea digo que me
imagino a un ciego de nacimiento que nunca ha tenido el bien de ver lo que
hay en el universo entero, y que por pocos minutos tuviese el bien de abrir
los ojos a la luz y pudiese ver todo lo que contiene el mundo: el sol, el cielo,
el mar, las tantas ciudades, las tantas máquinas, las variedades de las flores y
las tantas otras cosas que hay en el mundo, y después de aquellos pocos
minutos de luz volviera a la ceguera de antes. ¿Podría él decir claramente
todo lo que ha visto? Solamente podría hacer un esbozo, decir alguna cosa
confusamente. Esto es una semejanza de lo que sucede cuando el alma se
encuentra separada y después en el cuerpo; no sé si digo desatinos; así como
a aquel pobre ciego le quedaría la pena de la pérdida de la vista, así el alma,
vive gimiendo y casi en un estado violento, porque el alma se siente
violentada siempre hacia el sumo Bien, es tanta la atracción que Jesús deja
en el alma de Sí, que el alma quisiera estar siempre abstraída en su Dios,
pero esto no puede ser, y por eso se vive como si se viviese en el purgatorio.
Agrego que el alma no tiene nada de lo suyo en este estado, todo es
operación que hace el Señor.
Ahora trataré de explicar el segundo modo que tiene Jesús para hablar,
y es que el alma encontrándose fuera de sí misma ve la persona de
Jesucristo, como por ejemplo de niño, o crucificado, o en cualquier otro
aspecto, y el alma ve que el Señor con su boca pronuncia las palabras y el
alma con su boca responde, a veces sucede que el alma se pone a conversar
con Jesús como harían dos íntimos esposos. Si bien el hablar de Jesús es
poquísimo, apenas cuatro o cinco palabras y a veces aun una sola, rarísimas
veces se extiende más, pero en ese poquísimo hablar, ¡ah, cuánta luz pone en
el alma! Me parece ver a primera vista un pequeño arroyo, pero viendo
bien, en vez de un arroyo se ve un vastísimo mar; así es una sola palabra
dicha por Jesús, es tanta la inmensidad de la luz que queda en el alma, que
rumiándola muy bien descubre tantas cosas sublimes y provechosas que
queda asombrada.
Yo creo que si se juntaran todos los sabios, quedarían todos
confundidos y mudos ante una sola palabra de Jesús. Ahora, este modo es
más accesible a la naturaleza humana y fácilmente se sabe manifestar,
porque el alma entrando en sí misma se lleva consigo lo que ha oído decir de
la boca de Nuestro Señor y lo comunica al cuerpo; no resulta tan fácil
cuando es por medio del intelecto. Yo considero que Jesús tiene este modo
de hablar para adaptarse a la naturaleza humana, no que tenga necesidad de
la palabra para hacerse entender, sino porque de este modo el alma más
fácilmente comprende y puede manifestarlo al confesor. En suma, Jesús
hace como un maestro doctísimo, sabio, inteligente, que posee en grado
eminentísimo todas las ciencias y que nadie puede igualarlo, pero como se
encuentra entre discípulos que no han aprendido aún las primeras letras del
alfabeto, reteniendo todos los otros conocimientos en sí, enseña a los
discípulos sólo el a, b, c, etc. ¡Oh, cómo es bueno Jesús! Se adapta a los
doctos y les habla de modo altísimo, de modo que para entenderlo deben
estudiar muy bien lo que les dice; se adapta a los ignorantes y se fingetambién Él ignorante, y habla en modo bajo, de manera que nadie puede
quedar en ayunas de las lecciones de este divino Maestro.
El tercer modo con el que Jesús me habla es cuando hablando
participa al alma su misma sustancia. A mí me parece como cuando el
Señor creó el mundo, con una sola palabra fueron creadas las cosas, así,
siendo su palabra creadora, en el acto mismo en que dice la palabra crea en
el alma aquella misma cosa que dice, como por ejemplo, Jesús dice al alma:
“Mira como son bellas las cosas, por cuanto tus ojos puedan recorrer la tierra
o el cielo, jamás encontrarán belleza similar a Mí.” En este hablar de Jesús
el alma siente entrar en ella un algo divino y queda muy atraída hacia esta
belleza, y al mismo tiempo pierde el atractivo de todas las otras cosas, por
cuán bellas y preciosas fueran no le causan ninguna impresión, lo que le
queda fijo y casi transmutado en sí es la belleza de Jesús, en eso piensa, de
esa belleza se siente investida y queda tan enamorada, que si el Señor no
obrara otro milagro se le rompería el corazón, y de puro amor por esta
belleza de Jesús expiraría el alma para volar al Cielo a gozar de esta belleza
de Jesús. Yo misma no sé si digo desatinos.
Para explicar mejor este hablar sustancial de Jesús digo otra cosa,
Jesús dice: “Mira cuán puro soy, también en ti quiero pureza en todo.” En
estas palabras el alma siente entrar en sí una pureza divina, esta pureza se
trasmuta en ella misma y llega a vivir como si no tuviera más cuerpo, y así
de las otras virtudes. ¡Oh, cómo es deseable este hablar de Jesús! Yo daría
todo lo que está sobre la tierra, si fuera la dueña de todo, con tal de tener una
sola de estas palabras de Jesús.
El cuarto modo en que Jesús me habla es cuando me encuentro en mí
misma, esto es en el estado natural, y este hablar es también de dos modos:
El primero es cuando encontrándome en mí misma, recogida, en el interior
del corazón, sin articulación de voz o sonidos al oído del cuerpo, Jesús
internamente habla. El segundo es como hacemos nosotros y esto sucede a
veces estando aun distraída o bien hablando con otras personas. Pero una
sola de estas palabras basta para recogerme si estoy distraída, o para darme
la paz si estoy turbada, para consolarme si estoy afligida.
Ahora continúo narrando desde donde me quedé, y he aquí como puso
remedio: En la mañana fui a comulgar y en cuanto recibí a Jesús, súbito le
dije: “Señor mío, mira en qué tempestad me encuentro, debería agradecerte
porque le has dado luz al confesor para darme la obediencia de sufrir, en
cambio mi naturaleza lo siente tanto, que yo misma quedo confundida al
verme tan mala. Pero todo esto es nada, porque Tú que quieres el sacrificio
me darás también la fuerza. Pero la razón de más peso en mí es tener que
estar tanto tiempo sin poderte recibir en el sacramento, ¿quién podrá resistir
sin Ti? ¿Quién me dará la fuerza? ¿Dónde podré encontrar un consuelo en
mis aflicciones?” Y mientras esto decía sentía tales penas en el corazón por
esta separación de Jesús Sacramentado, que lloraba copiosamente. Entonces
el Señor compadeciendo mi debilidad me dijo:
“No temas, Yo mismo sostendré tu debilidad, tú no sabes qué gracias
te he preparado, por eso temes tanto. ¿No soy Yo omnipotente? ¿No podré
Yo suplir a la privación de que me recibas en el sacramento? Por eso
resígnate, ponte como muerta en mis brazos, ofrécete víctima voluntaria para
repararme las ofensas, por los pecadores y para evitarles a los hombres los
merecidos flagelos, y Yo te doy en prenda mi palabra de no dejar ni siquiera
un solo día sin venirte a visitar. Hasta ahora tú has venido a Mí, de ahora en
adelante vendré Yo a ti. ¿No estás contenta?”
Así me resigné a la santa Voluntad de Dios y fui sorprendida por este
estado de sufrimientos. ¿Quién puede decir las gracias que el Señor empezó
a darme? Es imposible poder decirlo todo detalladamente, podré decir
alguna cosa confusamente, pero por cuanto pueda y para cumplir la santa
obediencia que así lo quiere, me esforzaré en decir por cuanto me sea
posible.
Recuerdo que desde el principio de este estar continuamente en la
cama, mi amante Jesús muy frecuentemente se hacía ver, lo que no había
hecho en el pasado. Desde el principio me dijo que quería que llevara un
nuevo sistema de vida para disponerme a aquel místico desposorio que me
había prometido, me decía:
“Amada de mi corazón, te he puesto en este estado a fin de poder venir
más libremente y conversar contigo. Mira, te he liberado de todas las
ocupaciones externas a fin de que no sólo el alma, sino también el cuerpo
esté a mi disposición, y así tú puedas estar en continuo holocausto ante Mí.
Si no te hubiese puesto en esta cama, debiendo tú desempeñar los deberes de
familia y sujetarte a otros sacrificios, no podría Yo venir tan frecuentemente
y hacerte partícipe de las ofensas conforme las recibo, a lo más debería
esperar a que cumplieras tus deberes, pero ahora no, ahora hemos quedado
libres, no hay ya nadie que nos moleste y que interrumpa nuestra
conversación. De ahora en adelante mis aflicciones serán tuyas, y las tuyas,
mías; mis sufrimientos tuyos, y los tuyos míos; mis consolaciones tuyas, y
las tuyas mías; uniremos todas las cosas juntas y tú tomarás interés de mis
cosas como si fuesen tuyas, y así haré Yo de las tuyas. No habrá más entre
nosotros dos, esto es mío y esto es tuyo, sino que todo será común por
ambas partes.
¿Sabes cómo he hecho contigo? Como un rey cuando quiere hablar
con su esposa reina y esta se encuentra con sus damas en otras ocupaciones.
El rey, ¿qué hace? La toma y la lleva dentro de su habitación, cierra las
puertas para que ninguno pueda entrar a interrumpir su conversación y oír
sus secretos, y así estando solos se comunican recíprocamente sus
aflicciones y sus consuelos. Ahora, si algún imprudente fuera a tocar la
puerta, a gritar tras ella y no los dejara gozar en paz su conversación, ¿el rey
no lo tomaría a mal? Así he hecho Yo contigo, y si alguien te quisiera
distraer de este estado, también me disgustaría.”
Y continuó diciéndome: “Quiero de ti perfecta conformidad a mi
Voluntad, de tal modo de deshacer tu voluntad en la mía; desapego absoluto
de toda cosa, tanto que todo lo que es tierra quiero que sea tenido por ti
como estiércol y podredumbre que da horror al sólo mirarlo, y esto porque
las cosas terrenas, aunque no se tuviera apego a ellas, sólo con tenerlas en
torno y mirarlas ensombrecen las cosas celestiales e impiden realizar ese
místico desposorio que te he prometido. Además quiero que así como Yo
fui pobre, también me imites en la pobreza, debes considerarte en esta cama
como una pobrecita, los pobres se contentan con lo que tienen y me
agradecen primero a Mí y luego a sus benefactores, así tú conténtate con lo
que te es dado, sin pedir ni esto ni aquello, porque podría ser un estorbo en
tu mente y con santa indiferencia, sin pensar si eso te haría bien o mal,
sométete a la voluntad de los demás.”
Esto me costó mucho al principio, especialmente por las obediencias
que me daba el confesor, no sé por qué, pero quería que tomara quinina y
tenía impuesta la obediencia de que cada vez que volviera el estómago, otras
tantas debía volver a tomar alimento. Ahora, la quinina me estimulaba el
apetito y a veces sentía mucha hambre, tomaba el alimento y en cuanto lo
tomaba, y a veces en el momento mismo de tomarlo, por los continuos
conatos de vómito estaba obligada a devolverlo y permanecía con la misma
hambre de antes. La palabra “pobre” que Jesús me había dicho no me
dejaba atreverme a pedir nada, y yo misma tenía vergüenza de pedir,
pensaba entre mí: “¿Qué dirá la familia, ha vuelto el estómago y quiere
comer? Si me dan alguna cosa la tomo, si no, el Señor se ocupará.” Así me
la pasaba contenta de poder ofrecer alguna cosa a mi amado Jesús. Esto no
duró mucho tiempo, sino aproximadamente cuatro meses. Un día el Señor
me dijo:
“Pide al confesor que te dé la obediencia de no tomar quinina y de no
hacerte tomar el alimento tantas veces, Yo le daré luz.”
Después vino el confesor y se lo dije, y él me dijo: “Para no mostrar
singularidades, de ahora en adelante quiero que tomes el alimento una sola
vez al día y suspendió también la quinina.” Así quedé más tranquila y se me
pasó el hambre, pero el vómito no cesó, esa única vez que tomaba el
alimento era obligada a devolverlo; el Señor a veces me decía que pidiera la
obediencia de no comer, pero el confesor no me ha dado jamás esta
obediencia, me decía: “No importa que vomites, es otra mortificación.” Yo
entonces se lo decía al Señor y Él me decía:
“Quiero que hagas la petición, pero con santa indiferencia, quiero que
estés a lo que te dice la obediencia.”
Y así continué haciéndolo. Cuando hubieron pasado cerca de cuarenta
días, que yo consideraba por las palabras que me había dicho el Señor (por
un cierto tiempo) y que yo así había dicho al confesor, los sufrimientos
continuaban sorprendiéndome diariamente y él se veía obligado a venir
todos los días; entonces el confesor empezó a darme la obediencia de no
deber estar más en aquel estado, y agregaba que si caía en los sufrimientos él
no vendría. Por mi parte me sentía dispuesta a obedecer, especialmente mi
naturaleza quería liberarse de aquel estar continuamente en la cama, que por
cuán bello fuera, era siempre cama; aquél tener que sujetarse a todos, aun en
las cosas más repugnantes y necesarias a la naturaleza, y estar obligada a
decirlas a los demás es un verdadero sacrificio. Por eso la naturaleza hizo su
oficio, toda se consoló al sentirse dar esta obediencia, mi alma estaba
dispuesta a obedecer o a permanecer en cama si el Señor así lo quería,
porque había empezado a experimentar cuán bueno había sido el Señor
conmigo y que la verdadera resignación sabe cambiar la naturaleza a las
cosas, y lo amargo lo convierte en dulce.
Cuando me dio la obediencia de no tener que estar más en la cama, yo
comencé a resistir y decía al Señor: “¿Qué quieres de mí? No puedo más,
porque la obediencia no quiere, pero si Tú quieres dale luz al confesor,
entonces yo estoy dispuesta a hacer lo que quieres.” Y pasé toda una noche
discutiendo con el Señor; cuando venía le decía: “Mi amado Jesús, ten
paciencia, no vengas, porque la obediencia no permite que me hagas
participar en tus sufrimientos.” Hasta en la mañana yo vencí, me sentía en
mí misma y libre de sufrimientos, cuando en un instante vino el Señor y me
atrajo de tal manera a Él que no pude resistirle, perdí los sentidos y me
encontré junto con Él, pero tan estrechamente que por cuanta oposición
hacía no pude separarme de Jesús. Estando con Jesús yo me sentía toda
aniquilada y tenía una cierta vergüenza por las tantas oposiciones que le
había hecho durante la noche y le dije: “Esposo santo, perdóname, es el
confesor que así lo quiere.” Y Él me dijo:
“No temas, cuando es la obediencia Yo no me ofendo.” Y continuó:
“Ven, ven a Mí, hoy es año nuevo, quiero darte tu regalo.”
(Justo aquella mañana era el primer día del año). Entonces acercó sus
purísimos labios a los míos y vertió una leche dulcísima, me besó y tomó un
anillo de dentro de su costado y me dijo:
“Hoy quiero hacerte ver el anillo que te he preparado para cuando te
despose.” Después me dijo: “Dile al confesor que es Voluntad mía que
continúes estando en la cama, y como señal de que soy Yo dile que hay
guerra entre Italia y África, y que si él te da la obediencia de hacerte
continuar sufriendo, no dejaré hacer nada a ambas partes, se pondrán en
paz.”
En el mismo instante de decir estas palabras me sentí circundada por
sufrimientos como por un vestido, y por mí misma no pude liberarme.
Pensaba entre mí: “¿Qué dirá el confesor?” Pero no estaba más en mi
poder. Aquella leche que Jesús vertió en mí me producía tal amor hacia Él
que me sentía languidecer, y sentía tanta saciedad y dulzura, que después de
que vino el confesor y me hizo volver de aquel estado, y la familia me llevó
alimento, me sentía tan satisfecha que el alimento no bajaba, pero para
cumplir la obediencia que así quería tomé un poco, pero pronto fui obligada
a devolverlo, mezclado con aquella leche dulce que me había dado Jesús. yÉl como bromeando me dijo:
“¿No te bastó lo que te he dado? ¿No estás contenta aún?” Yo me
ruborice toda, pero súbito le dije: “¿Qué quieres de mí? Es la obediencia.”
Cuando vino el confesor se empezó a intranquilizar y a decirme que era
desobediente, o bien me decía: “Es una enfermedad. Si fuera cosa de Dios
te habría hecho obedecer, por eso en vez de llamar al confesor debes llamar
a los médicos.” Cuando él terminó de hablar yo le dije todo lo que me había
dicho el Señor, como he dicho arriba, y él me dijo que era verdad que había
guerra entre África e Italia, y dijo: Veremos si no pasa nada.” Y así quedó
persuadido de hacerme continuar sufriendo.
Después de cerca de cuatro meses, un día vino el confesor y me dijo
que habían llegado noticias de que la guerra que había entre África e Italia,
sin hacerse ningún daño entre ellas, había terminado, firmando la paz.
Entonces mi dulce Jesús no hacía otra cosa que disponerme a aquel
místico desposorio que me había prometido, se hacía ver estando yo en ese
estado, a veces tres o cuatro veces al día, según le placía; y a veces era un
continuo ir y venir, me parecía un enamorado que no sabe estar sin su
esposa, así hacía Jesús conmigo, y a veces llegaba a decírmelo:
“Mira, te amo tanto que no sé estar si no vengo, me siento casi
inquieto pensando que tú estás sufriendo por Mí y que estás sola, por eso he
venido para ver si tienes necesidad de alguna cosa.”
Y mientras así decía, Él mismo me levantaba la cabeza, ponía su brazo
detrás de mi cuello y me abrazaba, y mientras así me tenía me besaba, y si
era tiempo de verano y hacía calor, de su boca mandaba un aliento
refrescante, o bien tomaba alguna cosa en su mano y me abanicaba y
después me preguntaba:
“¿Cómo te sientes? ¿No te sientes mejor?”
Yo le decía: “En cualquier modo que se está contigo se está siempre
bien.” Otras veces venía y si me veía muy débil por el continuo estar en
aquellos sufrimientos, especialmente si el confesor venía en la noche, mi
amante Jesús venía, y viéndome en aquel estado de extrema debilidad, tanto
que a veces me sentía morir, se acercaba a mí y de su boca vertía en la mía
aquella leche, o bien me hacía ponerme a su costado y yo chupaba torrentes
de dulzuras, de delicias y de fortaleza, y Él me decía:
“Quiero ser propiamente Yo tu todo, y también tu alimento del alma y
del cuerpo.”
¿Quién puede decir lo que yo experimentaba, tanto en el alma como en
el cuerpo por estas gracias que Jesús me hacía? Si yo lo quisiera decir me
extendería demasiado. Recuerdo que a veces cuando no venía pronto, melamentaba con Él diciéndole: “Ah, Esposo santo, como me has hecho
esperar, tanto que no podía resistir más, me sentía morir sin Ti.” Y mientras
así decía era tanta la pena que sentía, que lloraba y Él toda me compadecía,
me enjugaba las lágrimas, me besaba, me abrazaba y decía:
“No quiero que llores. Mira, ahora estoy contigo, dime qué quieres.”
Yo le decía: “No quiero otra cosa que a Ti, y sólo dejaré de llorar
cuando me prometas que no me harás esperar tanto.”
Y Él me decía: “Sí, sí, te contentaré.”
Un día, mientras estábamos en esto y era tanta la pena que yo sentía
que no podía dejar de llorar, mi buen Jesús me dijo:
“Quiero contentarte en todo. Me siento tan atraído hacia ti que no
puedo hacer menos que hacer lo que tú quieres. Si hasta ahora te he quitado
la vida exterior y me he manifestado a ti, ahora quiero atraer tu alma hacia
Mí a fin de que dondequiera que Yo vaya puedas venir junto conmigo, así
podrás gozarme más y estrecharte más íntimamente a Mí, lo que no has
hecho en el pasado.”
Una mañana, no recuerdo muy bien, creo que habían pasado cerca de
tres meses desde que empecé a estar continuamente en la cama, mientras
estaba en mi acostumbrado estado vino mi dulce Jesús con un aspecto todo
amable, como un joven como de dieciocho años, ¡oh cómo era bello! Con
su cabellera dorada y toda rizada, parecía que encadenaba los pensamientos,
los afectos, el corazón. Su frente serena y amplia, donde se miraba como
dentro de un cristal el interior de su mente y se descubría su infinita
sabiduría, su paz imperturbable. ¡Oh cómo me sentía tranquilizar mi mente,
mi corazón, es más, mis mismas pasiones ante Jesús caían por tierra y no se
atrevían a darme la mínima molestia. Yo creo, no sé si me equivoco, que no
se puede ver a este Jesús tan bello si no se está en la calma más profunda,
tanto que el mínimo asomo de intranquilidad impide tener una vista tan
bella. ¡Ah sí! al solo ver la serenidad de su frente adorable, es tanta la
infusión de paz que se recibe en el interior, que creo que no hay desastre,
guerra más feroz que ante Jesús no se calme. Oh mi todo y bello Jesús, si
por pocos momentos que te manifiestas en esta vida comunicas tanta paz, de
modo que se pueden sufrir los más dolorosos martirios, las penas más
humillantes con la más perfecta tranquilidad, me parece una mezcla de paz y
de dolor, ¿qué será en el Paraíso? Oh, cómo son bellos sus ojos purísimos,
centellantes de luz; no es como la luz del sol que queriendo mirarla daña
nuestra vista, no, en Jesús mientras es luz, se puede muy bien fijar la mirada,
y con sólo mirar el interior de su pupila, de un color celeste oscuro, oh,
cuántas cosas me decía. Es tanta la belleza de sus ojos que una sola mirada
suya basta para hacerme salir fuera de mí misma y hacerme correr tras Él
por caminos y por montes, por la tierra y por el cielo, basta una sola mirada
para transformarme en Él y sentir descender en mí algo de divino. ¿Quién
puede decir además la belleza de su rostro adorable? Su piel blanca,
parecida a la nieve teñida de un color de rosas de las más bellas; en sus
mejillas sonrosadas se descubre la grandeza de su persona, con un aspecto
majestuosísimo y todo divino, que infunde temor y reverencia y al mismo
tiempo da tanta confianza, que en cuanto a mí, jamás he encontrado persona
alguna que me dé al menos una sombra de la confianza que da mi amado
Jesús, ni en mis papás, ni en los confesores, ni en mis hermanas. Ah sí, ese
rostro santo, mientras es tan majestuoso, al mismo tiempo es tan amable, y
esa amabilidad atrae tanto que el alma no tiene la mínima duda de ser
acogida por Jesús, por cuán fea y pecadora se vea. Bella es también su nariz
afilada, proporcionada a su sacratísimo rostro. Graciosa es su boca,
pequeña, pero extremadamente bella, sus labios finísimos de un color
escarlata, mientras habla contiene tanta gracia que es imposible poderlo
describir. Es dulce la voz de mi Jesús, es suave, es armoniosa, mientras
habla sale de su boca un perfume tal que parece que no se encuentra sobre la
tierra, es penetrante, en modo que penetra todo, se siente descender por el
oído al corazón, y oh, cuántos afectos produce, ¿pero quién puede decirlo
todo? Además es tan agradable que creo que no se pueden encontrar otros
placeres como los que se pueden encontrar en una sola palabra de Jesús. La
voz de mi Jesús es potentísima, es obrante, y en el mismo acto que habla
obra lo que dice. Ah sí, es bella su boca, pero muestra más su hermosa
gracia en el acto de hablar, entonces se ven sus dientes tan nítidos y bien
alineados, y exhala su aliento de amor que incendia, saetea, consuma el
corazón. Bellas son sus manos, suaves, blancas, delicadísimas, con sus
dedos proporcionados y que mueve con una maestría tal, que es un encanto.
¡Oh, cómo eres bello, todo bello, oh mi dulce Jesús! Lo que he dicho de tu
belleza es nada, es más, me parece que he dicho muchos desatinos, ¿pero
qué quieres de mí? Perdóname, es la obediencia que así lo quiere, por mí no
me hubiera atrevido a decir ni una palabra, conociendo mi incapacidad.
Ahora, mientras veía a Jesús con el aspecto ya descrito, de su boca me
envió un aliento que me investía toda el alma, y me parecía que me atraía
con ese aliento tras Él y comencé a sentir que el alma salía del cuerpo, me la
sentía realmente salir de todas partes, de la cabeza, de las manos y hasta de
los pies. Siendo ésta la primera vez que me sucedía, dentro de mí comencé a
decir: “Ahora muero, el Señor ha venido a llevarme.” Cuando me vi fuera
del cuerpo, el alma tenía la misma sensación del cuerpo, con esta diferencia,
que el cuerpo contiene carne, nervios y huesos, el alma no, es un cuerpo de
luz; entonces sentí un temor, pero Jesús continuaba enviándome ese aliento
y me dijo:
“Si tanto te da pena el estar privada de Mí, ahora ven junto conmigo
porque quiero consolarte.”
Y Jesús tomó su vuelo y yo tomé el mío junto a Él, giramos por toda la
bóveda del cielo, ¡oh! Cómo era bello pasear junto con Jesús, ahora apoyaba
la cabeza sobre su hombro y con un brazo detrás de su espalda y con la otra
mano en su mano, ahora se apoyaba Jesús en mí. Cuando llegábamos a
ciertos lugares donde la iniquidad más abundaba, ¡oh, cuánto sufría mi buen
Jesús! Yo veía con más claridad los sufrimientos de su corazón adorable, lo
veía casi desfallecer y le decía: “Apóyate en mí y hazme partícipe de tus
penas, pues no resiste mi alma el verte sufrir solo.” Y Jesús me decía:
“Amada mía, ayúdame que no puedo más.”
Y mientras así decía acercaba sus labios a los míos y vertía una
amargura tal, que sentía penas mortales cuando entraba en mí ese licor tan
amarguísimo; sentía entrar como tantos cuchillos, puntas, saetas que me
traspasaban de lado a lado, en suma, en todos mis miembros se formaba un
dolor atroz y volviendo el alma al cuerpo le participaba estos sufrimientos al
cuerpo; ¿quién puede decir las penas? Sólo Jesús mismo que era testigo,
porque los demás no podían mitigar mis penas estando en aquel estado de
pérdida de los sentidos, y se esperaba cuando estaba presente el confesor,
porque también con la obediencia se mitigaban. Sólo Jesús me podía ayudar
cuando veía que mi naturaleza no podía más y que llegaba propiamente a los
extremos y no me quedaba más que dar el último respiro. ¡Oh, cuántas
veces la muerte se ha burlado de mí, pero vendrá un día en que yo me
burlaré de ella! Entonces venía Jesús, me tomaba entre sus brazos, me
acercaba a su corazón y oh, como me sentía regresar la vida; después, de sus
labios vertía un licor dulcísimo y así se mitigaban las penas. Otras veces
mientras me llevaba junto con Él girando, si eran pecados de blasfemias,
contra la caridad y otros, vertía ese amargo venenoso; si eran pecados de
deshonestidad, vertía una cosa de podredumbre apestosa, y cuando volvía en
mí misma sentía tan bien aquella peste, y era tanto el hedor que me revolvía
el estómago y me sentía desfallecer, y a veces tomando el alimento, cuando
lo devolvía, sentía que salía de mi boca aquella podredumbre mezclada con
el alimento. Alguna vez me llevaba a las iglesias y también ahí mi buen
Jesús era ofendido, oh, como llegaban mal a su corazón aquellas obras,
santas, sí, pero descuidadamente hechas, aquellas oraciones vacías de
espíritu interior, aquella piedad fingida, aparente, parecía que más bien
insultaban a Jesús en vez de darle honor. ¡Ah! sí, aquel corazón santo, puro,
recto, no podía recibir esas obras tan mal hechas. ¡Oh! cuántas veces se
lamentaba diciendo:
“Hija, también la gente que se dice devota, mira cuántas ofensas me
hacen, aun en los lugares más santos, al recibir los mismos sacramentos, en
vez de salir purificados salen más enfangados.”
¡Ah! sí, cuánta pena daba a Jesús ver gente que comulgaba
sacrílegamente, sacerdotes que celebraban el santo sacrificio de la misa en
pecado mortal, por costumbre, y algunos, da horror decirlo, por fines de
interés. ¡Oh! cuántas veces mi Jesús me ha hecho ver estas escenas tan
dolorosas, cuántas veces mientras el sacerdote celebraba el sacrosanto
misterio, Jesús es obligado a bajar, porque era llamado por la potestad
sacerdotal, a las manos del sacerdote, se veían aquellas manos que goteaban
podredumbre, sangre, o bien estaban sucias de fango. ¡Oh! como daba
compasión el estado de Jesús, tan santo, tan puro, en aquellas manos que
daban horror el sólo mirarlas; parecía que Jesús quería huir de aquellas
manos, pero era obligado a permanecer hasta que se consumían las especies
del pan y del vino. A veces, mientras permanecía ahí con el sacerdote, al
mismo tiempo se venía apresuradamente a mí y se lamentaba, y antes de que
yo se lo dijera Él mismo me decía:
“Hija, déjame derramar en ti, porque no puedo más; ten compasión de
mi estado que es demasiado doloroso, ten paciencia, suframos juntos.”
Y mientras esto decía derramaba de su boca en la mía, ¿pero quién
puede decir lo que derramaba? Parecía un veneno amargo, una
podredumbre hedionda mezclada con un alimento tan duro, repugnante y
nauseante, que a veces no podía yo tragar, ¿quién puede decir los
sufrimientos que me producía este derramar de Jesús? Si Él mismo no me
hubiese sostenido, ciertamente habría muerto víctima de ello, sin embargo
sólo derramaba en mí la mínima parte, ¿qué será de Jesús que contiene tanto
y tanto? ¡Oh, como es feo el pecado! ¡Ah! Señor, hazlo conocer a todos, a
fin de que todos huyan de este monstruo tan horrible. Pero mientras veía
estas escenas tan dolorosas, otras veces me hacía ver también escenas tan
consoladoras y bellas que raptaban, y éstas eran ver a buenos y santos
sacerdotes que celebraban los sacrosantos misterios. ¡Oh Dios, como es
alto, grande, sublime su ministerio! Como era bello ver al sacerdote que
celebraba la misa y a Jesús transformado en él, parecía que no el sacerdote,
sino que Jesús mismo celebraba el divino sacrificio, y a veces hacía
desaparecer del todo al sacerdote y Jesús solo celebraba la misa y yo la
escuchaba. ¡Oh, como era conmovedor ver a Jesús recitar aquellas
oraciones, hacer todas aquellas ceremonias y movimientos que hace el
sacerdote! ¿Quién puede decir cuán consolador me resultaba ver estas misas
junto con Jesús? ¡Cuántas gracias recibía, cuántas luces, cuántas cosas
comprendía! Pero como son cosas pasadas y no las recuerdo claramente, por
eso las paso en silencio.
Pero mientras esto decía, Jesús se ha movido en mi interior, me ha
llamado y no quiere que deje esto en silencio. ¡Ah, Señor, cuánta paciencia
se necesita contigo! Pues bien, te contentaré. ¡Oh! dulce amor, diré alguna
pequeña cosa, pero dame tu Gracia para poder manifestarlo, porque por mí
no me atrevería a poner ni una palabra sobre misterios tan profundos y
sublimes.
Ahora, mientras veía a Jesús o al sacerdote que celebraba el divino
sacrificio, Jesús me hacía entender que en la misa está todo el fundamento
de nuestra sacrosanta religión. ¡Ah! sí, la misa nos dice todo y nos habla de
todo. La misa nos recuerda nuestra Redención, nos habla detalladamente de
las penas que Jesús sufrió por nosotros, nos manifiesta también su Amor
inmenso que no estuvo contento con morir sobre la cruz, sino que quiso
continuar el estado de víctima en la santísima Eucaristía. La misa nos dice
también que nuestros cuerpos deshechos, reducidos a cenizas por la muerte
resurgirán en el día del juicio junto con Cristo a vida inmortal y gloriosa.
Jesús me hacía comprender que la cosa más consoladora para un cristiano y
los misterios más altos y sublimes de nuestra santa religión son: Jesús en el
sacramento y la resurrección de nuestros cuerpos a la gloria. Son misterios
profundos que los comprenderemos sólo más allá de las estrellas. Pero Jesús
en el sacramento nos lo hace casi tocar con la mano en varios modos: En
primer lugar su Resurrección, en segundo su estado de aniquilamiento bajo
de aquellas especies, pero también es cierto que está en ellas vivo y
verdadero, pero consumidas esas especies su real presencia no existe más;
después, consagradas las especies de nuevo, Jesús adquiere nuevamente su
estado Sacramental. Así, Jesús en el sacramento nos recuerda la
resurrección de nuestros cuerpos a la gloria, y así como Jesús, cesando su
estado Sacramentado reside en el seno de Dios, su Padre, así nosotros,
cesando nuestra vida, nuestras almas van a hacer su morada en el Cielo, en
el seno de Dios, y nuestros cuerpos quedan consumidos, así que se puede
decir que no existen más, pero después con un prodigio de la omnipotencia
de Dios, nuestros cuerpos adquirirán nueva vida y uniéndose con el alma
irán juntos a gozar la bienaventuranza eterna. ¿Se puede dar cosa más
consoladora para el corazón humano, que no sólo el alma sino también el
cuerpo debe complacerse en los eternos contentos? A mí me parece que en
aquel gran día sucederá como cuando el cielo está estrellado y sale el sol,
¿qué sucede? El sol con su inmensa luz absorbe las estrellas y las hace
desaparecer, pero las estrellas existen. El sol es Dios y todas las almas
bienaventuradas son estrellas, Dios con su inmensa luz nos absorberá a todos
en Sí, de modo que existiremos en Dios y nadaremos en el mar inmenso de
Dios. ¡Oh, cuántas cosas nos dice Jesús en el sacramento! ¿Pero quién
puede decirlas todas? Ciertamente me extendería demasiado; si el Señor lo
permite reservaré para otra ocasión decir alguna otra cosa.
Ahora, en estas salidas del cuerpo que el Señor me hacía hacer, a
veces me renovaba la promesa del desposorio ya dicho. ¿Quién puede decir
los encendidos deseos que el Señor infundía en mí de que se efectuara este
místico desposorio? Muchas veces le rogaba diciéndole: “Esposo
dulcísimo, hazlo pronto, no retrases más mi íntima unión contigo, ah,
estrechémonos con vínculos más fuertes de amor, de modo que nadie nos
pueda separar ni por pocos instantes.” Y Jesús ahora me corregía de una
cosa, ahora de otra. Recuerdo que un día me dijo:
“Todo lo que es terreno, todo, todo debes quitar, no sólo de tu corazón
sino también de tu cuerpo; tú no puedes entender cuan dañino es y qué
impedimentos son a mi Amor aun las mínimas sombras terrenas.”
Yo en seguida le dije: “Si tengo alguna otra cosa que quitar, dímelo,
porque estoy dispuesta a hacerlo.” Pero mientras esto decía, yo misma
advertí que tenía un anillo de oro en el dedo que representaba la imagen del
crucificado, e inmediatamente le dije: “Esposo santo, ¿quieres que me lo
quite?” Y Él me dijo:
“Debiéndote dar Yo un anillo más precioso, más bello, y en el que a lo
vivo estará impresa mi imagen, tanto que cada vez que lo veas nuevas
flechas de amor recibirá tu corazón, por eso este anillo no es necesario.”
Y yo prontamente me lo quité. Finalmente llegó el suspirado día,
después de no poco sufrir. Recuerdo que faltaba poco para cumplir el año de
estar continuamente en la cama, era día de la Pureza de María Santísima. La
noche precedente de ese día mi amante Jesús se hizo ver en actitud festiva,
se acercó a mí y tomó mi corazón entre sus manos, lo miró y miró, lo
desempolvó y después me lo restituyó de nuevo. Después tomó una
vestidura de inmensa belleza, me parecía que el fondo era como de oro
veteado de varios colores y me vistió con ella, después tomó dos gemas
como si fueran aretes y los puso en mis orejas, luego me adornó el cuello y
los brazos y me ciñó la frente con una corona de inmenso valor, adornada de
piedras y gemas preciosas, toda resplandeciente de luz, y me parecía que
esas luces eran tantas voces que resonaban entre ellas y a claras notas
hablaban de la belleza, potencia, fuerza y de todas las otras virtudes de mi
esposo Jesús. ¿Quién puede decir lo que comprendí y en qué mar de
consuelo nadaba mi alma? Es imposible poderlo decir. Ahora, mientras
Jesús me ciñó la frente me dijo:
“Esposa dulcísima, esta corona te la pongo a fin de que nada falte para
hacerte digna de ser mi esposa, pero después de que se realice nuestro
desposorio me la llevaré al Cielo para reservártela para el momento de la
muerte.”
Finalmente tomó un velo y con él me cubrió toda, desde la cabeza
hasta los pies y así me dejó. ¡Ah! me parecía que en ese velo hubiera un
gran significado, porque los demonios al verme cubierta con él quedaban tan
espantados y sentían tal miedo de mí, que huían aterrados. Los mismos
ángeles estaban a mi alrededor con tal veneración que yo misma quedaba
confundida y toda llena de vergüenza. La mañana de ese día, Jesús se hizo
ver de nuevo todo afable, dulce y majestuoso, junto con su Madre Santísima
y santa Catalina. Primero los ángeles cantaron un himno, santa Catalina me
asistía, la Mamá me tomó la mano y Jesús puso en mi dedo el anillo, después
nos abrazamos y me besó, y así hizo también la Mamá. Después tuvimos un
coloquio todo de amor, Jesús me hablaba del gran amor que me tenía, y yo le
decía a Él también del amor con el que lo quería. La Santísima Virgen me
hizo comprender la gran gracia que había recibido y la correspondencia que
debía dar al Amor de Jesús.
Mi esposo Jesús me dio nuevas reglas para vivir más perfectamente,
pero como ha pasado mucho tiempo no las recuerdo muy bien, por eso no las
digo, y así terminó aquel día.
¿Quién puede decir las finezas de amor que Jesús hacía a mi alma?
Eran tales y tantas que es imposible describirlas, pero lo poco que recuerdo
trataré de decirlo. A veces transportándome con Él me llevaba al paraíso, y
ahí escuchaba los cánticos de los bienaventurados, veía a la Divinidad, a los
diversos coros de los ángeles, las órdenes de los santos, todos inmersos,
absorbidos e identificados en la Divinidad de Dios. Me parecía que en torno
al trono había muchas luces, como si fueran más que soles resplandecientes
y a claras notas estas luces denotaban todas las virtudes y los atributos de
Dios. Los bienaventurados reflejándose en una de estas luces quedaban
raptados, pero no llegaban a penetrar toda la inmensidad de aquella luz, de
modo que pasaban a una segunda luz sin comprender a fondo la primera.
Así que los bienaventurados en el Cielo no pueden comprender
perfectamente a Dios, porque es tanta la inmensidad, la grandeza, la
Santidad de Dios, que mente creada no puede comprender a un Ser increado.
Ahora, los bienaventurados reflejándose en estas luces, me parecía que
venían a participar en las virtudes de estas luces, así que el alma en el Cielo
se asemeja a Dios, con esta diferencia: Que Dios es aquel Sol grandísimo, y
el alma es un pequeño sol. ¿Pero quién puede decir todo lo que en esa beata
morada se comprende? Mientras el alma se encuentra en esta cárcel del
cuerpo es imposible, mientras en la mente se escucha algo, los labios no
encuentran palabras para poderse explicar; me parece como un niño que
empieza a balbucear, que quisiera decir tantas y tantas cosas, pero al fin
resulta que no sabe decir ni una palabra clara, por eso pongo punto sin ir más
allá. Sólo diré que a veces mientras me encontraba en aquella
bienaventurada patria, paseaba junto con Jesús en medio de los coros de los
ángeles y de los santos, y como yo era nueva esposa todos los
bienaventurados se unían con nosotros para participar en las alegrías de
nuestro desposorio, me parecía que olvidaban sus contentos para ocuparse de
los nuestros, y Jesús me mostraba a los santos diciéndoles:
“Vean, esta alma es un triunfo de mi Amor, mi Amor todo ha superado
en ella.”
Otras veces me hacía ponerme en el lugar que me tocaba y me decía:
“Este es tu lugar, nadie te lo puede quitar.” Y a veces yo llegaba a creer que
no debía volver más a la tierra, pero en un simple instante me encontraba
encerrada en el muro de este cuerpo. ¿Quién puede decir cuán amargo me
resultaba este regresar? A mí me parecía, por las cosas del Cielo, que las de
esta tierra todo era podredumbre, insípido, fastidioso; las cosas que tanto
deleitan a los demás, para mí resultaban amargas, las personas más amadas,
más respetables, que los demás quién sabe qué hubieran hecho para
entretenerse con ellas, a mí me resultaban indiferentes y hasta fastidiosas,
sólo viéndolas como imágenes de Dios me parecía que podía soportarlas,
pero mi alma había perdido toda satisfacción, ninguna cosa le daba la menor
sombra de contento, y era tanta la pena que sentía que no hacía más que
llorar y lamentarme con mi amado Jesús. ¡Ah! mi corazón vivía inquieto,
entre continuas ansias y deseos, me lo sentía más en el Cielo que en la tierra;
sentía en mi interior una cosa que me roía continuamente, tanto, que me
resultaba amargo y doloroso tener que continuar viviendo. Pero la
obediencia puso un freno a estas penas mías, mandándome absolutamente
que no deseara morir y que sólo debía morir cuando el confesor me diera la
obediencia. Entonces para cumplir esta santa obediencia hacía cuanto más
podía para no pensar en eso, porque mi interior era una continua jaculatoria
de deseos de quererme ir. Así, en gran parte mi corazón se tranquilizó, pero
no del todo. Confieso la verdad, mucho falté en esto, ¿pero qué podía hacer?
No sabía frenarme, para mí era un verdadero martirio. Mi benigno Jesús me
decía:
“Cálmate, ¿cuál es la cosa que tanto te hace desear el Cielo?”
Y yo le decía: “Porque quiero estar siempre unida contigo, mi alma
no resiste más estar separada de Ti, no sólo por un día, ni siquiera por un
momento, por eso a cualquier costo quiero irme.”
“Pues bien.” Me decía. “Si es por Mí te quiero contentar, vendré a
estarme contigo.”
Yo le decía: “Pero luego me dejas y yo te pierdo de vista, en cambio
en el Cielo no es así, allá jamás te perderé de vista.”
A veces también Jesús quería bromear, y he aquí como: Mientras
estaba con estas ansias, venía todo de prisa y me decía: “¿Quieres venir?”
Y yo le decía: “¿A dónde?” Y Él: “Al Cielo.” Y yo: “¿Me lo dices de
verdad?” Y Él: “Apresúrate, ven, no tardes.” Y yo: “Está bien, vayamos,
pero temo que quieres bromear conmigo.” Y Jesús: “No, no, de verdad
quiero llevarte conmigo.” Y mientras así decía sentía salir mi alma del
cuerpo y junto con Jesús tomaba el vuelo al Cielo. ¡Oh, cómo me sentía
contenta entonces, creyendo que debía dejar la tierra; la vida me parecía un
sueño, el sufrir poquísimo! Mientras llegábamos a un punto alto del Cielo
oía el canto de los bienaventurados, yo apresuraba a Jesús a que me
introdujera en esa bienaventurada morada, pero Jesús lo tomaba con calma.
En mi interior comenzaba a sospechar que no era cierto y decía: “¿Quién
sabe si no es una broma que me ha hecho?” De vez en cuando le decía:
“Jesús mío, amado, hazlo pronto.” Y Él me decía: “Espera otro poco,
descendamos otra vez a la tierra, mira, ahí está por perderse un pecador,
vayamos, tal vez se convierta. Pidamos juntos al Eterno Padre que tenga
misericordia de él. ¿No quieres tú que se salve? ¿No estás dispuesta a sufrir
cualquier pena por la salvación de una sola alma?” Y yo: “Sí, cualquier
cosa que Tú quieras que sufra, estoy dispuesta con tal de que la salves.” Así
íbamos a ese pecador, tratábamos de convencerlo, poníamos ante su mente
las más poderosas razones para rendirlo, pero en vano. Entonces Jesús todo
afligido me decía: “Esposa mía, vuelve otra vez a tu cuerpo, toma sobre ti
las penas que le son merecidas, así la divina Justicia, aplacada, podrá usar
con él misericordia. Tú has visto, las palabras no lo han sacudido, ni
siquiera las razones, no queda otra cosa que las penas, que son los medios
más poderosos para satisfacer a la Justicia y para rendir al pecador.” Así me
llevaba de nuevo al cuerpo. ¿Quién puede decir los sufrimientos que me
venían? Lo sabe sólo el Señor que de ellos era testigo. Después de algunos
días me hacía ver aquella alma convertida y salvada, oh, como estaba
contento Jesús y yo también.
¿Quién puede decir cuántas veces Jesús ha hecho estos juegos?
Cuando se llegaba al punto de entrar al Cielo, y a veces aun después de
haber entrado, ahora decía que no tenía la obediencia del confesor y por eso
era conveniente volver a la tierra, y yo le decía: “Mientras he estado con el
confesor estaba obligada a obedecerlo, pero ahora que estoy contigo debo
obedecerte a Ti, porque Tú eres el primero de todos. Y Jesús me decía:
“No, no, quiero que obedezcas al confesor.” Entonces, para no alargarme
demasiado, ahora por un pretexto, ahora por otro, me hacía regresar a la
tierra.
Muy dolorosos me resultaban estos juegos, basta decir que me hice tan
impertinente, que el Señor para castigar mis impertinencias no permitía tan
frecuentemente estas bromas.
En este estado que he mencionado pasé cerca de tres años, y
continuaba estando en la cama. Cuando una mañana Jesús me hizo entender
que quería renovar el desposorio, pero no ya en la tierra como la primera vez
sino en el Cielo, ante la presencia de toda la corte celestial, así que estuviese
preparada para una gracia tan grande. Yo hice cuanto más pude para
disponerme, pero qué, siendo yo tan miserable e insuficiente para hacer
ninguna sombra de bien, se necesitaba la mano del Artífice divino para
disponerme, porque por mí jamás habría logrado purificar mi alma.
Una mañana, era la víspera de la natividad de María Santísima, misiempre benigno Jesús vino Él mismo a disponerme. No hacía más que ir y
venir continuamente, ahora me hablaba de la Fe y me dejaba, yo me sentía
infundir en el alma una vida de Fe; mi alma, tosca como la sentía antes,
ahora, después del hablar de Jesús me la sentía ligerísima, en modo de
penetrar en Dios, y ahora miraba la Potencia, ahora la Santidad, ahora la
Bondad y demás, y mi alma quedaba estupefacta, en un mar de asombro y
decía: “Potente Dios, ¿qué potencia ante Ti no queda deshecha? Santidad
inmensa de Dios, ¿qué otra santidad, por cuán sublime sea, osará
comparecer ante tu presencia?” Después me sentía descender en mí misma
y veía mi nada, la nulidad de las cosas terrenas, como todo es nada delante
de Dios. Yo me veía como un pequeño gusano todo lleno de polvo que me
arrastraba para dar algún paso, y que para destruirme no se necesitaba sino
que alguien me pusiera el pie encima y con eso quedaba deshecha.
Entonces, viéndome tan fea casi no me atrevía a ir ante Dios, pero ante mi
mente se presentaba su bondad y me sentía atraída como por un imán para ir
hacia Él y decía entre mí: “Si es santo, también es misericordioso; si es
potente, contiene también en Sí plena y suma bondad.” Me parecía que la
bondad lo circundaba por fuera y lo inundaba por dentro. Cuando miraba la
bondad de Dios me parecía que sobrepasaba a todos los demás atributos,
pero después mirando los demás, los veía todos iguales en sí mismos,
inmensos, inconmensurables e incomprensibles a la naturaleza humana.
Mientras mi alma estaba en este estado, Jesús regresaba y hablaba de la
Esperanza.
Recuerdo algo confusamente, porque después de tanto tiempo es
imposible recordar claramente, pero para cumplir la obediencia que así
quiere, diré por cuanto pueda.
Entonces decía Jesús, regresando a la Fe: “Para obtenerla se necesita
creer. Así como a la cabeza sin la vista de los ojos todo es tinieblas, todo es
confusión, tanto que si quisiera caminar, ahora caería en un punto, ahora en
otro y terminaría con precipitarse del todo, así el alma sin Fe no hace otra
cosa que ir de precipicio en precipicio, porque la Fe sirve de vista al alma y
como luz que la guía a la vida eterna. Ahora, ¿de qué es alimentada esta luz
de la Fe? Por la Esperanza. ¿Y de que sustancia es esta luz de la Fe y este
alimento de la Esperanza? La Caridad. Estas tres virtudes están injertadas
entre ellas, de modo que una no puede estar sin la otra.”
En efecto, ¿de qué le sirve al hombre creer en las inmensas riquezas de
la Fe si no las espera para él? Las verá, sí, pero con mirada indiferente
porque sabe que no son suyas, pero la Esperanza suministra las alas a la luz
de la Fe, y esperando en los méritos de Jesucristo las mira como suyas y
viene a amarlas.
“La Esperanza,” decía Jesús, “suministra al alma una vestidura de
fuerza, casi de hierro, de modo que todos los enemigos con sus flechas no
pueden herirla, y no sólo herirla, sino que ni siquiera causarle la mínima
molestia. Todo es tranquilidad en ella, todo es paz. ¡Oh! es bello ver a esta
alma investida por la Esperanza, toda apoyada en su amado, toda
desconfiada de sí y toda confiada en Dios desafía a los enemigos más fieros,
es reina de sus pasiones, regula todo su interior, sus inclinaciones, los
deseos, los latidos, los pensamientos, con una maestría tal, que Jesús mismo
queda enamorado porque ve que esta alma obra con tal coraje y fortaleza,
pero ella los toma y lo espera todo de Él, tanto que Jesús viendo esta firme
Esperanza, nada sabe negar a esta alma.”
Ahora, mientras Jesús hablaba de la Esperanza se retiraba un poco,
dejándome una luz en la inteligencia. ¿Quién puede decir lo que comprendía
sobre la Esperanza? Si las otras virtudes, todas sirven para embellecer al
alma, pero nos pueden hacer vacilar y volvernos inconstantes, en cambio la
Esperanza vuelve al alma firme y estable, como aquellos montes altos que
no se pueden mover ni un poco. A mí me parece que al alma investida por
la Esperanza le sucede como a ciertos montes altísimos, que todas las
inclemencias del aire no les pueden hacer ningún daño, sobre de estos
montes no penetra ni nieve, ni vientos, ni calor, cualquier cosa se podría
poner sobre ellos, y se puede estar seguro que aunque pasaran cientos de
años, que ahí donde se puso ahí se encuentra. Así es el alma vestida por la
Esperanza, ninguna cosa la puede dañar, ni la tribulación, ni la pobreza, ni
todos los accidentes de la vida, a lo más la desaniman un instante, pero dice
entre sí: “Yo todo puedo obrar, todo puedo soportar, todo sufrir esperando
en Jesús, que es el objeto de todas mis esperanzas.” La Esperanza vuelve al
alma casi omnipotente, invencible y le suministra la perseverancia final,
tanto que sólo cesa de esperar y perseverar cuando ha tomado posesión del
reino del Cielo, entonces deja la Esperanza y toda se arroja en el océano
inmenso del Amor divino. Mientras mi alma se perdía en el mar inmenso de
la Esperanza, mi amado Jesús regresaba y hablaba de la Caridad
diciéndome:
“A la Fe y a la Esperanza se une la Caridad, y ésta une todo lo de las
otras dos, de modo de formar una sola mientras que son tres. He aquí, oh
esposa mía, simbolizada en las tres virtudes teologales a la Trinidad de las
Divinas Personas.”
Luego prosiguió: “Si la Fe hace creer, la Esperanza hace esperar, la
Caridad hace amar. Si la Fe es luz y sirve de vista al alma, la Esperanza que
es el alimento de la Fe suministra al alma el valor, la paz, la perseverancia y
todo lo demás, la Caridad que es la sustancia de esta luz y de este alimento
es como aquel ungüento dulcísimo y olorosísimo que penetrando por todas
partes aplaca, endulza las penas de la vida. La Caridad vuelve dulce el sufrir
y hace llegar al alma aun a desear este sufrimiento. El alma que posee la
Caridad expande olor por todas partes, sus obras hechas todas por amor
despiden olor gratísimo, ¿y cuál es este olor? Es el olor de Dios mismo. Las
otras virtudes vuelven al alma solitaria y casi rustica con las criaturas; la
Caridad en cambio, siendo sustancia que une, une los corazones, ¿pero en
dónde? En Dios. La Caridad siendo ungüento olorosísimo se expande por
todas partes y por todos. La Caridad hace sufrir con alegría los más
despiadados tormentos, y llega a no saber estar sin el sufrir, y cuando se ve
privada de él dice a su esposo Jesús: “Sostenme con los frutos, como es el
sufrir, porque languidezco de amor, ¿y en qué otra manera puedo mostrarte
mi amor sino en el sufrir por Ti? La Caridad quema, consume todas las
otras cosas y aun las mismas virtudes y convierte todo en ella. En suma, es
como reina que quiere reinar en todas partes y que no quiere ceder este
reinar a ninguno.”
¿Quién puede decir lo que me quedó después de este hablar de Jesús?
Digo sólo que se encendió en mí tal deseo de sufrir, y no sólo deseo, sino
que siento en mí como una infusión, como una cosa natural, tanto, que tengo
para mí como la más grande desgracia el no sufrir. Después de esto, aquella
mañana, Jesús para disponer mayormente mi corazón habló sobre el
aniquilamiento de mí misma, también me habló sobre el deseo grandísimo
que debía cultivar para disponerme a recibir la gracia. Me decía que el
deseo suple a las faltas e imperfecciones que puedan existir en el alma, que
es como un manto que cubre todo. Pero esto no era un hablar simplemente,
era un infundir en mí lo que decía.
Mientras mi alma estaba excitándose en encendidos deseos de recibir
la gracia que Jesús mismo me quería hacer, Él regresó y me transportó fuera
de mí misma, hasta el paraíso, y ahí, ante la presencia de la Santísima
Trinidad y de toda la corte celestial renovó los desposorios. Jesús sacó el
anillo adornado con tres piedras preciosas, blanca, roja y verde y lo entregó
al Padre quien lo bendijo y lo devolvió al Hijo, el Espíritu Santo me tomó la
mano derecha y Jesús me puso el anillo en el dedo anular. Después fui
admitida al beso de la Tres Divinas Personas y me bendijeron.
¿Quién puede decir mi confusión cuando me encontré delante de la
Santísima Trinidad? Sólo digo que en cuanto me encontré ante su presencia
caí rostro en tierra y ahí habría permanecido si no hubiera sido por Jesús que
me animó para ir a su presencia, tanta era la luz, la Santidad de Dios. Sólo
digo esto, las otras cosas las dejo porque las recuerdo confusamente.
Después de esto recuerdo que pasaron pocos días, y al recibir la
comunión perdí los sentidos y vi a la Santísima Trinidad que había visto en
el Cielo presente ante mí, en seguida me postré ante su presencia, la adoré,
confesé mi nada. Recuerdo que me sentía tan abismada en mí misma que no
me atrevía a decir una sola palabra, cuando una voz salió de en medio de
Ellos y dijo:
“No temas, date ánimo, hemos venido para confirmarte como nuestra
y tomar posesión de tu corazón.”
Mientras esta voz así decía, vi que la Santísima Trinidad descendió en
mi corazón y se posesionaron de él y ahí formaron su sede. ¿Quién puede
decir el cambio que sucedió en mí? Me sentía divinizada, no más vivía yo
sino Ellos vivían en mí. A mí me parecía que mi cuerpo fuera como una
habitación, y que dentro habitase el Dios viviente, porque yo sentía la
presencia real sensiblemente en mi interior, oía su voz clara que salía de
dentro de mi interior y resonaba en los oídos del cuerpo. Sucedía
precisamente como cuando hay gente dentro de una habitación, que hablan y
sus voces se oyen claras y distintas aun desde fuera.
Desde entonces no tuve más la necesidad de ir en su busca a otros
lugares para encontrarlo, sino que lo encontraba dentro de mi corazón. Y
cuando algunas veces se ocultaba y yo he ido en busca de Jesús girando por
el cielo y por la tierra, buscando a mi sumo y único Bien, mientras me
encontraba en la hoguera de las lágrimas, en la intensidad de los deseos, en
las penas inenarrables por haberlo perdido, Jesús salía de dentro de mi
interior y me decía:
“Estoy aquí contigo, no me busques en otra parte.”
Yo, entre el asombro y el contento de haberlo encontrado le decía:
“Mi Jesús, ¿cómo toda esta mañana me has hecho tanto girar y girar para
encontrarte y estabas aquí? Me lo podrías haber dicho, así no me hubiera
afanado tanto. Dulce Bien mío, amada Vida mía, mira como estoy cansada,
no tengo más fuerzas, me siento desfallecer, ah, sostenme entre tus brazos
porque me siento morir. Y Jesús me tomaba entre sus brazos y me hacía
reposar, y mientras reposaba me sentía restituir las fuerzas perdidas.
Otras veces, en este ocultamiento que Jesús hacía y yo que iba enbusca de Él, cuando se hacía oír dentro de mí y que después salía de dentro
de mí no sólo Jesús, sino las Tres Divinas Personas, las encontraba ahora en
forma de tres niños graciosos y sumamente bellos, ahora un solo cuerpo y
tres cabezas distintas, pero de una misma semejanza, las tres igual de
atractivas. ¿Quién puede decir mi contento? Especialmente cuando veía a
los tres niños y que yo los contenía a los tres entre mis brazos, ahora besaba
a uno, ahora al otro, y Ellos me besaban a mí, ahora uno se apoyaba en un
hombro mío y otro en el otro y uno me quedaba de frente, y mientras me
gozaba en ellos, con gran asombro hacía por mirar, y de tres encontraba a
uno sólo.
Otra cosa que me maravillaba cuando me encontraba a estos tres niños
era que lo mismo pesaba uno que los tres juntos. Tanto amor sentía yo por
uno de estos niños como por los tres, y los tres me atraían del mismo modo.
Para terminar de hablar de estos desposorios tuve que pasar por alto
algunas cosas para seguir el hilo, pero ahora me dispongo a decirlas.
Regresando al principio, cuando Jesús se dignaba venir,
frecuentemente me hablaba de su Pasión y ponía atención a disponer mi
alma a la imitación de su Vida y de sus penas, diciéndome que además del
desposorio ya descrito quedaba otro por hacer, y este era el desposorio de la
cruz. Recuerdo que me decía:
“Esposa mía, las virtudes se vuelven débiles si no son corroboradas,
fortificadas por el injerto de la cruz. Antes de mi venida a la tierra, las
penas, las confusiones, los oprobios, las calumnias, los dolores, la pobreza,
las enfermedades, especialmente la cruz, eran consideradas como oprobios,
pero desde que fueron llevados por Mí, todos quedaron santificados y
divinizados por mi contacto, así que todos han cambiado aspecto y se han
vuelto dulces, gratos, y el alma que tiene el bien de tener alguno de ellos
queda honrada, y esto porque ha recibido la divisa de Mí, Hijo de Dios. Y
sólo experimenta lo contrario quien sólo ve y se detiene en la corteza de la
cruz, y encontrando lo amargo se disgusta, se lamenta y parece que le haya
llegado una desgracia, pero quien penetra dentro, encontrando lo sabroso,
ahí forma su felicidad. Hija mía amada, no deseo otra cosa que el
crucificarte en el alma y en el cuerpo.”
Y mientras esto decía me sentía infundir tales deseos de ser
crucificada con Jesucristo, que frecuentemente iba repitiendo: “Jesús mío,
Amor mío, hazlo pronto, crucifícame contigo.” Y cuando regresaba Jesús,
las primeras peticiones que le hacía y que me parecían más importantes eran
estas: El dolor de mis pecados y la gracia de que me crucificara con Él; me
parecía que si obtenía esto habría obtenido todo.
Entonces, una mañana, mi amantísimo Jesús se presentó ante mícrucificado y me dijo que quería crucificarme con Él, y mientras esto decía
vi que de sus santísimas llagas salieron rayos de luz, y dentro de estos rayos
los clavos que venían hacia mí. Mientras estaba en esto, no sé por qué,
mientras deseaba tanto que me crucificara, tanto que me sentía consumir, fui
sorprendida por un gran temor que me hacía temblar de la cabeza a los pies;
sentía tal aniquilamiento de mí misma, me veía tan indigna de recibir esta
gracia que no me atrevía a decir: “Señor, crucifícame contigo.” Parecía que
Jesús estaba en suspenso esperando mi querer. ¿Quién puede decir cómo en
lo íntimo de mi alma lo deseaba ardientemente pero a la vez me veía
indigna? Mi naturaleza se espantaba y temblaba. Mientras me encontraba
en esto, mi amado Jesús intelectualmente me pedía que aceptara, entonces
con todo el corazón le dije: “Esposo santo, crucificado por mí, te pido que
me concedas la gracia de crucificarme, y al mismo tiempo te pido que no
hagas aparecer ninguna señal externa. Sí, dame el dolor, dame las llagas,
pero haz que todo quede oculto entre Tú y yo.”
Y así, aquellos rayos de luz junto con los clavos me traspasaron las
manos y los pies, y el corazón fue traspasado con un rayo de luz junto con
una lanza. ¿Quién puede decir el dolor y el contento? Por cuanto antes fui
sorprendida por el temor, otro tanto después mi alma nadaba en el mar de la
paz, del contento y del dolor. Era tanto el dolor que sentía en las manos, en
los pies y en el corazón, que me sentía morir; los huesos de las manos y de
los pies sentía que me los hacían pequeñísimos pedazos, sentía como si
estuviera un clavo dentro, pero al mismo tiempo me causaba tal contento que
no sé explicar, y me suministraba tal fuerza, que mientras me sentía morir
por el dolor, esos mismos dolores me sostenían para hacer que no muriera.
Pero en la parte externa del cuerpo nada aparecía, pero sentía los dolores
corporalmente, tan es verdad, que cuando venía el confesor para llamarme a
la obediencia y me soltaba los brazos y las manos contraídos, cada vez que
me tocaba en ese punto de las manos donde había traspasado el rayo de luz
junto con el clavo, sentía penas mortales. Sin embargo cuando el confesor
ordenaba por obediencia que cesaran esos dolores, muchos se mitigaban,
porque esos dolores eran tan fuertes que me hacían perder los sentidos, y si
no se hubieran mitigado ante la obediencia, difícilmente me hubiera prestado
a obedecer. ¡Oh prodigio de la santa obediencia, tú has sido todo para mí!
Cuántas veces me he encontrado en contraste con la muerte, tanta era la
fuerza de los dolores, y la obediencia me ha casi restituido la vida. Sea
siempre bendito el Señor, sea todo para gloria suya.
Ahora, mientras me sentía en mí misma, nada veía, pero cuando perdía
los sentidos veía las partes marcadas por las llagas de Jesús, me parecía que
las llagas de Jesús mismo se habían trasladado a mis manos. Esta fue la
primera vez que Jesús me crucificó, porque de estas crucifixiones ha habido
tantas, que es imposible numerarlas todas, diré solamente las cosas
principales relacionadas con esto.
Ahora, regresando Jesús le decía: “Amado, mi Jesús, dame el dolor de
mis pecados, así, mis pecados consumidos por el dolor, por el
arrepentimiento de haberte ofendido, pueden ser borrados de mi alma y
también de tu memoria. Sí, dame tanto dolor por cuanto he osado ofenderte.
Es más, haz que el dolor supere esto, así podré estrecharme más íntimamente
contigo.”
Recuerdo que una vez mientras estaba diciendo esto, mi siempre
benigno Jesús me dijo:
“Ya que tanto te disgusta haberme ofendido, quiero Yo mismo
disponerte a hacerte sentir el dolor de tus pecados, y así veas cuán feo es el
pecado y qué acerbo dolor sufrió mi corazón. Por eso di junto conmigo: “Si
paso el mar, en el mar Tú estás aunque no te veo; piso la tierra y estás bajo
mis pies, pequé.”
Luego Jesús, en voz baja agregó casi llorando: “Sin embargo te amé y
al mismo tiempo te conservé.”
Mientras Jesús decía esto y yo lo repetía junto con Él, fui sorprendida
por tal dolor por las ofensas hechas que caí rostro a tierra y Jesús
desapareció.
Pocas fueron las palabras, pero yo entendí tantas cosas que es
imposible decir todo lo que comprendí. En las primeras palabras comprendí
la inmensidad, la grandeza, la presencia de Dios en cada cosa presente, sin
que pueda escapar de Él ni siquiera la sombra de nuestro pensamiento;
comprendí también mi nada en comparación de una Majestad tan grande y
santa. En la palabra “pequé”, comprendía la fealdad del pecado, la malicia,
la osadía que yo había tenido al ofenderlo. Ahora, mientras mi alma estaba
considerando esto, al oír decir a Jesucristo: “Y sin embargo te amé y al
mismo tiempo te conservé”, mi corazón fue tomado por tal dolor que me
sentía morir, porque comprendía el amor inmenso que el Señor me tenía en
el acto mismo en que yo buscaba ofenderlo, y aun matarlo. ¡Ah Señor,
cómo has sido bueno conmigo, y yo siempre ingrata y tan mala aún!
Recuerdo que cada vez que venía era un alternarse, ahora le pedía el
dolor de mis pecados y ahora la crucifixión, y también otras cosas, como una
mañana mientras me encontraba en mis acostumbrados sufrimientos, mi
amado Jesús me transportó fuera de mí misma y me hizo ver a un hombre
que era asesinado a balazos, y que en cuanto expiraba iba al infierno. ¡Oh,
cuánta pena daba a Jesús la pérdida de aquella alma! Si todo el mundo
supiera cuánto sufre Jesús por la pérdida de las almas, no digo por ellas, sino
al menos para ahorrar esa pena a nuestro Señor, usarían todos los medios
posibles para no perderse eternamente. Ahora, mientras junto con Jesús me
encontraba en medio de las balas, Jesús acercó sus labios a mi oído y me
dijo:
“Hija mía, ¿quieres tú ofrecerte víctima por la salvación de esta alma y
tomar sobre ti las penas que merece por sus grandísimos pecados?”
Yo respondí: “Señor, estoy dispuesta, pero con el pacto de que lo
salves y le restituyas la vida.” ¿Quién puede decir los sufrimientos que me
llegaron? Fueron tales y tantos que yo misma no sé como quedé con vida.
Ahora, mientras me encontraba en este estado de sufrimientos desde hacía
más de una hora, vino mi confesor para llamarme a la obediencia, y
encontrándome muy sufriente, con dificultad pude obedecer, por eso me
preguntó la razón de tal estado, yo le dije el hecho así como lo describí
arriba, diciéndole el punto de la ciudad donde me parecía que había
sucedido. El confesor me dijo que era cierto el hecho y que lo daban por
muerto, pero después se supo que estaba gravísimo y que poco a poco se
restableció y vive todavía. Sea siempre bendito el Señor.
Recuerdo que siguiendo con mi petición de la crucifixión y
transportándome Jesús fuera de mí misma, me llevó a los lugares santos de
Jerusalén, donde Nuestro Señor padeció su dolorosa Pasión, y ahí
encontramos muchas cruces y mi amado Jesús me dijo:
“Si tú supieras que bien contiene en sí la cruz, como vuelve preciosa al
alma, que gema de inestimable valor adquiere quien tiene el bien de poseer
los sufrimientos, basta decirte solamente que viniendo a la tierra no escogí
las riquezas, los placeres, sino que tuve como amadas e íntimas hermanas a
la cruz, a la pobreza, a los sufrimientos e ignominias.”
Mientras así decía mostraba un gusto tal, una alegría por el
sufrimiento, que esas palabras me traspasaban el corazón como tantos dardos
ardientes, tanto que me sentía faltar la vida si el Señor no me concedía el
sufrir, y con toda la fuerza y la voz que tenía no hacía otra cosa que decirle:
“Esposo santo, dame el sufrir, dame las cruces. Sólo con esto conoceré que
me amas, si me contentas con las cruces y con los sufrimientos.” Y entonces
tomaba una de aquellas cruces más grandes que veía, me ponía sobre ella y
rogaba a Jesús que viniera a crucificarme, y Él se complacía en tomar mi
mano y comenzaba a traspasarla con el clavo, de vez en cuando el bendito
Jesús me preguntaba:
“Qué, ¿te duele mucho? ¿Quieres que no continúe?”
Y yo: “No, no, amado mío, continúa, me duele, sí, pero estoy
contenta.” Y tenía tal temor que no terminara de crucificarme, que no hacía
otra cosa que decirle: “Hazlo pronto, oh Jesús, hazlo pronto, no tardes
tanto.” Pero qué, cuando tenía que clavar la otra mano, los brazos de la cruz
se encontraban cortos, mientras que antes me habían parecido suficientes
para poder crucificarme. ¿Quién puede decir cómo quedaba mortificada?
Esto se repetía en muchas ocasiones, y a veces si los brazos de la cruz eran
adecuados, la largura del asta no alcanzaba para poder distender los pies, en
una palabra, faltaba siempre alguna cosa para no poderse cumplir del todo la
crucifixión. ¿Quién puede decir la amargura de mi alma y los lamentos que
hacía con Nuestro Señor porque no me concedía el verdadero sufrir? Le
decía: “Amado mío, todo termina en burla, me decías que querías llevarme
al Cielo y luego de nuevo me hacías volver a la tierra; me dices que quieres
crucificarme y jamás llegamos a la completa crucifixión.” Y Jesús de nuevo
me prometía que me iba a crucificar.
Septiembre 14, 1899
Una mañana, era el día de la exaltación de la cruz, mi dulce Jesús me
transportó a los lugares santos, pero antes me dijo tantas cosas de la virtud
de la cruz, no lo recuerdo todo, apenas alguna cosa:
“Amada mía, ¿quieres ser bella? La cruz te dará los rasgos más bellos
que se puedan encontrar tanto en el Cielo como en la tierra, tanto, de
enamorar a Dios que contiene en Sí todas las bellezas.”
Y continuaba Jesús: “¿Quieres tú estar llena de inmensas riquezas, no
por breve tiempo sino por toda la eternidad? Pues bien, la cruz te
suministrará todas las especies de riquezas, desde los más pequeños
centavos, como son las pequeñas cruces, hasta las sumas más grandes, que
son las cruces más pesadas; sin embargo los hombres que son tan ávidos por
ganar dinero temporal que pronto deberán dejar, no se preocupan por
adquirir un centavo eterno, y cuando Yo, teniendo compasión de ellos,
viendo su despreocupación por todo lo que se refiere a lo eterno,
benignamente les llevo la ocasión, en vez de tomarlo a bien se indignan y me
ofenden, ¡qué locura humana, parece que la entienden al revés! Amada mía,
en la cruz están todos los triunfos, todas las victorias y las más grandes
adquisiciones. Para ti no debe haber otra mira más que la cruz, y esta te
bastará por todo. Hoy quiero contentarte, aquella cruz que hasta ahora no
bastaba para poderte extender y crucificarte completamente, es la cruz que tú
has llevado hasta ahora, entonces, debiéndote crucificar completamente,
tienes necesidad de que haga descender nuevas cruces sobre ti, entonces
aquella cruz que hasta ahora has llevado me la llevaré al Cielo para
mostrarla a toda la corte celestial como prenda de tu amor, y otra más grande
haré descender del Cielo para poder satisfacer mis ardientes anhelos que
tengo sobre ti.”
Mientras Jesús decía esto, se presentó ante mí aquella cruz que había
visto las otras veces, yo la tomé y me extendí sobre ella, mientras estaba así
se abrió el Cielo y de él descendió el evangelista san Juan, y traía la cruz que
Jesús me había indicado; la Reina Madre y muchos ángeles, cuando llegaron
junto a mí me quitaron de sobre aquella cruz y me pusieron sobre la que me
habían traído, mucho más grande, un ángel tomó aquella cruz de antes y se
la llevó al Cielo. Después de esto, Jesús con sus propias manos comenzó a
clavarme sobre aquella cruz, la Mamá Reina me asistía, los ángeles y san
Juan proporcionaban los clavos. Mi dulce Jesús mostraba tal contento y
alegría al crucificarme, que sólo por darle ese contento a Jesús, no sólo
habría sufrido la cruz, sino otras penas aun. ¡Ah, me parecía que el Cielo
hacía nueva fiesta por mí al ver el contento de Jesús! Muchas almas del
purgatorio fueron liberadas emprendiendo el vuelo hacia el Cielo, y algunos
pecadores fueron convertidos, porque mi divino Esposo a todos hizo
partícipes del bien de mis sufrimientos. ¿Quién puede decir además los
dolores intensos que sufrí al estar bien extendida sobre la cruz y ser
traspasadas las manos y los pies con los clavos? Pero especialmente en los
pies era tanta la atrocidad de las penas, que no pueden describirse. Cuando
terminaron de crucificarme y yo me sentía nadar en el mar de las penas y de
los dolores, la Mamá Reina dijo a Jesús: “Hijo mío, hoy es día de gracia,
quiero que le participes todas tus penas, no queda más que le traspases el
corazón con la lanza y le renueves la corona de espinas.” Entonces Jesús
tomó la lanza y me traspasó el corazón de lado a lado, los ángeles tomaron
una corona de espinas muy tupida, se la dieron en la mano a la Santísima
Virgen, y Ella misma me la clavó en la cabeza.
¡Qué memorable día fue para mí! De dolores, sí, pero también de
contentos, de penas indecibles, pero también de alegrías. Basta decir que era
tanta la fuerza de los dolores, que Jesús todo ese día no se movió de mi lado
para sostener mi naturaleza que desfallecía por la intensidad de las penas.
Aquellas almas del purgatorio que habían volado al Cielo, descendían junto
con los ángeles y rodeaban mi cama recreándome con sus cánticos y
agradeciendo afectuosamente que por mis sufrimientos las había liberado de
aquellas penas.
Luego sucedió que habiendo pasado cinco o seis días de aquellas
penas tan intensas, con gran aflicción mía comenzaron a disminuir y
entonces solicitaba a mi amado Jesús que de nuevo me renovara la
crucifixión, y Él, a veces pronto y a veces no, se complacía en transportarme
a los lugares santos y me participaba las penas de su dolorosa Pasión. Ahora
la corona de espinas, ahora la flagelación, ahora llevaba la cruz al calvario y
ahora la crucifixión. A veces un misterio al día y a veces todo en un día,
según a Él le placía, y esto era a mi alma de sumo dolor y contento. Pero me
resultaba amarguísimo cuando se cambiaba la escena, y en vez de sufrir yo
era espectadora de ver sufrir a mi amadísimo Jesús las penas de la dolorosa
Pasión. ¡Ah, cuántas veces me encontraba en medio de los judíos junto con
la Mamá Reina para ver sufrir a mi amado Jesús! ¡Ah, sí, cómo es verdad
que resulta más fácil sufrir uno mismo que ver sufrir a la persona amada!
Otras veces, renovando mi dulce Jesús estas crucifixiones, recuerdo que me
dijo:
“Amada mía, la cruz hace distinguir a los réprobos de los
predestinados. Así como en el día del juicio los buenos se alegrarán al ver la
cruz, así desde ahora se puede ver si alguno se salvará o se perderá, si al
presentarse la cruz el alma la abraza, la lleva con resignación, con paciencia
y besa y agradece a la mano que la envía, es señal de que es salvo; si al
contrario, al presentarse la cruz se irritan, la desprecian y llegan hasta
ofenderme, puedes decir que es una señal de que esa alma se encamina por
la vía del infierno; así harán los réprobos en el día del juicio, que al ver la
cruz se afligirán y blasfemarán. La cruz dice todo, la cruz es un libro que sin
engaño y a claras notas te dice y te hace distinguir al santo del pecador, al
perfecto del imperfecto, al fervoroso del tibio. La cruz comunica tal luz al
alma, que desde ahora no sólo hace distinguir al bueno del reo, sino hace
conocer quién debe ser más o menos glorioso en el Cielo, quién debe ocupar
un puesto superior o un puesto menor. Todas las otras virtudes están
humildes y reverentes ante la virtud de la cruz, e injertándose con ella
reciben mayor lustre y esplendor.”
¿Quién puede decir qué llamas de deseos ardientes ponía en mi
corazón este hablar de Jesús? Me sentía devorar por el hambre de sufrir, y
Él para satisfacer mis ansias, o bien, para decirlo mejor, lo que Él mismo me
infundía, me renovaba la crucifixión.
Recuerdo que a veces, después de renovadas estas crucifixiones me
decía:
“Amada de mi corazón, deseo ardientemente no sólo crucificarte el
alma y comunicarte los dolores de la cruz al cuerpo, sino deseo sellarte
también el cuerpo con el sello de mis llagas, y quiero enseñarte la oración
para obtener esta gracia, la oración es esta: “Yo me presento ante el trono
supremo de Dios, bañada en la sangre de Jesucristo, pidiéndole que por el
mérito de sus preclarísimas virtudes y de su Divinidad, me conceda la gracia
de crucificarme.”
Y yo, a pesar de que siempre he tenido aversión a todo lo que puede
aparecer exteriormente, como aún la tengo, en el acto en que Jesús decía esto
me sentía infundir tal anhelo de satisfacer el deseo que Él mismo decía, que
también yo me atrevía a decir a Jesús que me crucificara en el alma y en el
cuerpo, y algunas veces le decía: “Esposo santo, cosas exteriores no
quisiera, y si alguna vez me atrevo a decirlo es porque Tú mismo me lo
dices, y también para dar una señal al confesor de que eres Tú quien obra en
mí. Por lo demás no quisiera otra cosa, sino que aquellos dolores que me
haces sufrir cuando me renuevas la crucifixión fuesen permanentes, no
quisiera esa disminución después de algún tiempo, y sólo eso me basta, y
que de la apariencia externa, por cuanto más lo puedas mantener oculto,
tanto más me contentarás.”
Recuerdo confusamente que como le pedía frecuentemente, cuando
me encontraba junto con Nuestro Señor, el dolor de mis pecados y la gracia
de que me perdonara todo lo que de mal había hecho, y a veces llegaba a
decirle que estaría contenta cuando de su propia boca me dijera: “Te remito
todos tus pecados.” Y Jesús bendito, que nada sabe negar cuando es para
nuestro bien, una mañana se hizo ver y me dijo:
“Esta vez quiero hacer Yo mismo el oficio de confesor, y tú me
confesarás a Mí todas tus culpas, y en el momento en que hagas esto te haré
comprender uno por uno los dolores que has dado a mi corazón al
ofenderme, a fin de que comprendiendo tú, por cuanto puede una criatura,
qué cosa es el pecado, tomes la resolución de preferir morir que ofenderme.
Mientras tanto tú entra en tu nada y recita el yo pecador.”
Yo, entrando en mí misma, advertía toda mi miseria y mis maldades y
ante su presencia temblaba toda y me faltaba la fuerza de pronunciar las
palabras del yo pecador, y si el Señor no hubiese infundido en mí nueva
fuerza diciéndome: “No temas, si bien soy juez soy también tu padre,
ánimo, sigamos adelante.” Ahí habría permanecido sin decir ni siquiera una
palabra. Entonces dije el yo pecador toda llena de confusión y de
humillación; y como me veía toda cubierta por mis culpas, dando una mirada
descubrí que la culpa que más había ofendido a Nuestro Señor era la
soberbia y por eso dije: “Señor, me acuso ante tu presencia de que he
pecado de soberbia.” Y Él:
“Acércate a mi corazón, pon tu oído y oirás el desgarro cruel que has
hecho a mi corazón con este pecado.”
Toda temblando puse mi oído sobre su corazón adorable, ¿pero quién
puede decir lo que oí y comprendí en aquel instante? Pero después de tanto
tiempo diré sólo alguna cosa confusamente. Recuerdo que su corazón latía
tan fuerte que parecía que quería romperle el pecho, luego me parecía que se
despedazaba y por el dolor quedaba casi destruido. ¡Ah, si hubiera podido
habría llegado a destruir al Ser Divino con la soberbia! Pongo una
semejanza para hacerme entender, de otra manera no tengo palabras para
expresarme. Imaginad un rey y a sus pies un gusano que elevándose e
inflándose se comienza a creer alguna cosa y que llega a tal atrevimiento que
elevándose poco a poco, llega a la cabeza del rey y le quiere quitar la corona
para ponérsela sobre su cabeza, luego lo despoja de sus vestiduras reales, lo
arroja del trono y finalmente trata de matarlo. Pero lo peor de este gusano es
que él mismo no conoce su propio ser, se engaña a sí mismo, pues para
deshacerse de él sólo se necesita que el rey lo ponga bajo los pies y lo
aplaste, y así terminarían sus días. Esto causa enojo y compasión, y al
mismo tiempo ridiculiza el orgullo de este gusano, si esto se pudiera dar.
Así me veía yo ante Dios, cosa que me llenó de tal confusión y dolor que me
sentí renovar en mi corazón el desgarro que sufría el bendito Jesús.
Después de esto me dejó, y yo sentía tal pena y comprendía que tan
feo es este pecado de soberbia, que es imposible describirlo. Cuando hube
meditado bien bien todo esto en mí misma, mi buen Jesús regresó y me dijo
que continuara la confesión de mis culpas, y yo temblando toda seguí
acusándome de los pensamientos, palabras, obras, causas y omisiones, y
cuando veía que yo no podía seguir haciendo la confesión por la pena que
sentía de haberlo ofendido tanto, porque tenía una claridad tan viva delante a
aquel Sol divino, especialmente porque en Él descubría la pequeñez, la
nulidad de mi ser y quedaba asombrada de como había tenido yo tanta
osadía, de donde había tomado yo ese valor de ofender a un Dios tan bueno
que en el acto mismo en que lo ofendía, Él me asistía, me conservaba, me
alimentaba, y si tenía algún rencor conmigo era hacia el pecado que yo hacía
y que odiaba sumamente, en cambio a mí me amaba inmensamente, me
excusaba ante la divina Justicia y se ocupaba todo para quitar aquel muro de
división que había producido el pecado entre el alma y Dios. ¡Oh, si todos
pudiesen ver quién es Dios y quién es el alma en el momento en que se peca,
todos morirían de dolor y creo que el pecado sería exiliado de la tierra!
Entonces, cuando Jesús bendito veía que por la pena no podía más, se
retiraba y me dejaba para que comprendiera muy bien el mal que había
hecho, y después regresaba de nuevo y yo continuaba acusando mis culpas.
¿Pero quién puede decir todo lo que comprendí, y explicar una por una
las diversas afrentas y los dolores especiales que con mis culpas había
ocasionado a Nuestro Señor? Me siento casi imposibilitada para explicarme
y también porque no lo recuerdo muy bien. Cuando terminé mi acusación,
que duró cerca de siete horas, el amable Jesús tomó el aspecto de padre
amorosísimo, y como yo me encontraba agotada de fuerzas por el dolor, y
mucho más porque veía que no era un dolor suficiente para dolerme comoconvenía a mis culpas, Él para animarme me dijo:
“Quiero suplir Yo por ti, y aplico a tu alma el mérito del dolor que
tuve en el huerto del Getsemaní. Sólo esto puede satisfacer a la divina
Justicia.”
Después de que aplicó a mi alma su dolor, entonces me pareció estar
dispuesta para recibir la absolución. Toda humillada y confundida como
estaba y postrada a los pies del buen padre Jesús, con los rayos que enviaba
a mi mente trataba de excitarme mayormente al dolor diciendo, si bien no
recuerdo todo:
“Grande, sumo ha sido el mal que he hecho hacia Ti. Estas potencias
mías y estos sentidos del cuerpo debían haber sido tantas lenguas para
alabarte, ah, en cambio han sido como tantas víboras venenosas que te
mordían y buscaban aun el matarte. Pero, Padre Santo, perdóname, no
quieras arrojarme de Ti por el gran mal que te he hecho pecando.”
Y Jesús: “Y tú, ¿prometes no pecar más y alejar de tu corazón
cualquier sombra de mal que pudiera ofender a tu Creador?”
Y yo: “Ah sí, con todo el corazón te lo prometo. Más bien quiero mil
veces morir que volver a pecar, nunca más, nunca más.”
Y Jesús: “Y Yo te perdono y aplico a tu alma los méritos de mi
Pasión y quiero lavarla en mi sangre.”
Y mientras esto decía, levantó su bendita mano derecha y pronunció
las palabras de la absolución, exactas a las palabras que dice el sacerdote
cuando da la absolución, y en el acto en que esto hacía, de su mano corría un
río de sangre y mi alma quedaba toda inundada por ella. Después de esto me
dijo:
“Ven, oh hija, ven a hacer penitencia por tus pecados besándome mis
llagas.”
Toda temblando me levanté y le besé sus sacratísimas llagas y después
me dijo:
“Hija mía, sé más atenta y vigilante, porque hoy te doy la gracia de no
caer más en el pecado venial voluntario.”
Después me hizo otras exhortaciones que no recuerdo bien y
desapareció. ¿Quién puede decir los efectos de esta confesión hecha a
Nuestro Señor? Me sentía toda empapada en la gracia, y me quedó tan
grabada que no puedo olvidarla, y cada vez que me acuerdo, siento correr un
escalofrío en los huesos y a la vez siento horror al pensar cuál es mi
correspondencia a tantas gracias que el Señor me ha hecho.
Otras veces el Señor se ha dignado darme Él mismo la absolución, a
veces tomando el aspecto de sacerdote, y yo me confesaba como si fuese
sacerdote, si bien sentía diversos efectos, y después de terminada se hacía
conocer que era Jesús; y a veces abiertamente venía haciéndose conocer que
era Jesús; también algunas veces tomaba el aspecto del confesor, tanto que
yo creía que hablaba con el confesor y le decía todos mis temores, mis
dudas, pero por el modo de responderme, por la suavidad de la voz,
entrelazada ahora como la voz del confesor y ahora como la de Jesús, por su
trato amable y por los efectos internos, descubría yo quién era. ¡Ah, si yo
quisiera decir todo acerca de estas cosas me extendería demasiado! Por eso
termino y pongo punto.
Recuerdo que hubo una segunda guerra entre África e Italia, y el
bendito Jesús, un día, cerca de nueve meses antes, me transportó fuera de mí
misma y me hizo ver un camino larguísimo, lleno de cadáveres inmersos en
la sangre que a ríos inundaba ese camino. Daba horror ver esos cadáveres
expuestos al aire libre, sin tener ni siquiera quien los sepultara. Yo, toda
asustada le dije a Nuestro Señor: “¿Qué cosa es esto?”
Y Él: “El año que viene habrá guerra. Se sirven de la carne para
ofenderme, y Yo sobre la carne quiero hacer mi justa venganza.”
Dijo otras cosas, pero ha pasado tanto tiempo que no las recuerdo.
Ahora, sucedió que pasado aquel periodo de tiempo se empezó a oír
que entre Italia y África había guerra. Yo le rogaba al buen Jesús que librara
a muchas víctimas y que tuviera piedad de tantas almas que iban al infierno.
Una mañana, según lo acostumbrado me transportó fuera de mí misma y
veía que casi todas las gentes estaban convencidas de que debía vencer
Italia, me pareció encontrarme en Roma y veía a los diputados que tenían
consejo ente ellos acerca del modo como debían conducir la guerra para
estar seguros de hacer vencer a Italia. Estaban tan inflados de ellos mismos
que daban piedad, pero lo que más me impresionó fue el ver que estos tales,
casi todos eran sectarios, almas vendidas al demonio. ¡Qué tristes tiempos!
Parecía que propiamente reinaba el reino satánico, y su confianza en vez de
ponerla en Dios la ponían en el demonio. Ahora, mientras estaban
deliberando, mi bendito Jesús me dijo:
“Vayamos a oír que se dicen.”
Entonces me pareció entrar en su círculo junto con Jesús. Jesús se
paseaba en medio de ellos y derramaba lágrimas sobre su miserable estado.
Cuando terminaron de deliberar sobre el modo de como debían hacer,
vanagloriándose de estar seguros de la victoria, Jesús se dirigió a ellos y les
dijo amenazándolos:
“Confiáis en vosotros mismos y por eso os humillaré, esta vez perderá
Italia.”
Ahora, para obedecer regreso a decir lo que dejé en la página 6 de este
primer volumen, esto es, la novena de Navidad, en que de la segunda
meditación pasaba a la tercera y una voz interior me decía:
3º.-“Hija mía, apoya tu cabeza sobre el seno de mi Mamá, mira
dentro de él a mi pequeña Humanidad. Mi Amor me devoraba, los
incendios, los océanos, los mares inmensos del Amor de mi Divinidad me
inundaban, me incineraban, levantaban tan alto sus llamas que se elevaban y
se extendían por doquier, a todas las generaciones, desde el primero hasta el
último hombre, y mi pequeña Humanidad era devorada en medio de tantas
llamas, ¿pero sabes tú qué cosa me quería hacer devorar mi eterno Amor?
¡Ah, a las almas! Y sólo estuve contento cuando las devoré todas, quedando
todas concebidas conmigo; era Dios, debía obrar como Dios, debía tomarlas
a todas; mi Amor no me habría dado paz si hubiera excluido a alguna. Ah
hija mía, mira bien en el seno de mi Mamá, fija bien los ojos en mi
Humanidad recién concebida y en Ella encontrarás a tu alma concebida
conmigo y también las llamas de mi Amor que te devoraron. ¡Oh, cuánto te
he amado y te amo!”
Yo me perdía en medio a tanto amor, no sabía salir de ahí, pero una
voz me llamaba fuerte diciéndome:
“Hija mía, esto es nada aún, estréchate más a Mí, dale tus manos a mi
amada Mamá a fin de que te tenga estrechada sobre su seno materno, y tú da
otra mirada a mi pequeña Humanidad concebida y mira el cuarto exceso de
mi Amor.”
4º.-“Hija mía, del amor devorante pasa a mirar mi amor obrante.
Cada alma concebida me llevó el fardo de sus pecados, de sus debilidades y
pasiones, y mi Amor me ordenó tomar el fardo de cada uno, y no sólo
concebí a las almas sino las penas de cada una, las satisfacciones que cada
una de ellas debía dar a mi Celestial Padre. Así que mi Pasión fue concebida
junto conmigo. Mírame bien en el seno de mi Celestial Mamá, oh como mi
pequeña Humanidad era desgarrada, mira bien como mi pequeña cabecita
está circundada por una corona de espinas, que ciñéndome fuerte las sienes
me hace derramar ríos de lágrimas de los ojos, y no puedo moverme para
secarlas. Ah, muévete a compasión de Mí, sécame los ojos de tanto llanto,
tú que tienes los brazos libres para podérmelo hacer. Estas espinas son la
corona de los tantos pensamientos malos que se agolpan en las mentes
humanas, oh, como me pinchan más estos pensamientos que las espinas que
produce la tierra, pero mira qué larga crucifixión de nueve meses, no podía
mover ni un dedo, ni una mano, ni un pie, estaba aquí siempre inmóvil, no
había lugar para poderme mover un poquito, qué larga y dura crucifixión,
con el agregado de que todas las obras malas, tomando forma de clavos, me
traspasaban manos y pies repetidamente.” Y así continuaba narrándome
pena por pena todos los martirios de su pequeña Humanidad, y que quererlas
decir todas sería demasiado extenso. Entonces yo me abandonaba al llanto,
y oía decir en mi interior:
“Hija mía, quisiera abrazarte pero no lo puedo hacer, no hay espacio,
estoy inmóvil, no lo puedo hacer; quisiera ir a ti pero no puedo caminar. Por
ahora abrázame y ven tú a Mí, y después cuando salga del seno materno iré
Yo a ti.”
Pero mientras con mi fantasía me lo abrazaba, me lo estrechaba
fuertemente a mi corazón, una voz interior me decía:
“Basta por ahora hija mía, y pasa a considerar el quinto exceso de mi
Amor.”
5º.-Entonces la voz interior seguía: “Hija mía, no te alejes de Mí, no
me dejes solo, mi Amor quiere compañía, este es otro exceso de mi Amor, el
no querer estar solo. ¿Pero sabes tú de quién quiere esta compañía? De la
criatura. Mira, en el seno de mi Mamá, conmigo están todas las criaturas
concebidas junto conmigo. Yo estoy con ellas todo amor, quiero decirles
cuánto las amo, quiero hablar con ellas para decirles mis alegrías y mis
dolores, para decirles que he venido en medio de ellas para hacerlas felices,
para consolarlas, y que estaré en medio de ellas como un hermanito dando a
cada una todos mis bienes, mi reino, a costa de mi muerte; quiero darles mis
besos, mis caricias; quiero entretenerme con ellas, pero, ay, cuántos dolores
me dan, quien me huye, quien se hace la sorda y me reduce al silencio, quien
desprecia mis bienes y no se preocupan de mi reino y corresponden mis
besos y caricias con el descuido y el olvido de Mí, y mi entretenimiento lo
convierten en amargo llanto. ¡Oh, cómo estoy solo a pesar de estar en medio
de tantos! ¡Oh, cómo me pesa mi soledad! No tengo a quién decir una
palabra, con quién hacer un desahogo de amor; estoy siempre triste y
taciturno porque si hablo no soy escuchado. ¡Ah, hija mía, te pido, te
suplico que no me dejes solo en tanta soledad! Dame el bien de hacerme
hablar con escucharme, presta oídos a mis enseñanzas, Yo soy el maestro de
los maestros. Cuántas cosas quiero enseñarte, si me escuchas me harás dejar
de llorar y me entretendré contigo. ¿No quieres tú entretenerte conmigo?”
Y mientras me abandonaba en Él, compadeciéndolo en su soledad, la
voz interior continuaba: “Basta, basta, pasa a considerar el 6º exceso de mi
Amor.”
6º.-“Hija mía, ven, ruega a mi amada Mamá que te haga un lugarcito
en su seno materno, a fin de que tú misma veas el estado doloroso en el cual
me encuentro.”
Entonces me parecía con el pensamiento, que nuestra Reina Mamá,
para contentar a Jesús me hacía un pequeño lugar y me ponía dentro. Pero
era tal y tanta la oscuridad que no lo veía, sólo oía su respiro y Él en mi
interior seguía diciéndome:
“Hija mía, mira otro exceso de mi Amor. Yo soy la luz eterna, el sol
es una sombra de mi luz, pero ve adonde me ha conducido mi Amor, en qué
oscura prisión estoy, no hay ni un rayo de luz, siempre es noche para Mí,
pero noche sin estrellas, sin reposo, siempre despierto, ¡qué pena!, la
estrechez de la prisión, sin poderme mínimamente mover, las tinieblas
tupidas; hasta el respiro, respiro por medio del respiro de mi Mamá, ¡oh,
cómo es cansado! Y además agrega las tinieblas de las culpas de las
criaturas, cada culpa era una noche para Mí, las que uniéndose juntas
formaban un abismo de oscuridad sin confines. ¡Qué pena! ¡Oh exceso de
mi Amor, hacerme pasar de una inmensidad de luz, de amplitud, a una
profundidad de densas tinieblas y de tales estrechuras, hasta faltarme la
libertad del respiro, y esto, todo por amor de las criaturas!”
Y mientras esto decía gemía con gemidos sofocados por falta de
espacio, y lloraba. Yo me deshacía en llanto, le agradecía, lo compadecía,
quería hacerle un poco de luz con mi amor como Él me decía, ¿pero quién
puede decirlo todo? La misma voz interna agregaba:
“Basta por ahora. Pasa al séptimo exceso de mi Amor.”
7º.-La voz interior continuaba: “Hija mía, no me dejes solo en tanta
soledad y en tanta oscuridad, no salgas del seno de mi Mamá para que veas
el séptimo exceso de mi Amor. Escúchame, en el seno de mi Padre Celestial
Yo era plenamente feliz, no había bien que no poseyera, alegría, felicidad,
todo estaba a mi disposición; los ángeles reverentes me adoraban y estaban a
mis órdenes. Ah, el exceso de mi Amor, podría decir que me hizo cambiar
fortuna, me restringió en esta tétrica prisión, me despojó de todas mis
alegrías, felicidad y bienes para vestirme con todas las infelicidades de las
criaturas, y todo esto para hacer el cambio, para dar a ellas mi fortuna, mis
alegrías y mi felicidad eterna. Pero esto habría sido nada si no hubiera
encontrado en ellas suma ingratitud y obstinada perfidia. Oh, cómo mi
Amor eterno quedó sorprendido ante tanta ingratitud y lloró la obstinación y
perfidia del hombre. La ingratitud fue la espina más punzante que me
traspasó el corazón desde mi concepción hasta el último instante de mi vida,
hasta mi muerte. Mira mi corazoncito, está herido y gotea sangre. ¡Qué
pena! ¡Qué dolor siento! Hija mía, no seas ingrata; la ingratitud es la pena
más dura para tu Jesús, es cerrarme en la cara las puertas para dejarme
afuera, aterido de frío. Pero ante tanta ingratitud mi Amor no se detuvo y se
puso en actitud de amor suplicante, orante, gimiente y mendigante, y este es
el octavo exceso de mi Amor.”
8º.-“Hija mía, no me dejes solo, apoya tu cabeza sobre el seno de mi
amada Mamá, porque también desde afuera oirás mis gemidos, mis súplicas,
y viendo que ni mis gemidos ni mis súplicas mueven a compasión de mi
Amor a la criatura, me pongo en actitud del más pobre de los mendigos y
extendiendo mi pequeña manita, pido por piedad, al menos a título de
limosna sus almas, sus afectos y sus corazones. Mi Amor quería vencer a
cualquier costo el corazón del hombre, y viendo que después de siete
excesos de mi Amor permanecía reacio, se hacía el sordo, no se ocupaba de
Mí ni se quería dar a Mí, mi Amor quiso ir más allá, debería haberse
detenido, pero no, quiso salir más allá de sus límites y desde el seno de mi
Mamá Yo hacía llegar mi voz a cada corazón con los modos más
insinuantes, con los ruegos más fervientes, con las palabras más penetrantes.
¿Pero sabes qué les decía? “Hijo mío, dame tu corazón, todo lo que tú
quieras Yo te daré con tal de que me des a cambio tu corazón, he descendido
del Cielo para tomarlo, ¡ah, no me lo niegues! ¡No defraudes mis
esperanzas!” Y viéndolo reacio y que muchos me volteaban la espalda,
pasaba a los gemidos, juntaba mis pequeñas manitas y llorando, con voz
sofocada por los sollozos le añadía: “¡Ay, ay! soy el pequeño mendigo, ¿ni
siquiera de limosna quieres darme tu corazón?” ¿No es esto un exceso más
grande de mi Amor, que el Creador para acercarse a la criatura tome la
forma de un pequeño niño para no infundirle temor, y pida al menos como
limosna el corazón de la criatura, y viendo que ella no se lo quiere dar ruega,
gime y llora?”
Después me decía: “¿Y tú no quieres darme tu corazón? ¿Tal vez
también tú quieres que gima, que ruegue y llore para que me des tu corazón?
¿Quieres negarme la limosna que te pido?”
Y mientras esto decía oía como si sollozara, y yo le dije: “Mi Jesús,
no llores, te dono mi corazón y toda yo misma.” Entonces la voz interna
continuaba: “Sigue más adelante, y pasa al noveno exceso de mi Amor.”
9º.-“Hija mía, mi estado es siempre más doloroso; si me amas, tu
mirada tenla fija en Mí para que veas si puedes dar a tu pequeño Jesús algún
consuelo, una palabrita de amor, una caricia, un beso, que dé tregua a mi
llanto y a mis aflicciones. Escucha hija mía, después de haber dado ocho
excesos de mi Amor, y que el hombre tan malamente me correspondió, mi
Amor no se dio por vencido, y al octavo exceso quiso agregar el noveno, y
este fueron las ansias, los suspiros de fuego, las llamas de los deseos de que
quería salir del seno materno para abrazar al hombre, y esto reducía a mi
pequeña Humanidad aun no nacida a una agonía tal, que estaba a punto de
dar mi último respiro. Y mientras estaba por darlo, mi Divinidad que era
inseparable de Mí me daba sorbos de vida, y así retomaba de nuevo la vida
para continuar mi agonía y volver a morir nuevamente. Este fue el noveno
exceso de mi Amor, agonizar y morir continuamente de amor por la criatura.
¡Oh, qué larga agonía de nueve meses! ¡Oh, cómo el amor me sofocaba y
me hacía morir! Y si no hubiera tenido la Divinidad conmigo, que me daba
continuamente la vida cada vez que estaba por morir, el amor me habría
consumado antes de salir a la luz del día.” Después agregaba:
“Mírame, escúchame como agonizo, como mi pequeño corazón late,
se afana, arde; mírame, ahora muero.”
Y hacía un profundo silencio. Yo me sentía morir, se me helaba la
sangre en las venas y temblando le decía: “Amor mío, Vida mía, no mueras,
no me dejes sola. Tú quieres amor y yo te amaré, no te dejaré más, dame tus
llamas para poderte amar más y consumarme toda por Ti.”
Novena completa de la Santa Navidad
Novena de la Santa Navidad. A la edad de diecisiete años me preparé
a la fiesta de la Santa Navidad practicando diferentes actos de virtud y
mortificación, honrando especialmente los nueve meses que Jesús estuvo en
el seno materno con nueve horas de meditación al día, referentes siempre al
misterio de la Encarnación.
1º.-Como por ejemplo, en una hora me ponía con el pensamiento en
el paraíso y me imaginaba a la Santísima Trinidad: Al Padre que mandaba
al Hijo a la tierra, al Hijo que prontamente obedecía al Querer del Padre, y al
Espíritu Santo que consentía en ello. Mi mente se confundía tanto al
contemplar un misterio tan grande, un amor tan recíproco, tan igual, tan
fuerte entre Ellos y hacia los hombres, y en la ingratitud de estos,
especialmente la mía, que en esto me habría quedado no una hora sino todo
el día, pero una voz interna me decía:
“Basta, ven y mira otros excesos más grandes de mi Amor.”
2º.-Entonces mi mente se ponía en el seno materno y quedaba
estupefacta al considerar a aquel Dios tan grande en el Cielo y ahora tan
humillado, empequeñecido, restringido, que casi no podía moverse, ni
siquiera respirar. La voz interior me decía:
“¿Ves cuánto te he amado? ¡Ah! dame un lugar en tu corazón, quita
todo lo que no es mío, porque así me darás más facilidad para poderme
mover y respirar.”
Mi corazón se deshacía, le pedía perdón, prometía ser toda suya, me
desahogaba en llanto, sin embargo, lo digo para mi confusión, volvía a mis
habituales defectos. ¡Oh! Jesús, cuán bueno has sido con esta miserable
criatura.
3º.-“Hija mía, apoya tu cabeza sobre el seno de mi Mamá, mira
dentro de él a mi pequeña Humanidad. Mi Amor me devoraba, los
incendios, los océanos, los mares inmensos del Amor de mi Divinidad me
inundaban, me incineraban, levantaban tan alto sus llamas que se elevaban y
se extendían por doquier, a todas las generaciones, desde el primero hasta el
último hombre, y mi pequeña Humanidad era devorada en medio de tantas
llamas, ¿pero sabes tú qué cosa me quería hacer devorar mi eterno Amor?
¡Ah, a las almas! Y sólo estuve contento cuando las devoré todas, quedando
todas concebidas conmigo; era Dios, debía obrar como Dios, debía tomarlas
a todas; mi Amor no me habría dado paz si hubiera excluido a alguna. Ah
hija mía, mira bien en el seno de mi Mamá, fija bien los ojos en mi
Humanidad recién concebida y en Ella encontrarás a tu alma concebida
conmigo y también las llamas de mi Amor que te devoraron. ¡Oh, cuánto te
he amado y te amo!”
Yo me perdía en medio a tanto amor, no sabía salir de ahí, pero una
voz me llamaba fuerte diciéndome:
“Hija mía, esto es nada aún, estréchate más a Mí, dale tus manos a mi
amada Mamá a fin de que te tenga estrechada sobre su seno materno, y tú da
otra mirada a mi pequeña Humanidad concebida y mira el cuarto exceso de
mi Amor.”
4º.-“Hija mía, del amor devorante pasa a mirar mi amor obrante.
Cada alma concebida me llevó el fardo de sus pecados, de sus debilidades y
pasiones, y mi Amor me ordenó tomar el fardo de cada uno, y no sólo
concebí a las almas sino las penas de cada una, las satisfacciones que cada
una de ellas debía dar a mi Celestial Padre. Así que mi Pasión fue concebida
junto conmigo. Mírame bien en el seno de mi Celestial Mamá, oh cómo mi
pequeña Humanidad era desgarrada, mira bien como mi pequeña cabecita
está circundada por una corona de espinas, que ciñéndome fuerte las sienes
me hace derramar ríos de lágrimas de los ojos, y no puedo moverme para
secarlas. Ah, muévete a compasión de Mí, sécame los ojos de tanto llanto,
tú que tienes los brazos libres para podérmelo hacer. Estas espinas son la
corona de los tantos pensamientos malos que se agolpan en las mentes
humanas, oh, como me pinchan más estos pensamientos que las espinas que
produce la tierra, pero mira qué larga crucifixión de nueve meses, no podía
mover ni un dedo, ni una mano, ni un pie, estaba aquí siempre inmóvil, no
había lugar para poderme mover un poquito, qué larga y dura crucifixión,
con el agregado de que todas las obras malas, tomando forma de clavos, me
traspasaban manos y pies repetidamente.” Y así continuaba narrándome
pena por pena todos los martirios de su pequeña Humanidad, y que quererlas
decir todas sería demasiado extenso. Entonces yo me abandonaba al llanto,
y oía decir en mi interior:
“Hija mía, quisiera abrazarte pero no lo puedo hacer, no hay espacio,
estoy inmóvil, no lo puedo hacer; quisiera ir a ti pero no puedo caminar. Por
ahora abrázame y ven tú a Mí, y después cuando salga del seno materno iré
Yo a ti.”
Pero mientras con mi fantasía me lo abrazaba, me lo estrechaba
fuertemente a mi corazón, una voz interior me decía:
“Basta por ahora hija mía, y pasa a considerar el quinto exceso de mi
Amor.”
5º.-Entonces la voz interior seguía: “Hija mía, no te alejes de Mí, no
me dejes solo, mi Amor quiere compañía, este es otro exceso de mi Amor, el
no querer estar solo. ¿Pero sabes tú de quién quiere esta compañía? De la
criatura. Mira, en el seno de mi Mamá, conmigo están todas las criaturas
concebidas junto conmigo. Yo estoy con ellas todo amor, quiero decirles
cuánto las amo, quiero hablar con ellas para decirles mis alegrías y mis
dolores, para decirles que he venido en medio de ellas para hacerlas felices,
para consolarlas, y que estaré en medio de ellas como un hermanito dando a
cada una todos mis bienes, mi reino, a costa de mi muerte; quiero darles mis
besos, mis caricias; quiero entretenerme con ellas, pero, ay, cuántos dolores
me dan, quién me huye, quién se hace la sorda y me reduce al silencio, quién
desprecia mis bienes y no se preocupan de mi reino y corresponden mis
besos y caricias con el descuido y el olvido de Mí, y mi entretenimiento lo
convierten en amargo llanto. ¡Oh, cómo estoy solo a pesar de estar en medio
de tantos! ¡Oh, cómo me pesa mi soledad! No tengo a quien decir una
palabra, con quien hacer un desahogo de amor; estoy siempre triste y
taciturno porque si hablo no soy escuchado. ¡Ah, hija mía, te pido, te
suplico que no me dejes solo en tanta soledad! Dame el bien de hacerme
hablar con escucharme, presta oídos a mis enseñanzas, Yo soy el maestro de
los maestros. Cuántas cosas quiero enseñarte, si me escuchas me harás dejar
de llorar y me entretendré contigo. ¿No quieres tú entretenerte conmigo?”
Y mientras me abandonaba en Él, compadeciéndolo en su soledad, la
voz interior continuaba: “Basta, basta, pasa a considerar el 6º exceso de mi
Amor.”
6º.-“Hija mía, ven, ruega a mi amada Mamá que te haga un lugarcito
en su seno materno, a fin de que tú misma veas el estado doloroso en el cual
me encuentro.”
Entonces me parecía con el pensamiento, que nuestra Reina Mamá,
para contentar a Jesús me hacía un pequeño lugar y me ponía dentro. Pero
era tal y tanta la oscuridad que no lo veía, sólo oía su respiro y Él en mi
interior seguía diciéndome:
“Hija mía, mira otro exceso de mi Amor. Yo soy la luz eterna, el sol
es una sombra de mi luz, pero ve adonde me ha conducido mi Amor, en qué
oscura prisión estoy, no hay ni un rayo de luz, siempre es noche para Mí,
pero noche sin estrellas, sin reposo, siempre despierto, ¡qué pena!, la
estrechez de la prisión, sin poderme mínimamente mover, las tinieblas
tupidas; hasta el respiro, respiro por medio del respiro de mi Mamá, ¡oh,
cómo es cansado! Y además agrega las tinieblas de las culpas de las
criaturas, cada culpa era una noche para Mí, las que uniéndose juntas
formaban un abismo de oscuridad sin confines. ¡Qué pena! ¡Oh exceso de
mi Amor, hacerme pasar de una inmensidad de luz, de amplitud, a una
profundidad de densas tinieblas y de tales estrechuras, hasta faltarme la
libertad del respiro, y esto, todo por amor de las criaturas!”
Y mientras esto decía gemía con gemidos sofocados por falta de
espacio, y lloraba. Yo me deshacía en llanto, le agradecía, lo compadecía,
quería hacerle un poco de luz con mi amor como Él me decía, ¿pero quién
puede decirlo todo? La misma voz interna agregaba:
“Basta por ahora. Pasa al séptimo exceso de mi Amor.”
7º.-La voz interior continuaba: “Hija mía, no me dejes solo en tanta
soledad y en tanta oscuridad, no salgas del seno de mi Mamá para que veas
el séptimo exceso de mi Amor. Escúchame, en el seno de mi Padre Celestial
Yo era plenamente feliz, no había bien que no poseyera, alegría, felicidad,
todo estaba a mi disposición; los ángeles reverentes me adoraban y estaban a
mis órdenes. Ah, el exceso de mi Amor, podría decir que me hizo cambiar
fortuna, me restringió en esta tétrica prisión, me despojó de todas mis
alegrías, felicidad y bienes para vestirme con todas las infelicidades de las
criaturas, y todo esto para hacer el cambio, para dar a ellas mi fortuna, mis
alegrías y mi felicidad eterna. Pero esto habría sido nada si no hubiera
encontrado en ellas suma ingratitud y obstinada perfidia. Oh, como mi
Amor eterno quedó sorprendido ante tanta ingratitud y lloró la obstinación y
perfidia del hombre. La ingratitud fue la espina más punzante que me
traspasó el corazón desde mi concepción hasta el último instante de mi Vida,
hasta mi muerte. Mira mi corazoncito, está herido y gotea sangre. ¡Qué
pena! ¡Qué dolor siento! Hija mía, no seas ingrata; la ingratitud es la pena
más dura para tu Jesús, es cerrarme en la cara las puertas para dejarme
afuera, aterido de frío. Pero ante tanta ingratitud mi Amor no se detuvo y se
puso en actitud de amor suplicante, orante, gimiente y mendigante, y este es
el octavo exceso de mi Amor.”
8º.-“Hija mía, no me dejes solo, apoya tu cabeza sobre el seno de mi
amada Mamá, porque también desde afuera oirás mis gemidos, mis súplicas,
y viendo que ni mis gemidos ni mis súplicas mueven a compasión de mi
Amor a la criatura, me pongo en actitud del más pobre de los mendigos y
extendiendo mi pequeña manita, pido por piedad, al menos a título de
limosna sus almas, sus afectos y sus corazones. Mi Amor quería vencer a
cualquier costo el corazón del hombre, y viendo que después de siete
excesos de mi Amor permanecía reacio, se hacía el sordo, no se ocupaba de
Mí ni se quería dar a Mí, mi Amor quiso ir más allá, debería haberse
detenido, pero no, quiso salir más allá de sus límites y desde el seno de mi
Mamá Yo hacía llegar mi voz a cada corazón con los modos más
insinuantes, con los ruegos más fervientes, con las palabras más penetrantes.
¿Pero sabes qué les decía? “Hijo mío, dame tu corazón, todo lo que tú
quieras Yo te daré con tal de que me des a cambio tu corazón, he descendido
del Cielo para tomarlo, ¡ah, no me lo niegues! ¡No defraudes mis
esperanzas!” Y viéndolo reacio y que muchos me volteaban la espalda,
pasaba a los gemidos, juntaba mis pequeñas manitas y llorando, con voz
sofocada por los sollozos le añadía: “¡Ay, ay! soy el pequeño mendigo, ¿ni
siquiera de limosna quieres darme tu corazón?” ¿No es esto un exceso más
grande de mi Amor, que el Creador para acercarse a la criatura tome la
forma de un pequeño niño para no infundirle temor, y pida al menos como
limosna el corazón de la criatura, y viendo que ella no se lo quiere dar ruega,
gime y llora?”
Después me decía: “¿Y tú no quieres darme tu corazón? ¿Tal vez
también tú quieres que gima, que ruegue y llore para que me des tu corazón?
¿Quieres negarme la limosna que te pido?”
Y mientras esto decía oía como si sollozara, y yo le dije: “Mi Jesús,
no llores, te dono mi corazón y toda yo misma.” Entonces la voz interna
continuaba: “Sigue más adelante, y pasa al noveno exceso de mi Amor.”
9º.-“Hija mía, mi estado es siempre más doloroso; si me amas, tu
mirada tenla fija en Mí para que veas si puedes dar a tu pequeño Jesús algún
consuelo, una palabrita de amor, una caricia, un beso, que dé tregua a mi
llanto y a mis aflicciones. Escucha hija mía, después de haber dado ocho
excesos de mi Amor, y que el hombre tan malamente me correspondió, mi
Amor no se dio por vencido, y al octavo exceso quiso agregar el noveno, y
este fueron las ansias, los suspiros de fuego, las llamas de los deseos de que
quería salir del seno materno para abrazar al hombre, y esto reducía a mi
pequeña Humanidad aun no nacida a una agonía tal, que estaba a punto de
dar mi último respiro. Y mientras estaba por darlo, mi Divinidad que era
inseparable de Mí me daba sorbos de vida, y así retomaba de nuevo la vida
para continuar mi agonía y volver a morir nuevamente. Este fue el noveno
exceso de mi Amor, agonizar y morir continuamente de amor por la criatura.
¡Oh, qué larga agonía de nueve meses! ¡Oh, cómo el amor me sofocaba y
me hacía morir! Y si no hubiera tenido la Divinidad conmigo, que me daba
continuamente la vida cada vez que estaba por morir, el amor me habría
consumado antes de salir a la luz del día.” Después agregaba:
“Mírame, escúchame como agonizo, como mi pequeño corazón late,
se afana, arde; mírame, ahora muero.”
Y hacía un profundo silencio. Yo me sentía morir, se me helaba la
sangre en las venas y temblando le decía: “Amor mío, Vida mía, no mueras,
no me dejes sola. Tú quieres amor y yo te amaré, no te dejaré más, dame tus
llamas para poderte amar más y consumarme toda por Ti.”
VOLUMEN 2
Luisa Piccarreta Volumen 02
I. M. I.
Febrero 28, 1899
Por orden del confesor empiezo a escribir lo que pasa entre Nuestro
Señor y yo día por día. Año 1899, mes de Febrero, día 28.
Confieso la verdad, siento una gran repugnancia, es tanto el esfuerzo
que debo hacer para vencerme, que sólo el Señor puede saber el desgarro de
mi alma. Pero, ¡oh santa obediencia, qué atadura tan potente eres! Sólo tú
podías vencerme y superar todas mis repugnancias, que son como montes
insuperables y me atas a la Voluntad de Dios y del confesor. Pero, ¡oh!
Esposo santo, por cuan grande es el sacrificio, otro tanto tengo necesidad de
ayuda, no quiero otra cosa sino que me introduzcas en tus brazos y me
sostengas. Así, asistida por Ti podré decir sólo la verdad, sólo por tu gloria
y para confusión mía.
Esta mañana, habiendo celebrado la misa el confesor, he recibido
también la comunión. Mi mente se encontraba en un mar de confusión por
causa de esta obediencia que me viene dada por el confesor de escribir todo
lo que pasa en mi interior. Apenas he recibido a Jesús he comenzado a
decirle mis penas, especialmente mi insuficiencia y tantas otras cosas, pero
parecía que Jesús no daba importancia a lo mío y no respondía a nada. Me
ha venido una luz a mi mente y he dicho: “Tal vez soy yo misma la causa de
que Jesús no se muestre según su costumbre.” Entonces con todo el corazón
le he dicho: “¡Ah! mi Bien y mi todo, no te muestres conmigo tan
indiferente, me despedazas el corazón por el dolor; si es por lo escrito,
venga, que venga, aunque me cueste el sacrificio de la vida te prometo
hacerlo.” Entonces Jesús ha cambiado aspecto y todo benigno me ha dicho:
“¿De qué temes? ¿No te he asistido las otras veces? Mi luz te
circundará por todas partes y así tú podrás manifestarlo.”
Mientras así decía, no sé como he visto al confesor junto a Jesús, y el
Señor le ha dicho: “Mira, todo lo que haces pasa al Cielo, por eso ve la
pureza con la cual debes obrar, pensando que todos tus pasos, palabras y
obras vienen a mi presencia, y si son puros, esto es, hechos por Mí, Yo
siento por ello un gozo grandísimo y los siento en derredor mío como tantos
mensajeros que me recuerdan continuamente de ti; pero si son hechos por
fines bajos y terrenos, siento fastidio.” Y mientras así decía, parecía que le
2 Este libro ha sido traducido directamente del original manuscrito de Luisa Piccarreta
tomaba las manos y levantándolas hacia el Cielo le decía: “Los ojos siempre
en alto; eres del Cielo, obra para el Cielo.”
Mientras veía al confesor y a Jesús que así le decía, en mi mente me
parecía que si se obrara así, sucedería como cuando una persona debe
desalojar una casa para mudarse a otra, ¿qué hace? Primero manda todas las
cosas y todo lo que ella tiene, y después se va ella. Así nosotros, primero
mandamos nuestras obras a tomar el lugar para nosotros en el Cielo, y
después, cuando llegue nuestro tiempo iremos nosotros. ¡Oh, qué hermoso
cortejo nos harán!
Ahora, mientras veía al confesor, me acordé que me había dicho que
debía escribir sobre la Fe, el modo como Jesús me había hablado sobre esta
virtud. Mientras en esto pensaba, en un instante el Señor me ha atraído de
tal forma a Sí, que me he sentido fuera de mí misma, en el Cielo, junto con
Jesús, y me ha dicho estas precisas palabras:
“La Fe es Dios.”
Pero estas dos palabras contenían una luz inmensa, que es imposible
explicarlas, pero como pueda lo diré: En la palabra ‘Fe’ comprendía que la
Fe es Dios mismo. Así como el alimento material da vida al cuerpo para que
no muera, así la Fe da la vida al alma, sin la Fe el alma está muerta. La Fe
vivifica, la Fe santifica, la Fe espiritualiza al hombre y lo hace tener fijos los
ojos en un Ser Supremo, de modo que nada aprende de las cosas de acá
abajo, y si las aprende, las aprende en Dios. ¡Oh! la felicidad de un alma
que vive de Fe, su vuelo es siempre hacia el Cielo, en todo lo que le sucede
se mira siempre en Dios, y he aquí como en la tribulación la Fe la eleva en
Dios y no se aflige, ni siquiera un lamento, sabiendo que no debe formar
aquí su contento, sino en el Cielo. Así si la alegría, la riqueza, los placeres,
la circundan, la Fe la eleva en Dios y dice entre sí: ‘¡Oh, cuánto más
contenta y más rica seré en el Cielo!’ Así que de estos bienes terrenos toma
fastidio, los desprecia y se los pone bajo los pies. A mí me parece que a un
alma que vive de Fe le sucede como a una persona que posee millones y
millones de monedas y hasta reinos enteros, y otra persona le quiere ofrecer
un centavo. Ahora, ¿qué diría aquella? ¿No se indignaría, no se lo arrojaría
a la cara? Y agrego: ¿Y si ese centavo estuviera todo enlodado, como son
las cosas terrenas, y además le fuera dado sólo en préstamo? Entonces ella
diría: ‘Inmensas riquezas gozo y poseo, ¿y tú osas ofrecerme este vil
centavo tan enlodado y por poco tiempo?’ Yo creo que voltearía en seguida
la mirada y no aceptaría el don. Así hace el alma que vive de Fe respecto a
las cosas terrenas.
Ahora vayamos otra vez a la idea del alimento: El cuerpo tomando el
alimento no sólo se sostiene, sino que participa de la sustancia del alimento,
la que se transforma en el mismo cuerpo. Ahora, así el alma que vive de Fe,
como la Fe es Dios mismo, el alma viene a vivir del mismo Dios, y
alimentándose del mismo Dios viene a participar de la sustancia de Dios, y
participando viene a semejarse a Él y a transformarse con el mismo Dios;
por lo tanto, al alma que vive de Fe le sucede que: santo es Dios, santa es el
alma; potente Dios, potente el alma; sabio, fuerte, justo Dios, sabia, fuerte,
justa el alma, y así de todos los demás atributos de Dios; en suma, el alma
llega a ser un pequeño dios. ¡Oh, la bienaventuranza de esta alma en la
tierra, para ser luego más bienaventurada en el Cielo!
Comprendí también que lo que significan esas palabras que el Señor
dice a sus almas predilectas: ‘Te desposaré en la Fe’, es que el Señor en este
místico desposorio viene a dotar a las almas de sus mismas virtudes. Me
parece como dos esposos que uniendo sus propiedades, no se disciernen más
las cosas del uno y las del otro, y ambos se hacen dueños de todo; pero en
nuestro caso, el alma es pobre, todo el bien es por parte del Señor que la
vuelve partícipe de sus sustancias.
Vida del alma es Dios, la Fe es Dios, y el alma poseyendo la Fe viene
a injertar en sí todas las demás virtudes, de manera que la Fe está como rey
en el corazón y las demás virtudes están a su alrededor como súbditas
sirviendo a la Fe; así que las mismas virtudes, sin la Fe, son virtudes que no
tienen vida.
Me parece a mí que Dios en dos modos comunica la Fe al hombre: La
primera es en el santo bautismo; la segunda es cuando Dios bendito,
depositando una partecita de su sustancia en el alma, le comunica la virtud
de hacer milagros, como la de poder resucitar a los muertos, sanar a los
enfermos, detener el sol y demás. ¡Oh, si el mundo tuviera Fe, se cambiaría
en un paraíso terrestre!
¡Oh! cuán alto y sublime es el vuelo del alma que se ejercita en la Fe.
A mí me parece que el alma, ejercitándose en la Fe, hace como aquellos
tímidos pajaritos, que temiendo ser tomados presos por los cazadores o bien
por cualquier otra insidia, hacen su morada en la cima de los árboles, o bien
en las alturas; cuando después son obligados a tomar el alimento,
descienden, toman el alimento y rápidamente vuelan a su morada, y alguno,
más prudente, toma el alimento y ni siquiera se lo come en la tierra, para
estar más seguro se lo lleva a la cima de los árboles y allá se lo come. Así el
alma que vive de Fe, es tan tímida de las cosas terrenas que por temor de ser
asechada, ni siquiera les dirige una mirada, su morada está en lo alto,
encima de todas las cosas de la tierra, y especialmente en las llagas de
Jesucristo, y desde dentro de aquellas beatas moradas gime, llora, reza y
sufre junto con su esposo Jesús sobre la condición y miseria en que yace el
género humano. Mientras ella vive en esas moradas de las llagas de Jesús, el
Señor le da una partecita de sus virtudes y el alma siente en sí aquellas
virtudes como si fueran suyas, pero sin embargo advierte que si bien las ve
suyas, el poseerlas le es dado, que han sido comunicadas por el Señor.
Sucede como a una persona que ha recibido un don que ella no poseía,
ahora, ¿qué hace? Lo toma y se hace dueña de él, pero cada vez que lo mira
dice entre sí: ‘Esto es mío, pero me fue dado por esa persona.’ Así hace el
alma a la cual el Señor, desprendiendo de Sí una partecita de su Ser divino,
la transmuta en Sí mismo.
Ahora, esta alma, cómo aborrece el pecado, pero al mismo tiempo
compadece a los demás, ruega por aquél que ve que camina en el camino del
precipicio; se une junto con Jesucristo y se ofrece víctima para sufrir y así
aplacar la divina Justicia y para librar a las criaturas de los merecidos
castigos, y si fuese necesario el sacrificio de su vida ¡oh! de buena gana lo
haría para la salvación de una sola alma.
Habiéndome dicho el confesor que le explicara como veo la Divinidad
de Nuestro Señor, le he respondido que era imposible saberle decir algo,
pero en la noche se me apareció el bendito Jesús y casi me reprendió por esta
negación mía y entonces me hizo relampaguear como dos rayos
luminosísimos. Con el primero comprendí en mi inteligencia que la Fe es
Dios y Dios es la Fe, ya intenté decir alguna cosa sobre la Fe, ahora trataré
de decir como veo a Dios, y éste fue el segundo rayo.
Ahora, mientras me encuentro fuera de mí misma y encontrándome en
lo alto de los cielos, me ha parecido ver a Dios dentro de una luz, y Él
mismo parecía también luz, y en esta luz se encontraba belleza, fuerza,
sabiduría, inmensidad, altura, profundidad sin límites ni confines; así que
también en el aire que respiramos es Dios mismo que se respira, así que cada
uno lo puede hacer como vida propia, como de hecho lo es; así que ninguna
cosa le escapa y ninguna le puede escapar. Esta luz parece que sea toda voz
sin que hable; toda obrante mientras siempre reposa; se encuentra por todas
partes sin estorbar en nada, y mientras se encuentra en todas partes tiene
también su centro. ¡Oh Dios, cómo eres incomprensible! Te veo, te siento,
eres mi Vida, te restringes en mí mientras quedas siempre inmenso y nada
pierdes de Ti; sin embargo me siento balbuceante y me parece no saber ni
decir nada.
Para poderme explicar mejor según nuestro lenguaje humano, diré que
veo una sombra de Dios en todo lo creado, porque en todo lo creado, donde
ha arrojado la sombra de su belleza; donde sus perfumes; donde su luz,
como en el sol, donde yo veo una sombra especial de Dios, lo veo como
delineado en este astro, que es como rey de los planetas. ¿Qué cosa es el
sol? No es otra cosa que un globo de fuego; uno es el globo, pero muchos
son los rayos, de modo que entonces podemos comprender fácilmente:
1° El globo es Dios; los rayos, los inmensos atributos de Dios.
2°. El sol es fuego, pero al mismo tiempo es luz y es calor, así que la
Santísima Trinidad está representada en el sol: El fuego es el Padre, la luz
es el Hijo, el calor es el Espíritu Santo, pero uno es el sol; y así como no se
puede dividir el fuego de la luz y del calor, así una es la Potencia del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo, que entre Ellos no se pueden realmente
separar. Y así como el fuego en el mismo instante produce la luz y el calor,
así que no se puede concebir el fuego sin concebirse también la luz y el
calor, así no se puede concebir al Padre antes del Hijo y del Espíritu Santo y
así recíprocamente, tienen los Tres el mismo principio eterno.
Agrego que la luz del sol se expande por todas partes; así Dios, con su
inmensidad dondequiera penetra, sin embargo recordemos que no es más
que una sombra, porque el sol no llegaría a donde no puede penetrar con su
luz, pero Dios penetra dondequiera. Dios es Espíritu purísimo y nosotros lo
podemos simbolizar en el sol que hace penetrar sus rayos dondequiera, sin
que ninguno los pueda tomar entre las manos, y más, Dios mira todo, las
iniquidades, las infamias de los hombres y Él queda siempre lo que es, puro,
santo, inmaculado. Sombra de Dios es el sol que manda su luz sobre las
inmundicias y queda inmaculado, expande su luz en el fuego y no se quema,
en el mar, en los ríos y no se ahoga; da luz a todos, fecunda todo, da vida a
todo con su calor y no empobrece de luz ni pierde nada de su calor; y mucho
más, mientras hace tanto bien a todos, él de ninguno tiene necesidad y queda
siempre lo que es, majestuoso, resplandeciente, sin cambiarse jamás. ¡Oh!
cómo se representan bien en el sol las cualidades divinas, Dios, con su
inmensidad se encuentra en el fuego y no arde, en el mar y no se ahoga, bajo
nuestros pasos y no lo pisamos, da a todos y no empobrece y de nadie tiene
necesidad; ve todo, más bien es todo ojos y no hay cosa que no sienta, está al
día de cada fibra de nuestro corazón, de cada pensamiento de nuestra mente,
y siendo Espíritu purísimo no tiene ni oídos, ni ojos, y pase lo que pase no
cambia jamás. El sol, invistiendo al mundo con su luz no se fatiga; así Dios,
dando vida a todos, ayudando y rigiendo al mundo, no se fatiga. Para no
gozar más la luz del sol y sus benéficos efectos, el hombre puede
esconderse, puede poner obstáculos, pero al sol nada le hace, permanece
como es, el mal caerá todo sobre el hombre. Así el pecador, con el pecado
puede alejarse de Dios y no gozar más sus benéficos influjos, pero a Dios
nada le hace, todo el mal es suyo.
También la redondez del sol me simboliza la eternidad de Dios, que no
tiene ni principio ni fin. La misma luz penetrante del sol, que nadie puede
contener en su ojo, y que si alguien quisiera mirarlo fijamente en pleno
mediodía quedaría deslumbrado, y si el sol se quisiera acercar al hombre,
éste quedaría reducido a cenizas, así del Sol divino, ninguna mente creada
puede restringirlo en su pequeña mente para comprenderlo en todo lo que es,
y si quisiera esforzarse quedaría deslumbrada y confundida; y si este Sol
divino quisiera hacer ostentación de todo su Amor, haciéndoselo sentir al
hombre mientras está aun en carne mortal, el hombre quedaría incinerado.
Por lo tanto, Dios ha puesto una sombra de Sí y de sus perfecciones en todolo creado, así que parece que lo vemos y lo tocamos y por Él quedamos
tocados continuamente.
Además de esto, después de que el Señor dijo aquellas palabras: “La
Fe es Dios.” Yo le dije: “Jesús, ¿me quieres?”
Y Él ha agregado: “Y tú, ¿me quieres?”
Yo en seguida he dicho: “Sí, Jesús, y Tú lo sabes, que sin Ti siento
que me falta la vida.”
“Pues bien.” Ha añadido Jesús. “Tú me quieres, Yo también; por lo
tanto amémonos y estémonos siempre juntos.”
Así ha terminado por esta mañana. Ahora, ¿quién puede decir cuánto
ha comprendido mi mente de este Sol divino? Me parece verlo y tocarlo portodas partes, es más, me siento revestida por Él dentro y fuera de mí misma,
pero mi capacidad es pequeña, pequeña, que mientras parece que comprende
alguna cosa de Dios, al verlo parece que no he comprendido nada, más bien
me parece haber dicho desatinos; espero que Jesús me los perdone.
Marzo 10, 1899
El Señor le hace ver muchos castigos.
Estando en mi habitual estado se ha hecho ver mi siempre amable
Jesús, todo amargado y afligido y me ha dicho:
“Hija mía, mi Justicia se ha vuelto muy pesada, y son tantas las
ofensas que me hacen los hombres que no puedo sostenerlas más. Por lo
tanto la guadaña de la muerte está a punto de matar a muchos, de improviso
y de enfermedades, y además son tantos los castigos que verteré sobre el
mundo, que serán una especie de juicio.”
¿Quién puede decir los tantos castigos que me ha hecho ver, y el modo
como yo he quedado aterrorizada y espantada? Es tanta la pena que siente
mi alma, que creo es mejor pasarla en silencio.
Continúo diciendo porque la obediencia lo quiere; entonces me parecía
ver las calles llenas de carne humana y la sangre que inundaba la tierra;
ciudades sitiadas por enemigos que no perdonaban ni siquiera a los niños;
me parecían como tantos animales salidos del infierno, no respetaron ni
iglesias ni sacerdotes. Parecía que el Señor mandaba un castigo del Cielo;
cuál sea no sé decirlo, sólo me parecía que todos recibiremos un golpe
mortal, y quien quedará víctima de la muerte y quien se repondrá. Me
parecía también ver las plantas secas y muchos otros males que deben venir
sobre las cosechas. ¡Oh Dios, qué pena, ver estas cosas y estar obligada a
manifestarlas! ¡Ah Señor, aplácate, yo espero que tu sangre y tus llagas sean
nuestro remedio, o bien viértelos sobre esta pecadora, pues los merezco; de
otra manera tómame y entonces estarás libre de hacer lo que quieras, pero
mientras viva haré cuanto pueda para oponerme.
Marzo 13, 1899
La Caridad no es otra cosa que el desahogo
del Ser Divino. Todo lo creado habla del
amor de Dios hacia el hombre, y le enseña
el modo como debe amar a Dios.
Esta mañana el amado Jesús no se hacía ver según lo acostumbrado,
todo amabilidad y dulzura, sino severo; mi mente me la sentía en un mar de
confusión y mi alma tan afligida y aniquilada, especialmente por los castigos
vistos en los días pasados; viéndolo en aquel aspecto no me atrevía a decirle
nada; nos mirábamos pero en silencio. ¡Oh Dios, qué pena! Cuando de
pronto he visto también al confesor, y Jesús haciendo salir un rayo de luz
intelectual ha dicho estas palabras:
“Caridad, la Caridad no es otra cosa que un desahogo del Ser Divino,
y este desahogo lo he difundido sobre todo lo creado, de modo que todo lo
creado habla del amor que le tengo al hombre y todo lo creado le enseña el
modo como debe amarme. Mira, comenzando desde el ser más grande hasta
la más pequeña florecita del campo dice al hombre: ‘Con mi suave perfume
y con estarme siempre dirigida hacia el cielo, intento enviar un homenaje a
mi Creador; también tú, haz que todas tus acciones sean olorosas, santas,
puras, no hagas que el mal olor de tus acciones ofenda a mi Creador.’ ‘¡Ah,
hombre!’ Repite la florecita, ‘no seas tan insensato de tener los ojos fijos a
la tierra, sino elévalos al Cielo, mira, allá arriba está tu destino, tu patria; allá
arriba está el Creador mío y tuyo que te espera.’ El agua que continuamente
corre bajo nuestros ojos nos dice también: ‘Mira, de las tinieblas he salido y
tanto debo correr y correr hasta que llegue a sepultarme en el lugar de donde
salí, también tú, ¡oh hombre! corre, pero corre al seno de Dios de donde
saliste; ¡ah! te pido que no corras los caminos torcidos, los caminos que
conducen al precipicio, de otra manera, ¡ay de ti!’ También las bestias más
salvajes nos repiten: ‘Mira, ¡oh! hombre, como debes ser selvático para todo
lo que no es Dios; mira, cuando nosotros vemos que alguien se acerca a
nosotros, con nuestros rugidos ponemos tanto espanto que ninguno se atreve
a acercarse más a perturbar nuestra soledad; también tú, cuando el hedor de
las cosas terrenas, o sea tus pasiones violentas estén por enfangarte y hacerte
caer en el precipicio de las culpas, con los rugidos de tu oración y con
retirarte de las ocasiones en las cuales te encuentras, estarás a salvo de
cualquier peligro.’ Así todos los demás seres, que decirlos todos sería
demasiado largo, con voz unánime resuenan entre ellos y nos repiten: ‘Mira,
¡oh! hombre, por amor tuyo nos ha creado nuestro Creador y todos estamos
a tu servicio, tú no seas tan ingrato, ama, te repetimos, ama a nuestro
Creador!”
Después de esto mi amable Jesús me dijo: “Esto es todo lo que
quiero: ‘Amar a Dios y al prójimo por amor mío.’ Ve cuánto he amado al
hombre, y él es tan ingrato; ¿cómo quieres tú que no lo castigue?”
En el mismo instante me parecía ver una granizada terrible y un
terremoto que debe hacer notable daño, hasta destruir las plantas y los
hombres. Entonces, con toda la amargura de mi alma le he dicho: “Mi
siempre amable Jesús, ¿por qué estás tan indignado? Si el hombre es
ingrato, no es tanto por malicia sino por debilidad. ¡Oh! si te conocieran un
poco como serían humildes y amorosos, por eso, cálmate, al menos te
encomiendo Corato y a aquellos que me pertenecen.”
En el momento de decir esto, me parecía que también en Corato debía
suceder algo, pero en comparación con lo que sucederá en los demás lugares
será nada.
Marzo 14, 1899
Jesús se refugia en el corazón y llora
la suerte de las criaturas. El alma
hace de todo para consolarlo y
llora junto con Jesús.
Esta mañana mi dulcísimo Jesús, transportándome junto con Él, me
hacía ver la multiplicidad de los pecados que se cometen, y eran tales y
tantos, que es imposible describirlos; veía también en el aire una estrella de
desmesurado tamaño, y en su circunferencia contenía fuego negro y sangre;
infundía tal temor y espanto al mirarla, que parecía que fuera menor mal la
muerte que vivir en tiempos tan tristes. En otros lugares se veían los
volcanes, que abriendo otros tantos cráteres debían inundar aun los pueblos
vecinos; se veían también gentes sectarias que irán favoreciendo los
incendios, etc. Mientras esto veía, mi amable pero afligido Jesús me dijo:
“¿Has visto cuánto me ofenden y lo que tengo preparado? Yo me
retiro del hombre.”
Y mientras esto decía nos retiramos los dos en la cama, y veía que en
este retirarse de Jesús, los hombres se ponían a hacer acciones más feas, más
homicidios, en una palabra me parecía ver gente contra gente. Cuando nos
retiramos, parecía que Jesús se metía en mi corazón y comenzó a llorar y a
sollozar diciendo:
“¡Oh hombre, cuánto te he amado! ¡Si tú supieras cuánto me duele
tener que castigarte! Pero a esto me obliga mi Justicia. ¡Oh hombre, oh
hombre, cuánto lloro y me duele tu suerte!”
Después daba desahogo al llanto y de nuevo repetía las palabras.
¿Quién puede decir la pena, el temor, el desgarro que se hacía en mi alma,
especialmente al ver a Jesús tan afligido y llorando? Hacía cuanto más
podía para esconder mi dolor, y para consolarlo le decía: “¡Oh Señor, no sea
jamás que castigues a los hombres! Esposo santo, no llores, tal como habéis
hecho otras veces, así harás ahora, derramarás en mí, me harás sufrir a mí, y
así vuestra Justicia no os obligará a castigar a las gentes.” Y Jesús
continuaba llorando y yo repetía: “Pero escúchame un poco, ¿no me habéis
puesto en esta cama para que sea víctima por los demás? ¿Acaso no he
estado dispuesta a sufrir las otras veces para evitar los castigos a las
criaturas? ¿Por qué ahora no queréis hacerme caso?” Pero con todo y mis
pobres palabras Jesús no se calmaba de llorar, entonces no pudiendo resistir
más, también yo rompí en llanto diciéndole: “Señor, si vuestra intención es
de castigar a los hombres, no me da el ánimo ver sufrir tanto a las criaturas,
por eso, si verdaderamente queréis mandar los flagelos y mis pecados no me
hacen merecer más el sufrir yo en vez de los demás, quiero irme al Cielo, no
quiero estar más sobre esta tierra.”
Después ha venido el confesor y habiéndome llamado a la obediencia,
Jesús se ha retirado y así ha terminado.
La siguiente mañana continuaba viendo a Jesús retirado en mi
corazón, y veía que las personas venían hasta dentro de mi corazón y lo
pisoteaban, lo ponían bajo los pies. Yo hacía cuanto más podía por liberarlo
y Jesús dirigiéndose a mí me ha dicho:
“¿Ves hasta dónde llega la ingratitud de los hombres? Ellos mismos
me obligan a castigarlos, sin que pueda hacer de otra manera. Y tú, querida
mía, después de que me has visto sufrir tanto, te sean más amadas las cruces
y sientas como deleites las penas.”
Marzo 18, 1899
Continúa viendo a Jesús retirado
en su corazón. Él le dice como
le es querida la caridad.
Esta mañana mi querido Jesús seguía haciéndose ver desde dentro de
mi corazón, y viéndolo un poco más amable, me armé de valor y empecé a
pedirle que no mandara tantos castigos, y Jesús me dijo:
“¿Qué te mueve, oh hija mía, a pedirme que no castigue a las
criaturas?”
Yo en seguida respondí: “Porque son tus imágenes y debiendo las
criaturas sufrir, vendrías Tú mismo a sufrir.” Entonces Jesús dando un
suspiro me dijo:
“Me es tan querida la caridad, que tú no puedes comprenderlo. La
Caridad es simple, como mi Ser, que si bien es inmenso, es también
simplísimo, tanto que no hay parte en la cual no penetre. Así la Caridad,
siendo simple se difunde por todas partes, no tiene deferencia por ninguno,
amigo o enemigo, vecino o forastero, a todos ama.”
Marzo 19, 1899
Temores. Jesús la tranquiliza.
El demonio puede hablar de virtud,
pero no puede infundirla en el alma.
Esta mañana, mientras Jesús se hacía ver, yo temía que no fuese
verdaderamente Jesús, sino el demonio que me quisiera engañar; después de
que hice las acostumbradas protestas Jesús me ha dicho:
“Hija, no temas, no soy el demonio, y además, ése, si habla de las
virtudes es una virtud pintada, no verdadera virtud, ni tiene poder para
infundirla en el alma, sino solamente de hablar de ella, y si alguna vez
muestra que quiere hacer practicar un poco de bien, no es perseverante y en
el mismo acto en que el alma hace ese poco bien, el alma está desganada y
agitada; sólo Yo tengo la potencia de infundirme en el corazón y de hacer
practicar las virtudes y hacer sufrir con ánimo, tranquilidad y con
perseverancia. Además, ¿cuándo el demonio ha ido en busca de virtud? Su
búsqueda son los vicios. Por eso no temas, estate tranquila.”
Marzo 20, 1899
Jesús vierte sus amarguras y le dice
la causa de los males del mundo.
Esta mañana Jesús me ha transportado fuera de mí misma y me ha
hecho ver mucha gente, toda en discordia. ¡Oh, cuánta pena daba a Jesús!
Yo, viéndolo sufrir mucho le he pedido que vertiera en mí sus amarguras,
pero como continuaba queriendo castigar al mundo, Jesús no quería
derramarlas en mí, pero después de haberle pedido y vuelto a pedir, para
contentarme ha derramado un poco. Entonces, habiéndose aliviado un poco
me ha dicho:
“La causa por la que el mundo se ha reducido a este triste estado es
por haber perdido la subordinación a las cabezas, y como la primera cabeza
es Dios, al cual se han rebelado, como consecuencia ha sucedido que han
perdido toda sujeción y dependencia a la Iglesia, a las leyes y a todos los
demás que se dicen cabezas. ¡Ah! hija mía, ¿qué será de tantos miembros
infectados por este mal ejemplo dado por aquellos mismos que se dicen
cabezas, esto es, por superiores, por padres y por tantos otros? ¡Ah, llegarán
a tanto, que no se reconocerán más ni padres, ni hermanos, ni reyes ni
príncipes, estos miembros serán como tantas víboras que recíprocamente se
envenenarán, por eso mira como son necesarios los castigos en estos tiempos
y que la muerte casi destruya a esta gente, a fin de que los pocos que queden
aprendan a costa de los demás a ser humildes y obedientes. Por eso déjame
hacer, no quieras oponerte a que castigue a las gentes.”
Marzo 31, 1899
Jesús habla de la virtud de la cruz.
Esta mañana mi adorable Jesús se hizo ver crucificado, y después de
haberme comunicado sus penas me ha dicho:
“Muchas son las llagas que me hicieron sufrir en mi pasión, pero una
fue la cruz; esto significa que muchos son los caminos por los cuales atraigo
a las almas a la perfección, pero uno es el Cielo en el cual estas almas deben
unirse, así que equivocado aquel Cielo, no hay algún otro que pueda
volverlas bienaventuradas para siempre.”
Después ha agregado: “Mira un poco, una es la cruz, pero de varios
leños fue formada dicha cruz; esto quiere decir que uno es el Cielo, pero
varios los lugares que este Cielo contiene, más o menos gloriosos, y a
medida de los sufrimientos sufridos acá abajo, más o menos pesados, serán
distribuidos estos lugares. ¡Oh!, si todos conocieran la preciosidad del
sufrir, harían competencia a ver quien quisiera sufrir más, pero esta ciencia
no es conocida por el mundo, por eso aborrecen todo lo que puede volverlos
más ricos in eterno.”
Mes de Abril, 1899
Como la humildad es la pequeña planta.
La humildad sin confianza es virtud falsa.
Después de haber pasado algunos días de privación y de lágrimas, yo
me encontraba toda confundida y aniquilada en mí misma, en mi interior iba
diciendo continuamente: “Dime, oh mi Bien, ¿por qué te has alejado de mí,
en qué te he ofendido que no te dejas ver más, y si te muestras es casi
ensombrecido y en silencio? ¡Ah, no más me hagas esperar y esperar, que
mi corazón no puede más!”
Finalmente Jesús se ha mostrado un poco más claro, y viéndome tan
aniquilada me ha dicho:
“¡Si tú supieras cuánto me agrada la humildad! La humildad es la
planta más pequeña que se pueda encontrar, pero sus ramas son tan altas que
llegan hasta el Cielo, están en torno a mi trono y penetran hasta dentro de mi
corazón. La pequeña planta es la humildad, las ramas que produce esta
planta es la confianza; así que no se puede dar verdadera humildad sin
confianza. La humildad sin confianza es virtud falsa.”
Por las palabras de mi Jesús se ve que mi corazón no sólo estaba
aniquilado, sino también un poco desanimado.
Abril 5, 1899
Jesús tiene a Luisa cubierta en su Amor.
Mi alma continuaba en su aniquilamiento y con temor de perder al
dulce Jesús, cuando en un instante, de golpe se ha hecho ver y me ha dicho:
“Te tengo cubierta bajo la luz de mi Caridad. Entonces, así como la
luz penetra por todas partes, así mi Amor te tiene cubierta por todas partes y
en todo. ¿De qué temes entonces? ¿Y cómo puedo Yo dejarte mientras te
tengo tan abismada en mi Amor?”
Mientras Jesús así decía, yo quería preguntarle por qué no se hacía ver
según su costumbre, pero Jesús en seguida desapareció y no me ha dado
tiempo de decirle ni siquiera una palabra. ¡Oh Dios, qué pena!
Abril 7, 1899
Luisa consuela a Jesús. Él le dice:
Quiero hacer de ti un objeto
de mis complacencias.
Continúa el mismo estado, pero especialmente esta mañana la he
pasado amarguísima, casi había perdido la esperanza de que Jesús viniera.
¡Oh, cuántas lágrimas he tenido que derramar! Era propiamente la última
hora y Jesús no venía aún. ¡Oh Dios! ¿qué hacer? Mi corazón estaba con un
dolor tan fuerte y en un continuo palpitar, tan fuerte que sentía una agonía
mortal. En mi interior le decía: “Mi buen Jesús, ¿no ves Tú mismo que me
siento faltar la vida? ¿Al menos dime cómo se puede hacer para estar sin
Ti? ¿Cómo se puede vivir? Si bien soy ingrata ante tantas gracias, sin
embargo te amo y te ofrezco esta pena amarguísima de tu ausencia para
repararte por mi ingratitud; pero ven, Jesús ten paciencia, eres tan bueno, no
me hagas esperar, ven. ¡Ah! tal vez no sabes Tú mismo qué cruel tirano es
el amor, y por eso no tienes compasión de mí?” Mientras estaba en este
estado tan doloroso, Jesús ha venido y todo compasión me ha dicho:
“He aquí que he venido; no llores más, ven a Mí.”
En un instante me he encontrado fuera de mí misma junto con Él, y yo
lo miraba, pero con tal temor que de nuevo pudiera perderlo, que a ríos me
escurrían las lágrimas de los ojos. Jesús ha continuado diciéndome:
“No, no llores más; mira un poco cuánto estoy sufriendo; mírame la
cabeza, las espinas han penetrado tan adentro que no queda nada afuera.
¿Ves cuántos desgarros y sangre cubren mi cuerpo? Acércate, dame un
alivio.”
Ocupándome de las penas de Jesús he olvidado un poco las mías, y así
he comenzado por su cabeza, ¡oh! como era desgarrador ver aquellas espinas
tan metidas dentro, que apenas se podían jalar. Mientras esto hacía, Jesús se
lamentaba, tanto era el dolor que sufría. Después que he sacado aquella
corona de espinas, toda despedazada, la uní de nuevo, y conociendo que el
mayor placer que se pueda dar a Jesús es el sufrir por Él, la he tomado y la
he hundido sobre mi cabeza.
Después, una por una se ha hecho besar las llagas y en algunas de ellas
quería que chupara la sangre. Yo trataba de hacer todo lo que Él quería,
pero en mudo silencio, cuando se ha presentado la Virgen Santísima y me ha
dicho:
“Pregunta a Jesús qué cosa quiere hacer de ti.”
Yo no me atrevía, pero la Mamá me incitaba a hacerlo; para
contentarla he acercado los labios al oído de Jesús, y quedito quedito le he
dicho: “¿Qué cosa quieres hacer de mí?” Y Él ha respondido:
“Quiero hacer de ti un objeto de mis complacencias.”
Y en el acto mismo de decir estas palabras desapareció y yo me he
encontrado en mí misma.
Abril 9, 1899
Jesús lleva a Luisa fuera de sí misma,
unida a Él; no quiere dejarla y Jesús
la tiene consigo en la custodia.
Esta mañana Jesús se ha hecho ver y me ha transportado dentro de una
iglesia, allí he oído la Santa Misa y recibí la comunión de las manos de
Jesús. Después de esto me abracé a los pies de Él, tan fuertemente que no
podía separarme. El pensamiento de las penas de los días pasados, esto es,
de la privación de Jesús, me hacía temer tanto el perderlo de nuevo, que
estando a sus pies lloraba y le decía: “Esta vez, oh Jesús, no te dejaré más,
porque Tú cuando te vas de mí me haces sufrir y esperar mucho.”
Entonces Jesús me dijo: “Ven entre mis brazos que quiero aliviarte de
las penas pasadas en estos días.”
Yo casi no me atrevía a hacerlo, pero Jesús extendió las manos y me
levantó de sus pies, me abrazó y dijo:
“No temas, que no te dejo, esta mañana quiero contentarte, ven a
estarte conmigo en la custodia.”
Y los dos nos retiramos en la custodia. ¿Quién puede decir lo que
hicimos? Ahora me besaba y yo a Él, ahora yo me reposaba en Él y Jesús en
mí, ahora veía las ofensas que recibía y yo hacía actos de reparación por las
diferentes ofensas. ¿Quién puede decir la paciencia de Jesús en el
sacramento? Es tal y tanta que da terror el solo pensarlo. Pero mientras
estaba haciendo esto, Jesús me hizo ver al confesor que venía a llamarme en
mí misma y me ha dicho:
“Basta por ahora, ve, que la obediencia te llama.”
Y así me parecía que mi alma regresaba al cuerpo, y en efecto el
confesor me llamaba a la obediencia.
Abril 12, 1899
Jesús dice a Luisa: Tú eres mi tabernáculo,
es más, me siento más contento en ti porque
te participo mis penas.
Hoy sin hacerme esperar tanto, Jesús ha venido pronto y me ha dicho:
“Tú eres mi tabernáculo, para Mí es lo mismo estar en el sacramento
que en tu corazón, es más, en ti se encuentra otra cosa de más, que es el
poderte participar mis penas y tenerte junto conmigo como víctima viviente
ante la divina Justicia, lo que no encuentro en el sacramento.”
Y mientras decía estas palabras se encerró dentro de mí. Estando en
mí Jesús me hacía sentir ahora las pinchaduras de las espinas, ahora los
dolores de la cruz, los afanes y los sufrimientos del corazón. En torno a su
corazón veía un trenzado de puntas de hierro que hacía sufrir mucho a Jesús.
¡Ah, cuánta pena me daba verlo sufrir tanto, hubiera querido sufrir todo yo
antes que hacer sufrir a mi dulce Jesús, y de corazón le pedía que a mí me
diera las penas, a mí el sufrir. Entonces Jesús me dijo:
“Hija, las ofensas que más me traspasan el corazón son las misas
dichas sacrílegamente y las hipocresías.”
¿Quién puede decir lo que comprendí en estas dos palabras? A mí me
parece que externamente se hace ver que se ama, se alaba al Señor, pero
internamente se tiene el veneno listo para matarlo; externamente se hace ver
que se quiere la gloria, el honor de Dios, pero internamente se busca el
honor, la estima propia. Todas las obras hechas con hipocresía, aun las más
santas, son obras todas envenenadas que amargan el corazón de Jesús.
Abril 16, 1899
Jesús quiere girar junto con Luisa y le
hace ver como es tratado por las almas.
Estando en mi habitual estado, Jesús me invitó a girar para ver qué cosa
hacían las criaturas. Yo le dije: “Mi adorable Jesús, esta mañana no tengo
ganas de girar y ver las ofensas que te hacen; estémonos aquí los dos
juntos.” Pero Jesús insistía en que quería girar, entonces para contentarlo le
dije: “Si quieres salir, vamos, pero vamos dentro de alguna iglesia, pues ahí
son pocas las ofensas que te hacen.”
Y así hemos ido dentro de una iglesia, pero también ahí era ofendido,
y más que en otros lugares, no porque en las iglesias se hagan más pecados
que en el mundo, sino porque son ofensas hechas por sus más amados, por
aquellos mismos que deberían poner alma y cuerpo para defender el honor y
la gloria de Dios, por eso resultan más dolorosas a su corazón adorable.
Entonces veía almas devotas, que por bagatelas de nada no se preparaban
bien a la comunión; su mente en vez de pensar en Jesús pensaba en sus
pequeñas disturbios, en tantas cosas de nada, y esta era su preparación.
Cuánta pena daban estas almas a Jesús y cuánta compasión daban ellas,
porque daban importancia a tantas pajitas, a tantas ociosidades y en cambio
no se dignaban dirigirle una mirada a Jesús. Entonces Él me ha dicho:
“Hija mía, cuánto impiden estas almas que mi Gracia se derrame en
ellas, Yo no me fijo en las menudencias sino en el amor con el cual se
acercan, y ellas al contrario, más se fijan en las pajas que en el amor, es más,
el amor destruye las pajas, pero con muchas pajas no se acrecienta ni un
poquito el amor, más bien lo disminuye. Pero lo que es peor de estas almas
es que se disturban mucho, pierden mucho tiempo; quisieran estar con los
confesores horas enteras para decir todas estas menudencias, pero jamás
ponen manos a la obra con una buena y valiente resolución para extirpar
estas pajas.
¿Qué decirte además, ¡oh! hija mía, de ciertos sacerdotes de estos
tiempos? Se puede decir que obran casi satánicamente, llegando a hacerse
ídolos de las almas. ¡Ah! sí, mi corazón es más traspasado por mis hijos,
porque si los otros me ofenden más, ofenden las partes de mi cuerpo, pero
los míos me ofenden las partes más sensibles y tiernas, hasta en lo más
íntimo de mi corazón.”
¿Quién puede decir la amargura de Jesús? Al decir estas palabras
lloraba amargamente. Yo hacía cuanto más podía por compadecerlo y
repararlo, pero mientras esto hacía nos retiramos juntos en el lecho.
Abril 21, 1899
Ve a Jesús como niño mientras se encuentra sola.
Temor de que fuera alguien para hacerle mal.
Pregunta quién es, y Jesús le dice que es el pobre
de los pobres y que quisiera estar con ella.
Esta mañana, estando en mi habitual estado, en un momento me he
encontrado en mí misma, pero sin poderme mover, cuando de pronto sentí
que alguien entraba en mi recámara, después ha cerrado de nuevo la puerta y
he oído que se acercaba a mi cama. En mi mente pensaba que alguien había
entrado furtivamente sin que nadie de la familia lo hubiera visto y había
penetrado hasta mi recámara. ¿Quién sabe qué cosa me pueda hacer? Era
tanto el temor que me sentí helar la sangre en las venas y temblaba toda.
¡Oh Dios! ¿Qué hacer? Decía entre mí: “La familia no lo ha visto, yo me
siento toda inmóvil y no puedo defenderme ni puedo pedir ayuda; Jesús,
María, Mamá mía, ayúdenme, San José, defiéndeme de este peligro.”
Cuando he sentido que subía a la cama y se acurrucaba junto a mí ha sido
tanto el temor, que he abierto los ojos y le he dicho: “Dime, ¿quién eres tú?”
Él ha respondido: “Yo soy el pobre de los pobres, no tengo donde
estar; he venido a ti para ver si me quieres tener contigo en tu recámara,
mira, soy tan pobre que ni siquiera tengo vestidos, pero tú pensarás en todo.”
Yo lo miré bien, era un niño de cinco o seis años, sin vestidos, sin
calzado, pero sumamente bello y gracioso; en seguida le respondí: “Por mí
con gusto te tendría, ¿pero qué dirá mi papá? No soy persona libre que
pueda hacer lo que quiera, tengo mis padres que lo impiden. Vestirte sí
puedo hacerlo con mis pobres trabajos, haré cualquier sacrificio, pero tenerte
conmigo es imposible. Y además, ¿no tienes padre, no tienes madre, no
tienes dónde quedarte?”
Pero el niño amargamente respondió: “No tengo a nadie; ¡ah, no me
hagas vagar más, déjame estar contigo!”
Yo misma no sabía qué hacer, como tenerlo. Un pensamiento me pasó
por la mente: “¿Quién sabe, a lo mejor es Jesús, o bien será algún demonio
para disturbarme?” Así que de nuevo le dije: “Pero dime la verdad, ¿quién
eres tú?” Y Él repitió:
“Yo soy el pobre de los pobres.”
Yo repliqué: “¿Has aprendido a santiguarte?”
“Sí.” Respondió.
Pues entonces hazlo, quiero ver como lo haces.
Él se persignó con la señal de la cruz.
Yo agregué: “¿Y el Ave María la sabes decir?”
“Sí, pero si quieres que la diga, digámosla juntos.”
Yo empecé el Ave María y Él la decía junto conmigo, en ese momento
una luz purísima se ha desprendido de su frente adorable y he conocido que
el pobre de los pobres era Jesús. En un instante, con aquella luz que Jesús
me enviaba me ha hecho perder de nuevo los sentidos y me sacó fuera de mí
misma. Yo estaba toda confundida delante de Jesús, especialmente por
tantos rechazos y rápidamente le dije:
“Querido mío, perdóname, si te hubiese conocido no te habría
prohibido la entrada. Además, ¿por qué no me lo has dicho, que eras Tú?
Tengo tantas cosas que decirte, te las habría dicho, no habría perdido el
tiempo en tantas inutilidades y temores. Para tenerte a Ti no tengo
necesidad de los míos, puedo tenerte libremente porque Tú no te dejas ver
por ninguno.” Pero mientras esto decía, Jesús ha desaparecido y así ha
terminado todo, dejándome una pena por no haberle dicho nada de lo que
quería decirle.
Abril 23, 1899
Las alabanzas y desprecios de los demás
Hoy he meditado acerca del daño que puede venir a nuestras almas por
las alabanzas que nos dan las criaturas. Mientras me lo aplicaba a mí misma
para ver si había en mí la complacencia por las alabanzas humanas, Jesús se
ha acercado a mí y me ha dicho:
“Cuando el corazón está lleno del conocimiento de sí mismo, las
alabanzas de los hombres son como aquellas olas del mar, que se elevan y
desbordan pero jamás salen de sus límites. Así las alabanzas humanas,
hacen estrépito, alborotan, se acercan hasta el corazón, pero encontrándolo
lleno y bien circundado por los fuertes muros del conocimiento de sí mismo,
no teniendo por lo tanto donde quedarse, se vuelven atrás sin hacer ningún
daño al alma; por eso debes estar atenta a esto, que las alabanzas y los
desprecios de las criaturas no hay que tomarlos en cuenta.”
Abril 26, 1899
Jesús la contenta con respecto al confesor.
Le habla de las almas desapegadas, que
mientras no tienen nada, todo poseen.
Cuando hoy mi amante Jesús se hacía ver, me parecía que me enviaba
tantos rayos de luz que toda me penetraban, cuando en un instante nos
hemos encontrado fuera de mí misma y junto se encontraba el confesor. Yo
en seguida le pedí a mi querido Jesús que le diera un beso al confesor y que
estuviera un poco en sus brazos, (Jesús era niño). Para contentarme, pronto
ha besado al confesor en el rostro, pero sin quererse separar de mí; yo he
quedado toda afligida y le dije: “Tesorito mío, no era esta mi intención, de
hacerte besar su rostro, sino la boca, a fin de que tocada por tus purísimos
labios quedara santificada y fortificada de aquella debilidad, así podrá
anunciar más libremente la santa palabra y santificar a los demás. ¡Ah, te
ruego que me contentes!” Así, Jesús ha dado otro beso, pero ahora en la
boca de él, y después me ha dicho:
“Me son tan agradables las almas desapegadas de todo, no sólo en el
afecto, sino también en efecto, que a medida que van despojándose, así mi
luz las va invistiendo y llegan a ser como cristales, en los que la luz del sol
no encuentra impedimento para penetrar dentro de ellos, como lo encuentra
en las construcciones y en las demás cosas materiales.”
¡Ah! dijo después: “Creen despojarse, pero en cambio vienen a
vestirse no sólo de las cosas espirituales, sino también de las corporales,
porque mi providencia tiene un cuidado todo especial y particular por estas
almas desapegadas, mi providencia las cubre por todas partes; sucede que
nada tienen, pero todo poseen.”
Después de esto nos retiramos del confesor y encontramos muchas
personas religiosas que parecía que tenían toda la intención de trabajar por
fines de intereses, Jesús pasando en medio de ellas dijo:
“¡Ay, ay de aquél que trabaja por la finalidad de adquirir dinero, ya
han recibido en vida su paga!”
Mayo 2, 1899
Cómo en la Iglesia está reflejado todo el Cielo.
Esta mañana Jesús daba mucha compasión, estaba tan afligido y
sufriente que yo no me atrevía a hacerle ninguna pregunta, nos mirábamos
en silencio, de vez en cuando me daba un beso y yo a Él, y así ha seguido
haciéndose ver algunas veces. La última vez me hizo ver la Iglesia
diciéndome estas palabras:
“En mi Iglesia está representado todo el Cielo: Así como en el Cielo
una es la cabeza, que es Dios, y muchos son los santos, de diferentes
condiciones, órdenes y méritos, así en mi Iglesia una es la cabeza, que es el
Papa, y hasta en la tiara que rodea su cabeza está representada la Trinidad
Sacrosanta, y muchos son los miembros que de esta cabeza dependen, o sea,
diferentes dignidades, diferentes órdenes, superiores e inferiores, desde el
más pequeño hasta el más grande todos sirven para embellecer mi Iglesia, y
cada uno según su grado tiene un oficio que le ha sido dado, y con el exacto
cumplimiento de las virtudes viene a dar de sí en mi Iglesia un esplendor
olorosísimo, de modo que la tierra y el Cielo quedan perfumados e
iluminados, y las gentes quedan tan atraídas por esta luz y por este perfume,
que resulta casi imposible no rendirse a la verdad. Te dejo a ti el considerar
a aquellos miembros infectados, que en vez de producir luz dan tinieblas,
¡cuántos destrozos hacen en mi Iglesia!”
Mientras Jesús así me decía, he visto al confesor junto a Él, Jesús con
su mirada penetrante lo miraba fijamente; después, dirigiéndose a mí me ha
dicho:
“Quiero que tengas plena confianza con el confesor, aun en las
mínimas cosas, tanto que entre Mí y él no debe haber diferencia alguna,
porque en la medida de tu confianza y de la fe que des a sus palabras, así
concurriré Yo.”
En el momento que Jesús decía estas palabras me acordé de ciertas
tentaciones del demonio, que habían producido en mí un poco de
desconfianza, pero Jesús con su ojo vigilante, de inmediato me ha tomado
nuevamente junto a Sí, y en ese mismo instante me sentí quitar de mi interior
esa desconfianza. Sea siempre bendito el Señor que tiene tanto cuidado de
esta alma tan miserable y pecadora.
Mayo 6, 1899
Luisa busca a Jesús entre los ángeles.
Esta mañana a duras penas se ha hecho ver Jesús, mi mente la sentía
tan confundida que casi no comprendía la pérdida de Jesús; en ese momento
me sentí circundada de muchos espíritus, tal vez eran ángeles, pero no sé
decirlo con seguridad. Mientras me encontraba en medio de ellos, de vez en
cuando me ponía a indagar, pues, ¿quién sabe? A lo mejor pudiera oír el
aliento de mi amado; pero por más que hacía no advertía nada que indicara
que ahí estuviera mi amante Bien. Cuando de repente, de atrás de mi
espalda he sentido venir un aliento dulce, súbito he gritado: “¡Jesús, mi
Señor!”
Él respondió: “Luisa, ¿qué quieres?”
“Jesús, hermoso mío, ven, no estés atrás de mi espalda porque no
puedo verte; estuve toda esta mañana esperándote e indagando, pues a lo
mejor hubiera podido verte en medio de estos espíritus angélicos que
rodeaban la cama, pero no he tenido éxito, por esto me siento muy cansada,
porque sin Ti no puedo encontrar reposo, ven para reposar juntos.” Así
Jesús se ha puesto junto a mí y me sostenía la cabeza. Aquellos espíritus
han dicho:
“Señor, qué rápidamente te ha conocido, no por la voz, sino que con el
solo aliento pronto te ha llamado.”
Jesús les respondió: “Ella me conoce a Mí y Yo la conozco a ella; me
es tan querida, como me es querida la pupila de mis ojos.”
Y mientras así decía me he encontrado en los ojos de Jesús. ¿Quién
puede decir lo que he sentido estando en aquellos ojos purísimos? Es
imposible manifestarlo, los mismos ángeles han quedado sorprendidos.
Mayo 7, 1899
De la pureza de intención y la verdadera Caridad.
Mientras que en el día he hecho la meditación, Jesús continuaba
haciéndose ver junto a mí y me ha dicho:
“Mi persona está circundada por todas las obras que hacen las almas
como por un vestido, y a medida de la pureza de intención y de la intensidad
del amor con el cual se hacen, así me dan más esplendor, y Yo daré a ellas
más gloria, tanto que en el día del juicio las mostraré a todo el mundo para
hacer conocer el modo como me han honrado mis hijos, y el modo como Yo
los honro a ellos.”
Luego, tomando un aire más afligido ha agregado:
“Hija mía, ¿qué será de tantas obras, aun buenas, hechas sin recta
intención, por costumbre y con fines de interés? ¿Cuál no será su vergüenza
en el día del juicio, al ver tantas obras buenas en sí mismas, pero marchitas
por su intención, que en vez de darles honor como a tantos otros, las mismas
acciones les producirán vergüenza? Porque no son las obras grandes lo que
miro, sino la intención con la cual se hacen; aquí está toda mi atención.”
Por un rato Jesús ha hecho silencio y yo pensaba en las palabras que
había dicho, y mientras las estaba rumiando en mi mente, especialmente
sobre la pureza de intención, y como haciendo el bien a las criaturas, las
mismas criaturas deben desaparecer, haciendo una a la criatura con el mismo
Señor, y hacer como si las criaturas no existieran, Jesús ha vuelto a hablar
diciéndome:
“No obstante así es. Mira, mi corazón es grandísimo, pero la puerta es
estrechísima, ninguno puede llenar el vacío de este corazón sino sólo las
almas desapegadas, desnudas y simples, porque como tú ves, siendo la
puerta pequeña, cualquier impedimento, aun mínimo, es decir, una sombra
de apego, de intención errónea, una obra sin el fin de agradarme, impide que
entren a deleitarse en mi corazón. El amor del prójimo mucho le agrada a
mi corazón, pero debe estar tan unido al mío, que debe formar uno solo, sin
poderse distinguir uno del otro; pero aquel otro amor al prójimo que no está
transformado en mi amor, Yo no lo miro como cosa que me pertenezca.”
Mayo 9, 1899
Lamentos, peticiones, coloquio con Jesús.
Esta mañana me encontraba en un mar de aflicción por la pérdida de
Jesús. Después de mucho esperar ha venido y se estrechaba tanto a mí, que
no podía ni siquiera verlo, llegaba a poner su frente sobre la mía, apoyaba su
rostro sobre el mío y así todos los demás miembros. Ahora, mientras Jesús
estaba en esta posición le he dicho: “Mi adorable Jesús, ¿ya no me quieres?”
Y Él: “Si no te amara no me estaría tan cerca de ti.”
Y yo he vuelto a decirle: “¿Cómo me dices que me amas si no me
haces más sufrir como antes? Temo que no me quieras más en este estado;
al menos libérame entonces del fastidio del confesor.”
Mientras esto decía, parecía que Jesús no hacía caso a mis palabras y
me hacía ver una multitud de gente que cometían toda clase de infamias, y
Jesús indignado con ellos, hacía caer entre ellos diferentes clases de
enfermedades contagiosas, y muchos morían negros como carbones, parecía
que Jesús exterminaba de la faz de la tierra a aquella multitud de gente.
Mientras esto veía, le pedí a Jesús que vertiera en mí sus amarguras a fin de
que pudiera yo librar a la gente, pero ni siquiera en esto me hacía caso; y
respondiéndome a las palabras que antes le había dicho ha agregado:
“El más grande castigo que puedo darte a ti, al sacerdote y al pueblo,
es si te liberase de este estado de sufrimientos. Mi Justicia se desahogaría
con todo su furor, porque no encontraría más alguna oposición. Tan es
verdad, que el peor mal para alguien es ser puesto en un oficio y después ser
depuesto, mejor para él si no se le hubiera encargado aquel oficio, porque
abusando y no aprovechando se vuelve indigno.”
Después Jesús ha seguido viniendo varias veces el día de hoy, pero tan
afligido que daba piedad y hasta hacía llorar, tal vez hasta las mismas
piedras. Por cuanto pude busqué consolarlo, ahora lo abrazaba, ahora le
sostenía la cabeza tan sufriente, ahora le decía: “Corazón de mi corazón,
Jesús, nunca ha sido tu costumbre aparecerte a mí tan afligido; si otras veces
te has hecho ver afligido, con verter en mí tus amarguras pronto has
cambiado aspecto, pero ahora me es negado darte este alivio. ¿Quién lo
diría, que después de tanto tiempo que te has dignado derramar tus
amarguras en mí y hacerme partícipe de tus sufrimientos, y que Tú mismo
has hecho tanto para disponerme, ahora deba quedar privada? El sufrir por
tu amor era mi único alivio, era el sufrir lo que me hacía soportar el exilio
del Cielo, pero ahora, faltándome esto siento que no tengo ya donde
apoyarme y la vida me da fastidio. ¡Ah! Esposo santo, amado Bien, amada
Vida mía, haz que vuelvan a mí las penas, dame el sufrir, no mires mi
indignidad y mis graves pecados, sino tu gran Misericordia que no está
agotada.”
Mientras me desahogaba con Jesús, Él, acercándose más a mí me ha
dicho:
“Hija mía, es mi Justicia que quiere desahogarse sobre las criaturas; el
número de pecados de los hombres está casi completo y la Justicia quiere
salir fuera para hacer gala de su furor y repararse de las injusticias de los
hombres. Bueno, para hacerte ver como estoy amargado y para contentarte
un poco, quiero verter en ti sólo mi aliento.”
Y así, acercando sus labios a los míos me enviaba su respiro, que era
tan amargo que me sentía envenenar la boca, el corazón y toda mi persona.
Si su solo aliento era tan amargo, ¿qué será del resto de Jesús? Me dejó
tanta pena que me sentí traspasar el corazón.
Mayo 12, 1899
Jesús vierte de su costado dulzuras y
amarguras en Luisa. Pasa la
jornada junto con Jesús.
Esta mañana mi adorable Jesús continuaba haciéndose ver afligido; me
transportó fuera de mí misma y me hacía ver las ofensas que recibía, y yo
comencé a pedir de nuevo que derramara en mí sus amarguras. Jesús al
principio no me hacía caso y sólo me ha dicho:
“Hija mía, la caridad sólo es perfecta cuando es hecha con el solo fin
de agradarme, y entonces es verdadera y es reconocida por Mí cuando está
despojada del todo.”
Yo, tomando ocasión de sus mismas palabras le he dicho: “Amado
Jesús mío, es por esto precisamente por lo que quiero que Tú derrames en mí
tus amarguras, para poderte aliviar en tantas penas, y si te pido que libres
también a las criaturas, es porque recuerdo bien que Tú en otras ocasiones,
después de haberlas castigado, al verlas sufrir tanto la pobreza y otras cosas,
mucho has sufrido también Tú. En cambio cuando yo he estado atenta y te
he pedido e importunado hasta cansarte que derramaras en mí tus amarguras,
tanto que te complacías en derramar en mí librándolas a ellas, después Tú
has quedado muy contento, ¿no lo recuerdas? Y además ¿no son tus
imágenes?”
Jesús, viéndose convencido me ha dicho: “Por ti es necesario
contentarte, acércate y bebe de mi costado.”
Así hice, me acerqué para beber de su costado, pero en vez de salir la
amargura chupaba una sangre dulcísima, que toda me embriagaba de amor y
de dulzura; sí, por ello estaba contenta, pero no era esta mi intención, por eso
dirigiéndome a Él le dije: “Querido Bien mío, ¿qué haces? No es amargo lo
que me das sino dulce. ¡Ah, te ruego, derrama Tú en mí tus amarguras!” Y
Jesús mirándome benignamente me dijo:
“Continúa bebiendo, que detrás vendrá lo amargo.”
Así, poniéndome nuevamente en su costado, después de que siguió
saliendo lo dulce, salió también lo amargo. ¿Pero quién puede decir la
intensidad de la amargura? Después que me sacié de beber me retiré y
viendo su cabeza que tenía la corona de espinas, se la quité y la hundí en mi
cabeza, y Jesús parecía todo condescendiente, mientras que en otras
ocasiones no había permitido esto. ¡Cómo era bello ver a Jesús después de
que derramó sus amarguras! Parecía casi desarmado, sin fuerza, todo
sosegado, como un humilde corderillo, todo condescendiente. Yo advertí
que la hora era tardísima, y como el confesor había venido temprano esta
mañana para llamarme a la obediencia, no es que yo supiera que debía ser
llamada por la obediencia, porque ante la obediencia Jesús me deja libre; por
eso vuelta hacia Él le dije: “Jesús dulcísimo, no permitas que yo sirva de
molestia a la familia y de fastidio al confesor con hacerlo venir de nuevo,
¡ah, te lo pido, hazme Tú mismo regresar en mí!” Y Jesús me ha dicho:
“Hija mía, no te quiero dejar este día.”
Y yo: “Tampoco yo tengo corazón para dejarte, pero sólo por un
poquito, para hacer ver a la familia que estoy en mí misma y después
volveremos a estar juntos.” Así, después de un largo debate, dándonos un
adiós recíproco me dejó un poco. Era exactamente la hora de la comida y la
familia venía a llamarme, y si bien me sentía en mí misma, pero me sentía
toda llena de sufrimiento, la cabeza no la aguantaba, lo amargo y lo dulce
bebido del costado de Jesús me daba tal saciedad y sufrimiento al mismo
tiempo, que me resultaba imposible poder tomar alguna otra cosa. La
palabra dada a Jesús me hacía sentirme entre espinas; así, con el pretexto de
que me dolía la cabeza dije a la familia: “Déjenme sola, que no quiero
nada.” Y así quedé libre de nuevo y en seguida empecé a llamar al dulce
Jesús, y Él siempre benigno ha regresado; ¿pero quién puede decir lo que
pasé hoy, cuántas gracias hizo Jesús a mi alma, cuántas cosas me hizo
entender? Es imposible poderlo expresar con palabras. Así, después de
estar un largo rato, Jesús para calmar mis sufrimientos, de su boca ha vertido
una leche dulce, y después hacia la noche me ha dejado dándome su palabra
de que pronto regresaría, y así me he encontrado de nuevo en mí misma,
pero un poco más libre de sufrimientos.
Mayo 16, 1899
Jesús habla de la cruz y se lamenta de las almas devotas.
Jesús ha seguido por otros días manifestándose del mismo modo, no
queriendo separarse de mí. Parecía que aquel poco de sufrimientos que
había vertido en mí lo atraían tanto, que no sabía estar sin mí. Esta mañana
ha vertido otro poco de amargura de su boca en la mía y después me ha
dicho:
“La cruz dispone al alma a la paciencia. La cruz abre el Cielo y une
juntos Cielo y tierra, esto es, Dios y el alma. La virtud de la cruz es potente
y cuando entra en un alma tiene la virtud de quitar la herrumbre de todas las
cosas terrenas; no sólo eso, sino que da el aburrimiento, el fastidio, el
desprecio de las cosas de la tierra, y a cambio le da el sabor, el agrado de las
cosas celestiales, pero por pocos es reconocida la virtud de la cruz, por eso la
desprecian.”
¿Quién puede decir cuántas cosas he comprendido de la cruz mientras
Jesús hablaba? El hablar de Jesús no es como el nuestro, que tanto se
entiende por cuanto se dice, sino que una sola palabra deja una luz inmensa,
que rumiándola bien podría hacer estar ocupado todo el día en profundísima
meditación, por eso si yo quisiera decirlo todo me extendería demasiado y
me faltaría el tiempo para hacerlo. Después de un poco Jesús ha regresado
de nuevo, pero un poco más afligido; yo rápidamente le he preguntado la
causa, y Jesús me ha hecho ver muchas almas devotas y me ha dicho:
“Hija mía, lo que miro en un alma es cuando se despoja de la propia
voluntad, entonces mi Voluntad la inviste, la diviniza y la hace toda mía.
Mira un poco a estas almas, se dicen devotas mientras las cosas van a su
modo, después una pequeña cosa, si no son largas sus confesiones, si el
confesor no las satisface, pierden la paz y algunas llegan a no querer hacer
ya nada más. Esto dice que no es mi Voluntad la que predomina, sino la de
ellas. Créeme entonces hija mía, han equivocado el camino, porque cuando
veo que en verdad quieren amarme, tengo tantos modos de poder dar mi
Gracia.”
Cuánta pena daba ver sufrir a Jesús por este tipo de gente. He buscado
compadecerlo por cuanto he podido y así ha terminado.
Mayo 19, 1899
La humildad da la seguridad de los favores celestiales.
Esta mañana sentía temor que no fuera Jesús sino el demonio que me
quería engañar. Entonces Jesús ha venido y viéndome con este temor me ha
dicho:
“La humildad es la seguridad de los favores celestiales, la humildad
viste al alma de tal seguridad que las astucias del enemigo no penetran
dentro, la humildad pone a salvo todas las gracias celestiales, tanto, que
donde veo la humildad hago correr abundantemente cualquier clase de
favores celestiales. Por eso no quieras inquietarte por esto, sino con ojo
simple mira siempre en tu interior si estás investida por la bella humildad, y
de todo lo demás no te preocupes.”
Después me ha hecho ver muchas personas religiosas, y entre ellas,
sacerdotes, también de santa vida, pero por cuan buenos fueran, no había en
ellos ese espíritu de simplicidad para creer en las tantas gracias y en los
tantos diversos modos que el Señor tiene con las almas. Y Jesús me ha
dicho:
“Yo me comunico a los humildes y a los sencillos porque pronto creen
en mis gracias y las tienen en gran estima, aunque sean ignorantes y pobres;
pero con estos otros que tú ves Yo soy muy reacio, porque el primer paso
que acerca el alma a Mí, es el creer; entonces sucede que estos, con toda su
ciencia, doctrina y hasta santidad, no prueban nunca un rayo de luz celestial,
esto es, caminan por el camino natural y jamás llegan a tocar ni siquiera por
un momento lo que es sobrenatural. Esta es también la causa de por qué en
el curso de mi Vida mortal no hubo ni siquiera un docto, un sacerdote, un
poderoso en mi seguimiento, sino todos ignorantes y de baja condición,
porque mientras más humildes y simples, son también más fáciles a hacer
grandes sacrificios por Mí.”
Mayo 23, 1899
Jesús bromea y habla del verdadero desapego.
Esta vez mi adorable Jesús quería jugar un poco; venía, hacía ver que
me quería escuchar, pero mientras me ponía a hablar, como un rayo
desaparecía. ¡Oh Dios, qué pena! Mientras mi corazón nadaba en esta pena
amarguísima de la lejanía de Jesús y estaba casi un poco inquieto, Jesús ha
regresado de nuevo diciéndome:
“¿Qué hay, qué hay? ¡Más tranquila, más calmada! Di, di, ¿qué
quieres?”
Pero en el momento de responderle ha desaparecido. Yo hacía cuanto
podía para calmarme, pero qué, después de algún tiempo mi corazón volvió
a no saber darse paz sin su único y solo consuelo y quizá más que antes.
Jesús volviendo de nuevo me ha dicho:
“Hija mía, la dulzura tiene la virtud de hacer cambiar la naturaleza a
las cosas, sabe convertir lo amargo en dulce, por eso, más dulce, más dulce.”
Pero no me dio tiempo de decir una sola palabra. Así he pasado esta
mañana.
Después de esto me he sentido fuera de mí misma junto con Jesús.
Había muchas personas, quien ambicionaba las riquezas, quien el honor,
quien la gloria y quien hasta la santidad, y tantas otras cosas, pero no por
Dios, sino para ser tomadas en cuenta como algo grande por las demás
criaturas. Jesús dirigiéndose a ellas, moviendo la cabeza les dijo:
“Qué tontos sois, os estáis formando la red para enredaros.”
Después, dirigiéndose a mí me ha dicho:
“Hija mía, por eso la primera cosa que tanto recomiendo es el desapego de
todas las cosas y hasta de sí mismo, y cuando el alma se ha despegado de
todo, no tiene necesidad de hacerse fuerza para estar lejos de todas las cosas
de la tierra, que por ellas mismas se ponen a su alrededor, pero viendo que
no son tomadas en cuenta, más bien despreciadas, dándole un adiós se
despiden para no darle más molestia.”
Mayo 26, 1899
Luisa ve su propia nada. Jesús le enseña
acerca del desprecio de uno mismo.
Esta mañana me encontraba en un aniquilamiento tal de mí misma, hasta
sentirme odiosa y fastidiada, me parecía ser la más abominable que se
pudiera encontrar; me veía como un pequeño gusano que se movía y se
movía pero siempre quedaba allí, en el fango, sin poder dar un paso. ¡Oh
Dios, qué miseria humana! No obstante después de tantas gracias que me
has dado, soy tan mala todavía. Y mi buen Jesús, siempre benigno con esta
miserable pecadora, ha venido y me ha dicho:
“El desprecio de ti misma sólo es loable cuando está bien investido por el
espíritu de Fe, pero cuando no está investido por el espíritu de Fe, en vez de
hacerte bien te podrá dañar, porque viéndote tal y como tú eres, que no
puedes hacer nada de bien, desconfiarás, permanecerás abatida, sin animarte
a dar un paso en el camino del bien, pero apoyándote en Mí, esto es,
invistiéndote del espíritu de Fe, vendrás a conocer y a despreciarte a ti, y al
mismo tiempo a conocerme a Mí, confiando del todo en poder obrar todo
con mi ayuda; y he aquí que haciendo de esta manera caminarás según la
verdad.”
Cuánto bien hizo a mi alma este hablar de Jesús, he comprendido que
debo entrar en mi nada y conocer quién soy yo, pero no debo detenerme ahí,
sino que en seguida, después de haberme conocido a mí misma, debo volar
al mar inmenso de Dios y ahí detenerme a tomar todas las gracias que se
necesitan para mi alma, de otra manera la naturaleza queda debilitada y el
demonio buscará medios para arrojarla en la desconfianza.
Sea siempre bendito el Señor y siempre sea todo para gloria suya.
Mayo 31, 1899
Jesús se lamenta del confesor.
Esta mañana, estando en mi habitual estado, mi adorable Jesús ha venido, y
al mismo tiempo vi al confesor. Jesús se mostraba un poco disgustado con
él, porque parecía que el confesor quería que todos aprobasen que lo mío era
obra de Dios, y casi quería convencer a otros sacerdotes con manifestarles
algunas cosas de mi interior. Jesús se ha vuelto al confesor y le ha dicho:
“Esto es imposible, hasta Yo tuve contrarios, y esto en personas de las
más notables y también sacerdotes y otras dignidades, tuvieron que decir
sobre mis santas obras, hasta tacharme de endemoniado. Estas oposiciones,
aun por personas religiosas, Yo las permito para hacer que a su tiempo
pueda relucir más la verdad. Que quieras hacerte aconsejar por dos o tres
sacerdotes de los más buenos y santos y aun doctos, para tener luz y hasta
para hacer lo que quiero Yo en las cosas que se deben hacer, como es el
consejo de los buenos y la oración, esto Yo lo permito, pero el resto no, no,
sería querer hacer un derroche de mis obras y ponerlas en burla, lo que
mucho me disgusta.”
Después me dijo a mí: “Lo que quiero de ti es un obrar recto y simple,
que del pro y del contra de las criaturas no te preocupes, déjalas pensar como
quieran, sin tomarte el más mínimo fastidio, pues el querer que todos sean
favorables es un querer desviarse de la imitación de mi Vida.”
Junio 2, 1899
Acerca del conocimiento de nosotros mismos.
Esta mañana mi dulcísimo Jesús quiso hacerme tocar con mis propias manos
mi nada. En el momento en que se hizo ver, las primeras palabras que me ha
dirigido han sido:
“¿Quién soy Yo, y quién eres tú?”
En estas dos palabras vi dos luces inmensas: En una comprendía a
Dios, en la otra veía mi miseria, mi nada. Me veía ser no otra cosa que una
sombra, como aquel reflejo que hace el sol al iluminar la tierra, que depende
del sol, y que pasando a otros puntos el reflejo termina de existir. Así mi
sombra, esto es, mi ser, depende del místico Sol Dios, y que en un simple
instante puede deshacer esta sombra. ¿Qué decir además de cómo he
deformado esta sombra que el Señor me ha dado, no siendo ni siquiera mía?
Da horror pensarlo, maloliente, putrefacta, toda agusanada, y sin embargo en
este estado tan horrendo estaba obligada a estar delante de un Dios tan santo,
¡oh, cómo habría estado contenta si me fuera dado esconderme en los más
oscuros abismos!
Después de esto Jesús me ha dicho: “El favor más grande que puedo
hacer a un alma es el hacerse conocer a sí misma. El conocimiento de sí y el
conocimiento de Dios van de la mano, por cuanto te conozcas a ti misma
otro tanto conocerás a Dios. El alma que se ha conocido a sí, viendo que por
sí misma no puede obrar nada de bien, esta sombra de su ser la transforma
en Dios y de esto sucede que en Dios hace todas sus operaciones. Sucede
que el alma está en Dios y camina junto a Él, sin mirar, sin investigar, sin
hablar; en una palabra, como muerta, porque conociendo a fondo su nada no
se atreve a hacer nada por sí misma, sino que ciegamente sigue las
operaciones del Verbo.”
A mí me parece que al alma que se conoce a sí misma le sucede como a esas
personas que van en un transporte, que mientras pasan de un lugar a otro sin
dar un paso por ellas mismas, hacen largos viajes, pero todo esto en virtud
del transporte que las lleva. Así el alma, metiéndose en Dios, como las
personas en el transporte, hace sublimes vuelos en el camino de la
perfección, pero conociendo plenamente que no ella, sino en virtud de aquel
Dios bendito que la lleva en Sí mismo. ¡Oh! cómo el Señor favorece,
enriquece, concede las gracias más grandes al alma que sabiendo que no a símisma, sino todo a Él atribuye. ¡Oh, alma que te conoces a ti misma, como
eres afortunada!
Junio 3, 1899
Jesús vierte sus amarguras en Luisa.
Esta mañana me encontraba en un mar de aflicción porque Jesús no
había venido aún, sentía tal pena, que me sentía arrancar el corazón. Cuando
ha venido el confesor para llamarme a la obediencia porque debía celebrar la
santa misa, y Jesús sin hacerse ver, ni siquiera una sombra como es su
costumbre, que cuando no viene se hace ver una mano o un brazo,
especialmente cuando es día de recibir la comunión, como esta mañana, Él
mismo viene, me purifica, me prepara para recibirlo a Él mismo
sacramentalmente. Y decía entre mí: “Esposo santo, Jesús amable, ¿por qué
no vienes Tú mismo a prepararme? ¿Cómo podré recibirte?” Mientras tanto
el tiempo ha llegado, el confesor ha venido y Jesús sin venir. ¡Qué pena
desgarradora, cuántas lágrimas amargas!
El confesor me ha dicho: “Lo verás en la comunión y le preguntarás
por obediencia el por qué no viene y qué cosa quiere de ti.”
Después de la comunión he visto a mi buen Jesús, siempre benigno
con esta miserable pecadora; me ha transportado fuera de mí misma y yo lo
tenía en brazos, era como niño, todo afligido. Yo, rápidamente he
comenzado a decirle: “Niñito mío, único y solo Bien mío, ¿cómo es que no
vienes? ¿En qué te he ofendido? ¿Qué cosa quieres de mí que me haces
llorar tanto?” Pero en el acto de decir esto, era tanta la pena, que con todo y
que lo tenía entre mis brazos continuaba llorando. Pero aun antes de que
terminara de decir la última palabra, Jesús acercando su boca a la mía ha
vertido sus amarguras, sin responderme una sola palabra. Cuando terminaba
de verter yo comenzaba de nuevo a decir, pero Jesús sin ponerme atención
se ponía de nuevo a verter en mí. Después de esto, sin responderme nada de
lo que yo quería me ha dicho:
“Hazme verter en ti, de otra manera, así como he destruido con el
granizo otros lugares, así destruiré los vuestros, por eso hazme verter y no
pienses en otra cosa.”
Así, sin decirme otra cosa ha terminado.
Junio 5, 1899
Luisa reza junto con Jesús.
Continúa aún el estado de aniquilamiento, pero hasta tal punto que no
osaba decir una palabra a mi amado Jesús. Pero esta mañana, Jesús teniendo
compasión de mi miserable estado, Él mismo ha querido aliviarme y he aquí
como: Mientras se hizo ver y yo me sentía toda aniquilada y avergonzada
delante de Él, Jesús se ha acercado a mí, pero tan estrechamente que meparecía que Él estuviese en mí y yo en Él, y me ha dicho:
“Hija mía amada ¿qué tienes que estás tan afligida? Dime todo, que te
contentaré y remediaré todo.”
Pero como continuaba viéndome a mí misma, como dije el día
anterior, entonces viéndome tan mala, ni siquiera he osado decirle nada, pero
Jesús replicó: “Pronto, pronto, dime que quieres, no tardes.”
Viéndome casi obligada y rompiendo en abundante llanto le he dicho:
“Jesús santo, como quieres que no esté afligida, después de tantas gracias no
debía ser tan mala, a veces aun las obras buenas que busco hacer, en las
mismas oraciones, mezclo tantos defectos e imperfecciones que yo misma
siento horror. ¿Qué será ante Ti que eres tan perfecto y santo? Y además, el
escasísimo sufrir en comparación con el de antes, tu gran tardanza en venir,
todo me dice claramente que mis pecados, mis grandes ingratitudes son la
causa, y que Tú enojado conmigo me niegas también el pan cotidiano que
Tú concedes a todos generalmente, como es la cruz, así que después
terminarás con abandonarme del todo. ¿Se puede dar tal vez mayor
aflicción que esta?” Jesús, compadeciéndome toda, me ha estrechado a su
corazón y me ha dicho:
“No temas, esta mañana haremos las cosas juntos, así Yo supliré a las
tuyas.”
Entonces me pareció que Jesús contenía una fuente de agua y otra de
sangre en su pecho, y en esas dos fuentes ha sumergido mi alma, primero en
el agua y después en la sangre. ¿Quién puede decir cómo ha quedado
purificada y embellecida mi alma? Después nos hemos puesto a rezar juntos
recitando tres ‘Gloria Patri’ y esto me ha dicho que lo hacía para suplir a mis
oraciones y adoraciones a la Majestad de Dios. ¡Oh, cómo era bello y
conmovedor rezar junto con Jesús! Después de esto Jesús me ha dicho:
“No te aflija el no sufrir, ¿quieres tú anticipar la hora designada por
Mí? Mi obrar no es apresurado, sino todo a su tiempo, cumpliremos cada
cosa a su debido tiempo.”
Después, por un hecho todo providencial, inesperadamente, habiendo
salido el Viático de la iglesia para ir a otros enfermos, recibí también yo la
comunión. ¿Quién puede decir todo lo que ha pasado entre Jesús y yo, los
besos, las caricias que Jesús me hacía? Es imposible poder decirlo todo. Me
parecía que después de la comunión veía la sagrada partícula, y ahora veía
en la partícula la boca de Jesús, ahora los ojos, ahora una mano y después se
hizo ver todo Él. Me ha transportado fuera de mí misma y ahora me
encontraba en la bóveda de los cielos y ahora me encontraba sobre la tierra,
en medio de los hombres, pero siempre junto con Jesús. Él de vez en cuando
iba repitiendo:
“¡Oh, cómo eres bella amada mía, si tú supieras cuánto te amo! Y tú,
¿cuánto me amas?”
Al oír que me decía estas palabras sentí tal confusión que me sentía
morir, pero con todo esto he tenido el valor de decirle: “Jesús mío, hermoso,
sí, te amo mucho, y Tú si verdaderamente me amas tanto, dime también:
¿Tú me perdonas por todo el mal que he hecho? Y también concédeme el
sufrir.”
Y Jesús: “Sí que te perdono y quiero contentarte con derramar en
abundancia mis amarguras en ti.”
Así Jesús ha vertido sus amarguras. Me parecía que tuviese una fuente
de amarguras en su corazón, recibidas por las ofensas de los hombres, y la
mayor parte la derramaba en mí. Después Jesús me ha dicho:
“Dime ¿qué otra cosa quieres?”
Y yo: “Jesús santo, te encomiendo a mi confesor, házmelo santo y
dale también la salud del cuerpo, y además, ¿es Voluntad tuya que venga
este sacerdote?”
Y Jesús: “Sí.”
Y yo: “Si fuera tu Voluntad lo harías estar bien.”
Y Él: “Estate quieta, no quieras investigar demasiado mis juicios.”
Y en ese mismo instante me hacía ver el mejoramiento de la salud del
cuerpo y la santidad del alma del confesor, y ha agregado:
“Tú quieres ser apresurada, pero Yo hago todo a su tiempo.”
Después le encomendé las personas que me pertenecen y pedí por los
pecadores diciendo a Jesús: “¡Oh, cuánto deseo que mi cuerpo se redujera
en pequeñísimos pedazos, con tal que los pecadores se convirtiesen!” Y
besé la frente, los ojos, el rostro, la boca de Jesús, haciendo varias
adoraciones y reparaciones por las ofensas que le hacían los pecadores. ¡Oh,
cómo estaba contento Jesús y yo también! Después, haciéndome prometer
por Jesús que no me volvería a dejar, he regresado en mí misma y así ha
terminado.
Junio 8, 1899
Luisa pide la conversión de todos, Jesús
le hace ver que casi nadie quiere salvarse.
Jesús se endulza tomando leche de sus pechos.
Mi adorable Jesús continúa haciéndose ver todo benignidad y dulzura.
Esta mañana mientras me encontraba junto con Él, de nuevo me ha repetido:
“Dime, ¿qué quieres?” Y yo en seguida le dije: “Querido Jesús mío, lo que
en verdad quisiera es que todo el mundo se convirtiera.” (Qué petición tan
disparatada) Pero aun así mi amante Jesús me ha dicho:
“Te contentaría con tal que todos tuvieran la buena voluntad de
salvarse, sin embargo para hacerte ver que de buena gana consentiría a todo
lo que has dicho, vayamos juntos en medio del mundo, y todos aquellos que
encontremos con la buena voluntad de salvarse, por cuan malos sean Yo te
los daré.”
Así hemos salido en medio de las gentes para ver quién tenía la buena
voluntad de salvarse, y con sumo disgusto nuestro encontramos un número
tan escaso, que da pena el sólo pensarlo. Y entre este escasísimo número
estaba mi confesor y la mayor parte de los sacerdotes y parte de las almas
devotas, pero no todos de Corato. Después me ha hecho ver las varias
ofensas que recibía; yo le he pedido que me hiciera partícipe de sus
sufrimientos, y Jesús ha vertido de su boca en la mía sus amarguras.
Después de esto me ha dicho:
“Hija mía, siento la boca demasiado amargada, anda, ¡ah! te pido que
la endulces.”
Yo le he dicho: “Con gusto te daría todo, pero no tengo nada, dime Tú
mismo qué cosa te podría dar.” Y Él me ha dicho:
“Hazme chupar la leche de tus pechos, y así podrás endulzarme.”
Y en el mismo instante de decirlo se ha acurrucado entre mis brazos y
se puso a chupar. Mientras esto hacía me ha venido un temor, que no fuese
el niño Jesús sino el demonio, por eso puse mi mano sobre su frente y le hice
la señal de la cruz: ‘Per signum Crucis.’ Y Jesús me miró todo festivo, y en
el acto mismo de chupar sonreía, y con aquellos ojos vivaces parecía que me
decía: “No soy demonio, no soy demonio.”
Después, cuando parecía que se había saciado, se puso de pie en mis
brazos y me besaba toda. Ahora, sintiéndome también yo la boca amarga
por las amarguras que había vertido en mí, me sentía venir las ganas de
chupar los pechos de Jesús, pero no me atrevía; entonces Jesús me ha
invitado a hacerlo y así he tomado valor y me he puesto a chupar, ¡oh, qué
dulzura de paraíso venía de aquel pecho santo! ¿Pero quién puede decirla?
Entonces me encontré en mí misma toda inundada de dulzuras y de
contentos.
Ahora explico que cuando Jesús chupa de mis pechos, el cuerpo no
participa para nada, pues es cuando me encuentro fuera de mí misma, parece
que la cosa sucede sólo entre el alma y Jesús, y Él cuando quiere hacer esto
es siempre como niño. Es tan cierto que es sólo el alma y no el cuerpo, que
cuando sucede esto yo me encuentro siempre, o en la bóveda del cielo, o
bien girando por otros puntos de la tierra. Ahora, como en algunas
ocasiones he dicho que regresando en mí misma sentía un dolor en aquella
parte en que el niño Jesús había chupado, es porque al chupar, a veces
parecía que lo hacía un poco fuerte, tanto, que parecía que con aquellas
chupadas quería jalar el corazón de dentro del pecho, por eso sentía
sensiblemente un dolor, y el alma regresando en mí misma lo participaba al
cuerpo.
Esto, además, sucede también en las otras cosas, como por ejemplo
cuando el Señor me transporta fuera de mí misma y me hace partícipe de la
crucifixión. Jesús mismo me extiende sobre la cruz, me traspasa las manos y
los pies con los clavos y siento un dolor tal que me siento morir, después,
encontrándome en mí misma, los siento muy bien en el cuerpo, tan es verdad
que no puedo mover los dedos, los brazos, y así de los demás sufrimientos
de los que el Señor me hace partícipe; si tuviera que decir todo me alargaría
demasiado.
Recuerdo también que mientras Jesús hacía esto de chupar mis pechos,
en ellos ponía la boca, pero del corazón era de donde me sentía salir aquella
cosa que chupaba, tanto, que mientras esto hacía, a veces me sentía arrancar
el corazón del pecho y algunas veces sintiendo vivísimo dolor le decía:
“Querido mío, de veras que eres demasiado impertinente, hazlo más quedo
pues me duele mucho.” Y Él se reía.
Así también cuando me encuentro yo chupando a Jesús, es de su
corazón que saco esa leche, o bien sangre, tanto que para mí es lo mismo
chupar de su pecho que si bebo de su costado. Agrego también otra cosa,
que el Señor de vez en cuando se digna verter de la boca una leche
dulcísima, o bien me hace beber de su costado su preciosísima sangre, y
cuando hace esto de querer chupar de mí, no chupa otra cosa que aquello
mismo que Él me ha dado, porque yo no tengo nada para endulzarlo, sino
mucho para amargarlo. Tan es verdad, que a veces en el momento mismoque Él chupaba de mí, yo chupaba de Él y advertía claramente que lo que
salía de mí no era otra cosa sino lo mismo que Él me daba. Parece que me
he explicado suficientemente por cuanto he podido.
Junio 9, 1899
Jesús le hace ver las ofensas que recibe.
Esta mañana la he pasado muy angustiada por la vista de las tantas
ofensas que hacían los hombres, especialmente por ciertas deshonestidades
horrendas. Cuánta pena daba a Jesús la pérdida de las almas, mucho más la
de un niño recién nacido que querían matar sin administrarle el santo
bautismo. A mí me parece que este pecado pesa tanto en la balanza de la
divina Justicia, que es de los que más claman venganza ante Dios, no
obstante muy frecuentemente se renuevan estas escenas dolorosas. Mi
dulcísimo Jesús estaba tan afligido que daba piedad. Viéndolo en tal estado
no me atreví a decirle nada y Jesús sólo me ha dicho:
“Hija mía, une tus sufrimientos con los míos, tus oraciones a las mías,
así, delante a la majestad de Dios son más aceptables y aparecen no como
cosas tuyas, sino como obras mías.”
Después ha seguido haciéndose ver otras veces, pero siempre en
silencio. Sea siempre bendito el Señor.
Junio 11, 1899
Efectos que recibirán aquellos que se acerquen a Luisa.
Mi dulce Jesús continúa haciéndose ver poquísimas veces y casi
siempre en silencio. Mi mente me la sentía toda confundida y llena de temor
de perder a mi solo y único Bien y por tantas otras cosas que no es necesario
decir aquí. ¡Oh Dios, qué pena! Mientras estaba en este estado, en cuanto
se hizo ver, parecía que traía una luz, y de esta luz salían muchos globitos de
luz y Jesús me ha dicho:
“Quita todo temor de tu corazón. Mira, te he traído este globo de luz
para ponerlo entre tú y Yo y entre aquellos que se acercan a ti. A aquellos
que se te acerquen con corazón recto y para hacerte el bien, estos globitos de
luz que salen penetrarán en sus mentes, descenderán en sus corazones y los
llenarán de gozo y de gracias celestiales y comprenderán con claridad lo que
obro en ti; aquellos que vengan con otras intenciones experimentarán lo
contrario, y por estos globitos de luz quedarán deslumbrados y
confundidos.”
Así he quedado más tranquila. Sea todo para gloria de Dios.
Junio 12, 1899
Jesús mismo prepara a Luisa para recibirlo en la comunión.
Esta mañana, debiendo recibir la comunión, estaba pidiendo al buen Jesús
que viniera Él mismo a prepararme antes de que viniera el confesor para
celebrar la santa misa; ¿de otra manera cómo podré recibirte, siendo tan
mala y estando indispuesta? Mientras esto hacía, mi dulce Jesús se ha
complacido en venir; en el momento mismo en que lo vi me parecía que no
hacía otra cosa que saetearme con sus miradas purísimas y resplandecientes
de luz. ¿Quién puede decir lo que obraban en mí aquellas miradas
penetrantes que no dejaban escapar ni siquiera la sombra de un pequeño
defecto? Es imposible poderlo decir; es más, habría querido dejar todo esto
en silencio, porque las operaciones internas de la Gracia difícilmente se
saben exponer tal cual son con la boca, parece más bien que se desfiguran,
pero la señora obediencia no quiere, y cuando es por ella se necesita cerrar
los ojos y ceder sin decir nada más, de otra manera, ¡ay! por todas partes,
porque siendo señora, por sí misma se hace respetar.
Entonces sigo diciendo: “En la primera mirada le he pedido a Jesús
que me purificase, y así me parecía que de mi alma se sacudiera todo lo que
la ensombrecía. En la segunda mirada le he pedido que me iluminara,
porque ¿en qué le aprovecha a una piedra preciosa ser pura si no está
resplandeciente para atraer las miradas de aquellos que la miran? La
mirarán, sí, pero con ojos indiferentes. Tanto más Yo, que no sólo debía ser
mirada, sino identificada con mi dulce Jesús, tenía necesidad de aquella luz
que no sólo me volvía el alma resplandeciente, sino que me hacía entender la
gran acción que estaba por realizar; por eso no me bastaba ser purificada,
sino también iluminada; entonces Jesús en aquella mirada parecía que me
penetrara, como la luz del sol penetra el cristal. Después de esto, viendo que
Jesús seguía mirándome le he dicho: “Amantísimo Jesús, ya que te has
complacido primero en purificarme y después en iluminarme, dígnate ahora
santificarme, mucho más que debiendo recibirte a Ti, que eres el santo de los
santos, no es justo que yo sea tan diversa de Ti.”
Entonces Jesús, siempre benigno hacia esta miserable, se inclinó hacia
mí, tomó mi alma entre sus brazos y parecía que con sus propias manos toda
la retocaba. ¿Quién puede decir lo que obraban en mí aquellos toques de
esas manos creadoras? Cómo mis pasiones ante aquellos toquidos se ponían
en su puesto, mis deseos, inclinaciones, afectos, latidos y mis demás
sentidos, santificados por aquellos toquidos divinos se cambiaban en algo
totalmente diferente y unidos entre ellos, no más discordantes como antes,
formaban una dulce armonía al oído de mi amado Jesús; me parecía que
fueran tantos rayos de luz que herían su corazón adorable, ¡oh! cómo se
recreaba Jesús y que momentos felices han sido para mí. ¡Ah! yo
experimentaba la paz de los santos, para mí era un paraíso de contentos y de
delicias.
Después de esto parecía que Jesús vestía a mi alma con el vestido de la
Fe, de la Esperanza y de la Caridad, y en el acto mismo que me vestía, Jesús
me sugería el modo como debía ejercitarme en estas tres virtudes. Ahora,
mientras estaba haciendo esto, Jesús, mandando otro rayo de luz me ha
hecho entender mi nada, ¡ah! me parecía que fuera como un grano de arena
en medio de un vastísimo mar, cual es Dios, y este pequeño grano iba a
perderse en aquel mar inmenso, pero se perdía en Dios. Después me ha
transportado fuera de mí misma, llevándome entre sus brazos y me iba
sugiriendo varios actos de contrición de mis pecados; recuerdo solamente
que he sido un abismo de iniquidad. ¡Señor, cuántas negras ingratitudes he
tenido hacia Ti!
Mientras hacía esto he mirado a Jesús y tenía la corona de espinas en
la cabeza, extendí la mano y se la quité diciéndole: “Dame a mí las espinas,
¡oh! Jesús, que soy pecadora, a mí me convienen las espinas, no a Ti que
eres el justo, el santo.” Así Jesús mismo la ha clavado sobre mi cabeza.
Después, no sé como, desde lejos vi al confesor, en seguida le pedí a Jesús
que fuera a preparar al confesor para poder recibirlo en la comunión;
entonces parecía que Jesús iba con él. Después de un poco ha regresado y
me ha dicho:
“Uno quiero que sea el modo de tratar entre Yo y tú y el confesor y así
quiero también de él, que te mire y trate contigo como si fueras otro Yo,
porque siendo tú víctima como fui Yo, no quiero diferencia alguna, y esto
para hacer que todo sea purificado y que en todo resplandezca sólo mi
Amor.”
Yo le he dicho: “Señor, esto parece imposible, que pueda tratar con el
confesor como lo hago contigo, especialmente al ver la inestabilidad.”
Y Jesús: “Sin embargo es así, la verdadera virtud, el verdadero amor,
todo hace desaparecer, todo destruye y con una maestría que encanta, en
todo su obrar no hace resplandecer otra cosa que sólo Dios y todo lo mira en
Dios.”
Después de esto ha venido el confesor para llamarme a la obediencia y
así celebrar la santa misa, y por esto ha terminado. Entonces he escuchado
la santa misa y recibí la comunión. ¿Quién puede decir la intimidad que ha
habido entre Jesús y yo? Es imposible poderla manifestar, no tengo palabras
para hacerme entender, por eso lo dejo en silencio.
Junio 14, 1899
Expectación. Jesús quiere castigar.
Esta mañana el amantísimo Jesús no venía, y en mi interior iba pensando:
¿Cómo es que no viene? ¿Qué hay de nuevo? ¡Ayer vino frecuentemente, y
hoy ya es tarde y no se hace ver aún, qué dolor, cuánta paciencia se necesita
con Jesús! Todo mi interior me parecía que se levantara en armas porque
querían a Jesús y me hacían una guerra que me daba penas de muerte. La
voluntad, como superior a todo, buscaba poner paz con persuadir a mis
sentidos, inclinaciones, deseos, afectos y a todo el resto de aquietarse,
porque Jesús debía venir. Así, después de un largo penar, Jesús ha venido
trayendo una taza en la mano, llena de sangre coagulada, putrefacta y
pestilente y me ha dicho:
“Mira esta taza de sangre, la derramaré sobre el mundo.”
Mientras así decía, ha venido la Mamá, la Virgen Santísima, y junto
con Ella mi confesor y pedían a Jesús que no lo derramara sobre el mundo,
sino que me la hiciera beber; el confesor le ha dicho: “Señor, ¿en qué
aprovecha tenerla como víctima si no quieres derramarla sobre de ella?
Absolutamente quiero que la hagas sufrir y perdones a la gente.”
La Mamá lloraba e insistía ante Jesús, y ante el confesor para que no
desistiera de rogar hasta que Jesús no se hubiera contentado con aceptar el
cambio. Jesús insistía en que la quería derramar sobre todo el mundo y
parecía que se enfadaba. Yo me veía toda confundida, no sabía decir nada
porque era tanto el horror que se sentía al ver aquella tasa llena de sangre tan
espantosa, que daba estremecimiento en toda la naturaleza, ¿qué sería el
beberla? Sin embargo estaba resignada, porque si el Señor me la hubiera
dado la habría aceptado. ¿Quién puede decir, además, los castigos que se
contenían en aquella sangre si el Señor la derramara en el mundo?
Precisamente desde este día parece que tiene preparada una granizada que
hará mucho daño, y parece que debe continuar los días siguientes.
Después, Jesús parecía un poco más calmado, tanto que parecía que
abrazaba al confesor porque le había rogado en aquel modo, pero sin llegar a
ninguna determinación si la debe derramar sobre las gentes o no. Así ha
terminado, dejándome una pena indescriptible por lo que podrá suceder.
Junio 16, 1899
Luisa obtiene que Jesús perdone en
parte los castigos para su ciudad.
Jesús continúa haciéndose ver que quiere castigar. Yo le he rogado que
vertiera en mí sus amarguras para librar a todo el mundo, y si esto no fuese
posible, al menos a aquellos que me pertenecen y a mi ciudad. A esta
intención parecía que se unía también la intención del confesor, así parecía
que Jesús, vencido por las oraciones, ha derramado un poco de su boca, pero
no aquella taza descrita antes. Este poco que ha vertido, parecía que lo hacía
para librar en algún modo a mi ciudad, pero no del todo, y a aquellos que me
pertenecen.
Sin embargo esta mañana yo he sido causa de hacer afligir a Jesús,
pues como después de haber vertido lo he visto más tranquilo, sin pensarlo
le he dicho: “Amable Jesús mío, te pido que me liberes del fastidio que doy
al confesor, de hacerlo venir todos los días. ¿Qué te cuesta a Ti el liberarme,
que Tú mismo me pongas en los sufrimientos y Tú mismo me liberes?
Ciertamente que no te cuesta nada y si quieres todo puedes.” Mientras esto
le decía, Jesús ponía un rostro tan afligido, que esa aflicción me la sentía
penetrar hasta en lo íntimo de mi corazón y sin decirme palabra ha
desaparecido. Cómo he quedado mortificada al pensar especialmente que no
vendría más, lo sabe sólo el Señor, pero poco después ha regresado, pero con
mayor aflicción, trayendo un rostro todo hinchado y lleno de sangre, porque
en ese momento le habían hecho aquellas ofensas; Jesús, todo triste ha
dicho:
“¿Ves lo que me han hecho, cómo dices que no quieres que castigue a
las criaturas? Los castigos son necesarios para humillarlas y no dejarlas
enorgullecerse más.”
Junio 17, 1899
Contiende con Jesús y lo convence de no dormir.
Continúa siempre lo mismo, pero especialmente esta mañana he
estado contendiendo con mi amado Jesús. Él que quería continuar
mandando el granizo como ha hecho en días pasados, y yo que no quería;
cuando en lo mejor de esta contienda, parecía que se preparaba un temporal
y daba ordenes a los demonios que destruyeran con el flagelo del granizo
varios lugares. En ese momento veía que de lejos me llamaba el confesor
dándome la obediencia de que fuera a poner en fuga a los demonios para no
dejarlos hacer nada. Mientras he salido para ir, Jesús vino a mi encuentro
haciéndome volver atrás y yo le he dicho: “Señor bendito, no puedo, porque
es la obediencia la que me ha mandado y Tú sabes que yo y Tú debemos
ceder ante esta virtud, sin podernos oponer.”
Entonces Jesús: “Bien, lo haré Yo por ti.”
Y así ha ordenado a los demonios que se fueran a lugares más lejanos
y que por ahora no tocaran las tierras pertenecientes a nuestra ciudad.
Después me dijo a mí: “Volvamos.”
Así hemos regresado, yo a la cama y Jesús junto a mí. Apenas hemos
llegado Jesús quería reposar, diciendo que estaba muy cansado, yo lo he
detenido diciéndole: “¿Quién sabe que es este sueño que quieres hacer? Y
además, qué bonita obediencia me has hecho hacer porque quieres dormir.
¿Esto es lo mucho que me quieres, y que quieres contentarme en todo?
¿Quieres dormir? Duerme pues, basta que me des tu palabra que no harás
nada.” Entonces, disgustándose por mi descontento me ha dicho:
“Hija mía, no obstante quisiera contentarte, hagamos así: Salgamos
juntos de nuevo entre la gente, y a aquellos que veamos que es necesario
castigar por sus tantas acciones infames, y que quizá al menos bajo el flagelo
se arrepentirán, al que tú quieras de ellos y a aquellos que es menos
necesario castigar y que tú no quieras que los castigue, Yo los libraré.”
Y yo: “Señor, gracias te doy por tu suma bondad al quererme
contentar, pero con todo y esto no puedo hacer lo que me dices, no siento la
fuerza de poner mi voluntad para castigar a ninguna de tus criaturas, y
además, ¿qué tormento será para mi pobre corazón cuando oiga que tal
persona o aquella otra ha sido castigada y que yo puse mi voluntad? Jamás
sea, jamás sea, ¡oh Señor!”
Después ha venido el confesor para llamarme en mí misma y así ha
terminado.
Junio 19, 1899
Quien se hace desaparecer jamás comete pecados.
Habiendo pasado ayer una jornada de purgatorio por la privación casi
total de mi sumo Bien, y por las tantas tentaciones que me ponía el demonio,
me parecía que cometía muchos pecados. ¡Oh Dios, qué pena el ofender a
Dios!
Esta mañana, en cuanto vi a Jesús, rápidamente le he dicho: “Jesús
bueno, perdóname los tantos pecados que hice ayer.” Y quería decirle todo
el mal que sentía que había hecho. Él, interrumpiéndome me ha dicho:
“Si te haces desaparecer a ti misma, no cometerás pecados jamás.”
Yo quería seguir hablando, pero Jesús haciéndome ver muchas almas
devotas y mostrándome que no quería oír lo que le quería decir, ha
continuado diciendo:
“Lo que más me disgusta de estas almas es la inestabilidad en hacer el
bien, basta una pequeña cosa, un disgusto, aun un defecto, mientras que es
entonces el tiempo más necesario para estrecharse más a Mí; éstas en
cambio se irritan, se molestan y dejan a medias el bien comenzado. Cuántas
veces les he preparado gracias para dárselas, pero viéndolas tan inestables,
he sido obligado a retenerlas.”
Después, conociendo que no quería saber nada de lo que quería decirle
y viendo que mi confesor estaba un poco mal en el cuerpo, he rogado
largamente por él, y le hacía a Jesús varias preguntas que no es necesario
decir aquí. Y Jesús, benignamente me ha respondido a todo y así ha
terminado.
Junio 20, 1899
Cómo todo está en el amor.
Continúa casi siempre lo mismo. Esta mañana, parece que Jesús ha querido
aliviarme un poco, después de que por algún tiempo he ido en busca de Él.
De lejos vi a un niño y como rayo que cae del cielo acudí, en cuanto llegué
lo he tomado entre mis brazos y viniéndome una duda de que no fuera Jesús
le he dicho:
“Tesorito mío querido, dime, ¿quién eres?”
Y Él: “Yo soy tu querido y amado Jesús.”
Y yo a Él: “Niñito mío hermoso, te pido que tomes mi corazón y lo
lleves contigo al paraíso, pues junto con el corazón se irá mi alma.”
Parecía que Jesús tomase mi corazón y lo unía de tal manera al suyo,
que se hacían uno solo. Después se ha abierto el Cielo, pareciendo que se
preparaba a una fiesta grandísima; en el mismo momento descendió del
Cielo un joven de hermoso aspecto, todo centelleante de fuego y llamas.
Jesús me ha dicho:
“Mañana es la fiesta de mi querido Luis, debo asistir.”
Y yo: “Entonces a mí me dejas sola, ¿cómo haré?”
Y Él: “También tú vendrás, mira cómo es bello Luis, pero lo que fue
más en él, que lo distinguió en la tierra, era el amor con el cual obraba, todo
era amor en él, el amor le ocupaba el interior, el amor lo circundaba en el
exterior, así que también el respiro se podía decir que era amor, por eso de él
se dice que no sufrió jamás distracción, porque el amor lo inundaba por
todas partes y por este amor será inundado eternamente, como tú ves.”
Y así parecía que era tan grandísimo el amor de San Luis, que podía
incinerar a todo el mundo. Después Jesús ha agregado:
“Yo paseo sobre los montes más altos y en ellos formo mi delicia.”
Yo no entendí el significado, y ha continuado diciendo:
“Los montes más altos son los santos que más me han amado, y Yo
hago de ellos mi delicia cuando están sobre la tierra y cuando pasan al Cielo,
así que el todo está en el amor.”
Después de esto pedí a Jesús que me bendijera y a aquellos que en ese
momento veía, y Él dando la bendición ha desaparecido.
Junio 21, 1899
Temores. Jesús le promete no dejarla jamás.
Como Jesús no venía, estaba pensando entre mí: “Quién sabe, a lo
mejor Jesús no viene más y me deja abandonada.” Y no decía otra cosa que:
“¡Ven mi amado, ven!” De improviso ha venido y me ha dicho:
“No te dejaré, jamás te abandonaré; también tú, ven, ven a Mí.”
Yo en seguida he corrido para meterme en sus brazos, y mientras
estaba así Jesús ha vuelto a decir:
“No sólo no te dejaré a ti, sino que por amor tuyo no dejaré Corato.”
Después, casi sin darme cuenta, en un instante desapareció y yo quedé
deseándolo más que antes e iba diciendo: “¿Qué me has hecho? ¿Cómo tan
pronto te has ido sin ni siquiera decirme adiós?”
Mientras desahogaba mi pena, la imagen del Niño Jesús que tengo
cerca de mí parecía que se hacía viva y de vez en cuando sacaba la cabeza de
la cubierta de cristal para ver que cosa hacía yo, cuando veía que me daba
cuenta, en seguida se metía. Yo le he dicho: “Se ve que eres demasiado
impertinente y que quieres portarte como niño, yo me siento enloquecer por
la pena de que no vienes y Tú te pones a jugar, bueno pues, juega y bromea
también, que yo tendré paciencia.”
Junio 22, 1899
Jesús juega y le hace bromas.
Esta mañana mi dulce Jesús quería continuar entreteniéndose y
queriendo bromear, venía, me ponía sus manos en la cara como si quisiera
hacerme una caricia, pero en el momento de hacerla desaparecía, de nuevo
venía, extendía sus brazos hacia mi cuello en acto de quererme abrazar, pero
mientras extendía los míos para abrazarlo, me huía como un relámpago, sin
poderlo encontrar, ¿quién puede decir las penas de mi corazón? Mientras mi
pobre corazón nadaba en este mar de dolor inmenso, hasta sentirme
desfallecer, ha venido la Mamá Reina trayéndolo como niño entre sus brazos
y así nos hemos abrazado los tres juntos, la Mamá, el Hijo y yo, entonces
tuve tiempo de decirle: “Señor mío Jesús, me parece que has retirado tu
Gracia de mí.”
Y Él: “¡Tonta, tontita que eres! ¿Cómo dices que te he retirado mi
Gracia mientras estoy en ti? ¿Y qué cosa es mi Gracia sino Yo mismo?”
He quedado más confundida que antes viendo que no sabía hablar y
que en aquellas dos palabras que había dicho, no había dicho otra cosa que
desatinos. Después la Reina Madre ha desaparecido y Jesús parecía que se
encerraba dentro de mi interior y ahí se quedaba.
Hoy, después de la meditación, se hacía ver que dormía dentro de mí,
yo lo estaba mirando, deleitándome en su bello rostro pero sin despertarlo,
contenta de verlo al menos, cuando en un instante ha venido de nuevo la
bella Mamá Reina, lo ha tomado de dentro de mi corazón, moviéndolo todo
de prisa para despertarlo, después de despertarlo lo ha puesto de nuevo en
mis brazos diciéndome: “Hija mía, no lo dejes dormir, porque si duerme vas
a ver lo que sucederá.” Era un temporal lo que se preparaba. Así el niño,
medio durmiendo, ha puesto sus manitas en mi cuello y estrechándome me
ha dicho:
“Mamá mía, mamá mía, déjame dormir.”
Y yo: Niño, niño mío bello, no soy yo quien no quiere dejarte dormir,
es nuestra Señora Mamá la que no quiere, y yo te pido que la contentes;
ciertamente que nada se le niega a la Mamá, y sobre todo a esa Mamá.
Después de haberlo tenido despierto unos momentos ha desaparecido
y así ha terminado.
Junio 23, 1899
Ve al confesor junto con Jesús y pide por él.
Habiendo escuchado la santa misa y recibido la comunión, mi amante
Jesús se hacía ver desde dentro de mi corazón, después me he sentido salir
fuera de mí misma, pero sin Jesús. He visto a mi confesor, y como él me
había dicho que después de la comunión vendría Nuestro Señor y que le
pidiera por él, entonces en cuanto lo vi le dije: “Padre, usted me dijo que
Jesús debía venir y no ha venido.” Y él me ha dicho:
“Porque no lo sabes encontrar, por eso dices que no ha venido, mira
bien, pues está en tu interior.”
Miré en mí y vi los pies de Jesús que salían de mi interior, en seguida
los tomé con la mano y saqué a Jesús, lo abracé y viéndolo con la corona de
espinas en la cabeza se la quité y se la di en la mano al confesor diciéndole
que la clavara en mi cabeza y así lo hizo, pero qué, por cuanta fuerza hacía
no lograba hacer penetrar ni una sola espina; yo le he dicho: “Más fuerte, no
tema que yo vaya a sufrir mucho, porque como usted ve está Jesús que me
da la fuerza.” Pero por más que intentaba, todo resultaba inútil; entonces me
ha dicho: “No está en mis fuerzas el poder hacer esto, porque siendo hueso
lo que deben penetrar estas espinas, yo no las tengo.” Entonces me he
dirigido a mi dulce Jesús diciendo: “Tú ves que el padre no sabe ponerla,
introdúcela un poco Tú mismo.” Y Jesús extendió sus manos y en un
instante ha hecho penetrar en mi cabeza todas aquellas espinas, con
inexpresable dolor y contento.
Después de esto, junto con el confesor hemos pedido a Jesús que
derramara sus amarguras en mí para librar a las gentes de tantos flagelos que
está mandado sobre ellas, como hoy, que estaba preparada una granizada un
poco lejos de nosotros; entonces el Señor para condescender a nuestras
oraciones, ha derramado un poco.
Además de esto, como seguía viendo al confesor, he comenzado a
rogar a Jesús por él diciéndole: “Mi buen y amado Jesús, te pido que
concedas la gracia a mi confesor de hacerlo todo tuyo, según tu corazón, y al
mismo tiempo dale la salud corporal. Tú has visto como ha cooperado junto
conmigo a aliviarte, tanto la cabeza de las espinas como en hacerte verter tus
amarguras, y si no ha tenido éxito en clavarme las espinas en la cabeza, no
ha sido por no aliviarte, ni por su voluntad, sino porque no tenía la fuerza;
por eso, también por esto me debes escuchar; así que dime, oh mi solo y
único Bien, ¿lo harás estar bien tanto en el alma como en el cuerpo?”
Pero Jesús me oía y no me respondía, y yo más me esmeraba en
rogarle diciendo: “Esta mañana no te dejaré ni dejaré de rogar si no me das
tu palabra de que me oirás favorablemente en lo que te pido para él.”
Pero Jesús no decía una palabra. De repente nos encontramos
rodeados de personas, estas parecía que se sentaban alrededor de una mesa,
comiendo, y en ella también estaba mi porción, y Jesús me ha dicho:
“Hija mía, tengo hambre.”
Y yo: “Mi porción te la doy, ¿no estás contento?”
Y Jesús: “Sí, pero no quiero que vean que estoy aquí.”
Y yo: “Está bien, haré ver que la tomo para mí, y sin que se den
cuenta te lo daré.” Y así lo hemos hecho.
Poco después, Jesús poniéndose de pie y acercando sus labios a mi
cara ha comenzado a hacer un ruido con su boca, como un sonido de
trompeta. Todas aquellas gentes palidecían y temblaban, diciendo entre
ellas: “¿Qué pasa, qué pasa? ¡Ahora moriremos!”
Yo le he dicho: “Señor mío Jesús, ¿qué haces? Cómo, hasta ahora no
querías ser visto y luego te pones a hacer ruido, estate quieto, estate quieto,
no hagas que la gente tenga miedo, ¿no ves cómo todos se espantan?”
Y Jesús: “Ahora es nada, ¿qué será cuando de repente haga sonar más
fuerte? Será tal el temor del que serán presa, que muchos y muchos dejarán
la vida.”
Y yo: “Adorable Jesús mío, ¿qué dices? Siempre en eso, que quieres
hacer justicia, pero no, misericordia, misericordia te pido para tu pueblo.”
Después, tomando su aspecto dulce y benigno, y volviendo a ver al
confesor, he comenzado de nuevo a importunarlo y Jesús me ha dicho:
“Haré con tu confesor como con aquel árbol injertado, que no se
reconoce más el árbol viejo, tanto en el alma como en el cuerpo, y en prenda
de esto te he dado a ti en sus manos como víctima, para que se sirva de ello.”
Junio 25, 1899
Continúa en lo mismo y Jesús habla de la Fe.
Esta mañana Jesús continúa haciéndose ver de vez en cuando,
participándome un poco de sus sufrimientos y a veces veía al confesor con
Él, y como él me había dicho que rezara por ciertas necesidades suyas,
viéndolo junto con Nuestro Señor he comenzado a rogar a Jesús que le
concediera lo que él quería. Mientras yo le rogaba, Jesús, todo bondad se
dirigió al confesor y le ha dicho:
“Quiero que la Fe te inunde por todas partes, como aquellas barcas que
son inundadas por las aguas del mar, y como la Fe soy Yo mismo, siendo
inundado por Mí, que todo poseo, puedo y doy libremente a quien en Mí
confía, sin que tú pienses en lo que vendrá y al cuando y el como y que
harás, Yo mismo, según tus necesidades me prestaré a socorrerte.”
Después ha agregado: “Si te ejercitas en esta Fe, casi nadando en ella,
en recompensa te infundiré en el corazón tres gozos espirituales: El primero
es que penetrarás las cosas de Dios con claridad y al hacer cosas santas te
sentirás inundado por una alegría, por un gozo tal, que te sentirás como
empapado, y esto es la unción de mi Gracia.
El segundo es un fastidio de las cosas terrenas y sentirás en tu corazón
alegría por las cosas celestiales.
El tercero es un desapego total de todo, y en donde antes sentías
inclinación, sentirás un fastidio, como desde hace tiempo lo estoy
infundiendo en tu corazón, y tú ya lo estás experimentando. Y por esto tu
corazón será inundado por la alegría que gozan las almas totalmente
desapegadas, que tienen su corazón tan inundado de mi Amor, que de las
cosas que las rodean externamente no reciben ninguna impresión.”
Julio 4, 1899
Jesús habla de la Mamá Celestial. Las turbaciones.
Esta mañana, habiéndome renovado Jesús las penas de la crucifixión
se encontraba también nuestra Mamá Reina, y Jesús hablando de Ella ha
dicho:
“Mi propio reino estuvo en el corazón de mi Madre, y esto porque su
corazón no fue jamás ni mínimamente turbado, tanto, que en el mar inmenso
de la Pasión sufrió penas inmensas, su corazón fue traspasado de lado a lado
por la espada del dolor, pero no recibió ni un mínimo aliento de turbación.
Por eso, siendo mi reino un reino de paz, pude extender en Ella mi reino, y
sin encontrar ningún obstáculo pude libremente reinar.”
Habiendo venido Jesús más veces y viéndome toda llena de pecados le
he dicho: “Señor mío Jesús, me siento toda cubierta de llagas y pecados
graves; ah, te pido, ten piedad de esta miserable.”
Y Jesús: “No temas, que no hay culpas graves, y además, se debe
tener horror de la culpa, pero no turbarse, porque la agitación, de donde
venga, jamás hace bien al alma.”
Después ha agregado: “Hija mía, tú eres víctima como lo soy Yo, haz
que todas tus obras resplandezcan con mis mismas intenciones, puras y
santas, a fin de que encontrando en ti mi misma imagen pueda libremente
derramar el influjo de mis gracias, y adornada así podré ofrecerte como
víctima perfumada ante la divina Justicia.”
Julio 9, 1899
Jesús participa a Luisa sus penas.
Esta mañana Jesús ha querido renovarme las penas de la crucifixión,
primero me ha transportado fuera de mí misma, sobre un monte y me ha
preguntado si quería ser crucificada, yo le dije: “Sí Jesús mío, no deseo otra
cosa que la cruz.” Mientras esto decía se ha presentado una cruz grandísima,
y me ha extendido sobre ella y me clavó con sus propias manos. Qué penas
atroces sufría al sentirme traspasar las manos y los pies por aquellos clavos,
que por añadidura estaban despuntados, y para hacerlos penetrar costaba
trabajo y se sufría mucho, pero con Jesús todo resultaba tolerable. Después
de que ha terminado de crucificarme me ha dicho:
“Hija mía, me sirvo de ti para poder continuar mi Pasión. Como mi
cuerpo glorificado no es capaz de sufrir más, viniendo a ti me sirvo de tu
cuerpo como me serví del mío en el curso de mi Vida mortal, para poder
continuar sufriendo mi Pasión y así poderte ofrecer ante la divina Justicia
como víctima viviente de reparación y propiciación.”
Después de esto parecía que se abriese el Cielo y descendía una
multitud de santos, todos armados con espadas, una voz como de trueno
salió de entre aquella multitud, y decía: “Venimos a defender la Justicia de
Dios y a castigar a los hombres que tanto han abusado de su Misericordia.”
¿Quién puede decir lo que sucedía sobre la tierra en este descenso de los
santos? Sólo sé decir que quien guerreaba en un punto y quien en otro,
quien huía, quien se escondía, parecía que todos estaban consternados.
Julio 14, 1899
Jesús no puede dejar a quien lo ama.
Mi adorable Jesús continúa estos días haciéndose ver poquísimas
veces, su visita es como un rayo, que mientras se quiere seguir viéndolo
huye, y si alguna vez se detiene un poco es casi siempre en silencio; otras
veces dice alguna cosa, pero en cuanto se va me parece que se lleva esa
palabra junto con la luz que me viene de su palabra, tanto que después no
recuerdo nada de lo que ha dicho y mi mente queda en la misma confusión
de antes. ¡Qué miserable estado! Mi amado Jesús, ten piedad de esta
miserable, continúa haciendo uso de tu Misericordia. Ahora, para no
alargarme y decir día por día lo que he pasado, diré aquí todo junto, algunas
palabras que me ha dicho en estos días pasados.
Recuerdo que después de haber derramado lágrimas amarguísimas,
Jesús, haciéndose ver y yo lamentándome con Él porque me había dejado,
llamó a muchos ángeles y santos y dirigiéndose a ellos les dijo: “Oigan lo
que dice, que Yo la he dejado, díganle, ¿puedo Yo dejar a aquellos que me
aman? Ella me ha amado, ¿cómo puedo dejarla?” Y los santos estuvieron
de acuerdo con el Señor y yo quedé más humillada y confundida que antes.
En otra ocasión, diciéndole que: “Al final terminarás por dejarme del
todo.” Jesús me dijo:
“Hija, no puedo dejarte, y como prenda de esto he puesto en ti mis
sufrimientos.”
Después, encontrándome ocupada con el pensamiento: “Cómo has
permitido Señor que viniera el sacerdote, todo habría podido pasar entre Tú
y yo.” En un instante me he encontrado fuera de mí misma, extendida sobre
una cruz, pero no había ninguno que me pudiera clavar, yo he comenzado a
pedirle al Señor que viniera a crucificarme y Jesús ha venido y me ha dicho:
“Ve cómo es necesario que el sacerdote esté en medio de mis obras, y
esto es ayuda también para cumplir la crucifixión; es cierto que si no hay
nadie, por ti sola no puedes crucificarte, siempre se necesita de la ayuda de
los demás.”
Julio 18, 1899
Continúa casi siempre lo mismo. Esta vez me parecía que en mi
corazón estuviese Jesús Sacramentado, y desde la hostia santa esparcía
tantos rayos de luz en mi interior, y a mi corazón le salían tantos hilos de
luz, que se entrelazaban todos esos rayos de luz, me parecía que Jesús con su
Amor atraía todo mi corazón, y mi corazón con aquellos hilos atraía y ataba
a Jesús a estarse conmigo.
Julio 22, 1899
Cómo la cruz vuelve al alma transparente.
Esta mañana mi adorable Jesús se hacía ver con una cruz de oro
colgada del cuello, toda resplandeciente, y que al mirarla se complacía
inmensamente. De repente se ha encontrado presente el confesor y Jesús le
ha dicho: “Los sufrimientos de los días pasados han acrecentado el
resplandor a la cruz, tanto, que mirándola siento mucho agrado.”
Después se ha dirigido a mí y me ha dicho: “La cruz comunica tal
resplandor al alma, de volverla transparente, y así como cuando un objeto es
transparente se le pueden dar todos los colores que se quiera, así la cruz, con
su luz da todos los lineamientos y formas más bellas que se puedan
imaginar, no sólo por los demás sino también por la misma alma que los
experimenta. Además de esto, en un objeto transparente en seguida se
descubre el polvo, las pequeñas manchas y hasta cualquier oscurecimiento;
así es la cruz, como hace transparente al alma, en seguida le descubre los
pequeños defectos, las mínimas imperfecciones, tanto que no hay mano
maestra más hábil que la cruz para tener al alma preparada para volverla
digna habitación del Dios del Cielo.”
¿Quién puede decir lo que he comprendido de la cruz y cuán
envidiable es el alma que la posee?
Después de esto me ha transportado fuera de mí misma y me he
encontrado sobre una escalera altísima, bajo la cual había un precipicio, y
por añadidura los escalones de esta escalera eran movibles y tan estrechos
que apenas se podía apoyar la punta de los pies; lo que más daba terror era el
precipicio y el no poder encontrar apoyo de ningún tipo, y queriéndose
aferrar de los escalones, estos se caían junto; el ver que casi todas las demás
personas se caían infundía escalofrío en los huesos; sin embargo no se podía
evitar el pasar por aquella escalera. Entonces lo he intentado, pero en cuanto
subí dos o tres escalones, viendo el gran peligro que corría de caer en el
abismo, he comenzado a llamar a Jesús para que viniera en mi ayuda,
entonces, sin saber cómo he encontrado a Jesús junto a mí y me ha dicho:
“Hija mía, esto que tú has visto es el camino que recorren todos los
hombres en esta tierra; los escalones móviles sobre los que no pueden
apoyarse para tener un sostén son los apoyos humanos, las cosas terrenas,
que queriéndose apoyar sobre ellas, en vez de darles una ayuda les dan un
empujón para precipitarse más pronto en el infierno. El medio más seguro
es el caminar casi volando, sin apoyarse sobre la tierra, a fuerza de los
propios brazos, con los ojos en sí mismos, sin mirar a los demás y también
teniéndolos todos atentos a Mí, para tener ayuda y fuerza, así se podrá
fácilmente evitar el precipicio.”
Julio 28, 1899
La vida humana es un juego. También Jesús juega.
Esta mañana mi adorable Jesús ha venido con un aspecto admirable y
misterioso, traía en el cuello una cadena que pendía sobre todo el pecho, por
una parte se veía como un arco, por la otra parte de la cadena como una
aljaba llena de piedras preciosas y de gemas, que era uno de los más bellos
adornos al pecho de mi dulce Jesús y con una lanza en la mano. Mientras
estaba en este aspecto me ha dicho:
“La vida humana es un juego: quien juega el placer, quien el dinero y
quien la propia vida, y tantos otros juegos que hacen. También Yo me
deleito de jugar con las almas, ¿pero cuáles son estos juegos que hago? Son
las cruces que envío, si las reciben con resignación y me lo agradecen, Yo
me recreo y juego con ellas complaciéndome inmensamente, recibiendo por
ello gran honor y gloria y a ellas les hago hacer grandes adquisiciones.”
En el acto de decir esto ha comenzado a tocarme con la lanza, y todas
aquellas piedras preciosas que contenía la aljaba salían y se cambiaban en
tantas cruces y saetas que herían a las criaturas. Algunas, pero en número
muy escaso, se alegraban, las besaban y se lo agradecían, y venían a formar
un juego con Jesús; otras las tomaban y se las arrojaban en la cara a Jesús,
¡oh, cómo quedaba afligido y qué gran pérdida tenían esas almas! Después
Jesús ha agregado:
“Esta es la sed que grité en la cruz, porque no pudiendo satisfacerla
completamente entonces, me complazco en apagarla en las almas de mis
amados que sufren. Por lo tanto, sufriendo, vienes a dar un alivio a mi sed.”
Volviendo otras veces a rogarle que liberase al confesor porque sufría
me ha dicho:
“Hija mía, ¿no sabes tú que la marca más noble que puedo imprimir en
mis amados hijos es la cruz?”
Julio 30, 1899
Sobre la Caridad y sobre la estima de la palabra de Jesús.
Continua casi siempre lo mismo. Esta mañana, transportándome Jesús
según su costumbre fuera de mí misma, hemos pasado en medio de mucha
gente; la mayor parte de ellas estaban atentas a juzgar las acciones de los
demás, sin mirar las propias, y mi amado Jesús me ha dicho:
“El medio más seguro para ser recto con el prójimo, es no mirar en
absoluto lo que hacen, porque mirar, pensar y juzgar es lo mismo; además,
mirando al prójimo vienes a defraudar la propia alma, por lo que sucede que
no se es recto ni consigo mismo, ni con el prójimo, ni con Dios.”
Después de esto le he dicho: “Mi único Bien, ya hace tiempo que no
me has dado ni siquiera un beso.” Y así nos hemos besado, y queriéndome
casi corregir ha agregado:
“Hija mía, lo que te recomiendo es conservar y estimar mis palabras,
porque mi palabra es eterna y santa como Yo mismo, y conservándola en tu
corazón y aprovechándola, tendrás tu santificación y por ello recibirás en
recompensa un esplendor eterno, producido por mi palabra; haciendo de otra
manera tu alma recibirá un vacío y quedarás deudora de Mí.”
Julio 31, 1899
(Sin título)
Jesús ha venido esta mañana, pero siempre en silencio; yo estaba
contentísima por tener a mi tesoro Jesús, porque teniéndolo a Él tenía todos
mis contentos; al verlo comprendía muchas cosas de su belleza, de su
bondad y demás, pero como era todo por medio de la inteligencia y por vía
de comunicación intelectual, por eso la boca no sabe expresar nada, por eso
mejor hago silencio.
Agosto 1, 1899
Silencio y llanto de Jesús por las
criaturas. Habla acerca de la pureza.
Esta mañana, mi suavísimo Jesús transportándome fuera de mí misma
me hacía ver la corrupción en la cual ha caído el género humano. ¡Da horror
el pensarlo! Mientras me encontraba en medio de estas gentes, Jesús decía
casi llorando:
“¡Oh hombre, cómo te has desfigurado, deformado, desnoblecido!
¡Oh hombre, Yo te hice para que fueras mi templo vivo, y tú en cambio te
has hecho habitación del demonio! Mira, aun las plantas con estar cubiertas
de hojas, de flores y frutos, te enseñan la honestidad, el pudor que tú debes
tener de tu cuerpo, y tú habiendo perdido todo pudor y también la vergüenza
natural que deberías tener, te has vuelto peor que las bestias, tanto que no
tengo más a quien compararte. Tú eras mi imagen, pero ahora no te
reconoces más; es más, me das tanto horror por tus impurezas, que me da
náuseas el verte, y tú mismo me obligas a huir de ti.”
Mientras Jesús así decía, yo me sentía desgarrar por el dolor al ver tan
amargado a mi amado Jesús, por eso le he dicho: “Señor, tienes razón de
que no encuentras más nada de bien en el hombre y que ha llegado a tal
ceguera que no sabe ya, ni siquiera respetar las leyes de la naturaleza;
entonces si quieres ver al hombre, no harás otra cosa que mandar castigos,
por eso te pido que mires tu Misericordia y así será remediado todo.”
Mientras así decía, Jesús me ha dicho:
“Hija mía, dame tú un alivio a mis penas.”
Al decir esto se ha quitado la corona de espinas que parecía encarnada
en su adorable cabeza y me la ha clavado en la mía, yo sentía un dolor
fortísimo, pero estaba contenta de que Jesús se reconfortara. Después de
esto me ha dicho:
“Hija, Yo amo grandemente a las almas puras, y así como de las
impuras estoy obligado a huir, de las puras en cambio, como por un imán
soy atraído a hacer morada en ellas. A las almas puras con gusto les presto
mi boca para hacerlas hablar con mi misma lengua, así que no se fatigan
para convertir a las almas; en dichas almas Yo me complazco no sólo de
continuar en ellas mi Pasión, y así continuar aun la Redención, sino lo que es
más, me complazco sumamente de glorificar en ellas mis mismas virtudes.”
Agosto 2, 1899
Amenazas de castigos. Habla sobre la correspondencia.
Esta mañana mi adorable Jesús se hacía ver todo afligido y casi
enfadado con los hombres, amenazando con los acostumbrados castigos y de
hacer morir gente de improviso bajo rayos, granizadas y fuego. Yo le he
pedido mucho que se aplacara y Jesús me ha dicho:
“Son tantas las iniquidades que se elevan de la tierra al Cielo, que si
faltara por un cuarto de hora la oración, y almas que sean víctimas ante Mí,
Yo haría salir fuego de la tierra y con él inundaría a las gentes.”
Después ha agregado: “Mira cuántas gracias debía verter sobre las
criaturas, pero como no encuentro correspondencia estoy obligado a
retenerlas en Mí, es más, me las hacen cambiar en castigos. Pon atención tú,
hija mía, a corresponderme a las tantas gracias que estoy derramando en ti,
porque la correspondencia es la puerta abierta para dejarme entrar en el
corazón y ahí formar mi habitación. La correspondencia es como aquella
buena acogida, aquella estima que se da a las personas cuando vienen a
hacer una visita, de modo que atraídas por ese respeto, por esas maneras
afables que se usan con ellas, están obligadas a venir otras veces, y llegan a
no saberse separar. El todo está en corresponderme, y a medida que las
criaturas me corresponden y me tratan en la tierra, así Yo me comportaré
con ellas en el Cielo, haciéndoles encontrar las puertas abiertas, invitaré a
toda la corte celestial a acogerlos y los colocaré en el más sublime trono;
pero será todo lo contrario para quien no me corresponde.”
Agosto 7, 1899
Sobre la nada de nosotros mismos.
Esta mañana mi amable Jesús no venía, y después de tanto esperar y
esperar, finalmente ha venido; era tanta mi confusión y mi aniquilamiento
que no sabía decirle nada y Jesús me ha dicho:
“Por cuanto más te aniquiles y conozcas tu nada, tanto más mi
Humanidad, mandando rayos de luz, te comunicará mis virtudes.”
Yo le he dicho: “Señor, soy tan mala y fea que me doy horror a mí
misma, ¿qué será ante Ti?”
Y Jesús: “Si tú eres fea, soy Yo quien te puede volver bella.”
Y en el mismo momento de decir esto ha mandado una luz salida de Él
a mi alma, y parecía que le comunicaba su belleza, y después, abrazándome
ha comenzado a decir:
“Cómo eres bella, pero bella de mi misma belleza, por eso soy atraído
a amarte.”
¿Quién puede decir cómo he quedado confundida? Pero todo sea para
su gloria.
Agosto 8, 1899
El alma resignada está siempre en reposo.
Continúa haciéndose ver apenas y casi enojado con los hombres y por
más que le he pedido que derramara en mí sus amarguras ha sido imposible,
y sin prestarme atención a lo que le decía, me ha dicho:
“La resignación absorbe todo lo que puede ser de pena o de disgusto a
la naturaleza y lo convierte en dulce; y siendo mi Ser pacífico, tranquilo, de
modo que cualquier cosa que pueda suceder en el Cielo y en la tierra no
puede recibir ni siquiera el más mínimo aliento de turbación, entonces la
resignación tiene la virtud de injertar en el alma estas mismas virtudes mías.
El alma resignada está siempre en reposo, no sólo ella, sino que me hace
reposar tranquilamente también a Mí en ella.”
Agosto 10, 1899
Habla de la Justicia y cómo Jesús
queda herido por la simplicidad.
Esta mañana ha venido mi dulce Jesús, me ha transportado fuera de mí
misma y ha desaparecido; y habiéndome dejado sola he visto que de lo alto
del Cielo descendían como dos candelabros de fuego, y después
dividiéndose en muchos pedazos se formaban muchos rayos y granizadas
que descendían a la tierra y hacían una grandísima destrucción en plantas y
hombres; era tanto el horror y la furia del temporal, que ni siquiera se podía
rezar y las personas no podían llegar a sus casas. ¿Quién puede decir cómo
quedé asustada? Entonces me he puesto a rezar para aplacar al Señor y Él,
regresando, he visto que traía en la mano como una vara de hierro y en la
punta una bola de fuego y me ha dicho:
“Mi Justicia ha sido largamente retenida y con razón quiere tomar
venganza contra las criaturas, pues han osado destruir en ellas toda justicia.
¡Ah, sí, nada de justo encuentro en el hombre! Se ha desfigurado todo: en
las palabras, en las obras y en los pasos, todo es engaño, todo es fraude, todo
es injusto, así que penetrando en el corazón, interno y externo, no es otra
cosa que una bodega de vicios. ¡Pobre hombre, cómo te has reducido!”
Mientras así decía, la vara que tenía en la mano la movía en acto de
herir al hombre. Yo le he dicho: “Señor, ¿qué haces?”
Y Él: “No temas, mira, esta bola de fuego hará fuego, y no castigará
más que a los malos, los buenos no recibirán daño.”
Y yo he agregado: “¡Ah Señor! ¿Quién es bueno? Todos somos
malos, te pido que no nos mires a nosotros sino a tu infinita Misericordia, y
así quedarás aplacado por todos.” Después de esto ha agregado:
“Hija de la Justicia es la verdad. Así como Yo soy Verdad eterna que
no engaño ni me pueden engañar, así el alma que posee la justicia hace
relucir en todas sus acciones la verdad; por lo tanto, conociendo por
experiencia la verdadera luz de la verdad, si alguien quiere engañarla, al
advertir la falta de la luz, que tiene en sí, pronto conoce el engaño, entonces
sucede que con esta luz de la verdad no se engaña a sí misma, ni al prójimo,
ni puede recibir engaño.
Fruto que produce esta justicia y esta verdad es la simplicidad, otra
cualidad de mi Ser, el ser simple, tanto, que penetro en todas partes, no hay
cosa que pueda oponerse a que Yo penetre dentro, penetro en el Cielo y en
los abismos, en el bien y en el mal, pero mi Ser simplísimo, penetrando aun
en el mal no se ensucia, es más, ni siquiera recibe la más mínima sombra.
Así el alma, con la justicia y con la verdad, recogiendo en sí este bello fruto
de la simplicidad penetra en el Cielo, se introduce en los corazones para
conducirlos a Mí, penetra en todo lo que es bien, y encontrándose con los
pecadores para ver el mal que hacen, no queda manchada, porque siendo
simple prontamente se libera sin recibir daño alguno. Es tan bella la
simplicidad, que mi corazón queda herido a una sola mirada de un alma
simple, y ella es causa de admiración a los ángeles y a los hombres.”
Agosto 12, 1899
Jesús transforma a Luisa toda en Sí y le enseña la Caridad.
Esta mañana mi adorable Jesús después que me ha hecho esperar por
algún tiempo, ha venido diciéndome:
“Hija mía, esta mañana quiero uniformarte toda a Mí: Quiero que
pienses con mi misma mente, que mires con mis mismos ojos, que escuches
con mis mismos oídos, que hables con mi misma lengua, que obres con mis
mismas manos, que camines con mis mismos pies, y que ames con mi
mismo corazón.”
Después de esto, Jesús unía sus sentidos mencionados arriba con los
míos, y veía que me daba su misma forma; no sólo eso, sino me daba la
gracia de usarlos como lo hizo Él mismo, y después ha continuado diciendo:
“Gracias grandes vierto en ti, te recomiendo que las sepas conservar.”
Y yo: “Temo mucho, oh mi amado Jesús, al conocerme que estoy
toda llena de miserias, y que en vez de hacer bien, hago mal uso de tus
gracias. Pero lo que más me hace temer es la lengua, que frecuentemente
me hace faltar en la caridad hacia el prójimo.”
Y Jesús: “No temas, te enseñaré Yo mismo el modo que debes tener
al hablar con el prójimo:
La primera cosa: Cuando se te dice algo respecto al prójimo, hecha
una mirada sobre ti misma y observa si tú eres culpable de ese mismo
defecto, y entonces el querer corregir es un querer indignarme y escandalizar
al prójimo.
La segunda: Si tú te ves libre de aquel defecto, entonces elévate y
busca hablar como habría hablado Yo, así hablarás con mi misma lengua.
Haciendo así jamás faltarás en la caridad del prójimo, es más, con tus
palabras harás bien a ti, al prójimo, y a Mí me darás honor y gloria.”
Agosto 13, 1899
Amenaza de castigos. Luisa intenta calmarlo.
Esta mañana Jesús continuaba haciéndose ver, amenazando siempre
con castigos, y mientras yo me ponía a rogarle que se aplacara, como un
relámpago desaparecía. La última vez que ha venido se hacía ver
crucificado, entonces me puse cerca para besar sus santísimas llagas,
haciendo varias adoraciones, pero mientras esto hacía, en vez de Jesucristo
he visto mi misma imagen. He quedado sorprendida y he dicho: “¡Señor!
¿Qué estoy haciendo? ¿A mí misma estoy haciendo las adoraciones? Esto
no se puede hacer.” En ese momento se ha cambiado en la persona de
Jesucristo y me ha dicho:
“No te asombres de que haya tomado tu misma imagen; si Yo sufro
continuamente en ti, ¿qué maravilla es que haya tomado tu misma forma? Y
además, ¿no es para hacerte imagen mía por lo que te hago sufrir?”
Yo he quedado toda confundida y Jesús ha desaparecido. Sea todo
para gloria suya, sea bendito siempre su santo nombre.
Agosto 15, 1899
Jesús le ordena la virtud de la Caridad.
Fiesta de la Mamá Celestial. Le da el
oficio de mamá en la tierra.
Esta mañana mi dulcísimo Jesús ha venido todo alegre, trayendo entre
las manos un ramo de bellísimas flores, y poniéndose en mi corazón, con
aquellas flores ahora se circundaba la cabeza, ahora las tenía entre sus
manos, recreándose y complaciéndose todo. Mientras se divertía con estas
flores, como si hubiera hecho una gran adquisición, se ha volteado hacia mí
y me ha dicho:
“Amada mía, esta mañana he venido para poner en orden en tu
corazón todas las virtudes. Las virtudes pueden estar separadas la una de la
otra, pero la Caridad ata y ordena todo. He aquí lo que quiero hacer en ti,
ordenar la Caridad.”
Yo le he dicho: “Solo y único Bien mío, ¿cómo puedes hacer esto
siendo yo tan mala y llena de defectos e imperfecciones? Si la Caridad es
orden, ¿estos defectos y pecados no son desorden que tienen todo en
desorden y revuelta mi alma?”
Y Jesús: “Yo purificaré todo y la Caridad pondrá todo en orden, y
además, cuando a un alma la hago partícipe de las penas de mi Pasión, no
puede haber culpas graves, a lo más algún defecto venial involuntario, pero
mi Amor siendo fuego consumará todo lo que es imperfecto en tu alma.”
Así parecía que Jesús me purificaba y ordenaba toda; después
derramaba como un río de miel de su corazón en el mío, y con esa miel
regaba todo mi interior, de modo que todo lo que estaba en mí quedaba
ordenado, unido, y con la marca de la Caridad.
Después de esto me he sentido salir fuera de mí misma en la bóveda
de los cielos, junto con mi amante Jesús; parecía que todo estaba en fiesta,
Cielo, tierra y purgatorio, todos estaban inundados de un nuevo gozo y
júbilo. Muchas almas salían del purgatorio y como rayos llegaban al Cielo
para asistir a la fiesta de nuestra Reina Mamá. También yo me ponía en
medio de aquella multitud inmensa de gente, es decir: ángeles, santos y
almas del purgatorio que ocupaban aquel nuevo Cielo, que era tan inmenso,
que el nuestro que vemos, comparado con aquél me parecía un pequeño
agujero, mucho más que tenía la obediencia del confesor. Pero mientras
hacía por mirar no veía otra cosa que un Sol luminosísimo que esparcía
rayos que me penetraban toda, de lado a lado, y me volvían como un cristal,
tanto que se descubrían muy bien los pequeños defectos y la infinita
distancia que hay entre el Creador y la criatura; tanto más que aquellos
rayos, cada uno tenía su marca: uno delineaba la Santidad de Dios, otro la
pureza, otro la Potencia, otro la Sabiduría, y todas las otras virtudes y
atributos de Dios; así que el alma viendo su nada, sus miserias y su pobreza,
se sentía aniquilada y en vez de mirar, se postraba con la cara en la tierra
ante aquel Sol eterno, ante el cuál no hay ninguno que pueda estar frente a
Él.
Pero lo más, era que para ver la fiesta de nuestra Mamá Reina, se
debía ver desde dentro de aquel Sol, tanto parecía inmersa en Dios la Virgen
Santísima, que mirando desde otros puntos no se veía nada. Ahora, mientras
me encontraba en estas condiciones de aniquilamiento ante el Sol Divino y
la Mamá Reina teniendo en sus brazos al niñito, Jesús me ha dicho:
“Nuestra Mamá está en el Cielo, te doy a ti el oficio de hacerme de
mamá en la tierra, y como mi Vida está sujeta continuamente a los
desprecios, a la pobreza, a las penas, a los abandonos de los hombres, y mi
Madre estando en la tierra fue mi fiel compañera en todas estas penas, y no
sólo eso, sino buscaba aliviarme en todo, por cuanto podían sus fuerzas, así
también tú, haciéndome de madre me harás fiel compañía en todas mis
penas, sufriendo tú en vez mía por cuanto puedas, y donde no puedas,
buscarás darme al menos un consuelo. Debes saber que te quiero toda atenta
y ocupada en Mí. Seré celoso aun de tu respiro si no lo haces por Mí, y
cuando vea que no estás toda atenta para contentarme, no te daré ni paz ni
reposo.”
Después de esto he comenzado a hacerle de mamá, pero ¡oh! cuánta
atención se necesitaba para contentarlo. Para verlo contento no se podía ni
siquiera dirigir una mirada a otra parte. Ahora quería dormir, ahora quería
beber, ahora quería que lo acariciara y yo debía encontrarme pronta a todo lo
que quería; ahora decía: “Mamá mía, me duele la cabeza, ¡ah, alíviame!” Y
yo en seguida le revisaba la cabeza, y encontrando espinas se las quitaba, y
poniéndole mi brazo bajo la cabeza lo hacía reposar. Mientras hacía que
reposara, de repente se levantaba y decía: “Siento un peso y un sufrimiento
en el corazón, tanto de sentirme morir; ve que hay.” Y observando en el
interior del corazón he encontrado todos los instrumentos de la Pasión, y uno
a uno los he quitado y los he puesto en mi corazón. Después, viéndolo
aliviado, he comenzado a acariciarlo y a besarlo y le he dicho: “Mi solo y
único tesoro, ni siquiera me has dejado ver la fiesta de nuestra Reina Madre,
ni escuchar los primeros cánticos que le cantaron los ángeles y los santos en
el ingreso que hizo en el paraíso.”
Y Jesús: “El primer canto que hicieron a mi Mamá fue el Ave María,
porque en el Ave María están las alabanzas más bellas, los honores más
grandes, y se le renueva el gozo que tuvo al ser hecha Madre de Dios, por
eso recitémosla juntos para honrarla, y cuando tú vengas al paraíso te la haré
encontrar como si la hubieras dicho junto con los ángeles aquella primera
vez en el Cielo.”
Y así hemos recitado la primera parte del Ave María juntos. ¡Oh,
cómo era tierno y conmovedor saludar a nuestra Mamá Santísima junto con
su amado Hijo! Cada palabra que Él decía, llevaba una luz inmensa en la
cual se comprendían muchas cosas sobre la Virgen Santísima, ¿pero quién
puede decirlas todas? Mucho más por mi incapacidad, por eso las paso en
silencio.
Agosto 16, 1899
Luisa continúa haciendo de mamá a Jesús.
Jesús continúa queriendo que le haga de mamá, y haciéndose ver
como graciosísimo niñito, lloraba, y para calmarle el llanto, teniéndolo entre
mis brazos he comenzado a cantar, y sucedía que cuando yo cantaba cesaba
de llorar, y cuando no, volvía a llorar. Yo hubiera querido dejar en el
silencio lo que cantaba, primero porque no lo recuerdo todo, pues estando
fuera de mí misma difícilmente recuerdo todas las cosas que pasan, y
también porque creo que son desatinos, pero la señora obediencia, siendo
demasiado impertinente no me lo quiere conceder; basta con que se haga
como ella quiere, se contenta aunque sean desatinos. Yo no sé, se dice que
esta señora obediencia es ciega, pero a mí me parece más bien que es toda
ojos, porque mira hasta las mínimas cosas, y cuando no se hace como ella
dice, se vuelve tan impertinente que no te da paz. Así que para tener paz de
parte de esta bella señora obediencia, porque además es tan buena cuando se
hace como ella dice, que todo lo que se quiere, por medio suyo se obtiene,
por eso me dispongo a decir lo que recuerdo que cantaba:
Niñito, eres pequeño y fuerte,
de ti espero todo consuelo;
niñito gracioso y bello,
Tú enamoras aun a las estrellas;
niñito, róbame el corazón
para llenarlo de tu Amor;
niñito tiernito,
hazme a mí niñita;
niñito, eres un paraíso,
¡ah! hazme ir
a divertirme en la eterna sonrisa.
Agosto 17, 1899
Jesús habla de la obediencia.
Esta mañana habiendo recibido la Comunión, estaba diciéndole a mi
amable Jesús: “¿Cómo es que esta virtud de la obediencia es tan
impertinente y a veces tan fuerte, que llega a volverse caprichosa?”
Y Él: “¿Sabes por qué esta noble señora obediencia es como tú dices?
Porque da muerte a todos los vicios, y naturalmente alguien que debe hacer
sufrir la muerte a otro debe ser fuerte, valeroso, y si no lo logra con esto se
sirve de las impertinencias y de los caprichos. Si esto es necesario para
matar el cuerpo que es tan frágil, mucho más para dar muerte a los vicios y a
las propias pasiones, que es tan difícil que muchas veces mientras parecen
muertas, comienzan a revivir de nuevo. He aquí el por qué esta diligente
señora está siempre en movimiento y continuamente está vigilando, y si ve
que el alma pone la más mínima dificultad a lo que le es mandado, entonces
temiendo que algún vicio pueda comenzar a revivir en su corazón, le hace
tanta guerra y no le da paz hasta que el alma se postra a sus pies y adora en
mudo silencio lo que ella quiere; he aquí por qué es tan impertinente y casi
caprichosa como tú dices. ¡Ah! sí, no hay verdadera paz sin obediencia, y si
parece que se goza de paz, es paz falsa, y digo parece, porque va de acuerdo
con las propias pasiones pero jamás con las virtudes y se termina con
arruinarse, porque separándose de la obediencia se separan de Mí, que fui el
Rey de esta noble virtud. Además, la obediencia mata la propia voluntad y a
torrentes vierte la divina, tanto, que se puede decir que el alma obediente no
vive de su voluntad, sino de la divina, ¿y se puede dar vida más bella, más
santa, que el vivir de la Voluntad de Dios mismo? Por eso, con las otras
virtudes, aun con las más sublimes, puede estar junto el amor propio, pero
con la obediencia, jamás.”
Agosto 18, 1899
La palabra de Dios no sólo es verdad, sino también luz.
Viniendo esta mañana el amantísimo Jesús le he dicho: “Mi amado
Jesús, yo creo que todo lo que escribo son muchos disparates.”
Y Jesús: “Mi palabra no sólo es verdad, sino también luz, y cuando
una luz entra en un cuarto oscuro, ¿qué hace? Disipa las tinieblas y hace
descubrir los objetos que hay, feos o bellos, si están en orden o en desorden,
y del modo como se encuentra ese cuarto se juzga a la persona que ocupa
aquella habitación. Ahora, la vida humana es el cuarto oscuro, y cuando la
luz de la verdad entra en un alma, disipa las tinieblas, esto es, hace descubrir
lo verdadero de lo falso, lo temporal de lo eterno, así que arroja de sí los
vicios y se mete al orden de las virtudes, porque siendo mi luz santa, que es
mi misma Divinidad, no podrá comunicar otra cosa que santidad y orden,
por lo tanto el alma siente salir de sí, luz de paciencia, de humildad, de
caridad y más. Si mi palabra produce en ti estas señales, ¿por qué temes?”
Después de esto, Jesús me ha hecho oír que rogaba al Padre por mí,
diciendo: “Padre Santo, te pido por esta alma, haz que cumpla en todo
perfectamente nuestra Santísima Voluntad, haz oh Padre adorable que sus
acciones estén tan conformadas con las mías, pero en modo tal que no se
puedan distinguir las unas de las otras, y así poder cumplir sobre de ella lo
que he diseñado.”
¿Pero quién puede decir la fuerza que me sentía infundir en mi alma
por esta oración de Jesús? Me sentía vestir el alma por una fuerza tal, que
para cumplir la Voluntad Santísima de Dios no me hubiera importado sufrir
mil martirios, si así fuera su beneplácito. Siempre sean dadas las gracias al
Señor, que tanta misericordia usa con esta pobre pecadora.
Agosto 21, 1899
Efectos de agradar sólo a Jesús.
Después de haber pasado dos días de sufrimientos, mi benigno Jesús
se mostraba todo afabilidad y dulzura. En mi interior yo decía: “Cómo es
bueno conmigo el Señor, sin embargo no encuentro en mí nada bueno que le
pueda agradar.” Y Jesús respondiéndome me ha dicho:
“Amada mía, así como tú no encuentras otro placer ni otro contento,
que entretenerte y conversar conmigo y darme gusto sólo a Mí, de modo que
todas las otras cosas que no son mías te disgustan, así Yo, mi placer y mi
consolación es el venir a entretenerme y hablar contigo. Tú no puedes
entender la fuerza que tiene sobre mi corazón, de atraerme a ella, un alma
que tiene la única finalidad de agradarme sólo a Mí. Me siento tan unido
con ella que estoy obligado a hacer lo que ella quiere.”
Mientras Jesús así decía, comprendí que hablaba en el modo como en
días pasados, mientras sufría acerbos dolores, en mi interior iba diciendo:
“Jesús mío, todo por amor tuyo, estos dolores sean tantos actos de alabanza,
de honor, de homenaje que te ofrezco, estos dolores sean tantas voces que te
glorifiquen y tantos testimonios que digan que te amo.”
Agosto 22, 1899
Jesús le comunica sus virtudes.
Mi amado Jesús continúa viniendo, todo amable y majestuoso.
Mientras estaba en este aspecto me ha dicho:
“La pureza de mis miradas resplandezca en todas tus obras, de modo
que subiendo de nuevo a mis ojos me produzca un resplandor y me distraiga
de las porquerías que hacen las criaturas.”
Yo he quedado toda confundida ante estas palabras, tanto que no
osaba decirle nada, pero Jesús alentándome, para darme confianza ha
comenzado a decirme:
“Dime, ¿qué quieres?”
Y yo: “Cuando te tengo a Ti, ¿hay alguna otra cosa que pudiera
desear?”
Pero Jesús ha insistió más de una vez que le dijera lo que quería, y yo
mirándolo he visto la belleza de sus virtudes y le he dicho: “Mi dulcísimo
Jesús, dame tus virtudes.”
Y Él abriendo su corazón hacía salir tantos rayos distintos de sus
virtudes, que al entrar en el mío me sentía reforzar en las virtudes.
Después ha agregado: “¿Qué otra cosa quieres?”
Y yo, acordándome que en los días pasados por un dolor que sufría no
lograba que mis sentidos se perdieran en Dios, le he dicho: “Mi benigno
Jesús, haz que el dolor no me impida el poder perderme en Ti.”
Y Jesús tocándome con su mano la parte donde sufría, ha mitigado la
agudeza del dolor, de modo que puedo recogerme y perderme en Él.
Agosto 27, 1899
El efecto cuando Jesús va al alma.
Esta mañana mientras veía a mi dulce Jesús, sentía un temor de que no
fuese Él sino el demonio para engañarme. Y Jesús respondiendo a mi temor
me ha dicho:
“Cuando soy Yo quien se presenta al alma, todas las potencias
interiores se aniquilan y conocen su nada, y Yo, viendo al alma humillada,
hago sobreabundar mi amor, como tantos ríos, en modo de inundarla toda y
fortificarla en el bien. Todo lo contrario sucede cuando es el demonio.”
Agosto 30, 1899
Jesús le hace ver el estado lastimoso del mundo.
Esta mañana mi amado Jesús me ha transportado fuera de mí misma y
me ha hecho ver la decadencia de la religión en los hombres, y un
preparativo de guerra. Yo le he dicho: “¡Oh Señor, en qué estado tan
lastimoso se encuentra el mundo en estos tiempos en cuanto a la religión!
Parece que el mundo no reconoce más a Aquel que ennoblece al hombre y lo
hace aspirar a un fin eterno, pero lo que más hace llorar, es que parte de
aquellos mismos que se dicen religiosos, que deberían poner la propia vida
para defender la religión y hacerla resurgir, la ignoran.” Y Jesús, tomando
un aspecto afligidísimo me ha dicho:
“Hija mía, esta es la causa de que el hombre viva como bestia, porque
ha perdido la religión; pero tiempos más tristes vendrán para el hombre en
castigo de la ceguera en la cual él mismo se ha sumergido, tanto, que se me
oprime el corazón al verlo. Pero la sangre hará revivir esta santa religión;
esta sangre que haré derramar por toda clase de gente, por seglares y
religiosos, regará al resto de las gentes que viven como salvajes, y
civilizándolas les restituirá de nuevo su nobleza. He aquí la necesidad de
que la sangre se derrame y que las mismas iglesias queden casi abatidas,
para hacer que regresen de nuevo y existan con su primer brillo y
esplendor.”
¿Pero quién puede decir el desgarro cruel que harán en los tiempos por
venir? Lo paso en silencio porque no lo recuerdo bien y no lo veo tan claro;
si el Señor quiere que lo diga me dará más claridad y entonces tomaré de
nuevo la pluma sobre este argumento, por eso, por ahora pongo punto.
Agosto 31, 1899
El confesor da la obediencia de
rechazar a Jesús y no hablar con Él.
Habiendo dado el confesor la obediencia de que cuando viniera Jesús
debía decir: “No puedo hablar, aléjate.” Yo lo he tomado como una broma,
no como obediencia formal, por eso cuando ha venido Jesús, casi no
tomando en cuenta la orden recibida, he osado decirle: “Mi buen Jesús, mira
un poco lo que quiere hacer el padre.”
Y Él me ha dicho: “Hija, abnegación.”
Y yo: “¡Pero Señor, la cosa es seria, se trata de que no debo quererte!
¿Cómo puedo hacerlo?”
Y Él, por segunda vez: “Abnegación.”
Y yo: “¡Pero Señor! ¿Qué dices? ¿Crees Tú que pueda estar sin Ti?”
Y Él por tercera vez: “Hija mía, abnegación.”
Y ha desaparecido. ¿Quién puede decir cómo he quedado al ver que
Jesús quería que me dispusiera a la obediencia?
Septiembre 1, 1899
Continúa la obediencia, pero un poco más moderada.
Habiendo venido el confesor me ha preguntado si había cumplido la
obediencia, y habiéndole dicho lo que había pasado, ha renovado la
obediencia de que no debía absolutamente hablar con Jesús, mi solo y único
consuelo, y que debía despedirlo si venía. Y he aquí que habiendo entendido
que la obediencia que se me daba era verdadera, en mi interior he dicho el
‘Fiat Voluntas Tua’ también en esto; pero, ¡oh, cuánto me cuesta y qué cruel
martirio! Siento como un clavo clavado en el corazón, que me lo traspasa de
lado a lado; y como mi corazón está habituado a pedir y desear a Jesús
continuamente, tanto, que así como es continuo el respirar y el latir, así me
parece que es continuo el desear y querer a mi único Bien, así que querer
impedir esto sería lo mismo que querer impedir a alguien el respirar y el latir
del corazón, ¿cómo se podría vivir? Sin embargo se necesita hacer
prevalecer la obediencia. ¡Oh Dios, qué pena, qué desgarro tan atroz!
¿Cómo impedir al corazón que pida su misma vida? ¿Cómo frenarlo? La
voluntad se ponía con toda su fuerza a frenarlo, pero cómo se necesitaba
continua y gran vigilancia, de vez en cuando se cansaba y se distraía, y el
corazón hacía su escapada y pedía a Jesús; la voluntad dándose cuenta de
esto se ponía con mayor fuerza a frenarlo, pero era vencida frecuentemente;
por lo que me parecía que hacía continuos actos de desobediencia. ¡Oh, en
qué contrastes, qué sangrienta guerra, qué agonías mortales sufría mi pobre
corazón! Me encontraba en tales estrecheces y en tales sufrimientos, que
creía que se me iba la vida; no obstante, esto hubiera sido un consuelo para
mí si pudiese morir, pero no, y lo que era peor era que sentía penas de
muerte, pero sin poder morir.
Entonces, después de haber derramado lágrimas amarguísimas todo el
día, en la noche, encontrándome en mi habitual estado, mi siempre benigno
Jesús ha venido, y yo, obligada por la obediencia le he dicho: “Señor, no
vengas, porque la obediencia no quiere.”
Y Él, compadeciéndome y queriéndome fortificar en los sufrimientos
en los que me encontraba, con su mano creadora ha marcado mi persona con
un signo grande de cruz y me ha dejado.
¿Pero quién puede decir el purgatorio en el que me encontraba? Lo
peor era que no podía lanzarme hacia mi sumo y único Bien. ¡Ah sí, me era
negado el pedir y desear a Jesús! ¡Ah! a las almas benditas del purgatorio
les es permitido pedir, desear, arrojarse hacia el sumo Bien, sólo que les está
prohibido el tomar posesión de Él, a mí, no, a mí me era negado aun este
consuelo. Entonces, toda la noche no he hecho otra cosa que llorar; cuando
mi débil naturaleza no podía más, el amable Jesús ha regresado en actitud de
querer hablar conmigo, y yo en seguida recordando la obediencia que quiere
reinar sobre todo, le he dicho: “Amada vida mía, no puedo hablar, y no
vengas, porque la obediencia no quiere. Si quieres hacer entender tu
Voluntad, ve con el confesor.”
Mientras esto decía he visto al confesor, y Jesús acercándose a él le ha
dicho: “Esto es imposible, a mis almas las tengo tan sumergidas en Mí, que
formamos una misma sustancia, tanto que no se discierne más la una de la
otra, y así como cuando dos sustancias se unen, una se transmite en la otra, y
después, aunque se quiera separarlas resulta inútil aun el pensarlo, así es
imposible que mis almas puedan estar separadas de Mí.”
Y habiendo dicho esto se ha ido, y yo he quedado más afligida que
antes, el corazón me latía tan fuerte que sentía abrírseme el pecho. Después
de esto, no sé decir como, me he encontrado fuera de mí misma, y
olvidándome no sé como de la obediencia recibida, he girado por la bóveda
del cielo llorando, gritando y buscando a mi dulce Jesús, cuando de repente
lo he visto venir, arrojándose entre mis brazos, todo prendado de amor y
languideciendo, pero pronto he recordado el mandato recibido y le he dicho:
“Señor, no me quieras tentar esta mañana, ¿no sabes que la obediencia no
quiere?”
Y Él: “Me ha mandado el confesor, por eso he venido.”
Y yo: “No es verdad, ¿eres tal vez algún demonio que quiere
engañarme y hacerme faltar a la obediencia?”
Y Jesús: “No soy demonio.”
Y yo: “Si no eres demonio, hagámonos juntos la señal de la cruz.” Y
los dos nos signamos con la cruz. Después he continuado diciéndole: “Si es
verdad que te ha mandado el confesor, vayamos a él, a fin de que él mismo
pueda ver si eres Jesucristo o bien el demonio, y entonces podré estar
segura.”
Así hemos ido con el confesor, y como Jesús estaba en forma de niño
se lo he dado en sus brazos diciéndole: “Padre, vea usted mismo, ¿es mi
dulce Jesús, o no?”
Ahora, mientras Jesús bendito estaba con el padre le he dicho: “Si
eres verdaderamente Jesús, bésale la mano al confesor.” Y en mi mente
pensaba que si era el Señor habría hecho esa humillación de besarle la mano,
pero si era un demonio, no. Y Jesús se la besó, pero no al hombre, sino a la
potestad sacerdotal, así la ha besado. Después de esto parecía que el
confesor lo conjuraba para ver si era demonio, y no encontrándolo tal me lo
ha restituido. Pero con todo esto mi pobre corazón no podía gozar los
abrazos de mi amado Jesús, porque la obediencia lo tenía como atado,
obstaculizado, mucho más porque aún no había ninguna orden contraria, por
eso mi corazón no osaba desahogarse, ni siquiera decir una palabra de
amor...
¡Oh, santa obediencia, cómo eres fuerte y potente! Yo te veo en estos
días de martirio ante mí como un guerrero potentísimo, armado de la cabeza
a los pies con espadas, saetas, flechas, lleno de todos aquellos instrumentos
aptos para herir, y cuando ves que mi pobre corazón cansado y abatido
quiere consolarse buscando su refrigerio, su vida, el centro al cual se siente
atraer como por un imán, tú, mirándome con mil ojos, por todas partes me
hieres con heridas mortales. ¡Ah, ten piedad de mí y no seas tan cruel
conmigo!
Pero mientras digo esto, la voz de mi adorable Jesús se hace escuchar
en mis oídos que dice:
“La obediencia fue todo para Mí, la obediencia quiero que sea todo
para ti. La obediencia me hizo nacer, la obediencia me hizo morir, las llagas
que tengo en mi cuerpo son heridas y marcas que me hizo la obediencia.
Con razón has dicho que es un guerrero potentísimo armado con toda clase
de armas aptas para herir, porque en Mí no me dejó ni siquiera una gota de
sangre, me arrancó a pedazos las carnes, me dislocó los huesos, y mi pobre
corazón, destrozado, sangrante, iba buscando un alivio, alguien que tuviera
compasión de Mí. La obediencia entonces, haciéndose para Mí más que
cruel tirano, sólo se contentó cuando me sacrificó en la cruz y me vio expirar
víctima por su amor. ¿Y por qué esto? Porque el oficio de este potentísimo
guerrero es de sacrificar a las almas, por eso no hace otra cosa que mover
guerra encarnizada a quien no se sacrifica todo por ella, por eso no tiene
ninguna consideración si el alma sufre o goza, si vive o muere, sus ojos
están atentos para ver si ella vence, que de las otras cosas no se toma
molestia. Por eso el nombre de este guerrero es ‘victoria’, porque concede
todas las victorias al alma obediente, y cuando parece que esta muere,
entonces comienza la verdadera vida. ¿Y qué cosa no me concedió la
obediencia? Por su medio vencí a la muerte, derroté al infierno, desaté al
hombre encadenado, abrí el Cielo y como Rey victorioso tomé posesión de
mi reino, no sólo para Mí sino para todos mis hijos que se habrían
aprovechado de mi Redención. ¡Ah! sí, es verdad que me costó la Vida,
pero la palabra ‘obediencia’ me suena dulce al oído y por eso amo tanto a las
almas que son obedientes.”
Vuelvo a hablar desde donde dejé.
Después de un poco ha venido el confesor y habiéndole dicho todo lo
que he dicho arriba, me ha renovado la obediencia de continuar de la misma
manera, y habiéndole dicho: “Padre, permita al menos darle la libertad a mi
corazón de rogarle a Jesús, que la obediencia de decirle cuando viene: no
vengas y no puedo conversar, la hago.”
Y él: “Haz cuanto puedas por frenarlo, y cuando no puedas, entonces
dale libertad.”
Septiembre 2, 1899
El confesor la deja libre.
Ahora, con esta obediencia un poco más mitigada, mi pobre corazón
parecía que de estar muerto comenzara a revivir un poco; pero con todo y
esto no dejaba de estar desgarrado de mil maneras, porque la obediencia,
cuando veía que el corazón se detenía un poco más en busca de su Creador,
como si quisiera reposarse en Él porque estaba sin fuerza, se me venía
encima y con sus armas me hería toda. Y además, ese tener que repetir
aquel estribillo cuando el bendito Jesús se hacía ver: “No vengas, no puedo
conversar porque la obediencia no quiere”, era para mí el más atroz y cruel
martirio. Entonces mi dulce Jesús, encontrándome yo en mi habitual estado,
ha venido y yo le he manifestado la orden recibida, y Él se ha ido. Una sola
vez mientras yo le estaba diciendo: “No vengas, que la obediencia no
quiere”, me ha dicho:
“Hija mía, ten siempre ante tu mente la luz de mi Pasión, porque al ver
mis acerbísimas penas, las tuyas te parecerán pequeñas, y al considerar la
causa por la que sufrí tantos dolores inmensos, que fue el pecado, los más
pequeños defectos te parecerán graves. En cambio, si no te miras en Mí, las
más pequeñas penas te parecerán pesadas y los defectos graves los tomarás
como cosa de nada.” Y ha desaparecido.
Después de un poco ha venido el confesor, y habiéndole preguntado si
aún debía continuar esta obediencia, me ha dicho: “No, puedes decirle lo
que quieras y tenlo cuanto quieras.”
Parece que he sido dejada libre y ya no tengo tanto que hacer con este
guerrero tan potente, de otra manera esta vez se habría hecho tan fuerte que
me hubiera dado la muerte, pero me habría hecho hacer una gran ganancia,
porque me habría unido para siempre al sumo Bien, y no por intervalos, y se
lo hubiera agradecido; es más, le habría cantado el cántico de la obediencia,
o sea el cántico de las victorias, así que me habría reído de toda su fuerza...
Pero mientras decía esto, ante mí ha aparecido un ojo resplandeciente y bello
y una voz que decía: “Y yo me habría unido junto contigo y me habría
complacido de reír, porque habría sido mía la victoria.”
Y yo: “¡Oh! amada obediencia, después de habernos reído juntas te
habría dejado a las puertas del paraíso para decirte adiós y no vernos más, y
así no tener que ver más contigo, y me hubiera cuidado muy bien de no
dejarte entrar.”
Septiembre 5, 1899
Jesús obra la perfección en el alma poco a poco.
Esta mañana me encontraba en tal abatimiento de ánimo y me veía tan
mala, que yo misma me volvía insoportable. Habiendo venido Jesús le he
dicho mis penas y el miserable estado en el cual me encontraba, y Él me ha
dicho:
“Hija mía, no quieras perder el ánimo; esta es mi costumbre, el obrar
la perfección paso a paso y no todo en un instante, a fin de que el alma,
viendo siempre que le falta alguna cosa, se impulse, haga todos los esfuerzos
para alcanzar lo que le falta, a fin de agradarme más y de santificarse
mayormente, entonces Yo, atraído por esos actos me siento forzado a darle
nuevas gracias y favores celestiales, y con esto se viene a formar un
comercio todo divino entre el alma y Dios, de otra manera, poseyendo el
alma en sí la plenitud de la perfección, y por lo tanto de todas las virtudes,
no encontraría modos de cómo esforzarse, cómo agradarle más y vendría a
faltar la yesca para encender el fuego entre la criatura y el Creador.”
¡Sea siempre bendito el Señor!
Septiembre 9, 1899
Jesús le habla de la nada y del amor que le lleva.
Jesús continúa viniendo pero con un aspecto todo nuevo. Parecía que
de su corazón bendito salía un tronco de árbol que tenía tres raíces distintas,
y este tronco, de su corazón entraba en el mío, y saliendo de mi corazón el
tronco formaba tantas bellas ramas cargadas de flores, de frutos, de perlas y
de piedras preciosas, resplandecientes como estrellas fulgidísimas. Ahora,
mi amante Jesús, viéndose a la sombra de este árbol, se recreaba todo,
mucho más que del árbol caían tantas perlas que formaban un bello adorno a
su Santísima Humanidad. Mientras estaba en esta posición me ha dicho:
“Hija mía amadísima, las tres raíces que ves que contiene este árbol
son: la Fe, la Esperanza y la Caridad. Y lo que tú ves, que este tronco sale
de Mí y se introduce en tu corazón, significa que no hay bien que posean las
almas que no venga de Mí; así que después de la Fe, la Esperanza y la
Caridad, el primer desarrollo que hace este tronco es el hacer conocer que
todo el bien viene de Dios, que de ellas no tienen otra cosa que su propia
nada, y que esta nada no hace otra cosa que darme la libertad de hacerme
entrar en ellas y hacerme obrar lo que quiero; mientras que hay otras nadas,
esto es, otras almas, que con la libre voluntad que tienen se oponen,
entonces, faltando este conocimiento, el tronco no produce ni ramas ni
frutos, ni ninguna otra cosa de bueno. Las ramas que contiene este árbol,
con todo el aparato de las flores, frutos, perlas y piedras preciosas, son todas
las diversas virtudes que puede poseer el alma. Ahora, ¿quién ha dado la
vida a este árbol tan bello? Ciertamente las raíces, esto significa que la Fe,
la Esperanza y la Caridad abrazan todo, contienen todas las virtudes, tanto,
que son puestas como base y fundamento del árbol, y sin ellas no se puede
producir ninguna otra virtud.”
Así que he comprendido también que las flores significan las virtudes,
los frutos los sufrimientos, las piedras y las perlas el sufrir únicamente por el
solo amor de Dios. He aquí por qué aquellas perlas que caían formaban ese
bello ornamento a Nuestro Señor. Ahora, mientras Jesús se sentaba a la
sombra de este árbol, me miraba con ternura toda paterna, entonces, tomado
por un rapto amoroso, que parecía que no podía contener en Sí,
abrazándome fuertemente ha comenzado a decir:
“¡Cómo eres bella! Tú eres mi candorosa paloma, mi amada morada,
mi templo vivo, en el cual unido con el Padre y el Espíritu Santo me
complazco en deleitarme. Tu continuo penar por Mí me alivia y consuela de
las continuas ofensas que me hacen las criaturas. Debes saber que es tanto el
amor que te tengo, que estoy obligado a esconderlo en parte, para hacer que
tú no enloquezcas y puedas vivir, porque si te lo hiciese ver no sólo
enloquecerías, sino que no podrías continuar viviendo, tu débil naturaleza
quedaría consumada por las llamas de mi Amor.”
Mientras esto decía yo me sentía toda confundir y aniquilar, y me
sentía hundir en el abismo de mi nada, porque me veía toda imperfecta,
especialmente notaba mi ingratitud y frialdad a las tantas gracias que el
Señor me hace. Pero espero que todo redunde a su gloria y honor, esperando
con firme confianza que en un esfuerzo de su Amor quiera vencer mi dureza.
Septiembre 16, 1899
Divergencia con Jesús. Efectos del sufrir sólo por Dios.
Esta mañana, mi adorable Jesús ha venido, y temiendo que fuese el
demonio le he dicho: “Permíteme que te signe la frente con la cruz”, y en
seguida lo he persignado y así he quedado más segura y tranquila.
Ahora, Jesús bendito parecía cansado y se quería reposar en mí, y
como también yo me sentía cansada por los sufrimientos de los días pasados,
especialmente por sus poquísimas venidas, sentía la necesidad de reposarmeen Él. Entonces, después de haber disputado un poco me ha dicho:
“La vida del corazón es el amor. Yo soy como un enfermo que arde
por la fiebre, que va buscando un refrigerio, un alivio para el fuego que lo
devora. Mi fiebre es el amor, ¿pero dónde obtengo los refrigerios, los
alivios más aptos para el fuego que me consume? De las penas y aflicciones
sufridos por mis almas predilectas sólo por mi amor; muchas veces estoy
esperando y esperando a que el alma se vuelva a Mí para decirme: ‘Señor,
sólo por amor tuyo quiero sufrir esta pena.’ ¡Ah sí, estos son mis refrigerios
y los alivios más aptos que me alivian y me apagan el fuego que me
consume!”
Después de esto se ha arrojado en mis brazos languideciendo para
reposarse. Mientras Jesús reposaba yo comprendía muchas cosas sobre las
palabras dichas por Él, especialmente sobre el sufrir por amor suyo. ¡Oh,
qué moneda de inestimable valor! Si todos la conociéramos haríamos
competencia a ver quién pudiera sufrir más, pero yo creo que todos somos
cortos de vista para conocer esta moneda tan preciosa, por eso no se llega a
tener conocimiento de ella.
Septiembre 19, 1899
Jesús habla de la Fe, de la Esperanza y Caridad.
Encontrándome esta mañana un poco turbada, especialmente por el
temor de que no sea Jesús quien viene sino el demonio, y de que mi estado
no sea Voluntad de Dios, mientras me encontraba en esta agitación ha
venido mi adorable Jesús y me ha dicho:
“Hija mía, no quiero que pierdas el tiempo, pensando en esto tú te
distraes de Mí y me haces faltar el alimento para nutrirme; lo que quiero es
que pienses solamente en amarme y en estarte toda abandonada en Mí, así
me prepararás un alimento muy agradable, y no de vez en cuando como
harías si continuases haciendo así, sino continuamente. ¿Y no sería esto tu
grandísimo contento, que tu voluntad, con estar abandonada en Mí y con el
amarme, fuese alimento para Mí, tu Dios?”
Después de esto me ha hecho ver su corazón y dentro tenía tres globos
de luz distintos, que después formaban uno solo, y Jesús volviendo a hablar
me ha dicho:
“Los globos de luz que ves en mi corazón son la Fe, la Esperanza y la
Caridad, que traje a la tierra para hacer feliz al hombre sufriente,
ofreciéndoselos en don; ahora, también a ti te quiero hacer un don más
especial.”
Y mientras así decía, de aquellos globos de luz salían como tantos
hilos de luz que inundaban mi alma, formando como una especie de red y yo
quedaba dentro.
Y Jesús: “Mira en lo que quiero que ocupes tu alma: Primero vuela
con las alas de la Fe y sumergiéndote en esa luz conocerás y adquirirás
siempre nuevas noticias de Mí, tu Dios, pero al conocerme más tu nada se
sentirá casi dispersa, y no tendrás donde apoyarte, pero tú elévate más y
arrojándote en el mar inmenso de la Esperanza, el cual son todos mis méritos
que adquirí en el curso de mi Vida mortal y todas las penas de mi Pasión,
que también de ellas hice don al hombre, y sólo por medio de estos puedes
esperar los bienes inmensos de la Fe, porque no hay otro medio para
poderlos obtener. Entonces, sirviéndote de estos mis méritos como si fuesen
tuyos, tu nada no se sentirá más dispersa y hundida en el abismo de la nada,
sino que adquiriendo nueva vida quedará embellecida, enriquecida en modo
tal, de atraerse las mismas miradas divinas; y entonces no más tímida, sino
que la Esperanza le suministrará el valor, la fuerza, de modo de volver al
alma estable como columna, expuesta a todas las inclemencias del aire,
como son las diferentes tribulaciones de la vida, que no la moverán nada, y
la Esperanza hará que el alma no sólo se sumerja sin temor en las inmensas
riquezas de la Fe, sino que se volverá dueña y llegará a tanto con la
Esperanza, de hacer suyo al mismo Dios. ¡Ah! sí, la Esperanza hace llegar
al alma hasta donde quiere, la Esperanza es la puerta del Cielo, así que sólo
por su medio se abre, porque quien todo espera todo obtiene. Entonces el
alma cuando haya llegado a hacer suyo al mismo Dios, súbito, sin ningún
obstáculo se encontrará en el océano inmenso de la Caridad, y ahí, llevando
consigo la Fe y la Esperanza, se sumergirá dentro y hará una sola cosa
conmigo, su Dios.”
El amantísimo Jesús continúa diciendo: “Si la Fe es el rey y la
Caridad es la reina, la Esperanza es como madre pacificadora que pone paz
en todo, porque con la Fe y la Caridad puede haber tribulaciones, pero la
Esperanza, siendo vínculo de paz, convierte todo en paz. La Esperanza es
sostén, la Esperanza es alivio, y cuando el alma elevándose con la Fe ve la
belleza, la santidad, el amor con el cual es amada por Dios, se siente atraída
a amarlo, pero viendo su insuficiencia, lo poco que hace por Dios, el cómo
debería amarlo y no lo ama, se siente desconsolada, turbada y casi no se
atreve a acercarse a Dios, entonces, en seguida sale esta madre pacificadora
de la Esperanza, y poniéndose en medio de la Fe y la Caridad comienza a
hacer su oficio de poner paz, así que pone en paz de nuevo al alma, la
empuja, la eleva, le da nuevas fuerzas y llevándola ante el rey de la Fe y la
reina de la Caridad, excusa al alma, pone ante el alma nueva efusión de sus
méritos y les pide que la quieran recibir; y la Fe y la Caridad teniendo en la
mira sólo a esta madre pacificadora, tan tierna y llena de compasión, reciben
al alma y Dios forma la delicia del alma, y el alma la delicia de Dios.”
¡Oh santa Esperanza, cómo eres admirable! Yo me imagino ver al
alma que es poseída por esta bella Esperanza, como un noble viajero que
camina para ir a tomar posesión de unas tierras que formarán toda su
fortuna, pero como es desconocido y viaja por tierras que no son suyas,
quien lo escarnece, quien lo insulta, quien lo despoja de sus vestidos, y quien
llega hasta golpearlo y a amenazarlo con matarlo, ¿y el noble viajero qué
hace en todas estas dificultades? ¿Se turbará? ¡Ah, no, jamás! Más bien no
tomará en cuenta a aquellos que le hacen todo esto y conociendo bien que
mientras más sufrirá, tanto más será honrado y glorificado cuando llegue a
tomar posesión de sus tierras, por eso él mismo incita a la gente para que lo
atormenten más. Pero él siempre está tranquilo, goza la más perfecta paz y
en medio de estos insultos está tan calmado, que mientras los demás están
despiertos a su alrededor, él está durmiendo en el seno de su suspirado Dios.
¿Quién suministrará a este viajero tanta paz y tanta firmeza para seguir el
viaje emprendido? Ciertamente la Esperanza de los bienes eternos que serán
suyos, y así superará todo para tomar posesión de ellos. Ahora, pensando
que son suyos, viene a amarlos, y he aquí que la Esperanza hace nacer la
Caridad.
¿Quién puede decir lo que Jesús bendito me hace ver con aquella luz?
Hubiera querido pasarlo en silencio, pero veo que la señora obediencia
dejando el vestido de la amistad, toma el aspecto de guerrero y toma sus
armas para hacerme guerra y herirme. ¡Ah, no te armes tan pronto! Deja tus
garras, estate tranquila, que por cuanto pueda haré como tú dices, y así
permaneceremos siempre amigas.
Ahora, cuando el alma se pone en el extensísimo mar de la Caridad,
prueba delicias inefables, goza alegrías inenarrables a un alma mortal. Todo
es amor; sus suspiros, sus latidos, sus pensamientos, son tantas voces
sonoras que hace resonar en torno a su amadísimo Dios, voces todas de amor
que lo llaman a ella, de modo que Dios bendito, atraído, herido por estas
voces amorosas, le corresponde, y sucede que los suspiros, los latidos y todo
el Ser Divino llaman continuamente al alma hacia Dios.
¿Quién puede decir cómo queda herida el alma por estas voces?
¿Cómo comienza a delirar como si tuviera fiebre altísima, cómo corre como
enloquecida y va a arrojarse en el amoroso corazón de su Amado para
encontrar refrigerio y a torrentes chupa las delicias divinas? Ella queda
ebria de amor, y en medio de su embriaguez entona cantos todos amorosos a
su Esposo dulcísimo. ¿Pero quién puede decir todo lo que pasa entre el alma
y Dios? ¿Quién puede decir algo sobre esta Caridad que es Dios mismo?
En este momento veo una luz grandísima y mi mente ahora queda
asombrada, ahora se fija en un punto, ahora en otro, y hago por ponerlo en el
papel pero me siento balbuceante al explicarlo. Así que no sabiendo qué
hacer, por ahora hago silencio y espero que la señora obediencia por esta vez
quiera perdonarme, pues si ella quiere enojarse conmigo, esta vez no tiene
tanta razón porque la culpa es suya, porque no me da una lengua ágil para
saber decirlo. ¿Ha comprendido reverendísima obediencia? Quedamos en
paz, ¿no es verdad?
Septiembre 21, 1899
Divergencias con la obediencia. La causa de su estado.
Sin embargo, ¿quién lo diría? A pesar de que la culpa es suya, que no
me da la capacidad para saberlo manifestar, la señora obediencia se lo ha
tomado a mal y ha comenzado a hacerla de tirano cruel, y ha llegado a tal
crueldad que me ha quitado la vista de mi amado Bien, mi solo y único
consuelo. Se ve que a veces hasta se comporta como niña, que cuando
quiere salirse con la suya en un capricho, si no lo logra por la buena llena la
casa con gritos, con llantos, tanto, que se ve uno obligado a contentarla por
la fuerza. No hay razones, no hay medios para persuadirla, así hace la
señora obediencia, es tenaz; no te hubiera creído así, y como ella quiere
vencer, quiere que aun balbuceante escriba sobre la Caridad. ¡Oh Dios
santo! Tú mismo vuélvela más razonable, porque en este modo no se puede
seguir adelante. Y tú, ¡oh! obediencia, devuélveme a mi dulce Jesús, no me
toques más a lo vivo, te pido que no me quites la vista de mi sumo Bien y yo
te prometo que aun balbuceante escribiré como quieres tú. Sólo te pido la
gracia de que me dejes reanimarme durante algunos días, porque mi mente,
demasiado pequeña, no resiste más el estar sumergida en aquel vasto océano
de la Caridad divina, especialmente que ahí descubro más mis miserias y mi
fealdad, y al ver el amor que Dios me tiene me siento casi enloquecer, así
que mi débil naturaleza se siente desfallecer y no puede más. Pero al mismo
tiempo me ocuparé en escribir otras cosas para después seguir con la
Caridad.
Sigo con mi pobre decir. Encontrándose mi mente ocupada en las
cosas dichas antes, pensaba entre mí: “¿En qué aprovecharía escribir esto si
yo misma no practicase lo que escribo? Este escrito ciertamente sería una
condena para mí.” Mientras esto pensaba, ha venido el bendito Jesús y me
ha dicho:
“Este escrito servirá para hacer conocer quién es Aquel que te habla y
ocupa tu persona; y además, si no te sirve a ti, mi luz servirá a otros que
leerán lo que te hago escribir.”
¿Quién puede decir cómo he quedado mortificada al pensar que otros
aprovecharán las gracias que me hace si leen estos escritos, y yo que las
recibo no? ¿No me condenarán ellos? Y además, con sólo pensar que
llegarán a manos de otros se me oprime el corazón por la pena y por la
vergüenza de mí misma. Ahora, permaneciendo en grandísima aflicción iba
repitiendo: “¿En qué aprovecha mi estado si servirá de condena?” Y el
amorosísimo Jesús regresando me ha dicho:
“Mi Vida fue necesaria para la salvación de los pueblos, y como no la
pude continuar sobre la tierra, por eso elijo a quien me place para
continuarla en ellos, para poder continuar la salvación de los pueblos, he
aquí el provecho de tu estado.”
Septiembre 22, 1899
Jesús le habla de sus escritos. Contiendas con la obediencia.
Sintiéndome un clavo clavado en el corazón por las palabras que ayer
dijo mi dulce Jesús, y siendo Él siempre benigno con esta miserable
pecadora, para aliviar mis penas ha venido y compadeciéndome toda me ha
dicho:
“Hija mía, no quieras afligirte más. Debes saber que todo lo que te
hago escribir, o sobre las virtudes o bajo alguna semejanza, no es otra cosa
que hacer que te pintes tú misma, y a aquella perfección a la cual he hecho
llegar tu alma.”
¡Oh Dios! Qué gran repugnancia siento al escribir estas palabras,
porque no me parece que sea verdad lo que dice. Siento que no entiendo aún
qué cosa sea virtud y perfección, pero la obediencia así lo quiere, y es mejor
morir que tener que ver con ella. Mucho más que tiene dos caras: Si se hace
como ella dice, toma el aspecto de señora y te acaricia como amiga fiel y
hasta te promete todos los bienes que hay en el Cielo y en la tierra; pero si
después descubre una sombra de dificultad en contra, súbito, sin que uno lo
advierta, si uno la mira se encuentra como un guerrero que está preparando
sus armas para herirte y destruirte. ¡Oh mi Jesús! ¿Qué tipo de virtud es
esta obediencia que hace temblar con solo pensar en ella?
Entonces, mientras Jesús me decía aquellas palabras, yo le he dicho:
“Mi buen Jesús, ¿en qué aprovecha a mi alma el tener tantas gracias, si
después me amargan toda mi vida, especialmente en las horas de tu
privación? Porque el comprender quién eres Tú y de quién estoy privada, es
un continuo martirio para mí, por lo tanto no me sirven más que para
hacerme vivir continuamente amargada.”
Y Él ha agregado: “Cuando una persona ha gustado lo dulce de un
alimento y después es obligada a tomar lo amargo, para quitar esa amargura
se duplica el deseo de gustar lo dulce, y esto sirve mucho a aquella persona,
porque si gustara siempre lo dulce sin probar jamás lo amargo, no tendría
gran aprecio por lo dulce, y si siempre gustara lo amargo sin conocer lo
dulce, no conociéndolo, ni siquiera lo desearía, por eso lo uno y lo otro
sirven, y así te sirven también a ti.”
Y yo: “Pacientísimo Jesús mío, perdóname por tener que soportar a
un alma tan mísera e ingrata, me parece que esta vez quiero investigar
demasiado.”
Y Jesús: “No te turbes, soy Yo mismo el que pongo las dificultades en tu
interior para tener ocasión de conversar contigo, y a la vez para instruirte en
todo.”
Septiembre 25, 1899
Temor de que sus escritos puedan
encontrarse en manos de otros.
En mi mente estaba pensando: “Si estos escritos llegaran a manos de
alguien, tal vez dirá: ‘Ha de ser una buena cristiana, porque el Señor le hace
tantas gracias’, sin saber que a pesar de todo esto soy todavía muy mala. He
aquí como las personas se pueden engañar tanto en el bien, como en el mal.
¡Ah Señor, sólo Tú conoces la verdad y el fondo de los corazones!”
Mientras esto pensaba ha venido el bendito Jesús, y me ha dicho:
“Amada mía, ¿y si las gentes supieran que tú eres mi defensora y la de
ellas?”
Y yo: “Mi Jesús, ¿qué dices?”
Y Él: “¡Cómo! ¿No es verdad que tú me defiendes de las penas que
ellas me dan al ponerte en medio entre Yo y ellas, y tomas sobre ti el golpe
que Yo estaba por recibir en Mí, y el que Yo debía descargar sobre ellas? Y
si alguna vez no los recibes sobre ti es porque no te lo permito, y esto con
una gran pena, hasta lamentarte conmigo, ¿lo puedes acaso negar?”
“No Señor, no puedo negarlo, pero veo que es una cosa que Tú mismo has
infundido en mí, por eso digo que el hecho no es que yo sea buena, y me
siento toda confundida al oír que me dices estas palabras.”
Septiembre 26, 1899
Causa por la que Jesús no toma
en cuenta las oposiciones. Vista
abstractiva e intuitiva del alma.
Esta mañana, habiendo venido mi adorable Jesús me ha transportado
fuera de mí misma, pero con mi suma pena lo veía de espaldas, y por cuanto
le he rogado que me dejara ver su santísimo rostro, me resultaba imposible.
En mi interior iba diciendo: “Quién sabe, a lo mejor son mis oposiciones a
la obediencia de escribir por lo que no se digna hacer ver su rostro
adorable.” Y mientras esto decía lloraba. Después de que me ha hecho
llorar se ha volteado y me ha dicho:
“Yo no tomo en cuenta tus oposiciones, porque tu voluntad está tan
fundida con la mía que no puedes querer sino lo que quiero Yo, por eso
mientras te repugna, al mismo tiempo te sientes atraída como por un imán a
hacerlo, así que tus repugnancias no sirven para otra cosa que para volver
más bella y resplandeciente la virtud de la obediencia, por eso no las tomo
en cuenta.”
Después he visto su bellísimo rostro, y en mi interior sentía un
contento indescriptible, y dirigiéndome a Él le he dicho: “Dulcísimo Amor
mío, si yo siento tanto deleite al verte, ¿qué habrá sentido nuestra Mamá
Reina cuando te encerraste en su seno purísimo? ¿Qué contentos, cuántas
gracias no le diste?”
Y Él: “Hija mía, fueron tales y tantas las delicias y las gracias que
vertí en Ella, que basta decirte que lo que Yo soy por naturaleza, nuestra
Madre lo llegó a ser por Gracia; mucho más, pues no teniendo culpa, mi
Gracia pudo dominar en Ella libremente, así que no hay cosa de mi Ser que
no le conferí a Ella.”
En aquel instante me parecía ver a nuestra Reina Madre como si fuese
otro Dios, con esta sola diferencia, que en Dios es naturaleza propia, y en
María Santísima es gracia conseguida. ¿Quién puede decir cómo he
quedado asombrada? ¿Cómo mi mente se perdía al ver un portento de gracia
tan prodigioso? Entonces, dirigiéndome a Él le he dicho: “Amado Bien
mío, nuestra Madre tuvo tanto bien porque te hacías ver intuitivamente; yo
quisiera saber cómo te muestras a mí, con la vista abstractiva o intuitiva.
Quién sabe si es también abstractiva.”
Y Él: “Quiero hacerte entender la diferencia que hay entre una y otra.
En la abstractiva el alma mira a Dios; en la intuitiva entra dentro de Él y
consigue las gracias, esto es, recibe en sí la participación del Ser Divino, y
tú, ¿cuántas veces no has participado de mi Ser? Ese sufrir que en ti parece
como si fuera connatural, esa pureza que llegas hasta sentir como si no
tuvieras cuerpo y tantas otras cosas, ¿no te las he dado cuando te he atraído a
Mí intuitivamente?”
“¡Ah! Señor, es verdad, y yo, ¿cuales agradecimientos te he dado por
todo esto? ¿Cuál ha sido mi correspondencia? Siento vergüenza de sólo
pensarlo, pero ¡ah! perdóname y haz que me puedan conocer en el Cielo y en
la tierra como un sujeto de tus infinitas misericordias.
Septiembre 30, 1899
Tentaciones. Cómo la paciencia en sufrir las
tentaciones es como un alimento sustancioso.
Primero debo decir que he pasado una hora de infierno. Luego,
rápidamente he mirado una imagen del niño Jesús, y un pensamiento como
rayo ha dicho al niño: “¡Cómo eres feo!” He tratado de no darle
importancia ni turbarme para evitar cualquier juego con el demonio, pero a
pesar de esto aquel rayo diabólico me ha penetrado en el corazón, y sentía
que mi pobre corazón odiaba a Jesús. ¡Ah sí, me sentía en el infierno
haciendo compañía a los condenados; sentía el amor cambiado en odio! ¡Oh
Dios, qué pena el no poderte amar! Decía: “Señor, es verdad que no soy
digna de amarte, pero al menos acepta esta pena, que quisiera amarte y no
puedo.”
Después de haber pasado en el infierno más de una hora, parece que
he salido, gracias a Dios, ¿pero quién puede decir cuán afligido ha quedado
mi pobre corazón, débil por la guerra sostenida entre el odio y el amor?
Sentía tal postración de fuerzas que me parecía no tener más vida. Entonces
fui sorprendida por mi habitual estado, pero oh, cómo estaba decaída, mi
corazón y todas las potencias interiores que con ansia inenarrable desean y
van en busca de su sumo y único Bien, y sólo se detienen cuando lo han
encontrado y con sumo contento se lo gozan, esta vez no se atrevían a
moverse, estaban tan aniquiladas, confundidas y abismadas en su propia
nada, que no se hacían sentir. ¡Oh Dios, qué golpe cruel ha tenido que sufrir
mi pobre corazón! Con todo esto mi siempre benigno Jesús ha venido y su
vista consoladora me ha hecho olvidar rápidamente el haber estado en el
infierno, tanto, que ni siquiera he pedido perdón a Jesús. Las potencias
interiores, humilladas, cansadas como estaban, parecía que se reposaban en
Él, todo era silencio, por ambas partes no había más que alguna mirada
amorosa con la que nos heríamos el corazón uno al otro. Después de haber
estado por algún tiempo es este profundo silencio, Jesús me ha dicho:
“Hija mía, tengo hambre, dame alguna cosa.”
Y yo: “No tengo nada que darte.” Pero en ese mismo instante he
visto un pan y se lo he dado, y parecía que Él con todo gusto se lo comía.
Ahora, en mi interior iba diciendo: “Hace ya algunos días que no me dice
nada.” Y Jesús ha respondido a mi pensamiento:
“A veces el esposo se complace en tratar con su esposa, confiarle sus
más íntimos secretos; otras veces se deleita con más gusto en descansar y en
contemplarse mutuamente su belleza, mientras que el hablar impide el
reposarse, y el solo pensamiento de lo que se debe decir o de que cosa se
debe tratar, no deja poner atención en ver la belleza del esposo y de la
esposa, pero sin embargo esto sirve, porque después de haberse reposado y
comprendido de más su belleza, vienen a amarse más y con mayor fuerza
salen para trabajar, tratar y defender sus intereses. Así estoy haciendo
contigo, ¿no estás contenta?”
Después de esto un pensamiento me ha relampagueado en la mente,
acerca de la hora pasada en el infierno y súbito he dicho: “Señor,
perdóname cuántas ofensas te he hecho.”
Y Él: “No quieras afligirte ni turbarte, soy Yo quien conduce al alma
hasta en lo profundo del abismo, para poder después conducirla más rápido
al Cielo.”
Después me hizo comprender que aquel pan que encontré en mí no era
otra cosa que la paciencia con la cual había soportado esa hora de sangrienta
batalla, así que la paciencia, la humillación, el ofrecimiento a Dios de lo que
se sufre en tiempo de tentación, es un pan sustancioso que se da a Nuestro
Señor, y que Él acepta con mucho gusto.
Octubre 1, 1899
Jesús habla con amargura de los abusos de los sacramentos.
Esta mañana Jesús seguía haciéndose ver en silencio, pero con un
aspecto afligidísimo y tenía clavada en la cabeza una tupida corona de
espinas; mis potencias interiores las sentía en silencio y no se atrevían a
decir una sola palabra; viendo que sufría mucho en la cabeza he extendido
mis manos y poco a poco le he quitado la corona, pero, ¡qué acerbo espasmo
sufría, cómo se abrían las heridas y la sangre corría a ríos! A decir verdad
era cosa que desgarraba el alma. Después de haberle quitado la corona de
espinas la he puesto sobre mi cabeza, y Él mismo ayudaba a que penetrara
bien, pero todo era silencio por ambas partes; pero cuál ha sido mi asombro,
porque poco después lo he mirado de nuevo y le estaban poniendo otra
corona de espinas con las ofensas que le hacían. ¡Oh perfidia humana! ¡Oh
incomparable paciencia de mi Jesús, cuán grande eres! Y Jesús callaba y
casi no los veía para no saber quiénes eran sus ofensores. Entonces de
nuevo se la he quitado, y avivándose todas mis potencias interiores por una
tierna compasión le he dicho:
“Amado Bien mío, dulce Vida mía, ¿dime por qué no me dices más
nada? No ha sido jamás tu costumbre esconderme tus secretos. ¡Ah!,
hablemos un poco, así desahogaremos un poco el dolor y el amor que nos
oprime.”
Y Él: “Hija mía, tú eres el alivio en mis penas, sin embargo debes
saber que no te digo nada porque tú me obligas siempre a no castigar a las
gentes, quieres oponerte a mi Justicia; y si no hago como tú quieres quedas
descontenta y Yo siento una pena de más, o sea el no tenerte contenta, así
que para evitar disgustos por ambas partes, mejor hago silencio.”
Y yo: “Mi buen Jesús, ¿acaso has olvidado cuánto sufres Tú mismo
después de que has usado la Justicia? El verte sufrir en las criaturas es lo
que me decide a forzarte para que no castigues a la gente; y además ese ver a
las mismas criaturas volverse contra Ti como tantas víboras venenosas, que
si estuviera en su poder ya te hubieran quitado la Vida porque se ven bajo
tus flagelos y así irritan más tu Justicia, no me da valor para decir Fiat
Voluntas Tua.”
Y Él: “Mi Justicia no puede seguir más allá; me siento herir por
todos: por sacerdotes, por devotos, por seglares, especialmente por el abuso
de los sacramentos: Quien no les presta ninguna atención, agregando los
desprecios; quienes, frecuentándolos, de ellos hacen una plática de placer; y
quien no estando satisfecho en sus caprichos, llega por esto a ofenderme.
¡Oh! cómo queda desgarrado mi corazón al ver reducidos los sacramentos
como aquellas cuadros pintados, o como aquellas estatuas de piedra, que de
lejos parecen vivas, pero si se acerca uno se comienza a descubrir el engaño,
y entonces si se hace por tocarlas, ¿qué cosa se encuentra? Papel, piedra,
madera, objetos inanimados, y se queda desengañado del todo, así son
reducidos los sacramentos, para la mayor parte no hay otra cosa que la sola
apariencia y quedan más sucios que limpios. Y además, el espíritu de interés
que reina en los religiosos es para llorar, ¿no te parece que son todo ojos ahí
donde hay una miserable ganancia, hasta llegar a envilecer su dignidad?
Pero donde no está el interés no tienen manos ni pies para moverse ni
siquiera un poquito. Este espíritu de interés les llena tanto el interior, que
desborda al exterior y hasta los mismos seglares sienten la peste, y
escandalizados no tienen fe en sus palabras. ¡Ah sí, ninguno deja de
ofenderme! Hay quien me ofende directamente, y quien, pudiendo impedir
tanto mal no se preocupa en hacerlo, así que no tengo a quien dirigirme; pero
Yo los castigaré de manera de hacerlos inútiles, y a quien destruiré
perfectamente, llegarán a tanto, que quedarán desiertas las iglesias sin tener
quien administre los sacramentos.”
Interrumpiendo su decir, toda espantada he dicho: “Señor, ¿qué dices?
Si hay quienes abusan de los sacramentos, también hay muchas hijas buenas
que los reciben con las debidas disposiciones y sufren mucho si no los
frecuentan.”
Y Él: “Demasiado escaso es su número, y además, su pena por no
poder recibirlos servirá como una reparación a Mí y para ser víctimas por
aquellos que abusan.”
¿Quién puede decir cómo he quedado herida por este hablar de Jesús
bendito? Pero espero que quiera aplacarse por su infinita Misericordia.
Octubre 3, 1899
Divergencias con la obediencia, y cómo ésta es Jesús mismo.
Esta mañana, Jesús continuaba haciéndose ver afligido; yo no tenía
valor de decirle ni una palabra a mi pacientísimo Jesús, por temor de que
volviera a lamentarse por el estado religioso, y esto porque la obediencia
quiere que escriba todo, también lo que respecta a la caridad del prójimo, y
esto es tan penoso para mí que he debido luchar a brazo partido con la
señora obediencia, la que tomó su aspecto de guerrero potentísimo armado
con sus armas para darme la muerte. En verdad me he encontrado en tales
estrecheces, que yo misma no sabía qué hacer. Escribir según la luz con la
que Jesús me hacía ver la caridad del prójimo me parecía imposible, me
sentía herir el corazón por mil espinas, me sentía enmudecer la boca y
disminuir el ánimo y le decía: “Amada obediencia, tú sabes cuánto te amo y
que de buena gana, por amor tuyo, daría la vida, pero veo que aquí no puedo,
y tú misma ves el desgarro de mi alma, ¡ah! no te vuelvas enemiga, no seas
despiadada conmigo, sé más indulgente con quien tanto te ama, ven conmigo
tú misma y veamos juntas lo que más nos conviene decir.”
Así parece que ha depuesto su furor, y ella misma dictaba lo que era
más necesario, encerrando en pocas palabras todo el sentido de las diferentes
cosas respecto a la Caridad, aunque a veces quería ser más detallada y yo le
decía: “Basta, que con un poco de reflexión entiendan lo que significa, ¿no
es mejor encerrar en una palabra todo el significado, que en tantas
palabras?”
A veces cedía la obediencia, a veces yo, y así parece que hemos estado
de acuerdo. Cuánta paciencia se necesita con esta bendita señora
obediencia, verdaderamente señora, porque basta que se le dé el derecho de
dominar, y cambia su aspecto por el de un mansísimo cordero, ella misma
hace el sacrificio del trabajo y hace reposar al alma con su Señor,
poniéndose ella alrededor con ojo vigilante para hacer que nadie ose
molestarla ni interrumpir su sueño; y mientras el alma duerme, ¿esta noble
señora qué hace? Ella está sudando, apurándose en el trabajo que le tocaba
al alma, cosa que verdaderamente hace asombrar a cualquier mente humana
inteligente, y mueve a los corazones a amarla.
Ahora, mientras esto digo, en mi interior pienso: “¿Pero qué cosa es
esta obediencia? ¿De qué está formada? ¿Cuál es el alimento que la
sostiene?” Y Jesús hace oír su armoniosa voz en mi oído que dice:
“¿Quieres saber qué cosa es la obediencia? La obediencia es la
quintaesencia del amor; la obediencia es el amor más fino, más puro, más
perfecto, extraído por el sacrificio más doloroso, cual es el destruirse a sí
mismo para vivir de Dios. La obediencia, siendo nobilísima y divina no
admite en el alma nada de humano y que no sea suyo, por eso toda su
atención es destruir en el alma todo lo que no pertenece a su nobleza divina,
como es el amor propio; y hecho esto poco le interesa que sea ella sola la
que se esfuerce y se fatigue por lo que debería hacer el alma, y a ésta la hace
reposar tranquilamente. Finalmente, la obediencia soy Yo mismo.”
¿Quién puede decir cómo he quedado maravillada y estática al oír este
hablar de Jesús bendito? ¡Oh! santa obediencia, cómo eres incomprensible,
yo me postro a tus pies y te adoro; te pido que seas mi guía, maestra, luz en
el desastroso camino de la vida, para que guiada, enseñada, escoltada por tu
luz purísima pueda con seguridad tomar posesión del puerto eterno.
Termino casi esforzándome en salir de esta virtud de la obediencia, de otra
manera no terminaría jamás de hablar, es tanta la luz que veo de esta virtud,
que podría escribir siempre sobre de ella, pero otras cosas me llaman, por
eso hago silencio y sigo donde dejé.
Entonces veía a mi dulce Jesús afligido, y recordando que la
obediencia me había dicho que rezara por una persona, con todo el corazón
la he encomendado, y Jesús me ha dicho:
“Hija mía, que haga de manera que todas sus obras resplandezcan sólo
de virtud, pero especialmente le recomiendo que no se inmiscuya en las
cosas de familia: si tiene alguna cosa, que se deshaga de ella; si no tiene, no
quiero que él se entrometa; que deje que las cosas las haga quien debe y él
permanezca libre, sin enfangarse en las cosas terrenas, de otra manera
vendría a incurrir en la desventura de los demás, que al principio, habiendo
querido inmiscuirse en alguna cosa de familia, después todo el peso ha
quedado en sus hombros, y Yo, sólo por mi Misericordia he debido permitir
que no prosperaran, sino más bien que empobrecieran y así hacerles tocar
con la mano cuán inconveniente es a un ministro mío enfangarse en las cosas
terrenas; mientras, palabra salida de mi boca, que a los ministros de mi
santuario, siempre y cuando no toquen las cosas terrenas, jamás les habría
faltado el alimento cotidiano. Ahora, si a estos Yo los hubiera hecho
prosperar, habrían enfangado su corazón y no habrían puesto atención ni a
Dios ni a las cosas pertenecientes a su ministerio; ahora, aburridos, cansados
de su estado, quisieran liberarse pero no pueden, y esto es en castigo por lo
que no deberían hacer.”
Después le encomendé a un enfermo, y Jesús me mostraba sus llagas
que le había hecho aquel enfermo. Yo he tratado de rogarle, aplacarlo y
repararlo, y parecía que aquellas llagas se cerraban. Y Jesús, todo bondad
me ha dicho:
“Hija mía, hoy tú has hecho el oficio de un médico expertísimo, que
no sólo ha tratado de aliviar, de vendar, sino también de curar las llagas que
me hizo ese enfermo, por eso me siento muy aliviado y aplacado.”
Entonces he comprendido que rezando por los enfermos se hace el
oficio de médico a Nuestro Señor, que sufre en sus mismas imágenes.
Octubre 7, 1899
Ve a Jesús enojado contra las gentes
Esta mañana el bendito Jesús no venía y he debido armarme de
paciencia para esperarlo. En mi interior decía: “Mi amado Jesús, ven, no
me hagas esperar tanto, desde ayer en la noche no te veo y ahora ya es
demasiado tarde y Tú no vienes aún. Mira con cuánta paciencia te he
esperado; ¡ah! no hagas que llegue a impacientarme porque tardas tanto en
venir, pues la causa eres Tú con tus tardanzas. Por eso ven, porque no puedo
más.”
Ahora, mientras estaba diciendo estos y otros disparates, mi único
Bien ha venido, pero con sumo dolor mío lo he visto enojado con las gentes.
Súbito le he dicho: “Mi buen Jesús, te pido que hagas la paz con el mundo.”
Y Él: “Hija, no puedo, Yo soy como un rey que quiere entrar en una
casa, pero aquella casa está llena de cosas inmundas, de podredumbre y de
muchas otras porquerías. El rey, como rey tiene el poder de entrar, no hay
nadie que se lo pueda impedir y aun puede limpiar aquella habitación con
sus propias manos, pero no quiere hacerlo porque no es decoroso a su real
persona descender a tantas bajezas, y mientras que la habitación no sea
limpiada por otros, con todo y que tenga el poder, el querer, y un gran deseo,
aunque sufra no se dignará poner en ella el pie. Así soy Yo, soy Rey que
puedo y quiero, pero quiero su voluntad, quiero que quiten la podredumbre
de las culpas para entrar y hacer la paz con ellos. No, no es decoroso a mi
realeza el entrar y ponerme en paz con ellos, es más, no haré otra cosa que
mandar castigos; el fuego de la tribulación los inundará por todas partes
hasta aterrarlos, a fin de que se recuerden que existe un Dios, el único que
puede ayudarlos y liberarlos.”
Y yo, interrumpiendo su hablar le he dicho: “Señor, si quieres echar
mano de los castigos yo me quiero ir al Cielo, no quiero estar más en esta
tierra, ¿cómo podrá resistir mi corazón el ver sufrir a tus criaturas?” Y Jesús
tomando un aspecto benigno me ha dicho:
“¿Si tú te vienes, Yo a dónde iré a morar en esta tierra? Por ahora
pensemos en estar juntos acá, porque en el Cielo tendremos largo tiempo
para estar juntos, como es toda la eternidad; y además, demasiado pronto has
olvidado el oficio de hacerme de madre en la tierra. Por lo tanto, mientras
castigue a las gentes Yo vendré a refugiarme y moraré contigo.”
Y yo: “Ah Señor, ¿de qué ha servido mi estado de víctima por tantos
años? ¿Qué bien les ha llegado a los pueblos, ya que Tú me decías que me
querías como víctima para evitar los castigos a las gentes? Y ahora me
haces ver que esos castigos, en vez de que sucedieran tantos años atrás, van
a suceder ahora, ni más ni menos que esto.”
Y Él: “Hija mía, no digas eso, mi magnanimidad ha sido por amor
tuyo, y el bien que ha venido de esto ha sido que terribles castigos que
debían hacer estragos por muchísimo tiempo, ahora por eso serán más
breves. ¿Y no es esto un bien, que alguien en vez de estar por muchos años
bajo el peso de un castigo, sólo lo esté por pocos? Además, en el curso de
estos años pasados, guerras, muertes imprevistas que no debían tener tiempo
de convertirse, ahora en cambio lo han tenido y se han salvado, ¿no es esto
un gran bien? Amada mía, por ahora no es necesario hacerte comprender el
provecho de tu estado para ti y para los pueblos, pero te lo mostraré cuando
vengas al Cielo y el día del juicio lo mostraré a todas las naciones. Por eso
no hables más en este modo.”
Octubre 14, 1899
Jesús dice cómo son necesarios los castigos, y habla en modo
conmovedor de la Esperanza.
Esta mañana me sentía un poco turbada y toda aniquilada en mí misma. Me
veía como si el Señor me quisiera arrojar de Sí. ¡Oh Dios, qué pena tan
desgarradora es esta! Mientras me encontraba en tal estado, el bendito Jesús
ha venido con una cuerdecilla en la mano y golpeando mi corazón tres veces
me ha dicho:
“Paz, paz, paz. ¿No sabes tú que el reino de la Esperanza es reino de
paz, y el derecho de esta Esperanza es la justicia? Tú, cuando veas que mi
Justicia se arma contra las gentes, entra en el reino de la Esperanza, e
invistiéndote de las cualidades más potentes que ella posee, sube hasta mi
trono y haz cuanto puedas para desarmar mi brazo armado; y esto lo harás
con las voces más elocuentes, más tiernas, más piadosas, con las razones
más poderosas, con las oraciones más ardientes que la misma Esperanza te
dictará. Pero cuando veas que la misma Esperanza está por sostener ciertos
derechos de justicia que son absolutamente necesarios, y que quererlos ceder
sería un querer hacer afrenta a sí misma, lo que no puede ser jamás, entonces
confórmate a Mí y cede a la Justicia.”
Y yo, más aterrada que nunca porque debía ceder a la Justicia le he
dicho: “Ah Señor, ¿cómo puedo hacer esto? Me parece imposible, el solo
pensamiento de que debes castigar a las gentes, siendo tus imágenes, no
puedo tolerarlo, si al menos fueran criaturas que no te pertenecieran. Sin
embargo esto es nada, lo que más me desgarra es que te debo ver a Ti, casi
estoy por decir, golpeado por Ti mismo, abofeteado, flagelado, afligido,
porque los castigos caerán sobre tus mismos miembros, no sobre los otros, y
por eso Tú mismo vendrás a sufrir. Dime, mi solo y único Bien, ¿cómo
podrá resistir mi corazón el verte sufrir, golpeado por Ti mismo? Que te
hagan sufrir las criaturas, son siempre criaturas y es más tolerable, pero esto
es tan duro que no puedo aceptarlo, por eso no puedo conformarme contigo,
ni ceder.”
Y Él, apiadándose y enterneciéndose todo por este hablar mío,
tomando un aspecto afligido y benigno me ha dicho:
“Hija mía, tú tienes razón en que quedaré golpeado en mis mismos
miembros, tanto que al oírte hablar todas mis entrañas me las siento
conmovidas y mover a misericordia, y el corazón me lo siento destrozar de
ternura. Pero créeme a Mí que son necesarios los castigos, y si tú no quieres
verme golpeado ahora un poco, me verás golpeado después más
terriblemente, porque más me ofenderán, ¿y esto no te disgustaría más? Por
eso confórmate conmigo, de otra manera me obligarás, para no verte
disgustada, a no decirte ya nada y con esto vendrás a negarme el alivio que
siento al conversar contigo. ¡Ah! sí, me reducirás al silencio sin tener con
quién desahogar mis penas.”
¿Quién puede decir cómo he quedado amargada por su hablar? Y
Jesús como si me quisiera distraer de mi aflicción, continuó hablando sobre
la Esperanza diciéndome:
“Hija mía, no te turbes, la Esperanza es paz, y así como Yo en el
momento mismo de hacer justicia estoy en la más perfecta paz, así tú,
sumergiéndote en la Esperanza estate en paz. El alma que está en la
Esperanza, al quererse afligir, turbar, desconfiar, incurriría en la desventura
de aquella que, mientras posee millones y millones de monedas y es reina de
varios reinos, va imaginando y dando lamentos diciendo: ‘¿De qué voy a
vivir? ¿Cómo me vestiré? ¡Ay, me muero por el hambre! ¡Soy muy infeliz!
¡Me reduciré a la más estrecha miseria y terminaré con perecer!’ Y al decir
esto llora, suspira y pasa sus días triste, escuálida, inmersa en la más grande
tristeza. Y esto no es todo, lo que es peor es que si ve sus tesoros, si camina
por sus propiedades, en vez de alegrarse se aflige más, pensando en su fin
próximo y viendo el alimento no lo quiere tocar para sostenerse, y si alguno
quiere persuadirla haciéndole tocar con la mano sus riquezas,
mostrándoselas y diciéndole que no puede ser que se reduzca a la más
estrecha miseria, ella no se convence, queda aturdida y llora todavía más su
triste suerte. Ahora, ¿qué diría la gente de ella? Que está loca, que se ve
que no tiene razón, que ha perdido el cerebro; la razón está clara, no puede
ser de otra manera. No obstante puede darse el que esta tal pueda caer en la
desventura que se imagina, ¿pero de qué modo? Saliendo de sus reinos,
abandonando todas sus riquezas y yendo a tierras extranjeras, en medio de
gente bárbara donde nadie se digne darle ni una migaja de pan. Y he aquí
que su fantasía se ha hecho realidad; lo que era falso ahora es verdad, ¿pero
quién ha sido la causa? ¿A quién se culparía de un cambio de estado tan
triste? A su pérfida y obstinada voluntad. Precisamente así es un alma que
se encuentra en posesión de la Esperanza, el quererse turbar, desanimar, es
ya la más grande locura.”
Y yo: “¡Ah! Señor, ¿cómo puede ser que el alma pueda estar siempre
en paz viviendo en la Esperanza? ¿Y si el alma comete algún pecado, cómo
puede estar en paz?”
Y Jesús: “En el momento en el que el alma peca se sale del reino de la
Esperanza, ya que pecado y Esperanza no pueden estar juntos. Cualquier
razón acepta que cada uno está obligado a respetar, conservar y cultivar lo
que es suyo; ¿quién es aquel hombre que va a sus terrenos y quema lo que
posee? ¿Quién es quien no tiene celosamente custodiadas sus pertenencias?
Creo que ninguno. Ahora, el alma que vive en la Esperanza, con el pecado
ofende a la misma Esperanza y si estuviese en su poder quemaría todos los
bienes que posee la Esperanza, y entonces se encontraría en la desventura de
aquella tal que, abandonando sus bienes va a vivir a tierras extrañas. Así el
alma, con el pecado, alejándose de esta madre pacífica, de la Esperanza tan
tierna y piadosa que llega a alimentarla con sus mismas carnes, como es
Jesús en el sacramento, objeto primario de nuestra esperanza, se va a vivir en
medio de gente bárbara como son los demonios, que negándole hasta el más
mínimo consuelo no la alimentarán de otra cosa más que de veneno, que es
el pecado. No obstante, ¿esta madre piadosa qué hace? ¿Mientras el alma
se aleja de ella se quedará indiferente? ¡Ah no! llora, reza, la llama con las
voces más tiernas, más conmovedoras, va junto a ella y sólo se contenta
cuando la regresa a su reino.”
Mi dulce Jesús continua diciéndome: “La naturaleza de la Esperanza
es paz, y lo que ella es por naturaleza, el alma que vive en el seno de esta
madre pacífica lo consigue por gracia.”
Y en el momento mismo en que Jesús bendito dice estas palabras, con
una luz intelectual me hace ver bajo la semejanza de una madre lo que ha
hecho esta Esperanza por el hombre. ¡Oh, qué escena tan conmovedora y
ternísima, que si todos la pudiesen ver llorarían de pena hasta los corazones
más duros y todos se aficionarían, la querrían tanto, que resultaría imposible
separarse por un solo momento de sus rodillas maternas. Y ahora trataré de
decir lo que comprendo y puedo:
El hombre vivía encadenado, esclavo del demonio, condenado a la
muerte eterna, sin esperanza de poder resurgir a la vida eterna; todo estaba
perdido y su suerte estaba en ruinas. Esta madre vivía en el empíreo, unida
con el Padre y el Espíritu Santo, bienaventurada, feliz con Ellos; pero
parecía que no estuviera contenta, quería a sus hijos, a sus amadas imágenes
en torno a ella, la obra más bella salida de sus manos. Ahora, mientras
estaba en el Cielo su ojo estaba atento al hombre que estaba perdido en la
tierra, toda ella se ocupa de la manera de salvar a estos sus amados hijos, y
viendo que estos hijos no pueden absolutamente satisfacer a la Divinidad,
aun a costa de cualquier sacrificio, pues son muy inferiores a Ella, ¿qué cosa
hace esta madre piadosa? Ve que no hay otro medio para salvar a estos hijos
que dar la propia vida para salvar la de ellos, y tomar sobre sí sus penas y
miserias y hacer todo lo que ellos debían hacer por ellos mismos, entonces,
¿qué piensa hacer? Esta madre amorosa se presenta ante la divina Justicia
con lágrimas en los ojos, con las voces más tiernas, con las razones más
potentes que su magnánimo corazón le dicta y dice: “Gracia te pido para
mis perdidos hijos, no me resiste el ánimo verlos separados de Mí, a
cualquier costo quiero salvarlos, y si bien veo que no hay otro medio que
poner mi propia vida, la quiero poner con tal de que readquieran la de ellos.
¿Qué cosa quieres de ellos? ¿Reparación? Reparo yo por ellos. ¿Gloria,
honor? Yo te honro y glorifico por ellos. ¿Agradecimientos? Yo te
agradezco, todo lo que quieres de ellos te lo doy Yo, con tal que los pueda
tener junto conmigo reinando.”
La Divinidad queda conmovida al ver las lágrimas, el amor de esta
piadosa madre y convencida por sus potentes razones se siente inclinada a
amar a estos hijos, y lloran juntos su desventura, y poniéndose de acuerdo
concluyen que aceptan el sacrificio de la vida de esta madre, quedando por
ello plenamente satisfechos, para readquirir a estos hijos. No apenas es
firmado el decreto, desciende en seguida del Cielo y viene a la tierra, y
dejando sus vestiduras reales que tenía en el Cielo se viste de las miserias
humanas como si fuese la más vil esclava, y vive en la pobreza más extrema,
en los sufrimientos más inauditos, en los desprecios más insoportables a la
naturaleza humana; no hace otra cosa que llorar e interceder por sus amados
hijos. Pero lo que más lo hace a uno quedar asombrado, tanto de esta madre
como de estos hijos, es que mientras ella ama tanto a estos hijos, éstos, en
vez de recibir a esta madre con los brazos abiertos ya que viene a salvarlos,
hacen lo contrario; ninguno la quiere recibir ni reconocer, es más, la obligan
a ir errante, la desprecian y empiezan a planear cómo matar a esta madre tan
tierna y excesivamente amante de ellos. ¿Qué hará esta madre tan tierna al
verse tan malamente correspondida por sus ingratos hijos? ¿Se detendrá
acaso? ¡Ah! no, más bien se enciende más de amor por ellos y corre de un
punto a otro para reunirlos y ponérselos en su regazo. ¡Oh, cómo se fatiga,
cómo se cansa hasta gotear sudor, no sólo de agua sino también de sangre!
No se da un momento de tregua, está siempre en actitud de efectuar su
salvación, provee a todas sus necesidades, remedia todos sus males pasados,
presentes y futuros; en suma, no hay cosa que no ordene y disponga para su
bien.
¿Pero qué cosa hacen estos hijos? ¿Se han tal vez arrepentido de la
ingratitud que tuvieron al recibirla? ¿Han cambiado sus pensamientos en
favor de esta madre? ¡Ah! no, la miran con malos ojos, la deshonran con las
calumnias más negras, le procuran oprobios, desprecios, confusiones, la
golpean con todo tipo de flagelos, reduciéndola toda a una llaga y terminan
con hacerla morir con una muerte, la más infame que se pueda encontrar, en
medio de crueles espasmos y dolores. Pero, ¿qué cosa hace esta madre en
medio de tantas penas? ¿Odiará tal vez a estos hijos tan rebeldes e
insolentes? ¡Ah no, jamás! Ahora más que nunca los ama extremadamente,
ofrece sus penas por su misma salvación y expira con la palabra de la paz y
del perdón.
¡Oh! madre mía bella, ¡oh amada Esperanza, cuán amable eres en ti
misma, yo te amo! ¡Ah! tenme siempre en tu regazo y seré la más feliz del
mundo. Ahora, mientras estoy determinada a dejar de hablar de la
Esperanza, una voz me resuena por todas partes que dice:
“La Esperanza contiene todo el bien, presente y futuro, y quien vive en
su regazo y crece sobre sus rodillas, todo lo que quiere obtiene. ¿Qué cosa
quiere el alma: gloria, honor? La Esperanza le dará todo el honor y la gloria
más grande en la tierra ante todas las gentes, y en el Cielo la glorificará
eternamente. ¿Querrá tal vez riqueza? ¡Oh! esta madre Esperanza es
riquísima, y lo que es más, dando sus bienes a sus hijos no disminuyen sus
riquezas en nada; además, estas riquezas no son fugaces y pasajeras, sino
eternas. ¿Querrá placeres, contentos? ¡Ah! sí, esta Esperanza contiene en sí
todos los placeres y gustos posibles que se puedan encontrar en el Cielo y en
la tierra, que ningún otro jamás podrá igualarla; y quien a su seno se nutre
los gusta hasta la saciedad, y ¡oh! cómo es feliz y contenta. ¿Querrá ser
docta, sabia? Esta madre Esperanza contiene en sí las ciencias más
sublimes, más bien es la maestra de todos los maestros y quien se hace
enseñar por ella aprende la ciencia de la verdadera santidad.”
En suma, la Esperanza nos suministra todo, de modo que si uno es
débil, le dará la fuerza; si otro está manchado, la Esperanza instituyó los
sacramentos y ahí preparó el lavado de sus manchas; si siente hambre y sed,
esta madre piadosa nos da el alimento más bello, más sabroso, como son sus
delicadísimas carnes y por bebida su preciosísima sangre. ¿Qué otra cosa de
más puede hacer esta madre pacífica de la Esperanza? ¿Quién se le
asemejará? ¡Ah!, sólo ella ha puesto en paz el Cielo y la tierra; la Esperanza
ha unido con ella la Fe y la Caridad y ha formado ese anillo indisoluble entre
la naturaleza humana y la divina. ¿Pero quién es esta madre? ¿Quién es esta
Esperanza? Es Jesucristo, que obró nuestra Redención y formó la Esperanza
del hombre descarriado.
Octubre 16, 1899
Expectaciones. Jesús habla de castigos.
Esta mañana mi dulce Jesús no venía, desde ayer en la noche no lo he
visto; cuando se hizo ver con un aspecto que daba piedad y terror al mismo
tiempo, se quería esconder para no ver los castigos que Él mismo estaba
mandando a la gente, y el modo como debía destruirlas. ¡Oh Dios, qué
espectáculo tan desgarrador, jamás visto! Mientras esperaba y esperaba, en
mi interior iba diciendo: “¿Cómo es que no viene? Quién sabe, tal vez no
venga porque yo no me conformo a su Justicia, ¿pero, cómo puedo hacerlo?
Me parece casi imposible decir Fiat Voluntas Tua.” Decía también: “No
viene porque el confesor no me lo manda.” Ahora, mientras esto pensaba,
cuando apenas y casi su sombra he visto, me ha dicho:
“No temas, la potestad a los sacerdotes es limitada; sólo que en la
medida que se presten a pedirme que venga a ti, y a ofrecerte para hacerte
sufrir con el fin de lograr que perdone a las gentes, así Yo, cuando envíe los
castigos los curaré y los libraré, pero si no se dan ningún pensamiento,
tampoco Yo tendré consideración por ellos.”
Dicho esto ha desaparecido, dejándome en un mar de aflicción y de
lágrimas.
Octubre 21, 1899
Los bienes terrenos deben servir para la
santificación, no para ser ídolos para el
hombre. Causa de los castigos.
Después de haber pasado días amarguísimos de privación, me sentía
cansada y sin fuerzas, si bien iba ofreciendo estas mismas penas diciendo:
“Señor, Tú sabes cuánto me cuesta el estar privada de Ti, pero me resigno a
tu Santa Voluntad, ofreciendo esta pena acerbísima como medio para
atestiguarte mi amor y aplacarte; estos tedios, fastidios, flaquezas, frialdades
que siento, tengo intención de enviártelos como mensajeros de alabanzas y
de reparaciones por mí y por todas las criaturas; esto tengo y esto te ofrezco.
Es cierto que Tú aceptas el sacrificio de la buena voluntad cuando se te
ofrece lo que uno puede sin reserva alguna, pero ven, porque no puedo más.”
Muchas veces me venía la tentación de conformarme a la Justicia y
pensaba que la causa por la que no venía era yo misma, porque cuando
Jesús, en los días pasados me había dicho que si no me conformaba lo
obligaría a que no viniera y a no decirme más nada, para no tenerme
descontenta, pero no tenía ánimo de hacerlo, mucho más porque la
obediencia no lo consentía. Mientras me encontraba entre estas amarguras,
primero ha venido una luz, con una voz que decía:
“A medida que el hombre se entromete en las cosas terrenas, así se
aleja y pierde la estima de los bienes eternos. Yo he dado las riquezas para
que se sirvan de ellas para su santificación, pero se han servido de ellas para
ofenderme y formar un ídolo para su corazón, y yo destruiré a las personas y
a las riquezas junto con ellas.”
Después de esto he visto a mi amadísimo Jesús, pero tan sufriente,
ofendido y airado con las gentes, que daba terror. Yo, súbito he comenzado
a decirle: “Señor, te ofrezco tus llagas, tu sangre, el uso santísimo de tus
santísimos sentidos que hiciste en el curso de tu Vida mortal, para repararte
las ofensas y el mal uso de los sentidos que hacen las criaturas.”
Y Jesús, tomando un aspecto serio y casi airado ha dicho:
“¿Sabes tú cómo han llegado a ser los sentidos de las criaturas? Como
aquellos rugidos de las bestias feroces, que con sus rugidos alejan a los
hombres en vez de atraerlos. Es tanta la podredumbre y la multiplicidad de
las culpas que sale de sus sentidos, que me obligan a huir.”
Y yo: “¡Ah! Señor, como te veo enojado; si Tú quieres continuar
mandando castigos yo me quiero ir al Cielo, o bien quiero salir de este
estado. ¿En qué aprovecha estar en él si ya no puedo más ofrecerme víctima
para librar a las gentes?” Y Él, hablándome serio, tanto que me sentía
aterrar me ha dicho:
“Tú quieres tocar los dos extremos, o que no haga nada, o que tú te
quieres venir. ¿No te contentas con que las gentes sean perdonadas en
parte? ¿Crees tú que Corato sea el mejor y el que menos me ofende? ¿Y el
que lo haya perdonado en parte en comparación de las otras ciudades es cosa
de nada? Por eso conténtate y cálmate, y mientras Yo me ocupo en castigar
a las gentes, tú acompáñame con tus suspiros y con tus sufrimientos,
pidiéndome que los mismos castigos sirvan para la conversión de los
pueblos.”
Octubre 22, 1899
La cruz, un camino tachonado de estrellas.
Continúa Jesús haciéndose ver afligido. En cuanto ha venido se ha
arrojado en mis brazos, todo extenuado como queriendo un alivio. Me ha
participado un poco de sus sufrimientos y después me ha dicho:
“Hija mía, el camino de la cruz es un camino lleno de estrellas,
conforme se camina, esas estrellas se cambian en soles luminosísimos. ¿Qué
felicidad será para el alma por toda la eternidad el estar circundada por estos
soles? Además, el premio grande que doy a la cruz es tal, que no hay
medida, ni de largo ni de ancho, es casi incomprensible a las mentes
humanas, y esto porque al soportar las cruces no puede haber nada de
humano, sino todo divino.”
Octubre 24, 1899
El hombre es una reproducción del Ser Divino.
Esta mañana mi adorable Jesús ha venido y me ha transportado fuera
de mí misma en medio a las gentes, y parecía que Jesús miraba con ojos de
compasión a las criaturas, y los mismos castigos aparecían como infinita
misericordia suya, salida de lo más íntimo de su corazón amorosísimo;
entonces, vuelto hacia mí me ha dicho:
“Hija mía, el hombre es una reproducción del Ser Divino, y como
nuestro alimento es el amor, siempre recíproco, conforme y constante entre
las Tres Divinas Personas, entonces, el hombre habiendo salido de nuestras
manos y del amor puro y desinteresado, es como una partícula de nuestro
alimento. Ahora, esta partícula se ha vuelto amarga; no sólo eso, sino que la
mayor parte, separándose de Nosotros se ha hecho pasto de las llamas
infernales y alimento del odio implacable de los demonios, nuestros y sus
capitales enemigos. He aquí la causa principal de nuestro descontento por la
pérdida de las almas: Porque son nuestras, son cosa que nos pertenece; y
también la causa que me empuja a castigarlos, es el gran amor que tengo por
ellos, para poder poner a salvo sus almas.”
Y yo: “¡Ah! Señor, parece que esta vez no tienes otras palabras que
decir más que de castigos, tu Potencia tiene tantos otros medios para salvar
estas almas. Y además, si estuviera cierta que toda la pena caería sobre ellos
y Tú quedaras libre, sin sufrir en ellos, me contentaría, pero veo que ya estás
sufriendo mucho por aquellos castigos que has mandado, ¿qué será si
continúas mandando otros castigos?”
Y Jesús: “A pesar de todo lo que sufro, el Amor me obliga a enviar
flagelos más pesados, y esto porque no hay medio más potente para hacer
entrar en sí mismo al hombre y hacerle conocer qué cosa es su ser, que el
hacer que se vea a sí mismo deshecho, los otros medios parece que lo
robustecen de más; por eso confórmate a mi Justicia. Veo bien que el amor
que tú me tienes es lo que te empuja a no conformarte conmigo, y no tienes
corazón de verme sufrir, pero también mi Madre me amó más que todas las
criaturas, tanto, que ninguna otra podrá jamás igualarla, sin embargo, para
salvar a las almas se conformó a la Justicia y se contentó con verme sufrir
tanto. Si esto hizo mi Madre, ¿cómo no lo podrías hacer tú?”
Y en el momento en que Jesús hablaba me sentía atraer tanto mi
voluntad a la suya, que casi no sabía resistir a conformarme con su Justicia,
no sabía qué decir, tan convencida me sentía; sin embargo no manifesté mi
voluntad. Jesús ha desaparecido y yo he quedado en esta duda, si debo o no
conformarme.
Octubre 25, 1899
Jesús habla de su gran amor por las criaturas.
Mi dulcísimo Jesús continúa manifestándose casi siempre igual. Esta
mañana ha agregado:
“Hija mía, es tanto el amor hacia las criaturas, que como un eco
resuena en las regiones celestiales, llena la atmósfera y se difunde sobre toda
la tierra. ¿Pero cuál es la correspondencia que dan las criaturas a este eco
amoroso? ¡Ay! me corresponden con un eco de ingratitud, venenoso, lleno
de todo tipo de amarguras y de pecados, con un eco casi asesino, apto sólo
para herirme. Pero yo despoblaré la faz de la tierra, a fin de que este eco
lleno de veneno no aturda más mis oídos.”
Y yo: “¡Ah! Señor, ¿qué dices?”
Y Jesús: “Yo no hago más que como un médico piadoso, que tiene los
remedios extremos para sus hijos, y estos hijos están llenos de llagas, ¿qué
hace este padre y médico que ama a sus hijos más que la propia vida?
¿Dejará que se gangrenen estas llagas? ¿Los dejará morir por temor de que
aplicando el fuego y los instrumentos ellos sufran? ¡No, jamás! Aunque
sentirá como si sobre él se aplicaran tales instrumentos, con todo y esto
tomará los instrumentos, desgarra y corta las carnes, aplica el remedio, el
fuego, para impedir que la corrupción avance más. Si bien muchas veces
sucede que en estas operaciones los pobres hijos se mueren, pero no era esta
la voluntad del padre médico, sino que su voluntad es verlos curados. Así
soy Yo, hiero para curarlos, los destruyo para resucitarlos; que muchos
perezcan, no es esa mi Voluntad, esto es efecto de su malvada y obstinada
voluntad, es efecto de este eco venenoso que, hasta no verse destruidos
quieren enviármelo.”
Y yo: “Dime, mi único Bien, ¿cómo podría endulzarte este eco
venenoso que tanto te aflige?”
Y Él: “El único medio es que tú hagas siempre todas tu obras con la
sola finalidad de agradarme y que uses todos tus sentidos y potencias con la
finalidad de amarme y glorificarme. Haz que cada pensamiento tuyo,
palabra y todo lo demás, no quiera otra cosa que el amor que tienes hacia
Mí, así tu eco subirá agradable a mi trono y endulzará mi oído.”
Octubre 28, 1899
¿Quién eres tú y quién soy Yo?
Esta mañana mi amable Jesús ha venido en medio de una luz, y
mirándome como si me penetrara por todos lados, tanto que me sentía
aniquilada, me ha dicho:
“¿Quién soy Yo, y quién eres tú?”
Estas palabras me penetraban hasta la médula de los huesos y
descubría la infinita distancia que hay entre el Infinito y el finito, entre el
Todo y la nada; y no sólo eso, sino que descubría también la malicia de esta
nada y el modo como se había enfangado; me parecía como un pez que nada
en las aguas, así mi alma nadaba en la podredumbre, en los gusanos y en
tantas otras cosas aptas solamente para dar horror a la vista. ¡Oh Dios, qué
vista tan abominable! Mi alma quería huir de la vista de Dios tres veces
santo, pero con otras dos palabras me ató: “¿Cuál es mi Amor hacia ti? Y,
¿cuál es tu correspondencia hacia Mí?”
Ahora, mientras a la primera palabra habría querido huir espantada por
su presencia, a la segunda palabra, ¿cuál es mi Amor hacia ti? Me he
encontrado abismada, atada por todas partes por su Amor, así que mi
existencia era un producto de su Amor, y si este Amor cesaba yo no existía
más. Entonces, me parecía que los latidos del corazón, la inteligencia y
hasta el respiro eran todos una reproducción de su Amor, yo nadaba en él y
aun el querer huir me parecía imposible, porque su Amor me circundaba por
todos lados. Mi amor me parecía como una gotita de agua arrojada en el
mar, que desaparece y no se puede distinguir más.
Cuántas cosas he comprendido, pero si las quisiera decir todas me
alargaría demasiado. Entonces Jesús ha desaparecido y yo he quedado toda
confundida, me veía toda pecado y en mi interior imploraba perdón y
misericordia. Poco después mi único Bien ha regresado y yo me sentía toda
bañada por la amargura y por el dolor de mis pecados, y Él me ha dicho:
“Hija mía, cuando un alma está convencida de haber hecho mal al
ofenderme, hace ya el oficio de la Magdalena que bañó mis pies con sus
lágrimas, los ungió con bálsamo y los secó con sus cabellos. El alma,
cuando comienza a ver en sí misma el mal que ha hecho, me prepara un
baño a mis llagas. Viendo el mal siente amargura y prueba dolor, y con esto
viene a ungir mis llagas con un bálsamo exquisito. Por este conocimiento el
alma quisiera hacer una reparación, y viendo la ingratitud pasada, siente
nacer en ella el amor hacia un Dios tan bueno y quisiera dar su vida para
testimoniar su amor, y esto son los cabellos, que como tantas cadenas de oro
la unen a mi Amor.”
Octubre 29, 1899
Jesús la lleva en brazos y la instruye.
Continúa viniendo mi adorable Jesús, pero esta mañana, en cuanto ha
venido me ha tomado entre sus brazos y me ha transportado fuera de mí
misma; y yo, encontrándome en aquellos brazos comprendía muchas cosas,
especialmente que para poder estar libremente en los brazos de Nuestro
Señor, y también para entrar buenamente en su corazón y salir de él como al
alma más le plazca, y para no ser de peso y fastidio al bendito Jesús, es
absolutamente necesario despojarse de todo. Entonces, con todo el corazón
le he dicho: “Mi amado y único Bien, lo que te pido para mí es que me
despojes de todo, porque bien veo que para ser revestida por Ti y vivir en Ti,
y que Tú vivas en mí, es necesario que no tenga ni siquiera la sombra de lo
que no te pertenece.” Y Él todo benignidad me ha dicho:
“Hija mía, la cosa principal para que Yo entre en un alma y forme mi
habitación en ella, es el desapego total de toda cosa. Sin esto, no sólo no
puedo morar en ella, sino que ni siquiera alguna virtud puede tomar
habitación en el alma. Después que el alma ha hecho salir todo de sí,
entonces Yo entro en ella, y unido con la voluntad del alma fabricamos una
casa; los cimientos de esta casa se basan en la humildad, y cuanto más
profundos sean, tanto más altos y fuertes resultan los muros; estos muros
serán fabricados con piedras de mortificación, cubiertos de oro purísimo de
caridad. Después de que se han construido los muros, Yo, como
excelentísimo pintor, no con cal y agua, sino con los méritos de mi Pasión,
simbolizados por la cal, y con los colores de mi sangre, simbolizados por el
agua, los recubro y en ellos formo las más excelentísimas pinturas, y esto
sirve para protegerla bien de las lluvias, de las nevadas y de cualquier golpe.
Inmediatamente después vienen las puertas, y para hacer que éstas sean
sólidas como madera, no sujetas a la polilla, es necesario el silencio, que
forma la muerte de los sentidos exteriores. Para custodiar esta casa es
necesario un guardián que vigile por todas partes, por dentro y por fuera, y
éste es el santo temor de Dios, que la guarda de cualquier inconveniente,
viento, o cualquier otra cosa que pueda amenazarla. Este temor será la
salvaguardia de esta casa, que hará obrar al alma no por temor de la pena,
sino por temor de ofender al propietario de esta casa; este santo temor debe
hacer que todo se haga para agradar a Dios, sin ninguna otra intención. En
seguida se debe adornar esta casa y llenarla de tesoros, estos tesoros no
deben ser otra cosa que deseos santos, lágrimas; estos eran los tesoros del
antiguo testamento y en ellos encontraron su salvación, en el cumplimiento
de sus votos su consolación, la fuerza en los sufrimientos, en suma, toda su
fortuna la basaban en el deseo del futuro Redentor y en este deseo obraban
como atletas. El alma sin deseo obra casi como muerta, aun las mismas
virtudes, todo es tedio, fastidio, animadversión, ninguna cosa le agrada,
camina casi arrastrándose por el camino del bien. Todo lo contrario el alma
que desea, ninguna cosa le causa peso, todo es alegría, vuela, en las mismas
penas encuentra sus gustos, y esto porque había un anticipado deseo, y las
cosas que primero se desean, después vienen a amarse, y amándose, se
encuentran los placeres más agradables. Por eso este deseo debe acompañar
al alma desde antes de que se fabrique esta casa.
Los adornos de esta casa serán las piedras más preciosas, las perlas,
las gemas más costosas de esta mi Vida, basada siempre en el sufrir y el
puro sufrir; y como Aquel que la habita es el dador de todo bien, pone en
ella el ajuar de todas las virtudes, la perfuma con los más suaves olores,
siembra las flores más encantadoras y perfumadas, hace sonar una música
celestial de las más agradables, hace respirar un aire de paraíso.
He olvidado decir que se necesita ver si hay paz doméstica, y ésta no
debe ser otra cosa que el recogimiento y el silencio de los sentidos
interiores.”
Después de esto, yo continuaba estando en los brazos de Nuestro
Señor y me encontraba despojada de todo; mientras estaba en esto, veía al
confesor presente y Jesús me ha dicho, pero me parecía que quería hacer una
broma para ver qué cosa decía yo:
“Hija mía, tú te has despojado de todo, y tú sabes que cuando uno se
despoja se necesita otra persona que piense en vestirlo, en alimentarlo y que
le dé un lugar donde vivir. Tú, ¿dónde quieres estar, en los brazos del
confesor o en los míos?”
Y mientras decía esto, hacía el intento de ponerme en los brazos del
confesor. Yo he comenzado a insistir que no quería ir, y Él que sí quería.
Después de un poco de disputa me ha dicho:
“No temas, te tengo en mis brazos.”
Y así hemos quedado en paz.
Octubre 30, 1899
Advertencias de castigos. No se conforma a la Justicia.
Esta mañana mi benigno Jesús ha venido todo afligido, y las primeras
palabras que me ha dicho han sido:
“¡Pobre Roma, cómo serás destruida! ¡Al verte Yo te compadezco!”
Y lo decía con tal ternura que daba compasión; pero no he entendido si
serán sólo las personas o también los edificios. Yo, como tenía la
obediencia de no conformarme a la Justicia, sino de rezar, por eso le he
dicho: “Mi amado Jesús, cuando se habla de castigos no se necesita
oponerse más, sino solamente rezar.” Y así he comenzado a rezar, a besar
sus llagas y a hacer actos de reparación. Y mientras esto hacía, Él, de vez en
cuando me decía:
“Hija mía, no me hagas violencia, haciendo esto tú quieres forzarme,
por eso estate quieta.”
Y yo: “Señor, es la obediencia que así lo quiere, no soy yo la que lo
quiero.”
Él ha agregado: “El río de la iniquidad es tanto, que llega a impedir la
redención de las almas, y sólo la oración y mis llagas impiden que este río
impetuoso las arrastre a todas en él.”